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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

La noche de todos los santos (8 page)

BOOK: La noche de todos los santos
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Juliet le acariciaba el pelo. Por un instante Marcel no vio nada más que la seda del brazo que ella apretaba contra la redondez de su pecho, pero se obligó a mirarla a los ojos, a ser un caballero y no el niño que ella parecía pensar. Juliet se levantó y le hizo señas para que se pusiera también en pie. Aunque ya no le acariciaba, Marcel sentía todavía el contacto de sus dedos.

Una nube tapó el sol. Luego otra. La habitación quedó en penumbra. Juliet estaba junto a la cama, bebiendo de un jarro de plata. Se volvió hacia él y se lo ofreció con las dos manos. Marcel se acercó, ensordecido con el ruido de sus propios pasos, y bebió. Su sed era mucho mayor de lo que había imaginado, y en un momento el jarro quedó vacío. Cuando alzó la vista no pudo dar crédito a sus ojos.

El súbito desgarrón que había oído eran los corchetes del vestido que ella se había quitado y que ahora sujetaba contra sus hombros desnudos. Marcel vio la línea de su pierna, la curva de sus caderas; la expresión fija de sus ojos negros era casi de terror.

Marcel no podría describir jamás la sensación física que le invadió, la inmediata pasión arrebatadora que lo nubló todo, que apagó cualquier atisbo de razón. Sabía que debía salir corriendo de la habitación, pero no tenía la más mínima intención de hacerlo.

Cuando Juliet se le acercó y le rodeó la cintura con el brazo, Marcel se convirtió en un hombre con un solo propósito: arrancarle aquel vestido de seda roja. Con un suave apretón, ella comenzó a desabrocharle la camisa.

Marcel no recordaba cómo le había desnudado, sólo que él jamás lo había hecho tan deprisa, con tan pocas contemplaciones.

Juliet dejó caer el vestido para meterse entre las sábanas. Marcel se agachó junto a ella. Sentía en los brazos y el rostro el frescor de la brisa que entraba por las ventanas y agitaba los cabellos de Juliet.

Ella le besó en la boca y él se sintió de inmediato torpe y rígido en su pasión. Notaba en el pecho la presión de unos pezones duros. La sangre le latía en las sienes. No supo qué hacer, y por un instante oyó el murmullo ansioso de todas las voces de su infancia que le conminaban a marcharse, a coger su ropa y huir. «¡Esto es vergonzoso!», clamaba el coro. Pero sobre su lento y predecible eco surgió una voz que resonaba en los largos pasillos del tiempo, una voz que no necesitaba lenguaje para declarar con estentórea autoridad: «¿Pero estás loco? ¡Adelante!».

Tenía en la mano el magnífico satén de su pecho, esas mismas curvas que le habían trastornado en sus sueños. Puso allí los labios y se detuvo, temeroso y sin aliento. Hasta el roce de las sábanas le excitaba: no lograría contenerse. Pero ella le guió con mano rápida y experta hasta el húmedo pelo entre sus piernas. Él apretó los dientes y gimió al penetrarla. Nunca había visto ese lugar. Tampoco ahora; sólo sentía deslizarse en la palpitante abertura, como si en toda su vida no hubiera hecho otra cosa que dirigirse hacia ese abrazo, y en su creciente pasión ardieron todas las fantasías de su infancia y desaparecieron para siempre.

Entonces la oyó gritar.

Estaba roja como la sangre y sufría. Tenía el rostro y los pechos encendidos y lanzaba un sordo sonido, como si se ahogase. ¡Se estaba muriendo en sus brazos! Pero cuando quiso liberarla, ella lo abrazó con fuerza y los súbitos movimientos de sus caderas lo transportaron al cielo.

Era como si no se acabara nunca.

Y luego terminó de la forma más definitiva posible.

Tendido de espaldas, acariciado por la brisa como si fuese agua, le besó el pelo mientras ella apoyaba la frente en su mejilla. Estaba satisfecha. Se durmieron juntos.

Al principio fue un sueño profundo que no dejó reminiscencias. Luego fue consciente de amarla, de sus brazos en torno a él, de la presión de sus pechos en la espalda, de sus piernas entrelazadas, y volvió a dormirse. No recordaba haber dormido nunca con nadie, ni siquiera cuando de pequeño estaba enfermo. Ahora le parecía delicioso, natural y muy dulce. Le asaltaron sueños que no eran sueños y en los que, vagando por la casa, encontraba agujeros en las escaleras y veía ratas. Poco antes de que la habitación quedara a oscuras supo que la cisterna estaba cerca, junto a las ventanas cubiertas de ramas. Abrió los ojos una vez y vio el perfil de Juliet. Dormida le pareció incluso más hermosa. Su piel emanaba un aroma a almizcle. Marcel se dedicó a saborear el olor que le había dejado en los dedos.

Debieron pasar horas, pero él sólo supo que en un momento determinado, cuando soñaba con las cartas del arcón y algunas cosas triviales, se dio la vuelta, acalorado, y vio las flores del jarrón sobre la mesa. Pero eran enormes, como esos bonitos ramos que venden las floristas, y pensó vagamente que no se había despertado, que estaba soñando con roscas perfectas y plantas delicadas. Toda la habitación estaba en sombras, como sucede a veces entre el sueño y la vigilia. Y allí estaban las flores, blancas, casi luminosas, y junto a la mesa había un hombre.

Un hombre.

¡Un hombre! Marcel se incorporó de un salto y se quedó mirándole fijamente, con los puños apretados en una instintiva actitud defensiva.

Era un hombre, desde luego, de altura media y vestido con una elegante levita, camisa blanca de cuello almidonado y lo que parecía una corbata desanudada sobre los hombros, pero su rostro era tan oscuro que sólo se veía el resplandor de la luz en sus ojos. En el suelo, junto a él, una abultada maleta.

Juliet se agitó, se dio la vuelta y tocó la espalda desnuda de Marcel. Y Marcel, sin aliento, supo sin sombra de duda quién era aquel hombre.

Juliet lanzó un grito, le arrebató bruscamente la sábana para envolverse con ella y echó a correr hacia el centro de la habitación.

—¡Chris! —exclamó—. ¡Chris! —repetía su nombre una y otra vez.

Marcel observó completamente petrificado cómo se abrazaban. Christophe daba vueltas y vueltas con ella en los brazos y su risa se oía suave y profunda bajo los gritos y jadeos de su madre. Juliet le besaba la cara y el cuello y le daba golpecitos con los puños en los hombros.

De pronto sus gritos se hicieron más profundos, más lentos, y una pena espantosa se reveló en su voz. Christophe se sentó en la silla de mimbre junto a la mesa y la abrazó. Juliet hundió la cabeza en su cuello.

—Mamá —dijo él suavemente, acariciándole el pelo mientras ella sollozaba y repetía su nombre una y otra vez como si se le hubiera roto el corazón.

Marcel se puso a toda prisa el pantalón y la camisa. No había tiempo para el chaleco, el reloj, el peine. Se metió los puños desabrochados en las mangas de la chaqueta, se dio la vuelta con la camisa abierta y vio que el hombre le miraba fijamente en el tenue resplandor. Juliet seguía llorando. Christophe bajó la vista hacia ella, para alivio de Marcel, y le levantó la barbilla para mirarla a los ojos. Su perfil quedó un instante a la luz mientras decía:

—Mamá… —como si esa sola palabra transmitiera toda la elocuencia necesaria.

Marcel, temblando y al borde de las lágrimas, se puso las botas, se metió los calcetines en los bolsillos y le encaminó hacia la puerta.

—¿Quién es éste? —preguntó Christophe.

Marcel se quedó petrificado.

—Ah, sí… —Juliet se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano—. Ah, sí, ven,
cher
. Es Christophe… —Pero al decir otra vez el nombre de su hijo se le rompió la voz y se estremeció. Lo besó de nuevo y luego lo abrazó con fuerza. Marcel no podía estar más consternado—. Ven,
cher
, ven ven ven —insistió ella, tendiéndole la mano.

Le temblaban las piernas con tal violencia que tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para acercarse a la mesa. Cuando sintió que Juliet le cogía la mano, miró a Christophe a los ojos.

Era el rostro del retrato, desde luego. Una cara cuadrada, perfectamente enmarcada en el pelo rizado, con una recta arruga en la frente y patillas de aspecto cuidado. Era un rostro bastante común que combinaba sangre mediterránea y africana, de rasgos pequeños, piel flexible de color marrón claro, y mandíbula cuadrada. En conjunto daba sensación de equilibrio. Era uno de esos rostros que en la vejez suele distinguirse por un halo de pelo cano y la grisácea línea de un bigote.

Su expresión sin embargo no se asemejaba a la cara sin vida del retrato. Poseía un fuego interior que casi parecía amenazador a la luz del crepúsculo. Tenía algo de burlón o de furia absoluta.

Marcel se agitó.

—Es un chico muy listo —dijo Juliet. Todavía lloraba, y en otro arrebato besó de nuevo a Christophe. Él la sostenía con el brazo derecho, como si no le pesara nada en el regazo, mientras con la mano izquierda le acariciaba el pelo.

—Ya me lo imagino —dijo en un susurro, mirando a Marcel. Juliet pareció que no le oyera.

—Me ha leído tus cartas, me contó que venías a casa, que lo decían los periódicos de París. —Se estremeció de nuevo entre sollozos.

Christophe estaba mirando a Marcel. Alzó las cejas, fingiendo observarlo con interés.

—Esos chicos te adoran, meten cartas por debajo de la puerta —dijo ella con vehemencia—. Pero éste, el hijo de Cecile, se acercó a mí como un caballero. No espiaba por las ventanas…

«El hijo de Cecile». Era como sentir la cuerda en torno al cuello. ¿Cómo demonios podía ella saber que era el hijo de Cecile? Juliet parecía ignorar la hora, el día y el mes en que vivía. ¡Pero sí que sabía que era el hijo de Cecile! Marcel no escuchaba ya lo que estaba diciendo. Por un instante pensó que tal vez podría decir algo, encontrar una buena explicación, pero la idea murió antes de nacer.

—Y la escuela… me ha contado lo de la escuela —decía Juliet—. Y quería conocerte, por supuesto.

Christophe sonrió con ironía y tendió la mano con ojos fríos.

—¿Ah, sí? Pues ya nos hemos conocido.

Marcel le estrechó la mano mecánicamente. Era fuerte y fría. «Perfecto», pensó, y se apartó demasiado deprisa, mientras Christophe dejaba caer lentamente el brazo en la cintura de su madre.

—¿Sabes lo que creo de esa escuela? —dijo ella, enjugándose los ojos con la sábana, que apenas le cubría el pecho. Marcel apartó la mirada—. Creo que es la razón de que hayas vuelto, que no has venido por tu madre…

—¡Ay, mamá! —exclamó él moviendo la cabeza. Entonces la besó. Era la primera cosa espontánea que había dicho. Ahora la miraba como si la viera por primera vez y la abrazó como si no la hubiera abrazado hasta entonces.

Marcel se apresuró a murmurar que tenía que irse. Ya se dirigía hacia la puerta cuando Juliet le dijo:

—Yo le hablaré de la escuela,
cher
. Christophe, quiere ir a tu escuela.

—Parece bastante precoz para ir a la escuela, —le replicó él sarcástico ante la mirada de inocencia de su madre.

—¡Ah! —Juliet hizo caso omiso de sus palabras, que no comprendía—. Adiós,
cher
. Vuelve mañana.

—Sí, vuelve —dijo el hombre con una sonrisa malvada.

Marcel estaba al borde de las lágrimas. Cuando se dio la vuelta, ella tiró suavemente de él y apoyó la mejilla en su pecho.

El muchacho se apartó despacio y, tras murmurar una educada disculpa, atravesó a toda prisa la casa, bajó las escaleras y salió a tropezones a la calle. El sol se ponía sobre el río tiñendo el cielo de rojo. Marcel estaba llorando. Cuando llegó a su casa se detuvo entre los plátanos para contener las lágrimas, resuelto a que nadie las viera, a que nadie supiera dónde había estado ni lo que había hecho.

—V—

E
ra de noche. La brisa transportaba la humedad del río y el olor de la lluvia. El calor del día había remitido y las largas cortinas de encaje se alzaban y caían contra la ventana de la habitación de Marcel. La lámpara de la mesa llameaba débilmente. En ese momento oyó los pasos de Lisette en la cocina y por el porche.

—Es mejor que coma algo,
michie
—intentó convencerle con su francés criollo—. Venga,
michie
, abra la puerta.

Marcel siguió tumbado, mirando el techo. Lisette se acercó a la ventana. «Que intente ver algo si quiere», pensó él. No le importaba.

—¡Está bien! Como quiera,
michie
. ¡Se morirá de hambre! —le gritó ella antes de marcharse.


Mon Dieu
! —suspiró Marcel mordiéndose el labio. Si no hacía algo por evitarlo, se echaría a llorar otra vez. Había subido corriendo a su cuarto, y su madre se había precipitado detrás y se había puesto a llamar a la puerta mientras él sujetaba el pomo con mano temblorosa.

—¿Cómo has podido? ¿Cómo has podido? —chilló, hasta que le obligó a taparse los oídos. Marcel tardó un momento en darse cuenta de que era imposible que su madre supiera lo que en realidad había hecho. Lo que la preocupaba era lo de la escuela. Le habían expulsado, ¿y qué? Y ahora Lisette le gritaba como si fuera un niño. Por la mañana le había servido el bacon quemado y le había servido el café frío. Se estaba poniendo furioso, pero entonces se dio cuenta, soltando una seca carcajada, de que estaba condenado a morir.

Y entonces cayó sobre él aquella conocida opresión, el dolor sordo que le había acompañado toda la tarde, más sombrío que cualquier depresión. Había caído en desgracia con Christophe, y Christophe, si no lo mataba, de seguro que le azotaría hasta dejarlo casi sin vida. Le había dado vueltas desde todos los puntos de vista posibles, y de los azotes estaba seguro. Luego vendría la espantosa humillación y las preguntas a las que no respondería jamás. Muy pronto sabría todo el mundo lo que él ya sabía, que tenía cerradas para siempre las puertas de la escuela de Christophe, del mundo de Christophe.

Se levantó de pronto, como ya había hecho cien veces aquella misma tarde, y se puso a caminar por la sala con los brazos en la espalda.

Estaba inmerso en el cargado ambiente de la cama de Juliet. Volvió a sentir su desnudez, el perfume de almizcle y las manos cálidas que lo abrazaban con una obscenidad que le estremecía, que le mareaba. Había sido una violación. Ella estaba loca, todos sabían que estaba loca, él sabía que estaba loca. ¿Había oído algún rumor sobre ella en el que no apareciera la palabra «loca»? Y qué dolida estaba, con qué tristeza miraba el retrato de Christophe. Se había aprovechado de su dolor, había abusado de ella en su tristeza y desvarío, y Christophe le había sorprendido, le iba a matar y él merecía morir.

Se vio ante Christophe, en un campo desolado y frío, diciéndole: «Me lo merezco, monsieur. No levantaré un dedo para evitarlo. Merezco morir».

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