La otra cara de la verdad (3 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: La otra cara de la verdad
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Cataldo asintió y se levantó. Se situó detrás de su esposa y le retiró la silla cuando ella se levantaba. Miró al
conte.

—Gracias,
signor conte
—dijo inclinando la cabeza ligeramente—. Usted y su esposa han sido muy amables al invitarnos. Y, más aún, al habernos dado la ocasión de conocer a su familia —sonrió en dirección a Paola.

Se dejaron caer las servilletas en la mesa, y el
avvocato
Rocchetto dijo que necesitaba estirar las piernas. El
conte
preguntó a Franca Marinello si podía hacer que los llevaran a casa en su barco, a lo que Cataldo respondió que el suyo estaría esperándolos en la
porta d'acqua.

—No me importa hacer a pie un trayecto, pero, con este frío y a estas horas de la noche, prefiero volver en la lancha —dijo.

Por parejas, volvieron al
salone
en el que no quedaba ni vestigio de las copas que allí se habían servido, y se dirigieron al vestíbulo, en el que dos de los criados de aquella noche ayudaron a los caballeros a ponerse el abrigo. Brunetti dijo a Paola en un aparte:

—Y luego dicen que es difícil encontrar buen personal hoy en día.

Ella sonrió, pero alguien que estaba al otro lado soltó un espontáneo resoplido de risa. Al volverse, él sólo vio la cara impasible de Franca Marinello.

Una vez en el patio, el grupo intercambió corteses despedidas: Cataldo y su esposa fueron conducidos a la p
orta d'acqua,
donde esperaba su barco; los Rocchetto vivían a tres puertas de distancia, y la otra pareja tomó la dirección de Accademia, después de declinar jovialmente la sugerencia de Paola de que ella y Brunetti los acompañaran a casa.

Cogidos del brazo, Brunetti y Paola emprendieron el regreso. Cuando pasaban por delante de la universidad, Brunetti preguntó:

—¿Te has divertido?

Paola se detuvo y lo miró a los ojos. En lugar de responder, preguntó con frialdad:

—¿Harías el favor de decirme de qué iba todo eso?

—¿Perdón?

—¿Perdón porque no has entendido la pregunta o perdón por haber pasado la velada hablando con Franca Marinello y desentendiéndote de todos los demás?

La vehemencia de la pregunta sorprendió a Brunetti, que no supo sino protestar con voz de balido lastimero:

—Es que lee a Cicerón.

—¿Cicerón? —preguntó una no menos sorprendida Paola.


Del gobierno,
y las cartas, y la acusación contra Verres. Hasta la poesía —dijo él. De pronto, aguijoneado por el frío, la tomó del brazo y empezó a subir el puente, pero ella se resistía hasta obligarle a parar al llegar a lo alto y, echándose hacia atrás para situarlo en perspectiva, dijo sin soltarle la mano:

—Espero que te des cuenta de que estás casado con la única mujer de esta ciudad capaz de darse por satisfecha con semejante explicación. —Esta respuesta provocó una brusca carcajada de Brunetti—. Además, ha sido interesante contemplar los esfuerzos de toda esa gente.

—¿Esfuerzos?

—Esfuerzos —repitió ella, empezando a bajar por el otro lado del puente. Cuando Brunetti la alcanzó, prosiguió—: Franca Marinello se esforzaba por impresionarte con su inteligencia. Tú te esforzabas por averiguar cómo una persona con ese aspecto podía haber leído a Cicerón. Cataldo se esforzaba por convencer a mi padre para que invirtiera en su proyecto, y mi padre se esforzaba por decidir si invertía o no.

—¿Invertir en qué proyecto? —preguntó Brunetti, olvidándose de Cicerón.

—Un proyecto en China —dijo ella.


Oddio
—fue todo lo que se le ocurrió a Brunetti.

Capítulo 2

—¿Por qué en China, nada menos? —inquirió Brunetti.

Esto la hizo detenerse. Se paró delante del comedor de los bomberos, cuyas ventanas estaban oscuras a esta hora y del que no salía a la calle olor a comida. Brunetti estaba realmente intrigado.

—¿Por qué en China? —repitió.

Ella meneó la cabeza en señal de total perplejidad y miró en derredor, como buscando a quién poner por testigo.

—¿Alguien tendrá la bondad de decirme quién es este señor? Creo recordar que, a veces, por la mañana, lo veo a mi lado en la cama; pero no puede ser mi marido.

—Oh, basta ya, Paola, y contesta —dijo él con impaciencia.

—¿Cómo es posible que leas dos periódicos al día y no tengas idea de por qué una persona puede querer invertir en China?

Él la tomó del brazo y la encaminó hacia casa. No tenía sentido pararse en medio de la calle para hablar de esto, pudiendo hacerlo mientras caminaban o, incluso, en la cama.

—Pues claro que lo sé —dijo—. Economía emergente, posibilidades de hacer grandes negocios, una Bolsa pujante, crecimiento ilimitado. Pero, ¿qué falta le hace nada de esto a tu padre?

Notó que ella aflojaba el paso. Temiendo otra parada para más floreos retóricos, él mantuvo el ritmo, obligándola a seguirle.

—Porque a mi padre le corre por las venas el veneno del capitalismo, Guido. Porque, durante siglos, ser Falier ha sido ser comerciante, y ser comerciante es dedicarse a hacer dinero.

—Así habla una profesora de literatura que asegura que no le interesa el dinero.

—Es que yo, Guido, soy la última de la estirpe. Soy la última de la familia que lleva el apellido. Nuestros hijos llevan el tuyo —ella se puso a caminar, sin dejar de hablar, aunque más despacio—: Mi padre ha dedicado toda su vida a hacer dinero, con lo que nos ha permitido a mí y a nuestros hijos el lujo de no tener que preocuparnos por ganarlo.

Brunetti, que había jugado tal vez miles de partidas de Monopoly con sus hijos, estaba seguro de que ellos habían heredado el gen del capitalismo, que tenían interés por el dinero y hasta quizá su veneno.

—¿Y él piensa que allí se puede hacer dinero? —preguntó Brunetti, y se apresuró a añadir, para impedir que ella pudiera asombrarse de que él hiciera semejante pregunta—: ¿Dinero seguro?

Ella lo miró.

—¿Seguro?

—Bueno —dijo él, dándose cuenta de lo inocente de la pregunta—. Dinero limpio.

—Reconoces, por lo menos, que existe una diferencia —dijo ella, con la causticidad de quien lleva años votando a los comunistas.

Él no dijo nada. Al cabo de un rato, se detuvo y preguntó:

—¿A qué ha venido eso de…, cómo lo ha llamado tu madre, las «peculiaridades dietéticas» y esa tontería de lo que los chicos no quieren comer?

—La esposa de Cataldo es vegetariana —dijo Paola—. Y mi madre no quería ponerla en evidencia, de modo que me ha parecido oportuno ser yo la que cargara con el sambenito, como se suele decir. —Le oprimió el brazo.

—¿Y de ahí la fábula de mi insaciable apetito? —dijo él sin poder contenerse.

¿Había vacilado ella un instante? Fuera como fuere, repitió, tirándole del brazo y sonriéndole:

—Sí. La fábula de tu apetito.

De no haber simpatizado Brunetti con Franca Marinello a causa de su conversación, quizá habría comentado que ella no precisaba de peculiaridades dietéticas para llamar la atención. Pero, merced a la intervención de Cicerón, él había cambiado de opinión, y ahora se daba cuenta de que se inclinaba a defenderla.

Pasaron por delante de la casa de Goldoni, torcieron a la izquierda y, enseguida, a la derecha, hacia San Polo. Al salir al
campo,
Paola se detuvo a contemplar aquel espacio abierto.

—Qué extraño, verlo tan vacío.

A Brunetti le gustaba este
campo,
le había gustado desde niño, por sus árboles y su amplitud: SS Giovanni e Paolo era muy pequeño, la estatua estorbaba, y las pelotas de fútbol solían acabar en el canal; Santa Margherita tenía forma irregular, y siempre le había parecido muy ruidoso, y más ahora, que se había puesto de moda. Quizá era el escaso comercio la causa de su predilección por Campo San Polo, que sólo tenía tiendas en dos de sus lados, ya que los otros habían resistido la atracción de mammón. La iglesia, cómo no, había sucumbido a ella y ahora cobraba entrada, después de descubrir que la belleza rinde más beneficio que la gracia. Y tampoco había tanto que ver en su interior: unos cuantos Tintorettos, el viacrucis de Tiépolo, etcétera.

Sintió que Paola le tiraba del brazo.

—Vamos, Guido, es casi la una.

Él aceptó la tregua que ella le ofrecía con estas palabras, y siguieron hasta casa.

* * *

Sorprendentemente, al día siguiente, el suegro llamó a Brunetti a la
questura.
Después de dar las gracias por la cena, Brunetti esperó a oír el motivo de la llamada.

—Bien, ¿qué te pareció?

—¿El qué? —preguntó Brunetti.

—Ella.

—¿Franca Marinello? —preguntó Brunetti, disimulando la sorpresa.

—Naturalmente. La tuviste delante toda la noche.

—No imaginé que tuviera la misión de interrogarla —protestó Brunetti.

—Pero lo hiciste —replicó el
conte
secamente.

—Sólo acerca de Cicerón, lo siento —explicó Brunetti.

—Sí, lo sé —dijo el
conte,
y a Brunetti le pareció detectar una nota de envidia en su voz.

—¿De qué hablaste tú con el marido? —preguntó Brunetti.

—De maquinaria para el movimiento de tierras —respondió el
conte
con singular falta de entusiasmo—. Y de otras cosas —tras una brevísima pausa, agregó—: Es mucho más interesante Cicerón.

Brunetti recordó que su ejemplar de los discursos era un regalo de Navidad del
conte,
quien había escrito en la dedicatoria que éste era uno de sus libros favoritos.

—¿Pero…? —preguntó Brunetti, en respuesta al tono de su suegro.

—Pero hoy en día Cicerón no goza de gran predicamento entre los empresarios chinos —se detuvo a meditar su propia observación y agregó con un suspiro teatral—: seguramente, porque tenía muy poco que decir sobre maquinaria para el movimiento de tierras.

—¿Y los empresarios chinos tienen más que decir? —inquirió Brunetti.

El
conte
se rió.

—No puedes sustraerte al hábito de interrogar, ¿eh, Guido? —antes de que Brunetti pudiera protestar, el
conte
prosiguió—: sí, los pocos que conozco están muy interesados, especialmente, en excavadoras. Lo mismo que Cataldo y que su hijo, de su primer matrimonio, que dirige la fábrica de maquinaria pesada. China vive una fiebre de la construcción, y su empresa tiene más pedidos de los que puede atender, de modo que me ha propuesto una asociación limitada.

Con los años, Brunetti había aprendido que la circunspección era la respuesta más apropiada a lo que su suegro pudiera divulgar acerca de sus negocios, por lo que sólo se permitió un atento:

—Ah.

—Pero a ti esto no te interesa —dijo el
conte,
muy acertadamente, desde luego—. ¿Qué te pareció ella?

—¿Puedo preguntar el porqué de tu curiosidad? —inquirió Brunetti.

—Porque hace varios meses me sentaron a su lado en una cena y me ocurrió lo mismo que a ti. Aunque hacía años que la conocía, en realidad, no había hablado mucho con ella. Empezamos comentando una noticia que aquel día venía en el periódico y, de pronto, estábamos hablando de las
Metamorfosis.
No sé cómo ocurrió, pero fue una delicia. Tantos años, y aún no habíamos hablado, quiero decir hablado de algo real. Así que sugerí a Donatella que te sentara frente a ella, para que pudierais conversar mientras yo hablaba con el marido —y entonces, con sorprendente realismo, el
conte
añadió—: has tenido que sentarte al lado de tantos aburridos amigos nuestros que me pareció que merecías una compensación.

—Fue muy interesante. Ha leído hasta la acusación contra Verres.

—Bravo —casi canturreó el
conte.

—¿La conocías de antes? —preguntó Brunetti.

—¿Antes de su matrimonio o antes de la estética? —preguntó el
conte
con voz neutra.

—Antes de su matrimonio —dijo Brunetti.

—Sí y no. Verás, siempre ha sido más amiga de Donatella que mía. Una pariente de Donatella le pidió que estuviera al cuidado de la muchacha cuando vino a estudiar. Una historia un tanto bizantina, desde luego. Pero al cabo de dos años tuvo que marcharse. Problemas familiares. El padre murió y ella se vio obligada a volver a casa y buscar empleo, porque la madre no había trabajado en su vida —añadió vagamente—: No recuerdo los detalles. Habría que preguntar a Donatella —el
conte
carraspeó y, en tono de disculpa, dijo—: Parece el argumentó de un culebrón de la tele. ¿Estás seguro de que quieres oírlo?

—No acostumbro a ver televisión —dijo Brunetti virtuosamente—. Por eso me parece interesante.

—De acuerdo entonces —dijo el
conte,
y prosiguió—: Por lo que yo sé, y no recuerdo si me lo contó Donatella u otra persona, Franca conoció a Cataldo siendo modelo, de peletería si mal no recuerdo, y el resto, como tiene la cargante costumbre de decir mi nieta, es historia.

—¿El divorcio forma parte de la historia? —preguntó Brunetti.

—Sí, en efecto —respondió el
conte,
contrariado—. Hace mucho tiempo que conozco a Maurizio, y no se distingue por su paciencia. Ofreció un trato a su esposa, y ella aceptó.

El instinto desarrollado a lo largo de décadas de sonsacar a testigos recalcitrantes, indicó a Brunetti que su interlocutor se callaba algo, y preguntó:

—¿Y qué más?

El
conte
tardó en responder:

—Ha sido mi invitado y se ha sentado a mi mesa, por lo que no me gusta decir esto de él, pero Maurizio tiene fama de vengativo, lo que quizá indujo a su esposa a aceptar sus condiciones.

—No es la primera vez que oigo esa historia, por desgracia —dijo Brunetti.

—¿Qué historia? —preguntó el
conte
ásperamente.

—La misma que habrás oído tú, Orazio: hombre mayor conoce a una bonita muchacha, deja a la esposa, se casa con la otra
infretta e furia
y después quizá no viven siempre felices —a Brunetti no le gustó el tono de su propia voz.

—Nada de eso, Guido. En absoluto.

—¿Por qué?

—Porque ellos viven felices —se percibía en la voz del
conte
el mismo anhelo que cuando aludía a la posibilidad de pasar la velada hablando de Cicerón—. O, por lo menos, es lo que dice Donatella —en vista de que Brunetti no respondía, preguntó—: ¿Te intriga su aspecto?

—Ésa es una delicada forma de expresarlo.

—No lo comprendo —dijo el
conte
—. Era una muchacha preciosa. No tenía necesidad de hacerse eso, pero hoy las mujeres tienen ideas diferentes acerca de… —y no terminó la frase—. Fue hace años. Se marcharon, aparentemente de vacaciones, pero estuvieron fuera mucho tiempo, meses. No recuerdo quién me lo dijo —hizo una pausa y añadió—: Donatella no, desde luego —Brunetti se alegró al oírlo—. Lo cierto es que, cuando regresaron, ella estaba así. Australia: creo que allí estuvieron. Pero una persona no se va a Australia para hacerse la cirugía estética, por Dios.

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