¿Qué había allí? Fragmentos.
Se pasó todo el verano intentando descifrarlo, pero estaba tan quemado que no encontró ni una sola frase completa. Observaciones sobre el tiempo, datos de una transacción, algunas compras de maderas importadas, la referencia de un ahorcamiento público, y aquí y allá las fechas que databan el libro en 1829. El resto había desaparecido para siempre.
Era el único documento que quedaba de toda una vida, la única reliquia de una caligrafía sesgada llena de arabescos y una cuidada relación entre la exquisita tinta morada y la limpieza absoluta que había mostrado la página, como si el hombre que había aprendido solo todo lo que sabía se hubiera aplicado en escribir las palabras con la misma meticulosidad con que lo hacía todo.
Llegó el mes de octubre. Marcel tenía catorce años.
M
arcel leía noche y día, en el colegio se sumía en sus ensoñaciones, escuchaba con atención la charla de los pescaderos, paseaba sin rumbo y le parecía que el mundo era un lugar extraño lleno de maravillas.
Una tarde se detuvo ante el escaparate de un relojero e intentó ver y oír todos los relojes que daban la hora a la vez detrás del cristal. Mientras desayunaba leía periódicos en francés y en inglés, sin hablar con nadie. Cuando llegaron las lluvias de octubre se dedicó a pasear entre las altas hierbas del cementerio, mirando de reojo la lápida del nicho de Jean Jacques, uno más entre los muchos excavados en los blanqueados muros.
Sólo para la primera comunión de Marie accedió a mostrar una expresión humana. Besó a su hermana en las mejillas y en la fiesta bebió jerez, comió pastel y dedicó rígidas sonrisas a los amables comentarios de sus tías, comentarios que olvidaba al instante.
Escribió su nombre en su diario, Marcel Ste. Marie, y su mano se detuvo. ¿De dónde había sacado Cecile su apellido? ¿De sus oraciones? «Descalza, despeinada y con la cara sucia». Después de la cena se la quedó mirando mientras ella se recogía las mangas de tafetán. Los esclavos dejaron ante ella un barreño de agua caliente, como siempre, y Cecile fue fregando con cuidado los platos de porcelana que luego confiaba a las manos de Marie. Al acabar se secó las manos y se miró los óvalos perfectos de las uñas.
Cuántas veces, en las largas noches estivales de su infancia, cuando el calor húmedo reblandecía sus sábanas y cargaba el aire, la había oído gemir en sueños y la había visto incorporarse en la cama como una muñeca con las manos en la cabeza. Entonces se levantaba en silencio, el camisón reluciente bajo la oscilante luz de la vela, y bebía del jarro cogiéndolo con las dos manos. «¡Y cómo chillaba la criatura! Ya podía estar muerto su padre, que ella no quería separarse de él ni a tiros. ¡No puedes imaginarte como chillaba!…». Después de beber parecía todavía sumida en su sueño y se giraba una y otra vez, como si no pudiera encontrar la cama.
La gente aún seguía diciendo que Marcel era un ángel, un hijo devoto, a veces incluso perfecto. ¿Es que estaban todos locos? Marcel los miraba ceñudo, como si lo que decían fuera una monstruosidad. Con el nuevo resplandor de lucidez que amenazaba con consumir todos los objetos mundanos, volvió los ojos hacia sí y se dio cuenta de que siempre había sabido la verdad de su mundo, que la respiraba como el mismo aire.
¿Quién había dicho que la distinción consistía en lavarse las manos constantemente, sufrir cuellos almidonados, bajar la voz en el salón y dejar un poco de sopa en el plato cuando se tiene hambre? El mundo era de cristal, como los ángeles de la repisa de la chimenea, destinados a romperse bajo la acometida de una palabra cruel.
«¿Por qué has quemado esos libros? ¡Cómo has podido!».
«¡No me levantes la voz! ¡Te recuerdo que soy tu madre!».
Ella se estremeció en sus brazos. Marcel sentía los ganchos de su corsé, las capas de encaje. Ella le hundía las manos en el pelo y la cara en el cuello, y sus labios temblaban.
«Has hecho una cosa horrible, mamá».
«No lo sabía —gritó ella amargamente—. No lo sabía».
Y yo soy parte de esto, se dijo ante el óvalo de un espejo, fingiendo la rigidez de un viejo retrato hasta que la imagen llameó ante sus ojos con vida propia y le obligó a apartarse, con las manos en la cabeza y sin aliento.
¿Cómo podía él haber asimilado esa desesperada necesidad de construir un mundo respetable, como si fuera la pasión de Cecile por el chocolate o su aversión hacia el color rojo? Lo había respirado como el aire, sí, pero alguna mácula debía tener que le había convertido en un actor perfecto. ¿Qué era? Se vio sentado en el taburete, al fondo del taller de Jean Jacques, con las manos relucientes e inmaculadas como las mesas pulidas, las sillas de la reina Ana, las lunas de los armarios. Algún defecto había en él. ¿Qué era? Marcel hundió la pluma en la tinta para escribir su propio diario.
¿Había odiado la infancia desde siempre? ¿Había aborrecido ser niño? ¿Había elegido voluntariamente otro camino, herido y confundido por esos rígidos límites? Los juegos le producían un aburrimiento mortal. Las tediosas repeticiones de su maestro, monsieur De Latte, le exasperaban. Pero su prodigiosa mente había colegido lo que se esperaba de él, y eso le había llevado a refugiarse en una actitud evasiva en la que no tenía cabida a la inocencia. Hacía gala de una templanza ejemplar, se inclinaba a besar la mano a las damas, miraba ceñudo a los que hablaban en la iglesia y contemplaba las humillaciones con desprecio, buscando siempre la moderación. «El hijo de madame Cecile es un chico tan bueno, tan perfecto. Está hecho todo un hombrecito».
Mi hombrecito, su hombrecito.
Pertenecía a los adultos, era su tesoro. Y un perfecto mentiroso.
Pero entonces no lo sabía. Le había parecido muy natural, tan natural como las largas tardes que pasaba con Anna Bella, lejos del alboroto de los chiquillos en la calle, oyéndola leer novelas inglesas, con los pies junto al brasero y mirando los festones del techo. Ya era una mujer a los doce años, y con la impecable elegancia de una mujer adulta. Jugaban a la dama y al caballero. Anna Bella había comprendido su pasión por Jean Jacques y no le reprochaba que se hubiera apartado de ella para ir al nuevo mundo del taller del carpintero. Cuando Marcel iba a verla, ella le hacía té inglés en una tetera de porcelana.
Luego estaba Richard, que era el auténtico caballero y que había tratado a Marcel como a un hombre desde que se conocieron. Cuando Marcel llegó a la academia de monsieur De Latte, Richard se destacó entre sus grises e inexpresivos compañeros para indicarle un asiento vacío, le dio la bienvenida a la clase y le dijo que luego podían volver juntos a sus casas. Marcel, aterrorizado hasta la médula en el nuevo ambiente, no olvidaría jamás aquel detalle, el apretón de manos que quería decir: «Somos hombres, somos hermanos». Fue la suya una amistad que duraría para siempre, lo cual hacía más doloroso el conflicto que ahora había entre ellos.
«Je suis un criminel
!». Marcel se detenía a veces en medio de la calle con un estremecimiento, agarrándose los brazos como si tuviera frío, y Richard, atónito, murmuraba alguna trivialidad. Entonces, con un movimiento frenético como el de un pájaro, Marcel se lanzaba a correr por las calles atestadas, cruzaba la Rue Canal, llegaba a la estación de Carrollton Railroad y se pasaba horas en el tren, atravesando un mundo que no había visto jamás, el mundo de los altos robles y las blancas columnas de las casas de los americanos.
En su infancia nada había sido real, pero ahora las cosas eran tan reales que le daban ganas de hablar en voz alta hasta con los árboles.
Un día encontró a Anna Bella en la calle con un espléndido vestido de tafetán morado y el pelo recogido bajo un ancho y elegante sombrero. Llevaba un parasol que lanzaba sombras de encaje en las paredes. Marcel, sobresaltado al verla convertida en toda una mujer con sus finos guantes de terciopelo se quedó sin habla cuando ella le tendió la mano. Madame Elsie, su malvada dama de compañía, la apremió a seguir adelante.
—Un momento, por favor, madame Elsie —respondió Anna Bella con su suave voz y su acento americano—. Marcel, ¿por qué no te vienes a pasear con nosotras? —Pero él vio la mirada de la anciana, la arrugada mano con la que empujaba a Anna Bella.
¿Habría visto aquel beso en el salón? ¿Habría oído sus sollozos de borracho por Jean Jacques? Se quedó allí Callado, mientras la vieja se ajustaba el chal, hasta que finalmente se apartó el pelo gris de la sien y dijo, encogiéndose de hombros:
—
Mais non
. Ya no sois unos niños…
Algo se había acabado.
¿Pero por qué? Un instinto oculto le impidió cuestionarlo. Marcel no se atrevía a hacer aflorar el tema a la superficie de su mente, y todos los días, cuando salía, se daba la vuelta para no ver la casa de madera, para no correr el riesgo de vislumbrar a Anna Bella en la puerta.
Una noche que volvía solo de Benediction se encontró, no por casualidad, ante la alta fachada de la Salle d'Orleans, envuelta en la música de violines y bañada por el aire fresco, Entonces hizo lo que nunca había hecho: quedarse allí y girar la cabeza despacio pero sin vacilaciones hacia el alboroto que se oía tras las puertas abiertas. La calle estaba atestada de carruajes y las capas negras relumbraban al sacudirse la lluvia. Jóvenes blancos, a veces, cogidos del brazo, hablaban deprisa mientras atravesaban el vestíbulo, y más allá, en las amplias escaleras, Marcel alcanzó a ver los hombros desnudos de una mujer de color.
Estaba sonando un movido vals, y a través de las altas ventanas francesas del piso de arriba se distinguían en las paredes las sombras de las parejas que bailaban: mujeres de color y hombres blancos.
Las estrellas desaparecieron tras las nubes invernales y una voz, por encima del suave martilleo de la lluvia, le dijo lo que siempre había sabido, que nunca le admitirían en aquel lugar. En aquél y en todos los lugares como aquél sólo se admitían a hombres blancos, aunque Marcel podía ver por las ventanas a los músicos de color y percibía el movimiento de los arcos en los violines. Siempre habían existido esos salones, eran una tradición tan antigua como Nueva Orleans, así que ¿por qué pensar en ello? Marcel tuvo la súbita impresión de estar llamando a la desgracia. Era absurdo, aunque tal vez había sido en un lugar como aquél donde Cecile conoció a monsieur Philippe, y tal vez fue bajo ese mismo techo donde
tante
Colette había dado su aprobación a las promesas de Philippe: la promesa de que construiría la mansión de Ste. Marie, la promesa de que enviaría a Marcel a París cuando tuviera la edad adecuada. El nombre le asaltó con una nueva intensidad y tuvo la agitada visión de umbríos locales eje moda donde hombres de color bailaban con hermosas mujeres mientras la música hendía el aire del invierno. Vio todas las puertas abiertas ante él.
—¿Qué significa esto para mí? —susurró en voz alta—. Pronto en París… —Pero entonces le distrajo otro pensamiento que ahora volvía a atormentarlo, como la cara de un niño apretada contra una ventana.
Había pensado en Anna Bella, que esa noche debía estar con él pero no había podido ser. Habrían caminado cogidos de la mano bajo la llovizna, charlando suavemente. Él le rodearía de vez en cuando la cintura con el brazo; habría compartido con ella las angustias de su alma y habría llegado a comprenderlas mejor. Y era Anna Bella a quien ahora veía en una imagen difusa, arriba, en el salón de baile. Anna Bella, con el resplandor de las joyas de mujer en sus brazos desnudos.
Se le aceleró el pulso y dio media vuelta para marcharse, pero lo que había estado pensando todo el tiempo, por qué no admitirlo, era que tal vez Anna Bella estaba destinada a eso: hombres blancos que le besarían la mano, hombres blancos susurrándole al oído. Su mente le gritaba: «Basta. Olvídalo. ¿Por qué tiene que preocuparte?».
—París —susurró como si fuera un ensalmo—. París,
la cité de la lumière
…
Pero había perdido a Anna Bella. ¡La había perdido! En toda la confusión de aquel desgraciado año se la habían arrebatado mucho antes de sufrir el dolor de dejarla por un nuevo mundo al otro lado del mar. Era como si se hubiera hecho adulta en el instante en que él se había dado la vuelta. Si siempre fue algo ineludible, ¿por qué no lo había sabido él? ¿Por qué todas las verdades triviales tenían que ser una conmoción? ¿Acaso no pasaba lo mismo todos los días a su alrededor? ¿De dónde había sacado esos ojos azules que le miraban desde el espejo?
¡Hombres blancos y mujeres negras! Era la alquimia de la historia. Pero Anna Bella… Había pensado que la tendría siempre, unidos como estaban por los años de infancia, por el brazo que ella le puso en los hombros cuando lloraba por Jean Jacques, por la dulzura de aquel beso que él se atrevió a darle por fin. «Basta. No pienses más». Y había sido algo que Marcel llevaba dentro lo que la había alejado de él, lo que la había apartado tanto como la malévola mueca de madame Elsie, una fuerza que crecía en su interior y que había impulsado la unión de sus labios.
«Mais non
, ya no sois unos niños…». No. Marcel notó de pronto que tenía sangre en las manos, y al mirárselas vio que se había clavado las uñas en las palmas. Ya no eran niños, no. Pero ¿y si… y si él no se fuera? ¿Y si no le estuvieran esperando las puertas abiertas al otro lado de los mares? La lluvia le martilleaba en las manos borrando la sangre que no dejaba de brotar.
Arriba sonaba la música sobre las frías ráfagas de viento. Era una música encantadora. Marcel se puso a silbar, y al alejarse captó otra melodía en el aire, el agudo falsete de una voz negra que cantaba suavemente a su lado. Aminoró el paso y vio en la oscuridad los ojos brillantes de un cochero negro apoyado en su carruaje. Marcel conocía la canción y la letra, en
patois
criollo, y sabía también que iba dirigida a él:
Milatraisse courri dans bal,
cocodrie po'té fanal.
Trouloulou!
C'est pas zaffaire a tou,
c'est pas zaffaire a tou.
Trouloulou!
«La niña amarilla acude al baile,
el hombre negro le ilumina el camino.
¡Hombre amarillo!
Ya no tienes nada que hacer,
ya no tienes nada que hacer.
¡Hombre amarillo!».
Tres meses después de que Jean Jacques muriera, Marcel hablaba con
tante
Colette en la puerta de su tienda.
—Pero su madre…