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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

La noche de todos los santos (2 page)

BOOK: La noche de todos los santos
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Puesto que todos consideraban a Marcel rico y afortunado, le perdonaban su ligera, peculiaridad y se limitaban a sonreír cuando el chico tropezaba con ellos en un banquete, o bien se inclinaban chasqueando los dedos y le llamaban con suavidad: «¡Eh, Marcel!». Entonces él despabilaba para volver a hacer gala de su indefectible cortesía.

Otorgaba generosas propinas por los mínimos servicios, pagaba con presteza las facturas de su madre y le compraba flores, gesto que a todos parecía en extremo romántico. Muy a menudo en el pasado, aunque rara vez en el presente, acompañaba a su hermana Marie con un afecto y un orgullo fraternales insólitos en un muchacho tan joven. Marie, a sus trece años, era una belleza de marfil que maduraba bajo encajes de niña y botones de nácar.

Pero todos los que conocían a Marcel comenzaban a preocuparse por él. El último medio año parecía decidido a destruirse, porque desde que cumpliera catorce años en otoño había pasado de la inocencia al misterio sin explicación alguna.

A pesar de todo era un proceso gradual, y los catorce años son una edad muy difícil.

Por otra parte tampoco se trataba de travesuras corrientes. Su actitud era algo especial.

Se le veía vagar por el Barrio Francés a horas intempestivas, y varias veces había aparecido en el último banco de la catedral, observando con atención los detalles de las estatuas y las pinturas como si fuera un inmigrante palurdo recién llegado y no un muchacho que había sido bautizado allí y que allí había hecho la primera comunión el año anterior.

Compraba tabaco que no hubiera debido fumar, leía el periódico mientras caminaba, se quedaba mirando fascinado a los carniceros que troceaban piezas de carne ensangrentada bajo los aleros del Mercado Francés. El día que atracó el
Catherine
con su carga de irlandeses hambrientos que fueron el escándalo del verano, se paseó atónito por el malecón. Los irlandeses, auténticos espectros tan débiles que no podían ni andar, fueron llevados al Hospital Benéfico, y algunos de ellos directamente al cementerio Bayou, donde Marcel se quedó a ver los entierros aunque posiblemente ya había visto muchísimos, puesto que todos los veranos llegaba la fiebre amarilla y el hedor de los cementerios era tan denso en las calles que se convertía en el aliento de la vida. ¿Qué objeto tenía contemplar la muerte, tan omnipresente en Nueva Orleans?

En un cabaret le sirvieron absenta antes de que el propietario lo reconociera y lo enviara a su casa. Entonces el muchacho se dedicó a frecuentar lugares aún peores, antros del muelle donde entre el humo y las sombras se ponía a escribir en un cuaderno de tapas de cuero. A veces, con ese mismo cuaderno, merodeaba por la Place d'Armes, se dejaba caer en la hierba bajo un árbol como si fuera un vagabundo y allí comenzaba de nuevo a escribir o tal vez a dibujar bocetos mientras miraba con los ojos entornados los pájaros, los árboles, el cielo. Era ridículo.

Pero él no parecía darse cuenta.

Lo peor era ver a su hermana, Marie, de puntillas en la puerta de los bares, mezclada con aquella gentuza, con el pelo hasta la cintura y sus vestidos de niña que apenas ocultaban las curvas de su figura, llamando por señas a su hermano.

Madre e hija acudían solas a la misa del domingo, cuando antes siempre habían ido acompañadas.

Nadie sabía gran cosa de Cecile Ste. Marie, la madre de Marcel, excepto que era una dama imponente que llevaba tan prietos los cordones del corsé que su corazón parecía librar una eterna batalla para latir bajo los volantes del cuello. Con el cabello peinado en dos mitades que recogía por encima de las orejas, se la veía erguida y orgullosa en la puerta trasera de su casa, los brazos cruzados, discutiendo con el carnicero y el pescadero antes de indicarles que dejaran la mercancía en la cocina. Era el suyo un rostro francés, pequeño, de rasgos afilados, sin ninguna marca africana excepto, claro está, su piel negra de hermosa textura. Apenas salía. Sólo en ocasiones recogía rosas en su jardín, y no se mostraba confiada con nadie.

La casa de Ste. Marie, con su cascada de magnolias sobre el tejado, se veía muy respetable detrás de la cerca y los plátanos. La gente no podía por menos de preguntarse si no estaría ella preocupada por su hijo Marcel, y qué le habría dicho al hombre blanco, monsieur Philippe, el padre de Marcel, suponiendo que le hubiera dicho algo. Desde luego, entre los vecinos se rumoreaba que tras las cortinas de encaje a veces se oían gritos e incluso portazos.

¿Qué pensaría ahora si viera a su hijo siguiendo a esta mujer, la infame Juliet Mercier? Si se acercaba demasiado, Juliet podría darle un golpe con la cesta del mercado o arañarle la cara. Estaba loca.

Cualquier especulación sobre ella convertía de inmediato a Marcel en un dechado de virtudes. Al fin y al cabo no era más que un muchacho, un buen chico. Ya se encarrilaría. Era de los primeros en la pequeña academia privada de monsieur De Latte, que costaba una fortuna, y sin duda recobraría el sentido común.

Juliet, en cambio era una vergüenza, no tenía excusa, la gente la evitaba, y él no debería seguirla, desde luego. Juliet era objeto de un desprecio absoluto. ¿Cómo había osado retirarse en su mansión de la esquina de Ste. Anne y Dauphine y clavar tablones en las ventanas que daban a la calle, desapareciendo de la vida pública de tal manera que los vecinos la dieron por muerta y echaron abajo la puerta? ¿Y cómo se atrevió luego a salirles al paso con un hacha, con el pelo al viento como una Ofelia y a sus pies una estela de gallinas que cacareaban en un torbellino de plumas? Que se quedara encerrada con sus gallinas y sus moscas, que los gatos merodearan por las tapias de su descuidado jardín. Todos le cerraron las puertas de común acuerdo, como si ella no hubiera cerrado ya la suya.

En modo alguno se la podía considerar vieja. A sus cuarenta años tenía la esbelta figura de una niña, el pelo de un color negro reluciente y la piel tan clara que habría pasado por blanca ante un ojo poco avisado. Y llevaba anillos. Era un ultraje aquel despilfarro de plenitud y riqueza. Pero lo peor…, lo peor era lo de su hijo, Christophe.

Su nombre estaba en boca de todos, era una estrella en aquella constelación de la que había desaparecido hacía diez años para irse a París. Ahora era un hombre famoso. Durante tres años la prensa parisina había publicado sus ensayos e historias, junto con coloridos relatos de sus viajes por Oriente, críticas de teatro, de arte, de música. Su novela,
Nuits de Charlotte
, había conmovido a toda la ciudad. Vestía como un dandi y vivía en los cafés de la Rue Saint Jacques, siempre rodeado de escritorzuelos y exóticos amigos. Desde el extranjero llegaban sus artículos, sus relatos publicados en la
Revue des Deux Mondes
, sus novelas y las críticas que cantaban sus alabanzas calificándolo de «maestro del lenguaje» y elogiando su «nueva y desbordante imaginación de fuerza shakesperiana y tono byroniano». Incluso los que no comprendían ni un ápice de los desvaríos de este extraño personaje asentían con respeto al oír su nombre. Para muchos ya no era Christophe Mercier, sino simplemente Christophe, como si se hubiera convertido en amigo de todos los que lo admiraban.

Hasta los hijos de los hacendados blancos llevaban su novela en el bolsillo cuando bajaban del barco, y contaban que le habían visto salir de un cabriolé ante el teatro Porte-Saint-Martin del brazo de una actriz blanca. Los esclavos que oían estas historias en casa de sus amos las contaban luego en la ciudad.

Pero la comunidad negra sentía algo más que un especial orgullo. Muchos recordaban a Christophe de niño, cuando la siniestra casa de la Rue Dauphine resplandecía de luces y siempre había algún hombre atractivo en la puerta dispuesto a tomar a su madre de la mano. Casi todos coincidían en que de haber querido hubiera podido enterrar su pasado merced al tono claro de su piel, al dinero y al cálido abrazo de la fama. Pero no lo hizo. Siempre se señalaba en alguna noticia o en algún artículo que había nacido en aquella ciudad, que era un hombre de color y de que su madre todavía residía allí.

Naturalmente, él estaba en París. En París…, en el paraíso.

Bebía champán con Victor Hugo, cenaba con Louis Philippe en el Salón de los Espejos y bailaba en las Tullerías. A veces, en las ventanas de su casa de la Île St. Louis, aparecían mujeres blancas apartando las cortinas para ver Notre Dame. Él enviaba baúles que venían en cabriolé desde la aduana y desaparecían por la puerta de la mansión de su madre, pero ella, la réproba, la desgreñada, la loca, iba al mercado con su gato negro y su rico y desastrado disfraz de mendiga en la Ópera.

Marcel conocía estas historias. Estaba en la puerta de su casa el día en que ella blandió el hacha en la esquina donde se cruzaban las dos calles, y sabía también que las cartas para «Christophe», que sus amigos metían por debajo de la verja, se quedaban en el suelo del jardín hasta que la lluvia les borraba las letras.

Lo que no sabía era cómo habían sido las cosas antes, aunque una noche en su casa monsieur Philippe, vestido con su batín azul, repantigado tras la mesa en una postura que Marcel no habría adoptado jamás en su propia casa ni estando a solas, y envuelto en el aura del humo de un puro, declaró:

—Tal vez ese muchacho, Christophe, estaba destinado a hacer grandes cosas.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Cecile cortésmente. Era el momento en que se sentaba frente a él, el rostro dulce y sereno a la luz de las velas, subyugada por la cháchara brillante de Philippe. Marcel fingía leer ante el secreter abierto.

¿Cómo había sido Christophe de niño?

Era una imagen deslumbrante.

La del pequeño que se quedaba siempre dormido en el palco de su madre en la Ópera, cuando las piernas todavía no le llegaban al suelo, o en las cenas, cuando le dejaban dormir en un canapé, sobre el abrigo doblado de algún caballero o de algún capitán de barco que traía consigo un loro en una jaula. A las largas veladas, surtidas con las humeantes bandejas de los mejores restaurantes, acudían hombres con variados tonos de tez.

Muy a menudo eran los mismos camareros los que, tras recoger los manteles de lino y los dólares de plata, llevaban al niño a la cama y le quitaban los zapatos.

Contaban que el chico pintaba en las paredes, coleccionaba plumas de pájaro y representaba a Enrique IV disfrazado con los vestidos de su madre.

¡Qué imagen! Marcel había cerrado el libro. Con los ojos también cerrados pensó en los tiempos en que aquella heroica presencia había reinado en todos los rincones. ¡Podían haber sido grandes amigos! Ahora en su mundo no quedaban más que muchachos bien educados. ¡La de preguntas que le habría hecho a monsieur Philippe de haber podido hablar con él directamente!

Pero el tema de conversación ponía nerviosa a Cecile, era evidente. Ella no recordaba aquella época, desde luego. Movió la cabeza como si el mundo terminara en la puerta de su casa.

Sin embargo, la historia prosiguió. A monsieur Philippe le encantaba el sonido de su propia voz.

Cuando Christophe tenía trece años apareció un invitado que no se marchó, aunque siempre estuvo envuelto en el misterio. Un negro veterano de las guerras haitianas.

—Te acordarás de él. —Monsieur Philippe mordió la punta del puro y la escupió en la chimenea. Marcel conocía de memoria aquellos sutiles sonidos, como el tintineo de la botella contra el borde de la copa y el leve suspiro de satisfacción después de cada trago—. Naturalmente, todos sospechábamos de él. ¡Quién quiere a un esclavo rebelde de Haití! ¡Haití! Mi tío abuelo poseía en Santo Domingo la mayor plantación de la Plaine du Nord. En fin, el caso es que el hombre estuvo mucho tiempo en el extranjero. Tenía dinero en París, Nueva York, Charleston… y en los bancos de la ciudad. Era impensable que fuera capaz de prender fuego a todas las plantaciones de azúcar de la costa y que encabezara una banda de negros andrajosos dispuestos a cortarnos el cuello.

Marcel vio en el espejo que su madre se estremecía; Cecile se frotó los brazos con la cabeza ladeada y la vista fija en el mantel de encaje. «Una banda de negros andrajosos dispuestos a cortarnos el cuello». Las palabras produjeron en Marcel una súbita emoción. ¿De qué estaba hablando monsieur Philippe? Pero el que le interesaba era Christophe, no esa misteriosa historia de Haití de la que Marcel iba recibiendo retazos y detalles en los momentos más inesperados, aunque nunca los suficientes para imaginarse otra cosa más que esclavos rebeldes y sangre.

Además ese haitiano negro era viejo y tullido. Pronto se cansó de ver a Christophe atiborrarse de chocolate y vino blanco, dormir en la cama de su madre cuando le venía en gana y tumbarse por la noche en el tejado de la casa, tres pisos por encima de la calle, para estudiar las estrellas, así que envió al muchacho al extranjero.

Christophe tenía catorce años cuando se marchó. El resto de la historia estaba poco claro. Algunos decían que pasó un tiempo en Inglaterra; otros sostenía que no, que se fue a París con la familia blanca de un hotelero que lo tuvo metido en un auténtico cubil debajo de las escaleras, sin una vela siquiera y mucho menos calefacción en las noches de invierno. Unos afirmaban que allí le habían tratado a palos, otros mantenían que le habían mimado como siempre, que había campado a sus anchas, arremetiendo contra aquellos pobres burgueses cada vez que intentaban refrenarle.

Pero una cosa era cierta: que a los dieciséis años huyó a Egipto, vagabundeó por Grecia y volvió a París en compañía de un inglés adinerado, y blanco, por supuesto, para convertirse en artista. Había escrito sobre aquellas tierras exóticas. Monsieur Philippe tenía un artículo suyo, enviado por su joven cuñado, Vincent. (¡Qué no habría dado Marcel por echarle mano!). Pero volviendo a los tiempos de los esclavos andrajosos, cuando Christophe viajaba, los esclavos murmuraban que el viejo haitiano, ya decrépito, le había desheredado. ¿Quién podía imaginar qué ascendente tenía sobre la hermosa Juliet? Juliet, con su delicado rostro y su pálida piel dorada… Pero monsieur Philippe apenas rozó el tema. Juliet se había convertido en un vegetal. Cecile asintió.

Contaban que se dedicaba sólo a beber jerez y a ver caer la lluvia, y que fue mala con el viejo haitiano durante el último año de su vida. Sí, Cecile también lo había oído. Cuando él yacía en cama paralítico y había que darle la comida con una cuchara. Las contraventanas se cerraron para siempre. Los chiquillos creían que la casa estaba encantada y pasaban por delante corriendo y chillando. ¡Y cómo está ahora! Hecha una selva tras los resquebrajados muros de ladrillo, como una mole en ruinas en la esquina de la calle.

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