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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

La noche de todos los santos (17 page)

BOOK: La noche de todos los santos
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—… hasta que conocí a un hombre que los hacía, y aprendí que la curva de la pata de una silla puede ser algo espiritual.

Marcel nunca lo había expresado así interiormente. Era una idea que había ido cobrando forma a partir del caos y el dolor de su mente y que ahora ponía un maravilloso orden en sus pensamientos. Marcel se arrellanó en su asiento, perdido por un momento en la visión de Jean Jacques en su taller, balanceando la lámina de oro en la punta del pincel.

—Pero hay un momento en que el acto espiritual crea un objeto material que se aleja de él y se convierte en algo meramente material para los que lo ven. Ya no es espiritual. Sillas, mesas, libros, lo que hay en los libros. Si algo debe seguir siendo espiritual es precisamente el contenido de los libros. Las sillas pueden engañar al más avisado, supongo, pero los contenidos de los libros… El contenido de un libro es espiritual por naturaleza: poesía, filosofía… —Marcel levantó la jarra de cerveza y la apuró de un trago.

—Cuidado —le dijo Christophe—. Te vas a emborrachar.

—Qué va, puedo aguantar mucho más —replicó Marcel. Estaba desinhibido, se sentía estupendamente. Le hizo un gesto a madame Lelaud.

—Pues menuda disciplina la de monsieur De Late. ¿Tienes que informarle todas las tardes, después de estar aquí, de cuánto puedes aguantar? A lo mejor te manda él aquí a dibujar.

—¡Ah! —Marcel se llevó las manos a la cabeza—. Tengo que decirle otra cosa. Una mentira en este momento sería un desastre espiritual. Nunca he hablado con nadie de estas cosas. Me estalla la cabeza. Me han expulsado de la escuela, así que ahora tengo un mal expediente, una mala reputación. Monsieur De Latte le dirá cosas horribles de mí si le pregunta o, peor aún, escribirá una carta llamándome de todo. Pero lo que pasaba es que ya no aguantaba más, estaba harto de oír repetir aquellas interminables lecciones. Me sé las tablas de multiplicar, me sé los nombres de los estados y sus capitales, me sé el postulado de Euclides, conozco las siete obras de caridad, los siete pecados capitales, los doce dones del Espíritu Santo, los seis preceptos de la Iglesia, «Al que madruga Dios le ayuda», «Nosotros, el pueblo de Estados Unidos, para formar un gobierno más perfecto…», «La Galia está dividida en tres partes», «Llegué, vi, vencí».

—Así que te ha expulsado, ¿eh? —rió Christophe—. Es evidente que ese hombre es un idiota. ¿Cómo iba a creerme ni una palabra de lo que me dijera?

Madame Lelaud les trajo más cerveza.

—La próxima vez,
cher
, dibújame a mí —dijo al alejarse.

—Pues claro —le replicó Marcel—. Madame Pato, monsieur Pato y sus pequeños patitos. —Cogió la jarra—. He caído en desgracia, monsieur. Pero si me diera la oportunidad de empezar de nuevo…

—Empieza por no beberte la jarra de un trago —sugirió Christophe tendiendo la mano hacia la cerveza.

Marcel asintió.

—Ésta es la mejor noche de mi vida —susurró.

—Y has leído mi novela —dijo Christophe—, y me admiras…

—Monsieur, más que leer las
Nuits de Charlotte
las viví. Yo era Antonio, con Charlotte en mis brazos. Cuando Randolph mató a Charlotte, mató la inocencia. ¡Quería destruirlo con mis propias manos!

—Cálmate —sonrió Christophe—. Fui yo el que maté a Charlotte, y debería haber matado también a Randolph y a Antonio.

—¿Se burla de mí, monsieur?

—No. —Christophe movió la cabeza. Había una ligera tristeza en su sonrisa, algo extraño—. ¿Y cuándo te expulsaron, si se puede saber?

—No me perderé ni una sola clase, monsieur, cambiaré por completo —dijo Marcel. Levantó la jarra con cuidado, como para no verter la espuma, y apenas se mojó los labios. Luego dio un trago más largo—. Seré otra persona —murmuró.

Christophe le miraba atentamente, con los brazos cruzados encima de la mesa.

—Eso no me importa, Marcel. Si mis clases te interesan tan poco que prefieres faltar, eso es asunto tuyo. No voy a enseñar a niños pequeños, no pienso reformar a nadie. Voy a enseñar a chicos mayores, que sepan apreciarlo. Y si acuden tantos estudiantes como tú dices, podré hacer las cosas a mi manera, aunque supongo que no todos son tan fogosos como tú, ¿no? —sonrió.

—Se está usted burlando de mí, monsieur.

—Estás borracho. Tienes que irte a tu casa.

—Oh, no, no quiero irme a casa. Mi madre está durmiendo, y por la noche no se despierta nunca… —Marcel se detuvo. La primera mentira. Cecile se pasaba las noches despierta—. Además, tengo la puerta cerrada y mi madre pensará que estoy en mi habitación. —¿Había recordado cerrarla con llave? No estaba seguro—.
Je suis un criminel
—murmuró.

—Primero quiero dejar clara una cosa. Luego te acompañaré al final de la manzana y tú te irás a casa, pero antes quiero que hablemos de lo que ha pasado esta tarde en mi casa.

Marcel contuvo el aliento. Su expresión Cambió como la de un soldado al que llaman al orden, y de pronto la euforia de la cerveza dejó paso a una súbita lucidez y a un profundo malestar.

—Monsieur, por su madre no siento más que un profundo respeto… —comenzó, apenas consciente de que se llevaba la mano al corazón. Volvió a verla: hermosa, dormida sobre la almohada. Cerró los ojos. Tuvo la sobrecogedora sensación física de la suave piel de su pecho. La habitación le daba vueltas.

—Sí, de eso me acuerdo —dijo Christophe—. ¿Pero eres un caballero? —preguntó con voz fría. Marcel alzó la vista y vio de nuevo una expresión dura en el rostro de Christophe.


¡Ma foi
, siempre lo seré! —contestó Marcel—. No volveré a pisar el umbral de su casa, lo juro.

—No pretendo eso. ¿Te lo digo sin rodeos?

—Dígame.

—Si alguna vez me entero de que has dicho una palabra sobre lo que pasó bajo mi techo esta tarde, sabré que no eres un caballero. Y te romperé la cabeza.

—Se lo juro por mi honor, monsieur.

—Bien, porque hablo en serio. Y si tú también hablabas en serio, los dos podremos dedicarnos a la escuela. Y ahora, vámonos. Si tu madre descubre que no estás, lo más probable es que llame a la policía. ¡Venga, levántate! Tienes que irte a casa.

Marcel asintió obediente.

—No me desprecie —susurró cuando estuvo a punto de caerse al salir al aire fresco de la calle. Miró fijamente a las mujeres de los balcones, oscuras sombras perfiladas contra la tenue luz de las ventanas. Una multitud más reducida aunque todavía animada caminaba por las aceras bajo una lluvia silenciosa y ligeramente perfumada. Marcel abrió la mano para recibir las gotas.

—¿Tengo que acompañarte? —preguntó Christophe. Era evidente que no quería marcharse.

—Oh, no —dijo Marcel ladeando la cabeza—. Ya estoy bien. ¿Cuándo podré ir a verle?

—Dentro de algún tiempo. Tengo que arreglar la casa. Ya sabes cómo está, a punto de caerse abajo. Dentro de unos días te daré material para que vayas estudiando. Puedes decirle a tu madre que te he admitido, si crees que eso puede mejorar tu situación. Vete ya, que vas a quedar empapado.

Marcel se alejó deprisa. Había una pequeña taberna al final de la siguiente manzana, una deslustrada luz en la oscuridad. Avanzó hacia la luz y luego se volvió para ver si Christophe seguía allí. El gran hombre estaba delante del cabaret con los brazos cruzados, mirando el cielo o tal vez las ventanas de los burdeles al otro lado de la calle. Dejó caer la colilla del puro, la aplastó con el pie y, sin mirar a Marcel, volvió a entrar en Madame Lelaud's. Entretanto, Marcel había entrado en la taberna, entre los continuos empujones de los fornidos obreros. Apoyó los codos en la barra y consiguió engullir tres jarras de cerveza seguidas. Seguro ya de no sentir dolor, echó a andar hacia su casa por las calles embarradas.

Cecile, sentada en su cuarto, envuelta en un albornoz de seda azul, soltó un grito de amargura cuando él cayó de cabeza en la cama.

—Estoy agotado, mamá —dijo Marcel cerrando los ojos.

Ella se quedó un rato en la habitación, caminando de un lado a otro, sofocando los sollozos. Luego se marchó.

Tercera parte

—I—

A
las doce del mediodía la suave brisa del río transportaba las campanadas del ángelus por los tejados. Marie, sentada en el canapé del salón, dejó la aguja y el hilo, cerró los ojos y se puso a rezar sin mover los labios. Llevaba la melena negra suelta, partida por una raya en medio. Se pasó la mano bajo el sedoso pelo y luego lo agitó sobre los hombros. El cabello cayó como un velo a ambos lados de su rostro.

Aunque no se encontraba bien, concentró toda su atención en las oraciones, apartando por el momento de su mente todo lo que la torturaba. Había dormido mal la noche anterior, presa de vagos sueños sobre los problemas de Marcel, y había oído llorar a su madre. Al alba la habían despertado con el encargo de ir a ver a monsieur Jacquemine, el notario de su padre, en la Rue Royale, lo cual la turbaba sobremanera. Cuando volvía a su casa tuvo la mala fortuna de encontrarse con Richard Lermontant y de llorar en su presencia. Incluso ahora, unas horas más tarde, se encontraba todavía al borde de las lágrimas.

Para colmo, la Rue Ste. Anne estaba sumida en una insólita conmoción. El hijo de Juliet Mercier, el famoso escritor de París, había vuelto la noche anterior, y esa mañana él y su madre se habían peleado con tal violencia que de la casa habían surgido gritos y ruido de cristales rotos. Finalmente el gran hombre había salido a la calle, con el cuello de la camisa abierto y la corbata desanudada, gritándole a su madre y blandiendo el puño, mientras ella, desgreñada como una bruja, cerraba las contraventanas del piso superior con tal violencia que se rompieron y cayeron sobre el enlosado del patio.

Se había congregado mucha gente en la calle, y los vecinos se asomaban a sus puertas. Mercier se marchó por fin, pero no sin preguntar a todos dónde se podía pedir una comida decente y algo de beber sin que le echaran del establecimiento por ser negro. Los baúles estaban diseminados sin orden ni concierto, a merced de los ladrones. Cinco mujeres, una tras otra, le habían ido a contar a Cecile estos fantásticos detalles.

A Marie no le interesaba el asunto, de modo que siguió bordando su pañuelo como si le encantara esta tarea, cuando en realidad la odiaba. Lejos de distraerla de su llanto por Marcel, la confusión de la calle parecía una absurda amplificación de lo que tenía en la mente. De vez en cuando se detenía, suspirando profundamente, y apretaba sus largos dedos contra la falda.

Cecile, musitando el desdén que le producía aquella agitación, siguió caminando de un lado a otro, cómo llevaba haciendo desde la mañana. Finalmente cogió su sombrilla y salió, con el pretexto de ir a un recado aunque con el evidente propósito de ver el espectáculo con sus propios ojos.

Como es natural, Marie sabía quién era Christophe Mercier.

Había visto las
Nuits de Charlotte
en la mesa de su hermano, y una tarde Marcel había bajado del
garçonnière
con un retrato del gran hombre, recién dibujado a pluma, y tras ponerlo del revés al trasluz de la lámpara le había preguntado si percibía en él la más mínima desproporción. Ella, impresionada con la maestría de su hermano, confesó no ver ninguna y le regaló un marco ovalado con el cristal intacto, que él aceptó al instante como si se tratara de una joya. Obnubilada en aquel momento por la pasión de Marcel, Marie no pensó en absoluto en el rostro del retrato.

Pero una de las largas noches de aquel verano oyó su nombre una y otra vez en la conversación que sostenían Richard y Marcel después de cenar, y en la que hablaban de su agitada vida parisina, olvidando que ella estaba cerca. La voz de Richard era un grave susurro. Estaba sentado con las piernas estiradas, gesticulando con sus largos dedos junto a la lámpara. Arrojaba la sombra de un hombre, y de vez en cuando las pequeñas salas de la casa se llenaban de risa de hombre. De todos los muchachos que conocía, hermanos y primos de sus amigas o los pocos compañeros que Marcel llevaba a casa, sólo Richard había producido en Marie una nueva y punzante fascinación.

Siempre le había gustado y siempre había sabido que Marcel lo quería. Y puesto que ella amaba a Marcel, no podía evitar ver a Richard bañado en una luz favorecedora. Pero había algo más. Richard se había convertido en una presencia especial, desconcertante en su intensidad, y en las tardes más tediosas, presididas por el tenso y deprimente silencio de la casa y los callados enfados de su madre, Marie anhelaba cada vez más la presencia de Richard. Estaba atenta al sonido de su voz en la puerta o al ruido de sus pasos en el camino.

La madre de una amiga había muerto recientemente, y Marie había visto a Richard, sin que él se diera cuenta, presidir el velatorio junto a su padre. Le vio atender a todo tipo de detalles con serenidad de adulto y una gentileza y un respeto que le causaron una honda impresión. Más tarde, el padre de Richard le cogió las manos, la llamó madeimoselle y expresó su afecto por Marcel. Ella bajó los ojos con súbita angustia, con una especie de desesperación, como si le fueran a arrebatar algo precioso, algo que excedía sus más ardientes deseos, por razones que no acertaba a comprender. Esa noche se despertó sobresaltada en su habitación, vio la luz de la pequeña lámpara de porcelana que oscilaba en la mesilla, y se dio cuenta de que había estado pensando en Richard, no soñando con él sino pensando en él en sueños.

Así que al oírle hablar en el frescor de la tarde, cuando las luces estaban bajas y el delicioso olor del café emanaba de la tetera, había sabido sin proponérselo cosas sobre monsieur Christophe Mercier: que era un famoso novelista y escritor de folletos sobre arte, que los chicos lo idolatraban y vivían pendientes del día en que volvería a casa.

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