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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

La noche de todos los santos (70 page)

BOOK: La noche de todos los santos
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Y los vestidos de Marie además, ¿y qué tramaba exactamente Colette cuando le vino a susurrar que Marie se estaba metiendo en arenas movedizas con un muchacho de color? ¿Qué muchacho era ése? Marcel había ido a verle también una tarde, jugaron una mano de faraón y le habló vagamente de un «buen matrimonio» con una de las «antiguas familias de color». La cuestión de la dote. Era eso, la dote. Philippe había calculado por encima los gastos, la dote; esas viejas familias mulatas eran tan orgullosas y tan remilgadas como cualquier familia blanca. Tendría que encargarse de todo, desde luego, su Marie no podía casarse sin dote, ¿pero a qué demonios se refería Colette con todas esas tonterías sobre «un muchacho de color».? ¿Es que Colette y Marcel no hablaban nunca? ¿Qué era todo aquello? Claro que él preferiría ver a su
belle
Marie casada con un próspero plantador de color o con un rico comerciante antes que… que… hmm, ese muchacho Lermontant, por ejemplo, ese hermoso gigantón. La dote. Esos Lermontant, con su mansión en la Rue St. Louis, querrían sacarle hasta los higadillos.

Tuvo una agradable aunque fugaz sensación al imaginarse a Marie vestida de novia, y mientras se bebía la segunda cerveza (deliciosamente fría, pidió una tercera) se le pasó un instante por la mente que en realidad debía ser ella la que saliera al extranjero, que tendría más sentido. Pero seguramente con eso no se ahorraría ni un penique. De hecho, el coste del inminente viaje de Marcel sería astronómico, una pensión en el Quartier Latin, su asignación, el viaje y todos esos años en la École Normale. Claro que a él le parecía muy bien lo de la École Nórmale, fuera lo que fuese esa École Nórmale. De pronto se echó a reír al pensar en la cara que pondría León, su hijo, si alguna vez descubría la identidad de aquel
petit
estudiante que leía en cuatro idiomas y era el hijo… ¡Bueno! León había recibido toda la educación que le hace falta a un plantador. Philippe terminó la tercera cerveza. Pero era importante que Marcel volviera al cabo de cuatro años con medios para mantenerse, al menos en parte, o todo aquello no tendría nunca fin. Claro que podía establecerlo él, darle algunas propiedades… pero había hipotecado las propiedades para pagar alguna deuda. Bueno, tal vez Marcel pudiera administrarlas a cambio de una comisión razonable. La cuestión era cómo lograr la formidable suma de cuatro mil dólares en ese momento, ¿o serían cinco mil?

En cuanto abrió la puerta y entró al umbrío y fresco despacho del notario advirtió que algo iba mal. Se dio la vuelta, tambaleándose, incómodo por el sudor de borracho que le cubría toda la cara, y se quedó mirando los escasos transeúntes de la calle. Había visto a Felix, su cochero. Estaba seguro. ¡Y Felix había apartado la vista! Felix debía de estar en Bontemps, y había apartado la mirada. Tal vez ese maldito Vincent lo había enviado a hacer algún recado, pero el cochero había hecho como que no reconocía a su amo. Era absurdo.

—¿Quiere usted pasar, monsieur? —se oyó la voz áspera de Jacquemine.

—Necesito una copa —murmuró Philippe. Al mirar a través de la puerta abierta se le dilataron los ojos. Varias figuras ataviadas de negro rodeaban la mesa del notario. Allí estaba su cuñada Francine con su marido Gustave, y un caballero alto con un bigote blanco muy familiar que llevaba una carpeta forrada de cuero. Aglae se hallaba sentada frente a él. ¡Aglae! Y a su lado, levantándose despacio y ceremoniosamente con una intensa expresión en el rostro, Vincent.

—¿Qué pasa? —Philippe entornó los ojos.

—Siéntese, por favor, monsieur. —El notario se enjugó la frente—. Por favor, monsieur, por favor…

Casi había anochecido cuando salió del despacho. Miró ceñudo a Felix y antes de que el cochero pudiera darse la vuelta Philippe chasqueó los dedos y lo llamó con una expresión tan agria que el hombre no se atrevió a ignorar la orden.

—Ve a casa de mi mujer en la Rue Ste. Anne y coge mi equipaje —le dijo en voz baja, sin hacer caso de la familia que salía del despacho detrás de él—. Llévalo a mi hotel. Te quiero allí dentro de media hora. —Atravesó a grandes trancos la Rue Royale en dirección al St. Louis y en cuestión de minutos se encontraba en la fresca soledad de su suite habitual, poniendo unas monedas en la mano del botones.

—¿Lo de siempre, monsieur? —El chico de rostro negro esperó soñoliento.

Philippe, ceñudo, tenía la mirada perdida.

—Sí —dijo tras un momento de vacilación. Estaba totalmente sobrio. Le dolía la cabeza y sabía que si no bebía un trago de cerveza se pondría enfermo. Se dejó caer en el sillón junto a la chimenea y se cruzó de brazos. Su mente se debatía por analizar el torbellino de emociones que le embargaba, la menor de las cuales no era el miedo. Casi había firmado esos papeles. En los primeros momentos, confuso, débil, casi había firmado. Y borracho, sí, borracho. Ellos, sabiendo que estaba borracho, le pusieron la pluma en la mano. Pasó un momento de debilidad emocional en el que había estado casi dispuesto a hacer lo que ellos querían. ¡Esa víbora de Vincent! Incluso en la intimidad de su habitación, Philippe se sonrojó hasta la raíz de los cabellos, Y Aglae, ese reptil disfrazado de mujer. ¡Casi había llegado a mojar la pluma! No tenía sentido intentar descansar, no podía quedarse allí, no podía estarse quieto. Terminó paseando por la habitación, y al ver entrar a Felix lo cogió con rudeza por la solapa.

—Ve a la suite de mi esposa, ¿me oyes? —gruñó—. Dile que cenaré con ella en el salón principal. Y exijo la presencia de su hermano. Luego volveremos a Bontemps.

Felix se apresuró a asentir. Su dignidad de cochero no cedía fácilmente ante el miedo.

—Sí,
michie
—dijo con calma, esperando que lo soltara.

—En cuanto hayas entregado el mensaje, vuelve a la Rue Ste. Anne y dile a mi mujer que no volveré durante algún tiempo, tal vez hasta después de la cosecha. Y busca a la maldita Lisette y dile que se comporte. Si está allí mi chico… —Se interrumpió y soltó al cochero—. Es igual, no le digas nada. Ahora, haz lo que te he dicho.

El comedor estaba atestado. Aglae y Vincent le esperaban. Cuando Philippe apartó la silla, Aglae lo miró con descaro.

Philippe sonrió casi con dulzura mientras desdoblaba su servilleta y luego, con la misma expresión tranquila y afable, se volvió hacia su cuñado.

—Es usted una víbora, monsieur. Así que quería ser dueño de mi tierra, ¿verdad?, de todo lo que poseo.

Advirtió el dolor inmediato en el rostro de Vincent, el rubor en las tersas mejillas blancas. Sus ojos, sin embargo, eran tan fríos como los de su hermana.

—Philippe —susurró—, puede que no lo creas pero he hecho lo que he considerado mejor.

Philippe sonrió de nuevo a su esposa. Tenía la mente muy clara, y la poca cerveza que había consumido lo había estabilizado en su sobriedad y le había calmado el dolor de estómago.

—Y usted, madame, qué decepcionada debe de estar al ver que ha fracasado su pequeño plan.

—Monsieur —dijo ella al punto mientras tendía la mano despacio hacia su copa—, no quiero saber las razones de sus extravagancias, los motivos de que haya descuidado sus responsabilidades ni por qué ha perdido la plantación de mi padre, incluida la parte que ahora pertenece y que siempre ha pertenecido a su único hijo. Y tiene mucha razón al suponer que no deseo llevar todo esto a juicio. Pero si no pone en orden sus asuntos, si no liquida hasta la última deuda que hay contra la casa y la tierra que mi hermano y mis hijos tienen que heredar, le aseguro que aunque muera en el empeño procederé contra usted ante un tribunal. Hoy no ha ganado ninguna batalla, monsieur, está sometido a prueba.

La expresión de Philippe se tornó escéptica e implorante a un tiempo. Le temblaba la blanda piel en torno a los ojos. Miró entonces a Vincent que, mortificado, no levantaba los ojos del plato.

—Os odio a los dos —susurró en voz baja, aunque con los labios petrificados en la misma sonrisa cortés, edulcorada.

—Sea como fuere, monsieur, ponga sus asuntos en orden —dijo Aglae—. O yo lo haré por usted. De una vez por todas.

—VI—

–P
asa. —El mismo Richard había abierto la puerta. Siguió a Marcel hasta el salón y le hizo un gesto casi ceremonioso para que se sentara.

Marcel se metió la mano en el bolsillo buscando un puro, cerciorándose rápidamente de que no estaban ni el
grand-père
ni madame Suzette.

—¿Puedo fumar?

—Claro. —Richard paseaba de un lado a otro.

Marcel estaba irritado. No era buena compañía. Los últimos días habían sido insoportables, y no se habían acabado.

Monsieur Philippe se había marchado el uno de septiembre sin despedirse siquiera, de modo que Cecile se pasó toda la semana muy nerviosa y no se había hecho absolutamente nada por Lisette, más bien al contrario. Cuando Marcel acudió al notario Jacquemine, éste afirmó que monsieur Philippe no habrá expresado ningún propósito de emanciparla y que no podía ponerse en contacto con monsieur Philippe en la plantación, cosa que Marcel sabía que no era cierta.

Mientras tanto, la escuela bullía de excitación ante la partida de Augustin Dumanoir a Francia. Esa noche se celebraba una fiesta en su honor en el piso de los Mercier. De hecho se había declarado el día libre en la escuela para celebrar el viaje de Augustin. Toda la familia Dumanoir había venido del campo y eran ellos los que se iban a ocupar de la comida y los músicos para la velada. Hasta Juliet compartía su entusiasmo y se había comprado un vestido nuevo, aunque de vez en cuando se le olvidaba quiénes eran los Dumanoir.

Marcel se reprochaba todos los días su envidia y quedó avergonzado cuando Christophe lo llevó una noche al comedor, extendió un plano de París sobre la mesa e intentó enzarzarlo en una charla sobre las calles, los lugares famosos, los bulevares.

—No es propio de ti envidiar a quien tiene mejor fortuna —dijo Christophe finalmente, dándole un apretón en el hombro—. Has trabajado mucho todo el verano, necesitas descansar un poco. Puede que no te haya comentado lo bien que lo has hecho, pero la verdad es que en primavera estarás preparado para el examen.

Una cierta tristeza cayó entonces sobre los dos. Marcel, naturalmente, sabía que el momento se acercaba. Claro que era una tontería envidiar a Augustin pero ¿cómo explicar que el dolor de tener que despedirse le hacía desear marcharse cuanto antes?

Tal vez si durante esas semanas hubiera podido pasar algún rato con Anna Bella se habría sentido mejor, pero ella había dado a luz a finales de agosto y la comunidad, entre apagados susurros, le había dejado saber que el parto había sido difícil, aunque el niño estaba muy bien.

—¡Quién lo hubiera imaginado! —le dijo Louisa a Colette—. Una muchacha como ésa. Tendría que haberle resultado tan fácil como a una esclava del campo.

¡
Mon Dieu
! Marcel alzaba los ojos al cielo y contaba los días que quedaban para su decimosexto cumpleaños, en octubre, y pensaba: «Sí, me marcharé a principios de la primavera. Bueno, si Marie… si Marie y Richard…».

—¿Me lo vas a decir? —preguntó de pronto mirando la gigantesca figura que se movía inquieta por todo el salón—. ¿Qué pasa? —Marcel encendió la cerilla en la suela de su zapato y le dio una calada al puro.

—¿No lo sabes? —dijo Richard. Esa mañana, al amanecer, había ido a llamar a la puerta de Marcel para que le prometiera que acudiría a su casa en cuanto pudiera—. Tenemos que hablar de ello.

—¿Pero de qué? ¿De Marie?

—¿Entonces no sabes nada? —Richard se detuvo en medio de la habitación, con las manos en la espalda, como siempre, y el rostro muy afilado para un muchacho de dieciocho años. Su expresión imponía respeto.

—A mí no me ha dicho nada —comentó Marcel—. Está siempre con mis tías…

—No te ha dicho nada porque no sabe lo que ha pasado, porque no puedo acercarme a ella para contárselo. Ha llegado el momento de que hable contigo directamente, de que
mon père
hable contigo. Llegará dentro de una hora.

—Pero dime…

—Tus tías se niegan a seguirme recibiendo en su piso, dicen que ya no se me permite visitarla en su propia casa, y tú sabes que siempre he podido ir a verla allí. Bueno, no entiendo qué significa todo esto, Marcel. Quiero casarme con tu hermana, y ellas lo saben.

Marcel advirtió que la sangre acudía a su rostro y el sentimiento de protección que albergaba hacia su hermana lo inundó con una oleada de calor.

—Voy a acabar con toda esta tontería —dijo—. No pueden tomar esa decisión por Marie.

—Pues ya la han tomado. —Richard se dio la vuelta con las manos entrelazadas como si al estrujárselas pudiera pensar mejor, y se puso a trazar lentos círculos en torno al centro de la habitación—. Al principio decían trivialidades, que ella era demasiado joven, que yo era demasiado joven, que las veladas eran para todos los muchachos, que tal vez no habíamos comprendido…

—¡Yo me encargaré de ello! —exclamó Marcel furioso, levantándose para marcharse—. Déjalo en mis manos.

—Pero es que no lo entiendes. Han hablado con mi padre. Todo ha ido demasiado lejos.

Marcel se detuvo y volvió a sentarse, intentando considerar fríamente todos los elementos. Sabía que Cecile era incapaz de admitir siquiera la posibilidad de ese matrimonio: el hecho de que Marie se casara con un hombre de color topaba contra un muro impenetrable que había en su mente. Pero sus tías… ¡Él siempre había contado con sus tías! Habían sido muy buenas con Marie, y Marcel confiaba en que ellas le proporcionaran toda la misteriosa maquinaria femenina que requiere una boda.

—No comprenden que Marie es lo bastante mayor para saber lo que quiere —dijo categóricamente—. Y no saben que yo ya he hablado con monsieur Philippe.

Richard se volvió de pronto hacia él.

—¿Has hablado con él?

—Sin mencionar nombres. —Marcel se encogió de hombros—. Al fin y al cabo todavía no has hecho la declaración formal.

—Es lo que pretendo hacer esta mañana. En cuanto
mon père
llegue a casa pensamos presentarte mi petición de mano.

—¡Tú sabes que tienes mi bendición! —dijo Marcel, pero estaba tan enfadado con sus tías que le costaba trabajo contenerse.

—¿Qué le has dicho a tu padre? —La voz de Richard se había convertido en un susurro de barítono, y Marcel apenas le oyó—. ¿Le has dejado claro que hablabas de matrimonio, que hablabas de un hombre de color? —La voz se desvaneció con la última palabra—. ¿No pensaría que estabas hablando de… de otra cosa?

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