La Nochevieja de Montalbano (18 page)

Read La Nochevieja de Montalbano Online

Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

BOOK: La Nochevieja de Montalbano
6.59Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Desde una cabina.

—¿Y cómo has llegado hasta ella?

—Eso a ti no te importa.

—¿Por qué me llamas?

—Porque no me gusta este relato. No quiero entrar en él, no va conmigo. Y, además, la historia de los ojos fritos y de la pantorrilla guisada es absolutamente ridícula, una auténtica gilipollez, y perdona que te lo diga.

—Salvo, estoy de acuerdo contigo.

—Pues entonces ¿por qué lo escribes?

—Hijo mío, trata de comprenderme. Algunos dicen que soy eso que se llama un «buenista», uno que se dedica a contar historias almibaradas y tranquilizadoras; otros dicen, en cambio, que el éxito que he alcanzado gracias a ti no me ha sentado muy bien, que me repito demasiado, con la mirada puesta tan sólo en los derechos de autor... Afirman que soy un escritor fácil, aunque después se maten tratando de entender cómo escribo. Estoy intentando ponerme al día, Salvo. Un poquito de sangre sobre el papel no le hace daño a nadie. ¿Qué quieres, perderte en disquisiciones? Y, además, te lo pregunto a ti, que eres un sibarita: ¿has probado alguna vez un par de ojos humanos fritos, quizá con un poco de cebolla?

—No te hagas el gracioso. Óyeme bien, te voy a decir una cosa que jamás repetiré. Para mí, Salvo Montalbano, un relato de esta clase es inadmisible. Eres muy dueño de escribir otros del mismo estilo, pero, en tal caso, tendrás que inventarte otro protagonista. ¿Está claro?

—Clarísimo. Pero, entre tanto, ¿cómo termino esta historia?

—Así —contestó el comisario.

Y colgó.

Amor y Fraternidad

Enea Silvio Piccolomini ignoraba de su homónimo, quien al convertirse en Papa se hizo llamar Pío II, incluso su existencia. Se llamaba así porque, en los últimos años del siglo XIX, había un funcionario del Registro Civil que era un poco bromista: a los incluseros les ponía nombres como Jacopo Ortis, Aleardo Aleardi y otros por el estilo, en un gozoso afán de tocar los cojones. Una de sus víctimas fue un pobre chiquillo que nació en 1894, a quien le puso precisamente el nombre de aquel Papa que pasó a la historia por su cultura. Sin embargo, el Enea Silvio de Vigàta siguió siendo analfabeto hasta su muerte. Combatió en la Primera Guerra Mundial y también en la Segunda. Se casó en cuanto encontró trabajo como descargador de muelle y tuvo tres hijos varones a los que dio unos nombres razonables, Giuseppe, Gerlando y Luigi. Los dos primeros emigraron a América, pero no hicieron fortuna. En cambio, Luigi se quedó en Vigàta, donde se ganaba el pan como albañil. Tuvo dos hijos varones y una hija. Al primero de los varones le tocó recibir el nombre del abuelo, es decir, Enea Silvio. A los veinte años, Enea Silvio se fue a buscar trabajo a Turín. A los cuarenta y cinco años, sufrió el accidente: una llamarada lo dejó instantáneamente ciego y una plancha de acero al rojo vivo le amputó la pierna izquierda. Dos meses después del accidente hubiera tenido que casarse con una viuda de su edad, pero aun suponiendo que la mujer todavía lo quisiera lisiado como estaba, lo que le había ocurrido le hizo cambiar de opinión. Regresó al pueblo, donde ya no quedaba nadie de su familia: el otro hermano vivía en Pordenone, donde se había casado. Y su hermana Gnazia, con quien Enea Silvio estaba muy encariñado, se había trasladado a la isla de Sampedusa con su marido y sus hijos. Reservado, solitario y huraño, Enea Silvio alquiló una casita en las afueras de Vigàta. Vivía .con el dinero de la pensión. Poco tiempo después de su regreso, la organización benéfica Amor y Fraternidad puso sus ojos en él, lo adoptó y le proporcionó una muleta, un bastón y un perro lazarillo que se llamaba
Rirì
. La ceremonia de la entrega de la muleta, el bastón y el perro revistió gran solemnidad y estuvieron presentes en ella periodistas y cadenas de televisión de toda la isla. Todos pudieron contemplar una vez más el rostro sonriente del ingeniero Di Stefano, fundador y presidente de la organización benéfica Amor y Fraternidad, al lado de su protegido. En el transcurso de los siguientes cinco años, Enea Silvio apenas se dejó ver por el pueblo, sólo lo estrictamente necesario para hacer la compra o por cualquier otra necesidad. Era hombre de pocas palabras y no hizo amistad con nadie. Una mañana de septiembre, el señor Attilio Cucchiara, que para ir a su despacho tenía que pasar muy cerca de la casita de Enea Silvio, oyó que
Rirì
se quejaba como si fuera una persona. Cuando volvió a pasar por allí para ir a comer a casa, el perro aún se estaba quejando. Entonces se acercó a la puerta de la vivienda y llamó. Los quejidos del perro se intensificaron. El señor Cucchiara volvió a llamar a la puerta y gritó el nombre de Enea Silvio, a quien los vigateses conocían como Nenè. No le abrieron la puerta ni obtuvo respuesta. Entonces regresó a su casa y telefoneó a la comisaría.

* * *

Fueron Mimì Augello y Galluzzo, quien derribó la puerta de un empujón. Enea Silvio Piccolomini estaba tumbado en la cama como si durmiera. Sólo que estaba muerto. Intoxicado por el gas. Se había olvidado de la manzanilla que se estaba preparando. El líquido hirvió, se derramó y apagó la llama, pero el gas siguió saliendo de la bombona. Mimì le hizo una caricia al perro
Rirì
, que no cejaba en sus quejidos. Fue precisamente aquel gesto el que puso en marcha la maquinaria policial que funcionaba en su cabeza. En la casita había un teléfono, pero no quiso utilizarlo. Echó mano de su móvil para llamar a Montalbano.

—Salvo, ¿puedes acercarte por aquí un momento?

Aunque la casita tuviera por fuera el enlucido agrietado, por dentro era un pequeño y cómodo apartamento de dos minúsculas habitaciones, una cocinita y un cuarto de baño casi invisible. Todo en perfecto orden. Frigorífico, transistor, teléfono: faltaba sólo el televisor, por motivos evidentes. Sobre la mesita de noche, tres cajas de medicamentos: un potente somnífero, un analgésico y un regulador de la presión sanguínea. Enea Silvio permanecía tumbado de lado con su única pierna ligeramente doblada, en calzoncillos y camiseta, con la mano izquierda bajo la mejilla, el brazo derecho a lo largo del cuerpo y los ojos cerrados. Ninguna huella de lucha, ninguna señal visible de arañazos o golpes. Desde el momento de su llegada, Montalbano y Augello no habían intercambiado ni una sola palabra, pues no era necesario: se entendían con los ojos, con breves intercambios de miradas. Al final, el comisario preguntó:

—¿Dónde está Galluzzo?

—Lo he enviado a buscar al señor Cucchiara, el que nos ha llamado.

En el interior de un aparador había cuatro cajas de comida para perro. Montalbano abrió una, echó su contenido en el cuenco que había en el comedor, junto a la mesa. Llamó a
Rirì
, pero éste no se movió. Entonces cogió el cuenco, lo llevó al dormitorio y lo colocó delante del animal. Pero esta vez
Rirì
tampoco se dio por enterado. Permanecía inmóvil, con los ojos clavados en su amo: parecía un perro de terracota.

Attilio Cucchiara, en cuanto vio el cuerpo en la cama, palideció intensamente y cayó de rodillas. Galluzzo lo sostuvo, lo acomodó en una silla del comedor y le ofreció un vaso de agua.

—Los muertos me dan miedo —dijo, para justificarse.

—¿Eran ustedes amigos? —le preguntó Montalbano.

—¡Qué va! Ese hombre no le daba confianzas a nadie. Durante cinco años he pasado por lo menos cuatro veces al día por delante de esta casa y jamás nos hemos dicho otra cosa que no fuera buenos días o buenas tardes.

—¿Y el perro?

—¿Qué quiere decir?

—¿Ladraba cuando usted pasaba?

—Nunca. Nunca ladraba a las personas. Pero era una bestia salvaje con los demás perros. En cuanto pasaba uno, se le echaba encima e intentaba morderle el cuello. Se ponía como una fiera. Pero, si iba sujeto con la correa, guiaba fielmente al pobre Nenè. ¿De qué ha muerto?

—Quién sabe. A primera vista, parece que ha sufrido un infarto mientras dormía. ¿Sabe dónde dormía el perro?

—Sí. Aquí dentro, con su amo.

«Pues entonces, ¿cómo es posible que el perro no haya muerto también?», se preguntaron mutuamente con una rápida mirada Augello y Montalbano. La duda que había acometido a Augello mientras acariciaba la cabeza de
Rirì
había resultado fundada.

—La puerta estaba cerrada, pero no con llave. Ha bastado un empujón de Galluzzo para abrirla. Las habitaciones no estaban saturadas de gas, aunque se percibía el olor, eso sí, pero muy débil. Las ventanas estaban herméticamente cerradas. Estoy convencido de que lo han matado —dijo Mimì.

—Yo también lo creo —dijo Montalbano—. Cuando se iba a dormir, Piccolomini se tomaba un somnífero muy fuerte que lo hacía caer en una especie de catalepsia. Alguien espera a que se duerma, abre con una llave falsa, entra, coge al perro que, como ya sabemos, no ataca a las personas, lo saca de la casa, vuelve a entrar, abre la bombona y vuelve a salir. Cuando está seguro de que Piccolomini ha muerto, entra de nuevo en la casa, abre las ventanas para que salga parcialmente el gas y evitar que
Rirì
muera intoxicado, hace entrar al perro, cierra la puerta a su espalda, y listo.

—Estoy de acuerdo —dijo Augello—. Pero la pregunta es: ¿por qué ha querido salvarle la vida a
Rirì
?

—Si es por eso, las preguntas son muchas. ¿Por qué han matado a Piccolomini? Para robar, seguro que no. ¿Por qué querían que pareciera un accidente?

—O un suicidio. Si fuera un suicidio, todo tendría su explicación. Él mismo sacó al perro porque lo quería...

—... ¡y, una vez muerto, hizo entrar de nuevo a
Rirì
en la casa! ¡No digas disparates, Mimì!

Augello se estaba haciendo un lío.

—Perdón, perdón —dijo—. He dicho una burrada. Sea como fuere, se trata de un plan organizado por un profesional muy hábil, dotado de gran inteligencia y frialdad. Sólo que el autor material del homicidio ha cometido el error del perro.

—Y yo me pregunto por qué la eliminación de un pobre desgraciado como Piccolomini tenía que exigir tanta inteligencia y frialdad, como tú dices.

—A lo mejor Piccolomini no era el pobre desgraciado que aparentaba ser.

—Es posible. Pero mira, Mimì, en toda esta historia hay algo que no encaja. Hemos dicho que el asesino entra en la casa y abre la bombona del gas. ¿Es así?

—Sí.

—Bueno, ¿pues cómo sabe que en el interior de la bombona hay suficiente gas para matar a Piccolomini? Porque, si la bombona estuviera casi vacía, cuando Piccolomini se despertase, experimentaría como máximo un ligero dolor de cabeza. ¿Cómo es la bombona?

—De las pequeñas. Está en su sitio, debajo de los quemadores de la cocina.

—Vamos a hacer lo siguiente. Dile a Fazio que averigüe todo lo que pueda acerca de Piccolomini. Y advierte a Galluzzo de que no le suelte ni una sola palabra a su cuñado el periodista. ¿Querían hacernos creer que ha sido un accidente? Pues nosotros lo creemos.

—¿Y qué hacemos con el perro? —preguntó Mimì Augello.

—Ah, sí. Pásame el móvil. ¿Fazio? Hazme un favor. Llama a Montelusa, a la organización benéfica que le facilitó a Piccolomini la muleta, el perro y el bastón. Diles que Piccolomini ha muerto porque se dejó el gas abierto. Que el perro y lo demás nos lo llevamos a la comisaría. Pueden enviar a alguien a recogerlo todo.

Vieron tres automóviles que enfilaban la calle sin asfaltar. El forense, el magistrado y los de la Policía Científica ya habían llegado.

Cuando acababa de coger el camino que conducía a Vigàta, vio unas bombonas alineadas delante de una tiendecita sin rótulo. Se detuvo, bajó y entró. Sentado en una silla de anea, un muchacho leía «La Gazzetta dello Sport».

—Disculpe. Soy el comisario Montalbano. ¿Usted conoce a Nenè Piccolomini?

—¿El ciego de una sola pierna? Sí. Es cliente nuestro. ¿Le ha ocurrido algo? —preguntó el chico, levantándose.

—Ha muerto.

—¡Pobrecito! ¿Y cómo ha sido?

—Intoxicado por el gas. Se lo dejó abierto, la llama se apagó y...

—¿A qué día estamos? —preguntó inesperadamente el mozo, como si se le hubiera ocurrido de golpe una idea. Después miró la fecha del periódico—. No es posible —dijo.

—¿Qué es lo que no es posible?

—Que dentro de aquella bombona hubiera tanto gas.

—¿Y usted cómo lo sabe?

—Él quería siempre la bombona pequeña, la de diez. Vivía solo y le duraba casi tres meses. Hace dos días, al pasar por aquí delante, me dijo: «Acuérdate de llevarme una bombona nueva el día trece, la vieja ya se está terminando». Era un hombre muy ordenado. Y hoy estamos a día once.

—¿O sea, que usted cree que no había suficiente gas para matarlo?

—Mire, en estas cosas no hay nada seguro. Puede que haya muerto por otra cosa y no le diera tiempo a apagar el gas.

Muy listo el chaval.

—¿Y el perro? —preguntó éste, preocupado.

—El perro está bien.

—¿Lo ve? Si hubiera sido cosa del gas, también habría muerto.

Montalbano dio las gracias, volvió a subir al coche y se alejó.

Cuando regresó al despacho por la tarde, Galluzzo se le acercó, preocupado:

—El perro no quiere comer.

Lo siguió a la sala de los agentes. Gallo y Catarella rodeaban al animal, que, con expresión profundamente afligida, mantenía el rabo entre las patas. Había comprendido sin duda que su amo había muerto y se había hundido en la tristeza. Galluzzo, además de la muleta y el bastón, había cogido de la casa de Piccolomini los cuencos del agua y de la comida, que el perro contemplaba de vez en cuando con desagrado. Montalbano lo acarició.


Dottori
, si lo saco a dar un paseo, a lo mejor se le despierta el apetito —sugirió acongojado Catarella.

—Pero ¿qué hacen esos cabrones de la organización benéfica? —preguntó de pronto Montalbano.

—Han dicho que ya pasarían —contestó Galluzzo.

—Pues entonces, vamos a esperarlos. Total, el perro de momento no se muere de hambre.

Cuando ya llevaba media hora firmando documentos, cosa que siempre le atacaba los nervios, sonó el teléfono.


Dottori
, está aquí el ingeniero Di Stefano, que quiere hablar con usted en persona personalmente.

—Muy bien, que pase.

El ingeniero Angelo di Stefano era un jovial cincuentón ligeramente entrado en carnes.

—¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia! —dijo.

—¿Usted lo conocía bien?

—¿Cómo no iba a conocerlo? Verá, nosotros nos dedicamos a aliviar no sólo las molestias corporales de nuestros protegidos, sino también las espirituales. Y por eso yo mismo me encargo de ir a visitarlos, dondequiera que estén, por lo menos una vez al mes.

Other books

Identity Crisis by Grace Marshall
Crow Creek Crossing by Charles G. West
Come and Join the Dance by Joyce Johnson
Princess From the Past by Caitlin Crews
True to the Roots by Monte Dutton
Norton, Andre - Anthology by Catfantastic IV (v1.0)
Southern Hearts by Katie P. Moore