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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

La noche de todos los santos (6 page)

BOOK: La noche de todos los santos
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—¡Fuera! —gritó ella de nuevo, y Marie apartó de pronto la cara.

Richard perdió los estribos. «Ni por mi mejor amigo voy a soportar esto un momento más —pensó Richard—. ¡Desde luego que me marcho!», y con un apagado «
bonjour, madame
» salió de la casa.

No empezó a comprender hasta mucho más tarde, ya por la noche, cuando estaba en la cama. Mucho después de la larga y agónica cena que la familia dedicó a denostar a Marcel y en la que Rudolphe trajo a rastras a la cocinera, que admitió temblando que la madre de Richard, Suzette, podía haber «arruinado el pescado con sus toques especiales». Antoine miró entonces a Richard con el ceño fruncido, como diciéndole con la mirada que estaba seguro de que la expulsión de Marcel tenía que ver con Christophe, y que eran todos unos idiotas románticos. Richard, indispuesto, había pedido permiso para marcharse, justo en el momento en que su madre derramó el vino al levantar los brazos para gritar que llevaba diez años haciendo el pescado de aquel modo.

Lo cierto es que no era nada fuera de lo común. Por otra parte nadie sospechó de la incursión de Richard en los muelles, y él no había pensado que se sentiría tan culpable por ello. El abuelo dijo finalmente que Marcel era Un buen chico, incluso mejor de lo que todos pensaban, y que lo que necesitaba era un padre.

Más tarde, ya metido en la cama, con la ventana abierta a pesar de los ruidos de la calle, Richard empezó a comprender. Recordó el gesto con que Marie se había apartado de su madre, cómo había inclinado la cabeza cuando Cecile pronunció las palabras que a él tanto le impresionaron: «¡Fuera de aquí!». El tono de voz de Cecile reflejaba una feroz intimidad.

«No me estaba hablando a mí —pensó Richard—. Se dirigía a Marie».

Estaba seguro. Abrió los ojos y miró el techo. La luz de una farola de la calle arrojó sobre él la sombra de una cortina de encaje, una sombra que se deslizó por la pared y se desvaneció cuando la luz se alejó al paso de un cansino caballo. Desapareció también el escozor de las palabras, pero éste era otro misterio. ¿Por qué le había hablado así Cecile a su propia hija? Súbitamente incómodo, Richard deseó no haberlo oído. Se sentía un intruso y le asaltó de nuevo el escozor, aunque esta vez más intenso.

¿Qué había sentido Marie allí en su presencia? «No, debo de estar equivocado», pensó. Pero no lo estaba. Aquellas hirientes palabras, «¡fuera de aquí!», tenían una poderosa resonancia. Richard se sentía muy agitado y sintió deseos de que nunca se le hubiera ocurrido aquella idea.

Richard quería a toda la familia Ste. Marie, no sólo a Marcel, que era su mejor amigo, su único hermano de verdad, sino a la adorable Cecile, que era toda una dama, y a la hermosa y callada jovencita en la que se había convertido Marie. Durante años había sido su compañera de libros de cuentos, su compañera de poesías y canciones, una imagen de encajes, ceñidores y zapatillas que no suele verse salvo en pinturas. Ahora era alta como su madre, con un cuello de cisne, los brazos redondeados y unos ojos como los de los ángeles de mármol que a las puertas de la iglesia ofrecían el agua bendita en profundas conchas.

De pronto se quedó sin aliento al pensar en ella. Marie. La sencillez de su nombre parecía perfecta. A veces le había escrito poesías que luego rompía en un arrebato, como si la habitación estuviera llena de espías.

No podía soportar la idea de que su madre la hubiera herido de aquel modo. Era una familia muy unida. Él los conocía a todos demasiado bien para pensar… Pero entonces… No atinaba a comprender, siempre iba a dar al mismo sitio. Cerró los ojos pero no podía dormir. Se dio la vuelta, giró la almohada para sentir algo fresco en la cara y se dejó llevar por su fantasía. Estaba sentado con Marie en los escalones traseros del
garçonnière
, como estuvieron años atrás, un día que él le había abotonado la tira de su zapatilla, con la diferencia de que ahora no eran niños y hablaban con mucha intimidad. Él tendió la mano y… No. Volvió a ver los ángeles de las puertas de la iglesia. Marcel tenía problemas, ella tenía problemas. Cecile había llorado, estaba llorando cuando él se marchó. Richard suspiró, apesadumbrado ya tan sólo por uno de los miles de problemas a los que se había acostumbrado día a día, y se abandonó a un sueño agitado.

—IV—

M
arcel alcanzó a Juliet mucho después de que Richard lo dejara en el mercado. Había memorizado el recorte de prensa, y su mente febril no albergaba dudas de que contaba con el impulso necesario para atravesar la barrera que separaba a Juliet del resto del mundo. Sólo esperaba su momento. Iba dejando que ella le viera de vez en cuando, como había ocurrido justo antes de que Richard se marchara. La seguía con el inagotable dolor y la infinita paciencia de un amante.

Sentía un asco enorme por la persona disoluta en la que se había convertido, pero al mismo tiempo comprendía lo que le estaba pasando y no tenía remordimientos. Su niñez había llegado a ser un desierto, o más bien él se había dado cuenta por fin de lo árida y desolada que había sido siempre. Mientras seguía a Juliet le parecía ir tras la vida misma, dejando atrás las fatigas de su desobediencia diaria.

Ella compró gallinas cluecas y tomates maduros, ostras y calamares vivos. Su gato entraba y salía veloz de los puestos y arqueaba el lomo junto a su falda. Juliet se sacó el dinero de la seda que le cubría los pechos, bajo la que se notaban los diminutos pezones. Marcel, mareado de calor, se apoyó contra los barriles como un estibador, sin apartar los ojos de la espalda de ella ni de los hombres que la miraban de soslayo o con descaro.

Claro que a él también le miraban. Los carreteros y los negros con sus cestos al hombro se quedaban mirando al pequeño caballero que tenía el abrigo cubierto de heno y los grandes ojos azules y febriles clavados en la figura de Juliet.

Pero Marcel no se daba cuenta. Él sólo veía que Juliet tenía por fin la cesta llena, coronada de ñames, zanahorias y verduras, y con dos gallinas atadas por las patas a las asas. Los animales aletearon y cacarearon cuando ella se puso toda la carga en la cabeza. Juliet bajó después los brazos y echó a andar con presteza entre el gentío, con la cesta en perfecto equilibrio, la espalda erguida y el paso rítmico, como una auténtica
vendeuse
africana.


Mon Dieu
—susurró Marcel—. ¡Qué bien lo hace! —Ciertamente lo hacía mejor que los esclavos que acudían todos los días al mercado desde sus granjas.

Era algo sorprendente por demás.

Marcel estaba maravillado. La siguió hasta salir de los apretones y olores del mercado, hipnotizado por su elegancia, con actitud protectora y amenazante. Los tenderos, apoyados en sus escobas, holgazaneaban en la puerta de sus comercios. Si alguno se atrevía a pronunciar una sola palabra, lo mataría…

Pronto se dio cuenta, espantado, de que habían llegado a la Rue Dauphine, y que la casa de Juliet estaba a pocos pasos de distancia, Marcel se acercó hasta casi tocarle el chal.

Ella se detuvo. Subió el brazo con elegancia, se sujetó la carga sobre la cabeza y se giró en redondo.

—¡Me estás siguiendo! —dijo.

Marcel se quedó helado.

Interrumpían el paso de la gente, pero Juliet no se movió. Le miraba fijamente y parecía alzarse sobre él a pesar de que eran casi de la misma estatura. Volvió a estabilizar la cesta y Marcel vio que su expresión no era de enfado sino de curiosidad.

—¿Por qué? —preguntó ella y frunció los labios en una astuta sonrisa, sin dejar de mirarle. Marcel sintió que poco a poco el corazón recuperaba su ritmo normal. Juliet hablaba con voz melodiosa y risa contenida—. ¿Me lo vas a decir? —insistió enarcando las cejas. Algo en su modo de hablar le recordaba a sus tías, incluso a su madre, algo que tenía que ver con las selvas de Santo Domingo donde habían nacido.

De pronto sintió la resolución que había estado esperando todo el día.

—Madame Mercier, es por lo que he leído en los periódicos de París. Tengo que hablar con usted. Por favor, por favor, perdone que me haya acercado de esta manera, pero tengo que…

Ella le miraba atónita. De pronto pareció como si no comprendiera lo que le decía. Señaló algo que Marcel tenía a los pies.

Era el gato negro, que les había seguido todo el camino y que ahora se frotaba el costado contra la bota de Marcel. Él lo cogió enseguida y se lo tendió a Juliet, que lo estrechó contra su pecho. Entonces se dio media vuelta y echó a andar.

—¡Es sobre Christophe! —dijo Marcel desesperado.

—Christophe —susurró ella. Giró la cabeza con gesto majestuoso y le miró por encima del hombro. Algo perverso asomó en sus ojos. El cambio de expresión fue tan brusco que Marcel se asustó.

—Los periódicos… —prosiguió no obstante— dicen que vuelve a casa.

—¡No! —exclamó Juliet con voz sofocada, volviéndose hacia él—. ¿Eso dicen los periódicos de París?

Un carro se había detenido tras ella y el conductor le gritaba con expresión colérica.

—Pero dime,
cher
… —El caballo relinchó sobresaltado—. ¿Dónde está ese periódico? ¿Qué dice? —Miró a Marcel de arriba abajo, exaltada, como si estuviera a punto de atacarle para arrebatárselo, Marcel se arrepintió al instante de haber entregado el recorte a Richard.

—Lo he visto esta mañana con mis propios ojos, madame. No lo llevo encima, pero lo he leído tantas veces que me lo sé de memoria y se lo puedo repetir palabra por palabra.

—¡Dime, dime! —estalló ella. En ese momento el carretero se puso a bramar y restalló el látigo sobre la cabeza de Juliet, sesgando los tallos y las hojas de la cesta. Marcel apretó los puños y se adelantó furioso pero Juliet, mucho más rápida que él, se dio media vuelta y arrojó el gato negro a la cara del hombre.

La multitud lanzó un grito y alguien se echó a reír en la puerta de una tienda. El carretero estaba furioso, El gato le arañaba salvajemente, tratando de agarrarse a él, y cuando el hombre pudo quitárselo de encima le sangraba copiosamente la mejilla. El caballo retrocedió con tal violencia que la rueda del carro se montó en la acera. El hombre maldijo a Juliet en una extraña lengua gutural.

Un negro le advirtió entonces en rápido francés:

—Cuidado, monsieur. Le ha echado mal de ojo. Tenga cuidado, monsieur… —Y luego se echó a reír.

Juliet cogió a Marcel de la mano y le arrastró por la calle.

—Ven,
cher
, ven…

El hombre empezó a bajar del carro pero alguien le detuvo e intentó razonar con él. La mano de Juliet, húmeda y sorprendentemente fuerte, arrastraba a Marcel hacia la puerta del jardín. De pronto el muchacho se encontró dentro, en un caminito donde la hiedra que caía del muro había llegado hacía tiempo a la casa y tendía sobre el suelo un suave lecho de hojas.

Juliet caminaba con elegancia. El gato negro apareció tras ella con la cola muy alta.

Marcel vaciló un instante. Al alzar la vista vio las paredes manchadas, las maltrechas contraventanas y al fondo el cielo azul. Los altos plátanos ocultaban los edificios del otro lado de la calle. Por un momento se sintió solo en aquel lugar desconocido. En el portalón había una pequeña ventana, parcialmente cubierta de lodo. Muchas veces había intentado ver algo a través de ella, como otros muchos. Ahora se asomó también, pero sólo divisó tenues siluetas.

—Ven,
cher
—le llamó Juliet.

Marcel se dio la vuelta, algo confuso, y se apresuró a alcanzarla. Iban hacia el jardín trasero.

Cuando Marcel llegó al final del pequeño camino, el sol le cegó un instante. Entornó los ojos y vio el perfil de una cisterna en ruinas y el tejado de un viejo cobertizo. Tendió la mano para apoyarse en el muro y se dio cuenta de que se había pasado casi todo el día corriendo, pero su momentánea debilidad y el leve dolor en los ojos era una molestia sin importancia. ¡Estaba en casa de Juliet! Marcel miró con reverencia el jardín inundado de sol.

Volvió a ver la alta cisterna que se alzaba junto a la casa de tres pisos. Tenía los bordes desconchados y la abrazaban los retorcidos tentáculos de una enredadera de flores rosas. La madera podrida estaba manchada del óxido de las abrazaderas de hierro que se habían caído. El suave tono oscuro de la base mostraba que todavía estaba parcialmente llena de agua.

No le gustó su aspecto, y tuvo la horrible sensación de que se estaba cayendo lentamente encima de él y de Juliet, que en ese momento atendía una cacerola de hierro que hervía sobre unas brasas. La mujer se inclinó con delicadeza para probar el guiso con una cuchara de madera, como si aquella mole no supusiera ninguna amenaza. Luego miró a Marcel con fiereza, preocupada y pensativa.

—Ven —dijo—. Si has leído los periódicos de París, podrás leer para mí. —Volvió a cogerlo por la mano y lo metió en la oscuridad de la casa.

Todo estaba en ruinas.

La lluvia había penetrado hacía tiempo por las contraventanas podridas. Fueron caminando por el suelo sucio y combado a través de desoladas salas en las que el empapelado, en otro tiempo de cintas y flores, colgaba de los techos húmedos en tiras amarillentas, dejando al descubierto los agujeros de las paredes. La pintura saltaba de los marcos de los espejos, y los cojines de las sillas estaban por los suelos. Lo que en otro tiempo había sido una cortina cayó como polvo de una ventana, como azotada por una violenta ráfaga de aire.

Pero se notaba que alguien vivía todavía allí, y eso era lo espantoso. Había un par de zapatos nuevos ante una chimenea de mármol donde yacían también un plato y un vaso cubiertos de hormigas.

Sobre una desvaída alfombra se veía un baúl con objetos envueltos en papel amarillo, de los que sobresalía un jarrón de cristal verde. El resto estaba cubierto de polvo.

—Arriba —susurró ella, señalando la balaustrada más allá del salón.

Al tocarla, Marcel se dio cuenta de que se movía. Por las altas ventanas se abrían paso tenues rayos de luz.

Marcel se detuvo estremecido al percibir el ruido y el hedor de ratas. Por detrás de los tablones se oía el estrépito habitual de la calle: un hombre maldiciendo a su mula, el súbito grito de un niño y el rumor de fondo de ruedas de madera. Marcel alzó los ojos hacia el débil resplandor de unas puertas entreabiertas y se sintió como sumido en un sueño.

Juliet lo llevó hasta un comedor. Con un gesto espantó a los mosquitos que revoloteaban sobre un jarro de porcelana y luego tendió la mano para dejar entrar un rayo de sol sobre un arcón que yacía bajo la ventana, cubierto de polvo pero nuevo. La mesa conservaba su brillo. Sobre una silla había una servilleta sucia y arrugada. En la pared colgaba el retrato de un negro vestido de militar.

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