—¿Qué hacen?
—Uno es geólogo y trabaja en Arabia. El otro es ingeniero y vive en Caracas. Ambos están casados y tienen hijos.
—¿Cómo eran las relaciones entre ellos?
—¿Entre los hijos y la madre, quiere decir? Excelentes. Ella me mostraba de vez en cuando las fotografías de los nietecitos que le enviaban...
—¿Venían a ver a sus padres?
—Sí, cada año, pero...
—Dígame.
—Hasta que se casaron. A lo mejor, temían que sus esposas se enteraran, ¿comprende? Ella sufría por eso y se consolaba con las fotografías.
—¿Sólo le pedía consejo acerca de la educación de sus hijos?
El director del instituto pareció dudar un poco.
—No... A veces me pedía consejo acerca de posibles inversiones...
—¿De qué?
—Tenía bastante dinero.
—¿Cuánto?
—No sabría decirle con exactitud... Seiscientos..., setecientos millones de liras... Y, además, la casa donde vivía con su marido era suya... Aquí en Vigàta tenía tres o cuatro apartamentos que alquilaba.
—¿Y usted entiende de eso?
—¿De qué?
—De inversiones, especulación...
—De vez en cuando juego a la Bolsa.
—¿E hizo jugar también a la señora Maria?
—Jamás.
—Dígame, ¿la señora Maria le reveló en confianza algún problema?
—¿En qué sentido?
—Bueno, con el oficio que ejercía, estaba expuesta a malos encuentros, ¿no cree?
—Que yo sepa, nunca tuvo ninguna dificultad. Sólo en el último mes parecía nerviosa..., distraída... Le pregunté qué le pasaba y me contestó que un cliente le había hecho unas proposiciones inaceptables y que ella lo había rechazado, pese a lo cual el hombre seguía insistiendo de vez en cuando.
Montalbano pensó en lo que le había dicho la señora Gaudenzio sobre la vez que la señora Maria, parapetada en su casa, había enviado a su hijo Casimiru a comprobar si cierto sujeto ya se había alejado de la calle.
—¿Le reveló el nombre del cliente?
—¿Bromea usted? Era la discreción personificada. Y gracias que me contó el episodio.
Mientras se dirigía a ver a Serafino, vio unos letreros orlados con franjas de luto, todavía húmedos de cola. Anunciaban que la ceremonia fúnebre por la señora Maria Castellino se celebraría al día siguiente, domingo, a las diez de la mañana en la iglesia de Cristo Rey. La casa de Serafino era también un dechado de limpieza. El más que septuagenario camarero del bar Pistone, que a Montalbano siempre se le había antojado una especie de tortuga, ahora le recordó un fósil prehistórico. Aunque pareciera imposible, la muerte de su mujer lo había envejecido aún más. Le temblaban las manos.
—Y pensar, señor comisario, que Maria había decidido retirarse. En cuestión de un mes lo habría dejado.
—¿Estaba cansada del trabajo que hacía?
—¿Cansada? No, señor. Lo hacía por mí.
—¿Tú no querías que siguiera?
—Por mí hubiera podido seguir mientras tuviera clientes. No, lo hacía para que yo no trabajara.
—Perdona, Serafì, pero no lo entiendo.
—Mire, señor comisario, yo trabajaba en el bar porque Maria llevaba la vida que llevaba. Yo trabajaba y me ganaba el pan para que en el pueblo no se dijera que vivía como un chulo a costa de mi mujer. Por eso me respetan todos, empezando por mi difunta mujer, Maria, y siguiendo por mis hijos.
—Serafì, ¿tu mujer te habló alguna vez de algún cliente que...?
—Comisario, Maria no me hablaba jamás de su trabajo y yo no le preguntaba nada de nada. Sólo el director Vasàlico, que al principio era un cliente y después se convirtió en amigo, venía aquí alguna vez.
—¿Por qué?
—Él y mi mujer hablaban. Se iban al comedor y hablaban de asuntos de negocios que yo no entiendo. Y yo me quedaba aquí en la sala de estar, viendo la televisión.
—Serafì, yo no conocí a tu mujer. ¿Tienes una buena fotografía de ella?
—Sí, señor. Se la hizo hace un mes para mandársela a sus hijos.
La señora Maria Castellino era una bella mujer, de aspecto muy serio. No iba excesivamente maquillada, pero cuidaba su aspecto. Y no sólo por el oficio que ejercía, pensó el comisario. Ponía tanto empeño en su aspecto como en la limpieza de su casa y del
catojo
.
—¿Me la puedes prestar?
Al cruzar el portal consultó el reloj. Ya eran las nueve de la noche. Subió al coche y se dirigió a Montelusa, donde estaban la administración y los estudios de Retelibera. Esperó a que su amigo Zito terminara el telediario y le rogó que le hiciera un favor mientras le entregaba la fotografía de la difunta.
Después volvió a subir al coche y se fue a Marinella sin pasar por la comisaría. La asistenta Adelina, que le limpiaba la casa y le preparaba la comida, tenía la manía de no contestar al teléfono («el teléfono da mala suerte»). Por eso Montalbano no había podido avisarla del adelanto de su regreso. Tuvo que arreglarse con lo que encontró en el frigorífico: aceitunas, higos secos, queso, anchoas. Descongeló un panecillo y se llevó la comida a la galería. La noche de septiembre era suavemente cálida y le infundía serenidad y confianza.
A las doce encendió el televisor. Zito cumplió su palabra. En determinado momento del telediario mostró la fotografía de Maria Castellino y señaló que el comisario Montalbano y el subcomisario Augello estaban reuniendo información acerca del homicidio y se dirigían y apelaban a la «sensibilidad de los viejos amigos de la señora», éstas fueron sus palabras textuales. Garantizaban la máxima discreción y no era necesario acudir personalmente a la comisaría, bastaría con llamar por teléfono o escribir. Que lo dijeran todo, incluso los detalles que no consideraran importantes.
La idea dio resultado, pues la «sensibilidad de los viejos amigos» se disparó. A las ocho de la mañana del día siguiente, cuando llegó a la comisaría, le preguntó a Catarella:
—¿Ha habido llamadas?
—Sí,
dottori
. ¡Han llamado seis personas por el asunto de la puta asesinada! He escrito los nombres en este trocito de papel.
Cada nombre iba acompañado de un número de teléfono, señal de que no tenían que ocultar a nadie su intermitente relación con la mujer. Después de hacer las llamadas, resultó que los clientes interpelados eran todos sexagenarios y ninguno de ellos sabía nada.
La puerta se abrió de golpe y Montalbano se sobresaltó.
Era Catarella.
—¿Ha terminado de telefonear,
dottori?
—Sí, pero ¿por qué tanta prisa?
—Porque desde las siete de la mañana hay uno que quiere hablar en persona personalmente del mismo asunto.
—¿Dónde está?
—En la sala de espera.
—¿Desde las siete de la mañana? ¿Y por qué no me lo has dicho al llegar?
—Porque, cuando usía ha llegado, me ha preguntado si había llamadas. Y yo se lo he dicho. No le he dicho lo del señor porque él no había llamado.
Como de costumbre, la lógica de Catarella era aplastante. El hombre que compareció ante el comisario era un cuarentón muy bien trajeado.
—Me llamo Marco Rampolla y ejerzo como pediatra en Montelusa. Vengo por lo de esa pobre prostituta asesinada.
—Tome asiento y dígame. ¿Usted la conocía?
—Sí. Fui a verla una vez. —Hizo una ligerísima pausa—. Para hablar con ella. Y establecer una línea común de actuación.
—¿Una línea común? ¿Acerca de qué?
—Acerca de mi padre. Está completamente loco, aunque no lo parezca.
—Mire, mejor será que me cuente la historia a su manera.
—Hace siete años murió mi madre. Un accidente de tráfico. Al volante iba mi padre, que quería muchísimo a mi madre. Le entró la manía de que había sido culpa suya...
—¿Y lo había sido?
—Por desgracia, sí. Desde entonces jamás volvió a ser el mismo. Depresiones, manías religiosas, obsesiones... He intentado someterlo a tratamiento. Pero nada, su estado se agrava día a día. Yo soy soltero, aunque lo seré por muy poco tiempo, y, por consiguiente, no ha sido problemático tenerlo en casa conmigo. Por otra parte, no era peligroso para nadie.
Pero, hace aproximadamente un mes, regresó a casa muy alterado. Me contó que había venido aquí, a Vigàta, y que había visto a mi madre. Pero pasó de golpe de la alegría a la desesperación y me dijo que mi madre trabajaba como prostituta. Y eso él no lo podía consentir. Me asusté. En Montelusa hay un investigador privado y me puse en contacto con él. Tres días después, éste me dijo que en Vigàta había una prostituta muy mayor. Entonces empecé a preocuparme en serio, entre otras cosas porque entonces mi padre se comportaba en determinados momentos con insólita violencia. Vine a Vigàta y hablé con aquella pobre mujer. Ella me dijo que le había contado la historia con todo detalle a un amigo suyo que era director de instituto y que, en caso de que le ocurriera algo, éste acudiría a la policía. Le pedí a la señora que procurara no volver a verse con mi padre. Ella prometió no volver a recibirlo y cumplió su promesa. Pero, a causa de este rechazo, mi padre se mostraba cada vez más violento,
—¿Qué pretendía concretamente su padre?
—Que la mujer abandonara el oficio y volviera a vivir con él.
—¿Y cómo puede descartar que no haya sido su padre el que...?
—Verá, la víspera del asesinato de la pobre mujer, yo conseguí llevar a mi padre a una clínica de Palermo. Desde entonces no ha salido de allí. —Se introdujo una mano en el bolsillo y sacó una hojita de papel—. Aquí tengo la dirección y los teléfonos de la clínica. Puede comprobarlo.
—Dígame una cosa, ¿por qué se ha sentido obligado a contarme esta historia?
—Porque, habiendo de por medio un homicidio, no quisiera que saliera a relucir el nombre de mi padre. Por otra parte, si la mujer había informado de los hechos al director del instituto, lo más probable es que éste ya se los hubiera comunicado a usted. Y usted hubiera seguido involuntariamente una pista falsa.
Cuando el médico se retiró, Montalbano no se tomó la molestia de llamar a la clínica de Palermo. Estaba seguro de que Marco Rampolla le había dicho la verdad.
Calculó que la ceremonia ya estaría a punto de terminar cuando se encaminó hacia la iglesia de Cristo Rey. Acertó. Apoyadas a ambos lados del pórtico había aproximadamente unas diez coronas de flores. El féretro abandonó la iglesia seguido de una nada de gente. El comisario se adelanto y estrechó la mano de Serafino, cuyo cuello presentaba en aquel momento unas arrugas milenarias.
—A mis hijos no les ha dado tiempo de venir. Me han prometido que estarán aquí el dos de noviembre, el día de Difuntos.
Estaba a punto de irse cuando lo alcanzó el director Vasàlico.
—Tengo que hablar con usted, señor comisario.
—¿No va a seguir el cortejo hasta el cementerio?
—Considero más útil hablar ahora mismo con usted.
Mientras ambos se encaminaban hacia la comisaría, el director empezó a hablar.
—He estado pensando mucho en nuestra conversación de ayer y me he dado cuenta de que mis palabras no fueron muy exactas en una cuestión que, bien mirada, me ha parecido extremadamente importante.
—Yo también quería preguntarle una cosa —dijo Montalbano.
—Dígame.
—Acerca de un cliente, ahora no me acuerdo muy bien, que, al parecer, le hizo a la señora unas proposiciones inaceptables, creo que ésas fueron exactamente sus palabras. ¿Eran unas proposiciones inaceptables en el plano sexual?
—¡Hay que ver qué casualidad! —exclamó el director del instituto—. ¡De eso precisamente quería yo hablarle! No, señor comisario, era un hombre a quien se le había metido en la cabeza que Maria era su mujer y quería que volviera a vivir con él. Un loco de atar. Ese tipo pegó a Maria hasta hacerla sangrar. Un par de veces. Por consiguiente, es posible que...
—Espere. ¿Me está usted diciendo que ese loco, en respuesta a las negativas de la señora, perdió enteramente la cabeza y la mató?
—Es una hipótesis verosímil, ¿no cree?
—Muy verosímil. Pero ¿por qué no me lo dijo ayer?
—No sé, por escrúpulo. Antes de acusar a alguien que podría ser inocente...
—Comprendo su escrúpulo. Y se lo agradezco. ¿Conoce el nombre de ese hombre?
—Maria no me lo dijo. Pero a ustedes no les resultaría difícil...
Habían llegado a la comisaría.
—Le agradezco sinceramente su colaboración —dijo Montalbano.
—¿Oiga? ¿El doctor Rampolla? Soy el comisario Montalbano. ¿Tiene un momento?
—Sí, pregúnteme lo que quiera.
—¿Su padre le confesó alguna vez que había pegado a la señora Maria?
—No. Y no creo que lo hiciese.
—¿Por qué? Usted mismo me dijo que últimamente se mostraba muy violento.
—Mire, en las condiciones en que se encontraba y por la manera en que me hablaba, de haberlo hecho, me lo hubiera dicho. Pero hay otra cosa: cuando fui a hablar con aquella pobre mujer, ella no me dijo que mi padre le hubiera pegado. Me dijo que se mostraba insistente y amenazador. Pero no me habló de ninguna paliza. De haberla recibido, me lo habría dicho, ¿no cree? Y después de nuestra conversación, la mujer ya no volvió a recibir a mi padre, de eso estoy más que seguro.
Las palabras del médico coincidían con el relato del hijo de la señora Gaudenzio: con tal de no ver a aquel cliente en particular, la señora Maria prefería encerrarse en su casa.
* * *
Fue a la
trattoria
San Calogero a darse un atracón de lenguados fritos que le pintaron de color de rosa el futuro más inmediato. Después se dirigió a casa de Serafino.
El viejo le enseñó la mesa ya puesta.
—Las vecinas me han preparado la comida, pero no tengo apetito.
—Haz un esfuerzo, Serafì, y come. Si no ahora, quizá más tarde, cuando hayas descansado un poco. Te dejo enseguida. Dime una cosa. Tú ayer me dijiste que tu mujer y el director Vasalicò se sentaban aquí en el comedor y hablaban de negocios. ¿Es así?
—Sí, señor.
—¿Dónde están los documentos de esos negocios?
—Los he guardado todos en una maleta.
—¿Los has guardado? Y eso, ¿por qué?
—Porque esta noche sobre las nueve pasará el señor director y se los llevará. Dice que tiene que examinarlos atentamente para ver si a Maria le corresponde dinero de ciertas operaciones o no.
—Mira, Serafì, dame esa maleta. Antes de las nueve te la devuelvo.
—Como usía quiera.
La maleta pesaba una tonelada. Montalbano soltó una sarta de maldiciones y sudó la gota gorda. Pero, a medio camino, se encontró con Fazio, que fue su salvación.