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Authors: Homero

Tags: #Poema épico

La Odisea (18 page)

BOOK: La Odisea
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343
Acabadas con prontitud tales cosas, agarró a otros dos de mis amigos y con ellos se aparejó la cena. Entonces lleguéme al Ciclope, y teniendo en la mano una copa de negro vino, le hablé de esta manera:

347
—Toma, Ciclope, bebe vino, ya que comiste carne humana, a fin de que sepas qué bebida se guardaba en nuestro buque. Te lo traía para ofrecer una libación en el caso de que te apiadases de mí y me enviaras a mi casa, pero tú te enfureces de intolerable modo. ¡Cruel! ¿Cómo vendrá en lo sucesivo ninguno de los muchos hombres que existen, si no te portas como debieras?

353
Así le dije. Tomó el vino y bebióselo. Y gustóle tanto el dulce licor que me pidió más:

355
—Dame de buen grado más vino y hazme saber inmediatamente tu nombre para que te ofrezca un don hospitalario con el cual huelgues. Pues también a los Ciclopes la fértil tierra les produce vino en gruesos racimos, que crecen con la lluvia enviada por Zeus; mas esto se compone de ambrosía y néctar.

360
Así habló, y volví a servirle el negro vino: tres veces se lo presenté y tres veces bebió incautamente. Y cuando los vapores del vino envolvieron la mente del Ciclope, díjele con suaves palabras:

364
—¡Ciclope! Preguntas cual es mi nombre ilustre y voy a decírtelo pero dame el presente de hospitalidad que me has prometido. Mi nombre es Nadie; y Nadie me llaman mi madre, mi padre y mis compañeros todos.

368
Así le hablé; y enseguida me respondió con ánimo cruel: —A Nadie me lo comeré al último, después de sus compañeros, y a todos los demás antes que a él: tal será el don hospitalario que te ofrezca.

371
Dijo, tiróse hacia atrás y cayó de espaldas. Así echado, dobló la gruesa cerviz y vencióle el sueño, que todo lo rinde; salíale de la garganta el vino con pedazos de carne humana, y eructaba por estar cargado de vino.

375
Entonces metí la estaca debajo del abundante rescoldo, para calentarla, y animé con mis palabras a todos los compañeros; no fuera que alguno, poseído de miedo, se retirase. Mas cuando la estaca de olivo, con ser verde, estaba a punto de arder y relumbraba intensamente, fui y la saqué del fuego; rodeáronme mis compañeros, y una deidad nos infundió gran audacia. Ellos, tomando la estaca de olivo, hincáronla por la aguzada punta en el ojo del Ciclope; y yo, alzándome, hacíala girar por arriba. De la suerte que cuando un hombre taladra con el barreno el mástil de un navío, otros lo mueven por debajo con una correa, que asen por ambas extremidades, y aquél da vueltas continuamente; así nosotros, asiendo la estaca de ígnea punta, la hacíamos girar en el ojo del Ciclope y la sangre brotaba alrededor del ardiente palo. Quemóle el ardoroso vapor párpados y cejas, en cuanto la pupila estaba ardiendo y sus raíces crepitaban por la acción del fuego. Así como el broncista, para dar el temple que es la fuerza del hierro, sumerge en agua fría una gran segur o un hacha que rechina grandemente, de igual manera rechinaba el ojo del Ciclope en torno de la estaca de olivo. Dió el Ciclope un fuerte y horrendo gemido, retumbó la roca, y nosotros, amedrentados, huimos prestamente; mas él se arrancó la estaca, toda manchada de sangre, arrojóla furioso lejos de sí y se puso a llamar con altos gritos a los Ciclopes que habitaban a su alrededor, dentro de cuevas, en los ventosos promontorios. En oyendo sus voces, acudieron muchos, quién por un lado y quién por otro, y parándose junto a la cueva, le preguntaron qué le angustiaba:

403
—¿Por qué tan enojado, oh Polifemo, gritas de semejante modo en la divina noche, despertándonos a todos? ¿Acaso algún hombre se lleva tus ovejas mal de tu grado? ¿O, por ventura, te matan con engaño o con fuerza?

407
Respondióles desde la cueva el robusto Polifemo: —¡Oh, amigos! «Nadie» me mata con engaño, no con fuerza.

409
Y ellos le contestaron con estas aladas palabras: —Pues si nadie te hace fuerza, ya que estás solo, no es posible evitar la enfermedad que envía el gran Zeus, pero, ruega a tu padre, el soberano Poseidón.

413
Apenas acabaron de hablar, se fueron todos; y yo me reí en mi corazón de cómo mi nombre y mi excelente artificio les había engañado. El Ciclope, gimiendo por los grandes dolores que padecía, anduvo a tientas, quitó el peñasco de la puerta y se sentó a la entrada, tendiendo los brazos por si lograba echar mano a alguien que saliera con las ovejas; ¡tan mentecato esperaba que yo fuese!

420
Mas yo meditaba cómo pudiera aquel lance acabar mejor y si hallaría algún arbitrio para librar de la muerte a mis compañeros y a mí mismo. Revolví toda clase de engaños y de artificios, como que se trataba de la vida y un gran mal era inminente, y al fin parecióme la mejor resolución la que voy a decir. Había unos carneros bien alimentados, hermosos, grandes, de espesa y obscura lana; y, sin desplegar los labios, los até de tres en tres, entrelazando mimbres de aquellos sobre los cuales dormía el monstruoso e injusto Ciclope: y así el del centro llevaba a un hombre y los otros dos iban a entre ambos lados para que salvaran a mis compañeros.

431
Tres carneros llevaban por tanto, a cada varón; mas yo viendo que había otro carnero que sobresalía entre todas las reses, lo así por la espalda, me deslicé al vedijudo vientre y me quedé agarrado con ambas manos a la abundantísima lana, manteniéndome en esta postura con ánimo paciente. Así, profiriendo suspiros, aguardamos la aparición de la divina Aurora.

437
Cuando se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, los machos salieron presurosos a pacer, y las hembras, como no se las había ordeñado, balaban en el corral con las tetas retesadas. Su amo, afligido por los dolores, palpaba el lomo a todas las reses que estaban de pie, y el simple no advirtió que mis compañeros iban atados a los pechos de los vedijudos animales. El último en tomar el camino de la puerta fue mi carnero, cargado de su lana y de mí mismo, que pensaba en muchas cosas. Y el robusto Polifemo lo palpó y así le dijo:

447
—¡Carnero querido! ¿Por qué sales de la gruta el postrero del rebaño? Nunca te quedaste detrás de las ovejas, sino que, andando a buen paso pacías el primero las tiernas flores de la hierba, llegabas el primero a las corrientes de los ríos y eras quien primero deseaba volver al establo al caer de la tarde; mas ahora vienes, por el contrario, el último de todos. Sin duda echarás de menos el ojo de tu señor, a quien cegó un hombre malvado con sus perniciosos compañeros, perturbándole las mentes con el vino. Nadie, pero me figuro que aun no se ha librado de una terrible muerte. ¡Si tuvieras mis sentimientos y pudieses hablar, para indicarme dónde evita mi furor! Pronto su cerebro, molido a golpes, se esparciría acá y acullá por el suelo de la gruta, y mi corazón se aliviaría de los daños que me ha causado ese despreciable Nadie.

461
Diciendo así, dejó el carnero y lo echó afuera. Cuando estuvimos algo apartados de la cueva y del corral, soltéme del carnero y desaté a los amigos. Al punto antecogimos aquellas gordas reses de gráciles piernas y, dando muchos rodeos, llegamos por fin a la nave.

466
Nuestros compañeros se alegraron de vernos a nosotros, que nos habíamos librado de la muerte, y empezaron a gemir y a sollozar por los demás. Pero yo haciéndoles una señal con las cejas, les prohibí el llanto y les mandé que cargaran presto en la nave muchas de aquellas reses de hermoso vellón y volviéramos a surcar el agua salobre. Embarcáronse en seguida y, sentándose por orden en los bancos, tornaron a batir con los remos el espumoso mar.

473
Y, en estando tan lejos cuanto se deja oír un hombre que grita, hablé al Ciclope con estas mordaces palabras:

475
—¡Ciclope! No debías emplear tu gran fuerza para comerte en la honda gruta a los amigos de un varón indefenso. Las consecuencias de tus malas acciones habían de alcanzarte, oh cruel, ya que no temiste devorar a tus huéspedes en tu misma morada; por eso Zeus y los demás dioses te han castigado.

480
Así le dije; y él, airándose más en su corazón, arrancó la cumbre de una gran montaña, arrojóla delante de nuestra embarcación de azulada proa, y poco faltó para que no diese en la extremidad del gobernalle. Agitóse el mar por la caída del peñasco y las olas, al refluir desde el ponto, empujaron la nave hacia el continente y la llevaron a tierra firme. Pero yo, asiendo con ambas manos un larguísimo botador, echéla al mar y ordené a mis compañeros, haciéndoles con la cabeza silenciosa señal, que apretaran con los remos a fin de librarnos de aquel peligro. Encorváronse todos y empezaron a remar. Mas, al hallarnos dentro del mar, a una distancia doble de la de antes, hablé al Ciclope, a pesar de que mis compañeros me rodeaban y pretendían disuadirme con suaves palabras unos por un lado y otros por el opuesto:

494
—¡Desgraciado! ¿Por qué quieres irritar a ese hombre feroz que con lo que tiró al ponto hizo volver la nave a tierra firme donde creíamos encontrar la muerte? Si oyera que alguien da voces o habla, nos aplastaría la cabeza y el maderamen del barco, arrojándonos áspero peñón. ¡Tan lejos llegan sus tiros!

500
Así se expresaban. Mas no lograron quebrantar la firmeza de mi corazón magnánimo; y, con el corazón irritado, le hablé otra vez con estas palabras:

502
—¡Ciclope! Si alguno de los mortales hombres te pregunta la causa de tu vergonzosa ceguera, dile que quien te privó del ojo fue Odiseo, el asolador de ciudades, hijo de Laertes, que tiene su casa en Ítaca.

506
Así dije; y él, dando un suspiro, respondió: —¡Oh dioses! Cumpliéronse los antiguos pronósticos. Hubo aquí un adivino excelente y grande, Telémaco Aurímida, el cual descollaba en el arte adivinatoria y llegó a la senectud profetizando entre los ciclopes; éste, pues, me vaticinó lo que hoy sucede: que sería privado de la vista por mano de Odiseo. Mas esperaba yo que llegase un varón de gran estatura, gallardo, de mucha fuerza; y es un hombre pequeño, despreciable y menguado quien me cegó el ojo, subyugándome con el vino. Pero, ea, vuelve, Odiseo, para que te ofrezca los dones de la hospitalidad y exhorte al ínclito dios que bate la tierra, a que te conduzca a la patria; que soy su hijo y él se gloria de ser mi padre. Y será él, si te place, quien me curará y no otro alguno de los bienaventurados dioses ni de los mortales hombres.

522
Habló, pues, de esta suerte; y le contesté diciendo:

523
—¡Así pudiera quitarte el alma y la vida, y enviarte a la morada de Hades, como ni el mismo dios que sacude la tierra te curará el ojo!

526
Así dije. Y el Ciclope oró en seguida al soberano Poseidón alzando las manos al estrellado cielo:

528
—¡Oyeme, Poseidón que ciñes la tierra, dios de cerúlea cabellera! Si en verdad soy tuyo y tú te glorias de ser mi padre, concédeme que Odiseo, asolador de ciudades, hijo de Laertes, que tiene su casa en Ítaca, no vuelva nunca a su palacio. Mas si le está destinado que ha de ver a los suyos y volver a su bien construida casa y a su patria, sea tarde y mal, en nave ajena, después de perder todos los compañeros, y se encuentre con nuevas cuitas en su morada!

536
Así dijo rogando, y le oyó el dios de cerúlea cabellera. Acto seguido tomó el Ciclope un peñasco mucho mayor que el de antes, lo despidió, haciendo voltear con fuerza inmensa, arrojóse detrás de nuestro bajel de azulada proa, y poco faltó para que no diese en la extremidad del gobernalle. Agitóse el mar por la caída del peñasco, y las olas, empujando la embarcación hacia adelante, hiciéronla llegar a tierra firme.

543
Así que arribamos a la isla donde estaban juntos los restantes navíos, de muchos bancos, y en su contorno los compañeros que nos aguardaban llorando, saltamos a la orilla del mar y sacamos la nave a la arena. Y, tomando de la cóncava embarcación las reses del Ciclope, nos las repartimos de modo que ninguno se quedara sin su parte. En esta partición que se hizo del ganado, mis compañeros, de hermosas grebas, asignáronme el carnero, además de lo que me correspondía; y yo lo sacrifiqué en la playa a Zeus Cronida, que amontona las nubes y sobre todos reina, quemando en su obsequio ambos muslos. Pero el dios, sin hacer caso del sacrificio, meditaba como podrían llegar a perderse todas mis naves de muchos bancos con los fieles compañeros.

556
Y ya todo el día, hasta la puesta del sol, estuvimos sentados, comiendo carne en abundancia y bebiendo dulce vino. Cuando el sol se puso y sobrevino la obscuridad, nos acostamos en la orilla del mar.

560
Pero, apenas se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, ordené a mis compañeros que subieran a la nave y desataran las amarras. Embarcáronse prestamente y, sentándose por orden en los bancos, tornaron a batir con los remos el espumoso mar.

565
Desde allí seguimos adelante, con el corazón triste, escapando gustosos de la muerte, aunque perdimos algunos compañeros.

Canto X: La isla de Eolo. El palacio de Circe la hechicera.

1
Llegamos a la isla Eolia, donde moraba Eolo Hipótada, caro a los inmortales dioses, isla flotante, a la cual cerca broncíneo e inquebrantable muro, y en cuyo interior álzase escarpada roca. A Eolo naciéronle doce vástagos en el palacio: seis hijas y seis hijos florecientes; y dio aquellas a estos para que fuesen sus esposas. Todos juntos, a la vera de su padre querido y de su madre veneranda, disfrutan de un continuo banquete en el que se les sirven muchísimos manjares. Durante el día percíbese en la casa el olor del asado y resuena toda con la flauta; y por la noche duerme cada uno con su púdica mujer sobre tapetes, en torneado lecho.

13
Llegamos, pues, a su ciudad y a sus magníficas viviendas, y Eolo tratóme como a un amigo por espacio de un mes y me hizo preguntas sobre muchas cosas —sobre Ilión, sobre las naves de los argivos, sobre la vuelta de los aqueos— de todo lo cual le informé debidamente. Cuando quise partir y le rogué que me despidiera, no se negó y preparó mi viaje. Dióme entonces, encerrados en un cuero de un buey de nueve años que antes había desollado, los soplos de los mugidores vientos, pues el Cronida habíale hecho árbitro de ellos, con facultad de aquietar o de excitar al que quisiera. Y ató dicho pellejo en la cóncava nave con un reluciente hilo de plata, de manera que no saliese ni el menor soplo; enviándome el Céfiro para que, soplando, llevara nuestras naves y a nosotros en ellas. Mas, en vez de suceder así, había de perdernos nuestra propia imprudencia.

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