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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

La noche de todos los santos (11 page)

BOOK: La noche de todos los santos
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—Pero monsieur, yo no tengo esos libros, ni siquiera los he visto. Como no los pida en las librerías…

—Oh, no, no. No se te ocurra preguntar por ellos en las librerías —dijo Jean Jacques con el ceño fruncido, un gesto que Marcel le había visto hacer muy a menudo—. Algún día te daré mis diarios para que los leas. Te los dejaré cuando me muera. ¿Los leerás? ¿Te interesan?

Al ver que Marcel no contestaba, insistió:

—Dime,
mon fils

—No quiero que se muera.

Jean Jacques sonrió, pero ya estaba cerrando las contraventanas y diciéndole de nuevo que tenía que marcharse.

—II—

M
arcel había empezado a cambiar. Cecile se dio cuenta y suspiró: «
Eh bien
, tiene trece años». El chico salía de casa sin decir adónde iba, y a veces acudía por su cuenta al piso de sus tías. Los domingos, en la mesa ellas siempre comían en la casa si no estaba monsieur (Philippe) les hacía preguntas sobre Santo Domingo y parecía aburrirse cuando le hablaban de todas las riquezas que se perdieron y de los maravillosos jardines llenos de flores y de plátanos cargados de fruta madura.

—¿Pero cómo fue la revolución? —preguntó bruscamente una tarde.

—No tengo ni idea,
mon petit
—se apresuró a contestar
tante
Louisa—, porque tuvo lugar sobre todo en el fuerte. ¡Fue una suerte que Josette pudiera escapar!

Cecile, muy nerviosa, cambió rápidamente de conversación y se puso a hablar del cumpleaños de Marie. Dijo que el encaje bordado había sido carísimo, que ella tenía pensado algo más práctico y que Marie estaba creciendo demasiado deprisa.

—Nosotros teníamos la taberna de la calle Tchoupitoulas y cuentas en los bancos, mientras ellos se ganaban la vida arrancando malas hierbas de los campos.

—Vamos arriba —le susurró Richard al oído, pero Marcel apartó la mirada, con una cara tan inexpresiva que parecía de cera.

Días más tarde, cuando vagaba por el salón, absorte en sus pensamientos y molesto por todos los ruidos de la casa, miró los retratos de
tante
Josette y
tante
Louisa y dijo:

—No son mis tías auténticas, ¿verdad?

Cecile, que ya estaba muy preocupada por él, dejó caer el bordado.

—¡Me trajeron cuando no era más que una niña —exclamó—, y me dieron mi ajuar! ¿Cómo te atreves a hablar así de ellas? —Fue un extraño momento. Ella nunca había mencionado que estuviera en deuda con nadie. Algunas veces, cuando le tomaban medidas, comentaba lo mucho que odiaba coser, y Marcel sabía que Cecile había pasado veintiún años cosiendo en la tienda de sus tías.

Tante
Louisa, dos días más tarde, le aseguró mientras le ofrecía una copa de jerez:

—Pues claro que soy tu tía, ¿quién te ha dicho lo contrario? ¿Quién te ha metido esas ideas en la cabeza?

Tenía el pelo negro rizado en las sienes. Su rostro de tez oscura era viejo aunque todavía hermoso, con un ligero toque de colorete. Había despachado a su último amante hacía tres años: un viejo viudo blanco de Charleston que se atusaba continuamente el bigote. El hombre tenía gallos de pelea y caballos de carreras y había enseñado a Marcel a jugar al faraón.

—Pero no tenemos parentesco de sangre —replicó Marcel. Se hallaban en la sala trasera de la casa de su tía.

Las ventanas estaban abiertas al patio, y por encima de los lejanos ruidos de la calle se oía el constante tintineo de la fuente.

—Sí que hay parentesco —afirmó ella. Se acercó a él y le acarició los hombros y el cuello—. Tú eres mi pequeño —le dijo al oído—. Ése es el parentesco.

—No tienes que preocupar a tu madre con estas preguntas, Marcel —terció entonces
tante
Colette sin levantar la vista de su libro de cuentas, siempre tan práctica y tan franca—. No haces más que preguntar por Santo Domingo. ¿Qué sabes tú de Santo Domingo? Tu madre era una niña cuando se marchó, pero los niños tienen memoria. —Se quitó los anteojos de oro y le miró con seriedad—. Apenas nos dio tiempo de coger la ropa… y no puedes ni imaginarte la de plata que tuvimos que dejar… ¡Todavía me pongo mala cuando lo pienso!

Marcel movió los labios a la vez que ella, repitiendo las palabras que había oído tantas veces, pero su tía no se dio cuenta, y los ojos de Marcel no reflejaban burla alguna.

—¿Cómo es que os trajisteis a mi madre? —preguntó.

Las dos se quedaron atónitas.

—Marcel —comenzó Colette—, ¿de verdad crees que podíamos dejar allí a la niña?

—Eso quiere decir que erais amigas de sus padres…

Lo miraban como si lo estuvieran evaluando por primera vez. Louisa se inclinó sobre el periódico y se quedó absorta en él, como si Marcel no estuviera allí.


Cher
, el padre de tu madre tenía la mayor plantación al norte de Puerto Príncipe —dijo Colette por toda explicación—. Era amigo de todo el mundo. Claro que el hombre no era consciente de que había nacido con…

—Marcel, aún no has tocado tu copa —dijo Louisa sin apartar la vista del periódico—. Siempre pides una copa de vino, como un auténtico caballero y…

Marcel se apresuró a tomar un sorbo. Al dejar la copa derramó un par de gotas.

—¿Su padre era blanco?

—¿Pero es que no lo sabes? —preguntó Colette—. Claro que era blanco. Era un buen hombre, aunque un poco torpe.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Fue una torpeza quedarse allí después de lo que pasó —le explicó Colette—. Cuando se fue el ejército francés y los negros se hicieron con todo, los blancos que estaban en su sano juicio se marcharon. Sin embargo, ese diablo negro, el general Dessalines, les dijo a los plantadores blancos que se quedaran, que eran necesarios, que tenían que volver a sus tierras para reconstruir las plantaciones, y ellos le creyeron. Pero la verdad,
cher
, es que ese diablo los odiaba, y a nosotros también. Odiaba a todo el que no fuera negro como él, porque antes de ser el poderoso general Dessalines había sido esclavo.

—No quiero hablar de estas cosas, me dan dolor de cabeza. —Louisa dejó el periódico y se llevó los dedos a las sienes.

—¡El chico quiere saber! —dijo Colette—.
Cher
, no le digas ni una palabra de esto a tu madre, ¿me oyes? La verdad es que mataron a todos los franceses blancos de la ciudad de Puerto Príncipe, hombres, mujeres y niños. Un oficial de color iba por las calles matando a los niños, ¿te imaginas? ¡Matando niños! ¡Lo vi con mis propios ojos! Y tu madre, que era casi un bebé, estaba allí, en la calle. Claro que se veía que no era blanca, pero de todos modos…

—¡Cállate ya! —exclamó Louisa.

—No, no, por favor. —Marcel se apresuró a cogerle las manos con fuerza—. Sigue,
tante
Colette. ¿Dónde estaba mi madre?

—En la calle. La gente caía muerta a su alrededor. Te lo juro, Marcel, te he contado muchas historias fantásticas en mi vida, pero te juro que el agua que caía en la alcantarilla era del color de la sangre.

Louisa había apartado las manos de Marcel y las tenía entrelazadas en el regazo.

—Cecile es mi pequeña —dijo con la vista gacha—. Mi pequeña.

—… Y al padre de tu madre, un hombre blanco, lo colgaron de un gancho encima de la puerta, justo enfrente de nuestra casa, Marcel. El gancho le atravesaba la barbilla y la sangre le empapaba la ropa. Estaba muerto, claro, llevaba horas muerto. Y ruego a Dios que ya hubiera muerto cuando le colgaron. Y tu madre, que era un bebé, estaba allí, en la puerta, y el oficial blanco iba por la calle matando niños a golpe de bayoneta. Estaban por todas partes y sacaban de sus casas a hombres, mujeres y niños, les daba igual… Sólo porque eran franceses, sólo porque eran blancos.

—Me estoy poniendo enferma —dijo Louise, llevándose la mano a los labios—. Cierra las persianas, Marcel.

—¡Deja en paz las malditas persianas! —exclamó Colette—. Como te decía, Marcel, la niña estaba allí. Y fue Josette la que…

—¡Quieres dejarlo ya, por el amor de Dios! —estalló Louisa.

—No lo voy a dejar. Yo creo que si es bastante mayor para interesarse, también es bastante mayor para saber. A ver si así deja de volver loca a su madre con tanta pregunta sobre Santo Domingo. Mírame, Marcel. No le digas nada a tu madre. Tu madre no quiere saber nada de aquello.

—¿Qué hizo
tante
Josette?

Louisa fue cerrando una tras otras las persianas, dejando la sala en la penumbra.

—Pues Josette vio a esa pobre criatura en la calle, descalza, porque la verdad es que ese hombre nunca cuidó de ella. Se limitaba a darle de comer de su propio plato en la taberna, pero nada más, nunca peinaba sus hermosos cabellos ni le lavaba la cara. La pobre no tenía ni zapatos. Estoy segura de que no había tenido unos zapatos en su vida. ¿Quieres parar ya, Louisa? Aquí no se ve nada. ¡Abre las persianas!

—¿Pero qué pasó? —insistió Marcel.

—Josette no sabía lo que era el miedo. Nosotras estábamos aterradas, Marcel. Le dijimos que no saliera, que a la niña no le harían nada, que estaban matando sólo a los niños blancos… Pero ella abrió la puerta y bajó la escalera. «Yo voy a por la niña», dijo, y salió a la calle. Se acercó al muerto colgado del gancho y cogió a tu madre. Imagínate. Tuvo que agacharse y apartar al muerto para coger a la niña. ¡Y cómo chillaba la criatura! Ya podía estar muerto su padre, que ella no quería separarse de él ni a tiros. ¡No puedes imaginarte cómo chillaba!

—¡No sigas! —pidió Louisa.

Colette se dio la vuelta. Louisa estaba de espaldas a las persianas, con las manos entrelazadas y el rostro en sombras.

Marcel miraba fijamente las gotas de vino derramadas. Tendió la mano muy despacio hasta coger la copa.

—Después de aquello nunca la perdimos de vista —dijo Colette con voz queda—. Cuando Josette volvió a Sans Souci quiso llevarse a tu madre, pero ella se metió debajo de la mesa, justo en esta habitación, y se cogió a la pata con todas sus fuerzas. Quería quedarse aquí con
tante
Louisa y conmigo. La verdad es que nos extrañó que rechazara así a Josette y nos prefiriera a nosotras. Josette dijo que la niña ya había sufrido bastante, que se quedara si quería.

Se hizo el silencio.

Marcel apuró muy despacio la copa de jerez y la dejó en la mesa. Luego apoyó la cabeza en la mano.

—Vete a casa, Marcel —dijo Luisa, con voz grave.

—Déjale —terció Colette.

—Vete a casa —insistió Louisa—. Y a tu madre ni una palabra, ¿me oyes?

Cuando Marcel llegó a su casa encontró sobre la mesa del comedor una tela de encaje blanco. El último sol de la tarde se reflejaba en todos los cristales.

En esos momentos, cuando el día era claro y caluroso, parecía que el brillo de la luz se combinara con el aire para convertir los muebles de caoba y todos los adornos en una ruina decadente envuelta en remolinos de polvo. El sol relucía en el suelo encerado y convertía el retrato de Sans Souci en un bruñido espejo.

Marcel, sentado con las manos en las rodillas, se miraba los dedos y las venas del dorso de las manos. No se oía más que el zumbido de las moscas.

Luego se oyeron unos pasos en el camino y el chirrido de la puerta.

Marcel vio perfilada la silueta de su madre, como un reloj de arena; delgadas muñecas, finos dedos que cerraron con delicadeza el parasol. Cecile se acercó a él con la frente arrugada y los ojos brillantes, recogiéndose con la mano la falda de tafetán verde. Llevaba al cuello un camafeo colgado de una cinta de terciopelo negro sobre los festones de encaje blanco de la pechera.

—¿Marcel?

El chico permaneció con el rostro impasible. Su madre le parecía un ser atemporal, una criatura no nacida sino surgida de pronto, cuando las costumbres habían alcanzado una cima perfecta en la que ella encajaba. Ahora que se acercaba a él era como uno de esos adornos, como uno de esos encajes que siempre la rodeaban, algo sólido y exquisito que formaba parte de todo el conjunto.

Ante ella se abría un abismo. Era como si la puerta de la mansión de Ste. Marie diera paso al caos. Si Marcel se hubiera precipitado hacia ella habría podido encontrarse colgado sobre el precipicio. En la espantosa oscuridad se agitaba la historia, el hedor de los campos quemados, los tambores, los rostros negros de los esclavos.

Marcel se levantó con un escalofrío. Era como si hasta los muros se desintegraran, como si el cristal de los candelabros estuviera en llamas. Cuando salía por la puerta principal oyó por primera vez que ella le llamaba.

—III—

L
a lluvia inundaba las calles. Al mediodía había alcanzado los adoquines de las aceras y entraba en las tiendas, lamía los escalones de las casas y convertía las estrechas calles en charcos de barro. El jardín de Ste. Marie era un lodazal.

Pero por la tarde amainó. El sol se vertió sobre el agua y Jean Jacques volvió al trabajo después de limpiar el taller y bajar las sillas que había colgado en la pared. Antes encargaba a otros el dorado de sus muebles, pero este año, por aburrimiento o por pura fascinación, no lo sabía, decidió hacerlo él mismo. Hundió el pincel en la cola que se había estado ablandando al fuego y se puso a pintar invisibles volutas en el ovalado marco de un espejo. Luego levantó cuidadosamente el pan de oro con la punta de un pincel seco y sopló para que cayera en una fina rociada. A Marcel le pareció que las volutas cobraban vida, perfectas y doradas.

El carpintero se detenía de vez en cuando a descansar, encendía un cigarrillo y seguía hablando.

—… No sé lo que hubieran podido enseñarme de no haber estado yo dispuesto a aprender, pero lo cierto es que era mucho más que disposición, era pasión, una auténtica pasión. —La palabra le resultaba poco familiar y la pronunciaba con énfasis—. No dejaba en paz al viejo carpintero. Él, claro está, no quería perder el tiempo conmigo. Mi madre no era más que una trabajadora del campo y yo era uno de los muchos arrapiezos descalzos que jugaban en la calle.

Marcel observó su perfil recortado contra la luz cegadora del exterior. En la esquina de la Rue Bourbon con la Rue Ste. Anne todavía quedaban charcos de agua. Un simón giró bruscamente y salpicó el taller. Los niños chillaban y reían.

—Yo no hacía más que trastear con sus herramientas. Él me decía que no las tocara, pero no le hacía ni caso. Me quedaba allí pegado a él, preguntándole sin cesar qué estaba haciendo, para qué eran aquellos clavos. Claro que él no hacía muebles como éstos. Arreglaba cosas, sobre todo barandillas de porches o contraventanas. También hacía sillas y mecedoras, o mesas y bancos para la cocina, y a veces para otros esclavos.

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