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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

La noche de todos los santos (72 page)

BOOK: La noche de todos los santos
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Se detuvo en el umbrío portal de una farmacia cerrada, empinó la botella y sintió el fuego en la garganta. No cojas el barco de vapor, eso te hará pensar, camina, camina, camina. No puedes llegar allí en el barco, camina como si nada pudiera detenerte, nada puede detenerte, camina. «Si me ha mentido a mí,
michie
, también le puede mentir a usted… Libéreme, me lo prometió, soy su hermana,
michie
, sí, su hermana».

Mentiroso. Las mismas calles, las mismas casas, las mismas caras. No, no, me niego… es impensable… Este asqueroso agujero, me niego… ¡Me niego!

Allí estaba la Rue Canal con las campanas de la Iglesia de Cristo y un mar de carruajes, flotando al viento las cintas de los sombreros de ala ancha. No me pasaré la vida en Nueva Orleans, no moriré en Nueva Orleans, de ninguna manera. «Que usted mismo ha elegido el oficio de la funeraria, dos años, totalmente autosuficiente, nunca ha habido nada deshonroso en el oficio».

Ahora todo el mundo habla inglés, es casi imposible caminar por aquí, tú simplemente pon un pie delante del otro, no, no cojas el tren que va a la parte alta, camina, camina. Camina como si nada pudiera detenerte.

«Escúchame, Marcel, él te ha educado en la tradición de los plantadores, jamás te has mojado las manos como no fuera para lavártelas, pues bien, eso se ha terminado y más vale que lo afrontes, no hay nada deshonroso…». No lo haré, me niego a hacerlo, le diré que me niego a ser aprendiz. «No piensas con claridad.» «Déjalo, Rudolphe, está demasiado herido». ¡ME NIEGO!

Sabías que no iba a suceder, ¿verdad? Durante todos esos meses, antes de que llegara Christophe, sabías que jamás saldrías de aquí, sólo era algo en lo que creer para seguir adelante, para hacer la juventud tolerable, para hacer la vida posible, Rue l'Estrapade, pensión Menard, École Nórmale, Quartier Latin, Théâtre Athenée, Musée de Louvre. No gires hacia el río ahora, éste es el canal Irlandés, te matarán, es una letrina, esos asquerosos inmigrantes te matarán, no, quédate en la calle Nyades, camina, camina como si nada pudiera detenerte.

Se detuvo a la sombra de un roble, volvió a echar un trago, una botella llena en el bolsillo derecho, una botella llena en el bolsillo izquierdo, el tren de Carrollton pasa resoplando sobre los raíles, vapor contra el cielo cegador, el tañido de las campanas de la iglesia. Voy hacia el condado de St. Jaques.

Para comprender esto bien hay que haber vivido con él, haberle visto día tras día con sus cómodas zapatillas, su bata azul, el humo de la pipa en el salón, su fajo de billetes.
«Ti
Marcel, mi pequeño estudiante…» «Se acostó con mi madre,
michie
, igual que con la suya». Hay que haberle visto atravesar el camino del jardín con su capa aleteando entre las hojas secas, el paso de su caballo por la Rue Ste. Anne, los regalos, los paquetes, los billetes, enviar al muchacho fuera como un caballero, un caballero, un caballero.

¿Es ya mediodía? Saca el espléndido reloj de bolsillo con la pequeña inscripción de Hamlet y míralo, no te molestes en alisarte el chaleco, te queda a la perfección, mediodía, y esto es ya el casco antiguo de Lafayette, vas muy bien de tiempo.

Antes de llegar a la ciudad de Carrollton, en el meandro del río tiró la primera botella, que se rompió contra una roca. Ya estaba en el campo, las tierras pantanosas, los pequeños jardines, una vaca le miraba detrás de una cerca rota con ojos inmensos de delicadas pestañas. Continuamente se veían carros. Marcel pasaba ante sofisticadas terrazas, damas con parasoles rosas, era el campo, estás atravesando Jefferson hacia el condado de St. Jacques.

Era como si el acompasado movimiento de sus pies nublara sus pensamientos, todas las voces se habían convertido en música, y todo lo feo, lo hiriente, se había fundido poco a poco en un canturreo y luego en un rumor, un pie delante del otro, la suelas de las botas se gastaban, Marcel sabía perfectamente que si se detenía sentiría el dolor, las piedras empezaban a desgarrar la suela, un cuero tan caro, un polvo blanco se adhería a los bajos de las perneras. «… Cierta responsabilidad en lo referente a sus recursos, monsieur Ferronaire ha sido muy generoso, recursos apropiados para un aprendiz del oficio funerario, tal vez Lermontant pueda ser una buena guía, comprenderá, naturalmente, que hasta la fecha monsieur Ferronaire ha sido… digamos que ha sido muy generoso, pero ahora… hay que tomar ciertas medidas prácticas con respecto a sus recursos, el aprendizaje, un vestuario adecuado, por supuesto, pero las facturas pendientes, alguna forma de reducir gastos…».

Con el paso de cada carruaje que aplastaba las piedras blancas se alzaba el polvo, un carro lleno de gente que le miraba, un viejo negro que le hacía un gesto, no, gracias, prefiero caminar. Me pregunto si no será imposible llegar hasta St. Jacques, supongo que para otros sí, pero no para mí. Quitó el tapón a la segunda botella, bebió sin detenerse, debería haberlo pensado antes, por qué no subir al malecón, adelante, siente el viento fresco del río que mitiga el sol inclemente. Echó a andar por la hierba. Se alzó una nube de insectos. Marcel los ahuyentó de la cara, sintió la picadura en el dorso de la mano. Otro trago. Ahí está el Misisipí, esa inmensa y perezosa corriente gris, y río abajo, navegando con toda la velocidad de la corriente, un descollante y hermoso barco de vapor cuyas chimeneas gemelas hendían las nubes. La brisa era fresca, muy fresca. Todo era ahora perfecto, todo estaba lejos de él, las piedras que atravesaban la suela de sus botas, la fina capa de sudor bajo su camisa, el picor de la barba en la cara, el viento helado. Siempre me han aterrorizado los árboles cayendo al río, la corriente comiéndose la tierra, llevándose algo tan inmenso y tan sólido, un árbol que tierra adentro podría romper la acera de adoquines con sus raíces. Pero ya no me asusta.

Un hombre blanco le detuvo.

Marcel vio acercarse el caballo por el camino del río. Luego tomó un desvío hacia el malecón y Marcel se quedó esperando, hasta que lo tuvo encima. Todo estaba muy lejos de él, el ruido de los cascos. Miró al hombre y fue como si oyera la petición sin palabras.

Jamás le había enseñado esos papeles a nadie. Sí que los tenía, siempre los llevaba encima. Se metió mecánicamente la mano en el bolsillo con los ojos fijos en el río, en la gran masa de troncos y ramas muertas que flotaba corriente abajo como una balsa. La voz del hombre era hosca, y Marcel se dio cuenta al instante, sin necesidad de alzar la vista, que no sabía leer.

—Nacido en Nueva Orleans, monsieur, hijos de padres libres, certificado de bautismo en la catedral de St. Louis, no, monsieur, negocios, monsieur, en el condado de St. Jacques.

—¡Que vas andando hasta el condado de St. Jacques! —El caballo se movía y danzaba. Marcel sintió el golpe de los papeles en la cara. «Negros fugitivos con papeles de libertad». Carraspeó, alzó los ojos con cautela, con decoro, sí, esa palabra lo describe mejor, con decoro, este hombre no puede hacerme daño, no tiene nada que ver conmigo. A la plantación Ferronaire, monsieur, negocios. «Más vale que esos papeles no sean falsos». Pero no los puedes leer, ¿verdad, estúpido fanfarrón? No, monsieur, en la Rue Ste. Anne, toda mi vida, en la esquina con la Rue Dauphine.
Mera, monsieur, bonjour
!

No podía hacerte daño, no tenía nada contra ti, no mires atrás, sigue, echa un trago, ya se ha marchado. La brisa es muy fría.

Se oyó una campana y apareció en el recodo otro de esos magníficos barcos de vapor. Una débil música que flotaba sobre las aguas le llegó a lomos del viento helado. Parecía que lo saludaban desde la cubierta. Marcel miró el camino del río, las blancas columnas de una casa lejana que asomaban entre los árboles, un carro que pasaba en silencio, una mujer saludando vestida con una falda verde. No mires la casa, no mires el carro, mira el río y sigue caminando, te arden los pies.

¿Qué hora sería? ¿Las tres? No significa absolutamente nada. Apuró la segunda botella y la tiró al agua gris. Desde abajo lo saludaron amistosamente unos hombres que cabalgaban por la lodosa orilla. Marcel se detuvo perplejo y levantó el brazo despacio, sin fuerzas. Tenía las botas blancas de polvo, el cuero empezaba a resquebrajarse. No lo pienses, camina.

Un carro se detuvo en la carretera junto a él, y un viejo negro le hizo un gesto otra vez, no podía ser el mismo de antes, imposible. La mujer negra lo miró en silencio, aguardando, y Marcel bajó lentamente del malecón con pesados y descuidados pasos de borracho, era imposible que se cayera después de llegar hasta allí, hubiera podido echar a volar.

—A St. Jacques.

—Pues sube, jovencito. —Se oyó la voz de marcado acento americano. Los ojos amarillentos lo observaban con atención—. No es un carro muy elegante, pero para mí que es mucho mejor que caminar hasta St. Jacques. Siéntate ahí detrás, jovencito. —Marcel tuvo tiempo de murmurar una respuesta por encima del hombro antes de que el carro se pusiera a traquetear. Las ruedas daban violentos bandazos sobre el camino, que iba desapareciendo debajo de él kilómetro tras kilómetro. Dominaba la técnica de llevarse la botella a la boca tensando los labios para que el cristal no le hiciera daño en los dientes. Se preguntaba si el negro querría un trago; tal vez no, estando allí su mujer con su mejor traje negro de domingo, la cesta cubierta con un paño blanco.

Verjas de hierro, puertas de hierro forjado, columnas blancas llameando entre los árboles, el camino tan sinuoso que nunca se veía un paisaje abierto, el sol quemándole la cabeza, los pies oscilando sobre el polvo que se levantaba a su alrededor. Una hora tras otra, no mires nada, no pierdas valor, una
vendeuse
solitaria en el camino balanceando su cesta con aquel encantador movimiento de espalda, cuello largo, brazos sueltos, rostro sombrío, inescrutable, que pasó de largo y se alejó hasta convertirse en una mancha sobre las piedras blancas y desapareció tras la curva.

Durante todos los años que había estado oyendo la palabra «Bontemps» jamás se había hecho una imagen de la casa.

Cómo explicarlo, cómo explicar que hasta la más trivial de las preguntas ofendía, que era mucho mejor fingir que no era asunto suyo. Una plantación muy rica, sí, Augustin Dumanoir lo había dicho una vez y él no quiso discutirlo. Él vivía en la Rue Ste. Anne, ¿qué tenía que ver con aquello?

Él había girado la cabeza, incluso cuando
tante
Josette comentaba que la había visto desde la cubierta del barco al bajar de Sans Souci.

—Cuando el hombre está tan cómodo en la Rue Ste. Anne —había reído Louisa—, podéis estar seguros de que no se encuentra tan a gusto en Bontemps.

Ahora, al bajar del carro, terminados por fin el traqueteo y el polvo, vio que su mano tendía un billete de dólar al agradecido negro. Los ojos de su esposa eran una hendidura en su rostro hinchado. Se volvió entonces para ver por primera vez las inmensas puertas de hierro.

No te detengas aunque sea tan hermoso, no te detengas aunque esos robles derramen su musgo por esa avenida perfecta, no te detengas al ver esas magníficas columnas blancas, esto es un templo, una ciudadela, no te detengas. Sacó la botella de un tirón mientras el carro se alejaba traqueteando y volvió a beber, más y más, sintiendo cómo el whisky penetraba en sus entrañas.

No sabría decir si en aquel interminable peregrinaje había pasado junto a una casa más grande; estaba demasiado ciego e incluso ahora se movía como en trance. Ésta era, sencillamente, la casa más grande que había visto en su vida. Algo llameaba a lo lejos, un azote y un destello de color entre dos columnas, las cosas se agitaban, la gente se agitaba en las terrazas entre las columnas griegas, el Sol era una esquirla de vidrio tallado. No te detengas, ni siquiera te acerques a la inmensa puerta central, este camino te invita hacia la diminuta puerta del tabernáculo. Se movía despacio, rítmicamente, con los pies llenos de ampollas, doloridos aunque el dolor no lo tocara, hacia el callejón lateral con huellas de ruedas y cascos. Una vez atravesada esa puerta lateral, se fue acercando cada vez más a la casa.

Se oía música. ¿Eran los marcados graves y agudos de un violinista? Se alzaban fragancias que se mezclaban con la brisa del río. En la terraza superior se agitó un triángulo de color que llameó luego de una columna a otra hasta que una figura diminuta apareció en la barandilla.

No pienses, no lo planees, no pienses, no pierdas el ánimo. ¿Pensabas que sería el único que habitara en este palacio, que estaría solo con su pipa y sus zapatillas, sus botellas de bourbon y jerez y sus barriles de cerveza? ¿Pensabas que viviría como un cerdo hozando en asquerosas habitaciones? León, Elizabeth, Aglae, se le venían los nombres a la mente, no tienen nada que ver conmigo, a mí no me guía más que un propósito, un pie delante del otro, el camino lo alejaba bastante de la casa, las rosas se alzaban entre el camino y la casa. Allí había un grupo de personas, tal vez conversando y abanicándose, con las copas llenas de licores caros. El humo brotaba por las chimeneas y entre las ramas de los robles y los macizos de rosas se alzaba un edificio cuadrado. A lo lejos venía un hombre mientras Marcel se acercaba más y más a esa casa de la que ahora sólo eran visibles, entre las espalderas, los capiteles corintios en todo su detallado esplendor. Marcel advirtió que el edifico de ladrillo era la refinería. Allí había una casita cuadrada, pasada de moda, con finas columnas, y más allá de esa pequeña ciudad de tejados y chimeneas el hombre se acercaba cada vez más, un rostro negro, un conocido abrigo negro, de domingo. El hombre corría, estaba asustado.

—¡No! ¡Apártate!


Michie
, ¿qué está haciendo? ¡Se ha vuelto usted loco,
michie
!

—Suéltame, Felix.

Algunos miraban. Un hombre blanco con un sombrero informe, el rostro invisible bajo el ala, giró su caballo, cuyos flancos castaños relumbraron bajo el sol de la tarde, y salió en dirección a la pequeña ciudad de casas y cabañas.


Michie
, ¿está usted loco? —Felix estaba frenético. Su fuerte mano se cerró sobre el hombro de Marcel y lo arrastró fácilmente hacia las cabañas. Entre los árboles giraban los bailarines y se oía el agudo sonido del violín. Las voces se elevaban sobre las trémulas hojas.

—Suéltame —repitió Marcel entre dientes, intentando zafarse de la mano. Sintió una sacudida cercana a la náusea, el tiempo es esencial, no intentes detenerme, tengo que verle, tengo que oírselo decir a él después de tantas promesas. Estaba rígido. Felix lo arrastraba entre la alta hierba, lejos de aquellos distantes parches de color y risas. Por encima se alzaba la casa monstruosa contra el cielo, cornisas, hojas de acanto, gabletes que miraban desde el tejado, ventanas ciegas al sol.

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