La Nochevieja de Montalbano (2 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

BOOK: La Nochevieja de Montalbano
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Montalbano obedeció.

—¿Qué te pasa?

—Me he llevado un susto de muerte.

—¡Habla de una vez!

—La puerta estaba cerrada, la he abierto y...

—¿El trozo de papel seguía en su sitio?

—Sí, señor. He entrado. Todo estaba igual que antes y el dormitorio seguía con la luz encendida. Me he acercado...

Señor comisario, ¡la muerta no estaba muerta!

—Pero ¿qué dices?

—Lo que oye. El muerto era él, el general. Tendido en la cama como antes estaba su mujer, con el rosario y el pañuelo.

—¿Has visto sangre?

—No, señor. Me ha parecido que la cara del muerto estaba limpia.

—Y la mujer, la ex difunta, ¿qué hacía?

—Estaba sentada en una silla a los pies de la cama y lloraba mientras se apuntaba a la cabeza con una pistola.

—Orà, no estarás de guasa, ¿verdad?

—¿Qué motivo tendría, comisario?

—Vamos, te llevo a tu casa. Deja la bicicleta, que hace frío.

¿Son libres dos ancianos, marido y mujer, de hacer por la noche en su casa lo que les dé la gana? ¿Disfrazarse de indios, caminar a gatas, colgarse del techo boca abajo? Por supuesto que sí. ¿Pues entonces? Si Orazio Genco no hubiera tenido tantos escrúpulos, él no se habría enterado de toda aquella historia y habría dormido como un bendito las tres horas de sueño que le quedaban en lugar de dar vueltas y más vueltas en la cama como estaba haciendo ahora entre maldiciones, preso de un nerviosismo creciente. No había manera: ante una situación que no encajaba, se comportaba como Orazio Genco delante de una puerta entornada, tenía que entrar y descubrir el porqué y el cómo. ¿Qué significado tendría aquella especie de ceremonia?

—¡Fazio! ¡Ven inmediatamente! —dijo Montalbano mientras entraba en su despacho.

La mañana estaba peor que la noche anterior, nublada y fría.

—Fazio no está,
dottore
—dijo Gallo, presentándose en lugar de su compañero.

—¿Dónde está?

—Anoche hubo un tiroteo y mataron a uno de los Sinagra. Estaba cantado. Ya sabe: una vez le toca a uno de una familia y otra a uno de la otra.

—¿Augello está con Fazio?

—Sí, señor. Aquí estamos Galluzzo, Catarella y yo.

—Oye, Gallo, ¿tú sabes dónde está el taller de Giugiù Loreto?

—Sí, señor.

—Encima del taller hay dos apartamentos. En uno de ellos vive Tanino Bracceri y en el otro un matrimonio de ancianos. Quiero saberlo todo acerca de ellos. Ve enseguida.

—Pues bueno,
dottore
. Él se llama Andrea di Giovanni, de ochenta y cuatro años, jubilado y natural de Vigàta. Ella se llama Emanuela Zaccaria, natural de Roma, de ochenta y dos años, jubilada. No tienen hijos. Llevan una vida muy retirada, pero no lo deben de pasar muy mal, pues todo el edificio era propiedad de Di Giovanni, a quien se lo dejó en herencia su padre. Vendió un apartamento a Tanino Bracceri, pero conserva el suyo y el taller que tiene alquilado a Giugiù Loreto. Antes vivían en Roma, pero hace unos quince años se trasladaron a vivir aquí.

—¿Él era general?

—¿Quién?

—¿Cómo quién? ¿Este Di Giovanni era general?

—¡Qué va! Eran actores, tanto el marido como la mujer. Giugiù me ha dicho que tienen el salón lleno de fotografías de teatro y de cine. Le han contado a Giugiù que han trabajado con los actores más importantes, pero siempre como... espere que miro lo que he escrito, como actores de reparto.

Estaba claro que seguían en activo. O quizá repasaban antiguas escenas interpretadas quién sabe cuándo. A lo mejor representaban la escena de mayor éxito de toda su carrera, aquella en la que habían sido más aplaudidos... Pero no. No era posible: el intercambio de papeles no tenía sentido. Tenía que haber una explicación y Montalbano quería conocerla. Cuando se le metía una cosa en la cabeza, no había manera. Tendría que buscar un pretexto para hablar con los señores Di Giovanni.

La puerta golpeó violentamente contra la pared, el comisario se sobresaltó y reprimió a duras penas un irresistible impulso homicida.

—Catarè te he dicho mil veces...

—Pido perdón,
dottori
, pero se me ha ido la mano.

—¿Qué ocurre?


Dottori
, está aquí Orazio Genico, el ladrón, que dice que quiere hablar con usted en persona personalmente. A lo mejor se quiere entreigar.

—Entregar, Catarè. Hazlo pasar.

—¿Sabe que esta noche no he podido dormir? —dijo Orazio Genco nada más entrar.

—Si es por eso, yo tampoco. ¿Qué quieres?

—Comisario, hace media hora estaba tomando café con un amigo al que detuvieron los carabineros y que se ha pasado tres años en la cárcel. Y me decía: «¡Me encerraron en chirona sin pruebas, como si fuera un ensayo! ¡Como si fuera un ensayo!» Entonces, esta palabra, «ensayo», me hizo recordar lo que había escrito en la hoja clavada en la puerta de los dos viejos. Decía, ahora lo recuerdo muy bien: «Ensayo general». Por eso pensé que, a lo mejor, él era general.

Le dio las gracias a Orazio Genco y éste se retiró. Poco después apareció Fazio.

—¿Me buscaba esta mañana,
dottore?

—Sí. Te has ido con Mimì por lo del homicidio aquel. Pero yo sólo quisiera saber una cosa: ¿por qué ni tú ni el subcomisario Augello os habéis dignado avisarme de que había un muerto?

—Pero ¿qué dice, señor comisario? ¿Sabe cuántas veces hemos llamado a su casa de Marinella? Pero usted no contestaba. ¿Es que había desenchufado el teléfono?

No, no tenía el teléfono desenchufado. Estaba fuera de casa, dándole el agua a un ladrón.

—Háblame de ese asesinato, Fazio.

El asesinato lo tuvo ocupado hasta las cinco de la tarde. Después le vino de pronto a la mente el asunto de los Di Giovanni. Y se preocupó. Los viejos habían dejado una nota en la puerta para anunciar que estaban haciendo un ensayo general. Lo cual, si se hubiera tratado de una obra de teatro, significaría que, al día siguiente, se habría producido el estreno del espectáculo.

¿Qué era para los Di Giovanni el espectáculo? ¿Quizá la escenificación real de lo que habían ensayado la víspera, es decir, una muerte y un suicidio auténticos? Se inquietó y cogió la guía telefónica.

—¿Oiga? ¿Casa Di Giovanni? Soy el comisario Montalbano.

—Sí, soy Andrea di Giovanni, dígame.

—Quisiera hablar con usted.

—Pero ¿qué clase de comisario es usted?

—Comisario de policía.

—Ah. ¿Y qué quiere de mí la policía?

—Nada importante, se lo aseguro. Se trata de una curiosidad de carácter exclusivamente personal.

—¿Y cuál es esa curiosidad?

Aquí se le ocurrió una idea.

—Me he enterado por pura casualidad de que ustedes dos han sido actores.

—Es cierto.

—Pues verá, soy un entusiasta del teatro y del cine. Quisiera saber...

—Será usted bienvenido, señor comisario. En este país, no hay ni una sola persona, ni una sola digo, que entienda de teatro.

—Dentro de una hora como máximo estoy ahí, ¿le parece bien?

—Cuando usted quiera.

Ella parecía un pajarillo implume caído del nido, y él, una especie de perro San Bernardo pelado y medio ciego. La casa estaba limpia como los chorros del oro y en perfecto orden. Lo hicieron sentar en un silloncito y ellos se acomodaron muy juntos en un sofá, probablemente en la posición que solían adoptar cuando veían la televisión que tenían delante. Montalbano clavó los ojos en una de las cien fotografías que cubrían las paredes y dijo:

—¿Pero ése no es Ruggero Ruggeri en «El placer de la honradez» de Pirandello?

A partir de aquel momento, se produjo un alud de nombres y títulos. Sem Benelli y «La cena de las burlas», y, también de Pirandello, «Seis personajes en busca de autor»; Ugo Betti y «Corrupción en el Palacio de Justicia», mezclados con Ruggeri, Ricci, Maltagliati, Cervi, Melnati, Viarisio, Besozzi... La retahíla duró una hora larga, al cabo de la cual Montalbano estaba como atontado y los viejos actores se mostraban felices y rejuvenecidos. Hubo una pausa en cuyo transcurso el comisario aceptó de buen grado un vaso de whisky, seguramente comprado a toda prisa por el señor Di Giovanni para la ocasión. Cuando reanudaron la conversación, ésta se centró en el cine, que a los viejos no les interesaba demasiado. Y en la televisión, que les interesaba todavía menos:

—Pero ¿no ve usted, señor comisario, lo que emiten? Cancioncillas y juegos. Cuando ofrecen algo de teatro, de Pascuas a Ramos, nos entran ganas de llorar.

Ahora, una vez agotado el tema del espectáculo, Montalbano tendría forzosamente que formular la pregunta por la cual se había presentado en aquella casa.

—Anoche estuve aquí —dijo, sonriendo.

—¿Aquí, dónde?

—En el rellano de ustedes. El señor Bracceri me había llamado por un asunto que, al final, resultó que no tenía importancia. Ustedes habían olvidado cerrar la puerta y yo me tomé la libertad de cerrarla.

—Ah, fue usted.

—Sí, y les pido disculpas por haber hecho quizá demasiado ruido. Pero había algo que despertó mi curiosidad. En su puerta había clavada, con una chincheta, si no me equivoco, una hoja de papel que decía: «Ensayo general». —Sonrió con aire distraído—. ¿Qué estaban ustedes ensayando?

Ambos se pusieron repentinamente serios y se acercaron todavía más el uno al otro; con un gesto de lo más natural, repetido millares de veces, se cogieron de la mano y se miraron. Después, Andrea di Giovanni dijo:

—Estábamos ensayando nuestra muerte.

Al ver que Montalbano se quedaba petrificado, añadió:

—Pero, por desgracia, no se trata de un guión.

Esta vez, fue ella quien habló.

—Cuando nos casamos, yo tenía diecinueve años y él veintidós. Siempre hemos estado juntos, jamás aceptamos contratos con compañías distintas y, por este motivo, algunas veces llegamos a pasar hambre. Después, cuando fuimos demasiado viejos para poder trabajar, nos retiramos aquí.

Siguió él.

—Teníamos molestias desde hacía algún tiempo. Son cosas de la edad, nos decíamos. Fuimos al médico y nos dijo que los dos estamos muy mal del corazón. La separación será repentina e inevitable. Entonces nos pusimos a ensayar. El que se vaya primero, no estará solo en el más allá.

—La suerte sería morir juntos en el mismo momento —dijo ella—. Pero es difícil que se nos conceda.

* * *

Se equivocaba. Ocho meses después, Montalbano leyó dos líneas en el periódico. Ella había muerto plácidamente mientras dormía y él, al darse cuenta de lo ocurrido cuando despertó, corrió al teléfono para pedir ayuda. Pero, a medio camino entre la cama y el teléfono, le falló el corazón.

La pobre Maria Castellino

—¿Hablo con Bonquidasa? ¿Eh? ¿Hablo con Bonquidasa? ¿Es usted en persona personalmente,
dottori?

—Sí, Catarè, soy yo en persona.

La voz de Catarella sonaba muy lejana y apenas se le entendía.

—¿Desde dónde llamas?

—¿Desde dónde quiere que llame,
dottori?
Le llamo desde Vigàta.

—Ya, pero ¿por qué hablas así?

—Me he puesto un pañuelo en la boca,
dottori
.

—Y eso ¿por qué?

—Para que no me oigan los demás. Fazio me ha dado la orden terminante de hacerle esta llamada sólo a usted con usted.

—Entiendo, dime.

—Hay uno que ha matado a una puta.

—¿Lo habéis detenido?

—¿A quién?

—A ese que ha matado a la puta.

—No,
dottori
, no sabemos quién ha sido. Yo he dicho que ha sido uno porque, como la puta ha muerto estrangulada, alguien ha tenido que ser, digo yo...

—De acuerdo. Pero ¿qué quiere Fazio de mí?

—Fazio dice que de este asesinato el subcomisario Augello no entiende nada. A lo mejor, los carabineros llegan antes que nosotros. Pregunta si volverá usted pronto a Vigàta. Es más, Fazio ha dicho una cosa que yo no le puedo decir.

—Bueno, dímela de todos modos.

—Pues dice que, mientras nosotros estamos hundidos en la mierda, con todo el respeto,
dottori
, usted escurre el bulto en Bonquidasa.

—Muy bien, Catarè, dile a Fazio que volveré en cuanto pueda.

El comisario opuso a la invitación de Fazio una resistencia que apenas duró una hora. Después se vistió y salió. Al regresar a casa, llevaba en el bolsillo un billete de avión para el mediodía del día siguiente. La temida llegada de Livia se produjo a las seis en punto de la tarde. En cuanto lo vio, le echó los brazos al cuello.

—¡Dios mío, Salvo, no sabes cuánto me alegra regresar y encontrarte en casa!

¿Cuándo le diría que había decidido adelantar dos días el final de sus vacaciones en Boccadasse-Génova? ¿Antes o después de la cena? Optó por hacerlo después, entre otras cosas porque habían decidido ir a comer a un restaurante donde preparaban el pescado como el propio pescado exigía que lo prepararan. Y justo mientras esperaban la cuenta, Livia dijo algo que Montalbano comprendió que agravaría considerablemente la situación.

—¿Sabes, cariño?, mañana por la mañana tendremos que levantarnos temprano.

—¿Por qué?

—Porque iremos a pasar el día a Laigueglia, a casa de Dora, una amiga mía a la que no conoces, pero que seguramente te gustará.

—¿Y dónde está Laigueglia?

—Cerca de Savona. Su playa es prácticamente una prolongación de la de Alassio. Una pura delicia. Y, además, hay un sitio que se ha comprado el noruego...

—¿Qué noruego?

—Aquel que, con una especie de balsa, hizo...

—Thor Heyerdahl, la
Kon-Tiki
.

—Ése. Se llama Colla Micheri.

—¿Quién?

—El pueblecito que se ha comprado el noruego. ¿Qué te pasa?

—¿A mí?

—Sí, a ti. ¿Qué te pasa?

—Nada. ¿Qué quieres que me pase?

—Vamos, Salvo, que te conozco... No me estás escuchando.

Montalbano respiró hondo como si fuera a bucear a pulmón libre.

—Me voy mañana.

Por un instante, Livia, pillada a traición, siguió sonriendo.

—Ah, ¿sí? ¿Y adónde vas?

—Regreso a Vigàta.

—Pero si me habías dicho que te quedarías hasta el lunes —dijo ella mientras su sonrisa se apagaba lentamente como una cerilla.

—El caso es que...

—No me importa...

Se levantó, cogió el bolso y abandonó el restaurante.

Montalbano pagó la cuenta tan deprisa como le fue posible y la siguió. Pero cuando llegó a la calle, el coche de Livia ya no estaba en el aparcamiento.

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