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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

La noche de todos los santos (9 page)

BOOK: La noche de todos los santos
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Quizá lo mejor sería ir ahora mismo a su casa y decírselo. Llamaría al timbre, si es que aún había timbre, y esperaría con las manos a la espalda hasta que acudiera Christophe.

Pero no, aquello parecería hipocresía barata, parecería una súplica de clemencia de la que no se creía capaz, de la que no debía ser capaz. No, que Christophe eligiera el momento. Él tenía que esperar.

Cerró los ojos, apoyado contra la ventana ante el frescor de la brisa, todavía con los brazos en la espalda. Aquel primer encuentro violento era tal vez la parte más fácil. El auténtico castigo, el infierno, llegaría después. Intentó imaginarse al Christophe que había conocido antes de esa tarde, el lejano y heroico escritor cuyos retratos seguían cubriendo la pared de su habitación. Intentó saborear la emoción que antes sentía ante la mera mención de su nombre. Pero aquel remoto y maravilloso escritor parisino era ahora de carne y hueso, era el hombre de ojos fríos e irónicos que le había mirado con desdén entre las sombras del dormitorio de Juliet. Marcel se había cerrado el acceso a esas dos enigmáticas figuras, y más que miedo sentía dolor.

Las luces titilaban más allá de los robles y cipreses que se alzaban tras el
garçonnière
, un denso bosque que separaba las mansiones de la Rue Ste. Anne de las de la Rue Dumaine. Era un terreno salvaje y maravilloso de retorcidas higueras y plátanos de afiladas hojas, rosas silvestres y densas cascadas de hiedra, colgadas de las ramas de los robles, que a veces se alzaban con la brisa. Al atardecer cantaban las cigarras, acallando el tintineo y las charlas de los comedores y el grito de los niños, y confiriendo a toda la manzana una discreta intimidad. Ahora era un alivio no ver de las lejanas ventanas más que un súbito estallido de luces amarillas entre las hojas, como el titilar de estrellas. A Marcel siempre le habían encantado esas habitaciones. Cuando era pequeño entraba en ellas para ver el atardecer o para corretear por el suelo polvoriento. El verano anterior, monsieur Philippe había comenzado a llamarlo el
garçonnière
, y a las pocas semanas declaró con expresión de aburrimiento y encogiéndose de hombros:

—La casa es muy pequeña. Debería marcharse y dejárosla a Marie y a ti. —Para Cecile fue un golpe—. Vamos,
ma cher
, en la plantación habría tenido que trasladarse mucho antes. Es
de rigueur
.


De rigueur
! —le había contado Marcel a Richard con el mismo gesto de hastío. Richard se echó a reír. Claro, el hombre no quería que su hijo adolescente pudiera oírle cuando hacía el amor con Cecile. ¿Y qué? Marcel estaba encantado, y monsieur Philippe, fueran cuales fuesen sus motivos, intuía que para Marcel el traslado era estupendo. Se construyó una pequeña cama para la habitación pequeña y se subió una mesa, y una tarde monsieur Philippe trajo de la plantación unos cuantos cuadros viejos y enmarcados, oscurecidos bajo el barniz cuarteado, afirmando que quedarían muy bien en aquellas paredes.


Eh bien
—suspiró al ver por todas partes los dibujos de Marcel. Le dio una calada al puro, dejó caer la ceniza y sonrió—. Haz lo que quieras,
mon fils
, al fin y al cabo son tus habitaciones. —Al día siguiente llegó una alfombra turca, ajada pero todavía hermosa y muy suave.

Eh bien
… había sido un refugio desde el principio. ¿Y ahora? Marcel se habría vuelto loco de no haber contado con aquel santuario.


Je suis un criminel
—lanzó al aire el adorable epíteto. Se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas. Se inclinó con delicadeza para bajar la llama de la lámpara, y a continuación se sentó junto a la ventana, con los pies apoyados en el alféizar.

No era culpa lo que sentía por sus actos sino dolor. Había perdido a Christophe. Sólo una vez en su vida, cuando tenía trece años, había sentido una pérdida similar, y entonces se encontró tan solo como estaba ahora. Fue la pérdida de Jean Jacques, el carpintero.

Segunda parte

—I—

E
l año parecía haber comenzado bien. Las trece velas no implicaron mala suerte. Sin embargo, su madre le guiñó el ojo y le dijo bromeando:

—Mala edad.

La tarde transcurrió como otra cualquiera. Marcel fue a la iglesia con su tía Josette, que acababa de venir del Campo con el carruaje lleno de cestas de frutas de su plantación, Sans Souci. A Marcel le encantaba el nombre y lo repetía sin cesar mientras caminaban lentamente hacia la iglesia. Lo primero que hacía Josette nada más llegar era acudir al altar de la Virgen María y rezar allí un rosario para dar gracias por haber concluido sana y salva el viaje de Santo Domingo, años antes de que Marcel naciera. Sus hermanas,
tante
Colette y
tante
Louisa, entraban en paroxismo días antes de estas visitas y con la ayuda de Cecile se dedicaban a renovar completamente su tienda de ropa de la Rue Bourbon y el gran piso de arriba, donde vivían. Esas mujeres habían criado a Cecile, después de traerla desde Santo Domingo en el viaje, por el que
tante
Josette daba las gracias.

¿Qué había en su vida antes de aquella tarde en la que
tante
Josette y él habían salido hacia la iglesia? Sólo rutina y acontecimientos tales como el comienzo del colegio, las cenas con la familia de su nuevo compañero, Richard Lermontant, el cambio de estaciones, el Mardi Gras y las largas tardes que pasaba con su amiga Anna Bella Monroe leyendo novelas inglesas, hablando de piratas y paseando cogidos de la mano como hermanos junto a las acequias de las afueras, donde nadaban los pececillos y croaban las ranas entre las hierbas. Y el tedio, un tedio total y absoluto que hacía del cielo azul un monstruoso y eterno tejado, y del milagro de las mariposas blancas algo hipnótico y en cierto modo irritante.

Tante
Josette era una excéntrica mujer que en su vejez prefería la elegancia a la estupidez en el atuendo. Llevaba el pelo gris recogido en un moño y vestía de azul oscuro hiciera el tiempo que hiciese, a veces con el adorno de un pequeño lazo casi siempre negro. Mientras caminaban le hablaba en voz baja y firme. Leía los carteles de las tiendas y las notas funerarias pegadas en las farolas, señalaba los lugares donde los adoquines de las aceras eran «un desastre» y se alzaba las faldas cuidadosamente sobre sus finas botas de cuero. De pronto se detuvo y señaló con la cabeza al carpintero, Jean Jacques, que estaba a su puerta.

—Ese hombre ha aprendido solo todo lo que sabe —susurró.

Marcel oyó estas palabras como si fueran una súbita luz en aquel mundo del que nada le interesaba, y se volvió a mirar a Jean Jaques.

—Incluso a leer y escribir —añadió su tía.

Marcel había visto a Jean Jacques un centenar de veces: era un viejo mulato de Santo Domingo con la piel mucho más oscura que Cecile y un pelo gris que era como de lana. A menudo asustaba a los niños. Caminaba con las manos a la espalda y vestía un ajado abrigo de grandes bolsillos que le llegaba más abajo de las rodillas.

Las arrugas de la cara le daban una expresión siniestra, como si fuera a emprenderla a patadas con todo el que se le acercara, cosa que nunca hizo. Cuando estaba en misa movía los labios en silencio mientras pasaba las páginas de su misal. Nunca dejaba de echar al cepillo algunas monedas, y a veces incluso gastados billetes de dólar.

Su tienda siempre había estado en la Rue Bourbon. Hacía todo tipo de muebles por encargo: muebles de madera o piezas recubiertas de damasco y terciopelo.

Pero fue esa tarde de invierno, paseando solo por las calles a la caída de la tarde, cuando Marcel vio en realidad por primera vez a Jean Jacques.

Las puertas de su tienda estaban abiertas al ajetreo de la calle, y al fondo se veían las ascuas encendidas de la estufa. A la cálida luz de sus humeantes candiles, con las mangas remangadas sobre los codos, arrodillado entre sus virutas, Jean Jacques movía suavemente el formón de plata sobre la pata de una silla. Parecía que en lugar de tallar la madera estuviera descubriendo bajo ella una maravillosa curva oculta. Junto a la puerta había una hilera de sillas a la venta; otras colgaban de las paredes entre las sombras. En las estanterías destacaban rollos de tela y en una mesita, tan perfecta como si estuviera destinada a soportar un trofeo y cuyo barniz francés relucía opaco, yacía un libro abierto en el que se veían largos renglones escritos en tinta morada. Aquí y allá había gruesos catálogos y grabados de muebles tomados como modelo, y en un banco de trabajo estaban todas las herramientas que el carpintero utilizaba con la reverencia con que un sacerdote se lava las manos a un lado del altar.

«Ese hombre ha aprendido solo todo lo que sabe», oyó de nuevo aquella grave y enigmática voz, más cargada de significado por lo que tenía de monótona. «Incluso a leer y escribir». Las palabras se fundieron con aquel aromático lugar que vibraba bajo la fina lluvia con la magia de un escenario. Los transeúntes eran ciegos.

Poco tiempo después, cuando Jean Jacques ya había visto muchas veces a Marcel, que solía quedarse parado en la puerta de su taller durante media hora o más, le invitó a entrar.

Hizo café en el hornillo de hierro y lo sirvió con leche en tazas de porcelana. El carpintero bebió media taza, con un puño apoyado en la cadera, y volvió al trabajo. Marcel, sentado muy tieso en su silla, preguntó educadamente el nombre de esta herramienta, el estilo de ese arcón, la clase de aquella madera, y esperó con paciencia las respuestas, que a veces se demoraban tanto que parecía que el hombre se hubiera olvidado de ellas, pero que al final siempre llegaban: esta herramienta es un formón para madera y esta otra un cincel para piedra. Jean Jacques colocó una pieza de mármol en el tablero de una mesa, después de limar los cuatro cantos hasta hacerlos suaves al tacto.

Rudolphe Lermontant, el padre de Richard, apareció una tarde con unas tablas atadas con una cuerda.

—Mire usted —dijo enfadado mientras el anciano desataba y cogía las maderas lacadas—. Era una mesa magnífica y va y se les cae de la carreta cuando venían de Charleston. A veces les… —Se dio un puñetazo en la mano—. Me dicen que no tiene arreglo, que toda la cola se ha soltado, pero no me lo puedo creer. Era para mi hija. —Lanzó una furiosa mirada a Marcel, que se había apartado tímidamente a un rincón—. Tú conoces a Giselle, ¿verdad?

El anciano la tuvo terminada a finales de la semana. Era una joya de caoba y palisandro. El diminuto cajón se deslizaba bajo el tablero como dotado de mágicas ruedas. Incluso la llave giraba de nuevo en el bronce pulido de la cerradura, cuando antes había estado atascada en el óxido.

—Hay muchas que han perdido la llave —dijo Jean Jacques, maravillado, como si lo más notable de todo el asunto fuera ese golpe de suerte.

—Monsieur —replicó Rudolphe, atónito—, estoy dispuesto a pagar lo que me pida. Mi abuela compró la mesa cuando esta ciudad era una colonia amurallada.

Jean Jacques se echó a reír moviendo los hombros en silencio.

—No le diga nunca eso a un vendedor, monsieur. —Pero escribió la cifra en una hoja de papel amarillo, y Rudolph pagó al instante.

Ese mismo domingo, cuando Marcel fue a cenar a casa de los Lermontant, vio la mesita junto a las pesadas cortinas francesas de las ventanas. Sostenía una lámpara de bronce que arrojaba su luz sobre el curvo cajón, la pulida llave y las patas talladas.

—¡Y la ha hecho alguien! —susurró acariciando la superficie, que parecía cera.

—¡Marcel! —Rudolphe chasqueó los dedos a su espalda. Toda la sala estaba llena de cosas hechas con cinceles, sierras, cola y aceite, suaves paños y diminutas puntas; cosas hechas por manos que las tocaban como si fueran criaturas vivas que hubieran crecido hasta asumir su forma perfecta.

—Muchacho —le susurró Rudolphe cogiéndole por los hombros—, ¡a veces tienes la mirada más perdida que el tonto del pueblo!

Marcel y Jean Jacques congeniaban. Marcel nunca tuvo que justificar su presencia. Se limitaba a entrar sin ruido mientras el anciano trabajaba o hablaba con sus clientes o se sentaba a su mesa para llenar su libro, no con largas columnas de cifras sino con frases y párrafos que escribía con rápidos rasgos de la pluma. Nunca hubo necesidad de decir gran cosa, pero a Marcel le quemaba una pregunta que no podía formular: ¿cómo lo has hecho?, ¿cómo has aprendido todo esto tú solo?

Siguiendo el dibujo de un libro, Jean Jacques hizo un macetero dorado para la rica Celestina Roget, que quedó tan contenta que se puso a aplaudir como una niña. En otra ocasión, tras visitar la sala de una anciana mujer blanca de la Rue Dumaine, le hizo tres sillas a juego con la única que había sobrevivido al viaje desde Francia. A veces enhebraba con dedos retorcidos la aguja para coser los bordes de un paño de damasco antes de tapizar con él una silla o un canapé. Pero ¿cómo empezó todo? ¿Estaba en lo cierto
tante
Josette? Ella lo había afirmado con mucha rotundidad, pero luego había vuelto a Sans Souci, su plantación de Cane River, antes de que Marcel pudiera estar con ella a solas.

En realidad no importaba si había tenido maestros. ¿Cómo había conseguido aprender? ¿Qué era lo que había hecho destacar a aquel hombre entre los demás y le había conferido el don de convertir la paja en oro?

Para Marcel, a veces el aprender representaba un suplicio. Sólo después de una larga tutela con su amiga Anna Bella y de un arduo trabajo en las clases de monsieur De Latte, se le había abierto el maravilloso mundo de los libros. Pero incluso ahora tenía que luchar contra todas sus innatas inclinaciones para sacar algo coherente, si no hermoso, de los versos latinos que en realidad no comprendía.

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