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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

La paciencia de la araña (18 page)

BOOK: La paciencia de la araña
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¿Y a quién, si no? ¿Al caballo?

—Sí.

—Ehhh —gritó el carretero, tirando de las riendas.

El animal se detuvo.

El hombre no abrió la boca. Sin dejar de mirar hacia delante, esperó a que le hiciera la pregunta.

—Oiga, ¿podría indicarme el camino de Brancato de Abajo?

A regañadientes, como si le costara un enorme esfuerzo, dijo:

—Todo recto. Tercer cruce a la izquierda. Buenos días. ¡Ahhh!

El «ahhh» iba dirigido al caballo, que reanudó la marcha.

Aproximadamente media hora después, Montalbano vio aparecer a lo lejos una especie de construcción mitad paso elevado y mitad puente. Para ser un puente le faltaban los pretiles, aunque tenía unas grandes redes metálicas de protección; pero su forma tampoco era la de un paso elevado porque lo habían hecho en arco, como un puente. Al fondo destacaba una colina en cuya cima se levantaban en imposible equilibrio los dados blancos de unas cuantas casuchas medio deslizadas hacia abajo. Sin duda se trataba de las viviendas de Brancato de Arriba, mientras que de las de Abajo aun no se veía ni siquiera un tejado. En cualquier caso, el pozo debía de estar por allí. Montalbano se detuvo a unos veinte metros de distancia del paso elevado, bajó y empezó a mirar alrededor. La carretera estaba desierta. Desde que girara en el cruce sólo había tropezado con el carretero. Después vio un campesino removiendo la tierra con una azada. Y nada más. En cuanto se ponía el sol y caía la oscuridad, en aquella carretera no debía de verse nada de nada. No había ningún tipo de alumbrado, ni casas desde las cuales pudiera llegar un poco de luz. Entonces, ¿dónde se habían apostado los secuestradores para observar si aparecía el automóvil del ingeniero? Y sobre todo, ¿cómo se las habían arreglado para saber con toda certeza que era el coche de Peruzzo y no otro que, por puro milagro, acertara a pasar por allí?

Cerca del paso elevado, cuya utilidad no conseguía comprender no había ni matorrales ni muretes donde esconderse. Incluso en medio de la oscuridad de la noche, aquel lugar no ofrecía la menor posibilidad de esquivar la luz de los faros de un automóvil. ¿Entonces?

Un perro ladró. Impulsado por la necesidad de contemplar un ser vivo, Montalbano lo buscó con la mirada. Y lo vio. Estaba a la entrada del paso elevado, a la derecha. Sólo se le veía la cabeza. ¿Sería posible que hubieran construido aquello para facilitar el paso de perros y gatos? ¿Por qué no? En lo tocante a obras públicas, cualquier cosa es posible en nuestro bello país. De pronto el comisario comprendió que los secuestradores se habían escondido justo donde estaba el perro.

Avanzó por la campiña, cruzó una vereda y llegó al paso elevado, que tenía forma de lomo de asno y, por consiguiente, una acusada curvatura. Alguien que se situara justo al principio del puente no podía ser visto desde la carretera. Miró atentamente el suelo mientras el perro se alejaba gruñendo, pero no encontró nada, ni siquiera una colilla. Pero ¿cómo se puede encontrar una colilla hoy en día, cuando todo el mundo teme fumar debido a esos mensajes que figuran en las cajetillas y ponen cosas tales como «El tabaco provoca cáncer»? Así hasta los delincuentes dejan de fumar, y por eso los pobres policías se quedan sin indicios esenciales. ¿Y si le escribiera una nota al ministro de Sanidad?

Inspeccionó también el otro lado del puente. Nada. Regresó al punto de partida y se tumbó de bruces. Miró hacia abajo, apoyando la cabeza en la rejilla, y vio, casi perpendicular a él, una losa de piedra que cubría un pequeño pozo. Estaba claro que los secuestradores, en cuanto vieron llegar el coche del ingeniero, subieron al paso elevado para hacer lo mismo que él, tumbarse en el suelo. Desde allí verían, a la luz de los faros, cómo Peruzzo levantaba la piedra, introducía la maleta en el pequeño pozo y se iba. Seguro que los acontecimientos se habían desarrollado de esa manera. Sin embargo, no había logrado el objetivo que lo había inducido a desplazarse hasta allí: los raptores no habían dejado ninguna huella. Abandonó el puente y se situó debajo. Examinó la losa que tapaba el pozo, pero la abertura se le antojó demasiado pequeña para que cupiera una maleta. Efectuó un rápido cálculo: seis mil millones de liras equivalían más o menos a tres millones cien mil euros. Si cada fajo estaba integrado por cien billetes de quinientos euros, eso significaba que bastaban sesenta y dos fajos. Por tanto no se necesitaba una maleta grande, al contrario. La losa se podía levantar sin dificultad porque tenía una especie de argolla de hierro. Introdujo un dedo y tiró. La piedra se alzó. Montalbano miró al interior del pequeño pozo y se sorprendió. Había una bolsa de gran tamaño y no parecía vacía. ¿Aún estaba allí el dinero de Peruzzo? ¿Sería posible que los secuestradores no lo hubieran retirado? Entonces ¿por qué habían soltado a la chica? Se arrodilló, metió el brazo, agarró la bolsa, que pesaba considerablemente, la sacó y la dejó en el suelo. Respiró hondo y la abrió. Estaba llena de fajos, pero no de billetes de banco, sino de recortes de viejas revistas de papel satinado.

Catorce

La sorpresa le provocó una especie de ataque que lo hizo caer de culo al suelo. Con la boca abierta a causa del estupor, empezó a hacerse preguntas. ¿Qué significaba aquel descubrimiento? ¿Que el ingeniero, en lugar de euros, había introducido en la bolsa recortes de papel? ¿Habría sido capaz de inventar una treta que pudiera poner en peligro la vida de su sobrina? Lo pensó un poco y llegó a la conclusión de que Peruzzo era capaz de eso y de mucho más. En tal caso, la actuación de los secuestradores resultaba inexplicable. Porque las posibilidades eran dos, no había vuelta de hoja: o habían abierto la bolsa allí mismo y, a pesar de advertir el engaño, habían decidido soltar a la chica, o habían caído en la trampa, es decir, habían visto al ingeniero depositar la bolsa en el interior del pozo, no habían tenido ocasión de comprobar de inmediato el contenido y habían dado la orden de liberar a Susanna.

¿O acaso Peruzzo sabía que los captores no podrían abrir enseguida la bolsa y había jugado con el tiempo? Calma, razonamiento equivocado. Nada impedía a los secuestradores ir al pozo cuando les diera la gana. La entrega del dinero no significaba necesariamente la instantánea liberación de la chica, así que, entonces, ¿con qué tiempo contaba el ingeniero? Con ninguno. Se mirara como se mirara, esa posibilidad era absurda.

Mientras permanecía allí aturdido, con las preguntas que le taladraban el cerebro cual ráfagas de ametralladora, oyó un extraño son de campanillas. Pensó que tal vez se aproximaba un rebaño de ovejas. Pero el sonido no se acercaba, por más que se oyera muy próximo. Entonces comprendió que lo que sonaba era el móvil, que casi nunca utilizaba.

—¿Es usted,
dottore
? Soy Fazio.

—¿Qué hay?

—El
dottor
Minutolo quiere que le comunique algo que ha ocurrido hace unos tres cuartos de hora. He intentado localizarlo en la comisaría y en su casa, hasta que al final Catarella ha recordado que...

—Muy bien, dime.

—Pues verá, el
dottor
Minutolo ha llamado al abogado Luna para preguntarle por el ingeniero. Y el abogado le ha dicho que Peruzzo pagó anoche el rescate e incluso le ha revelado dónde dejó el dinero. Así que el
dottor
Minutolo se dirige a toda prisa al lugar de los hechos, que se encuentra junto a la carretera de Brancato, para efectuar una inspección. Por desgracia, junto a él se desplazan también los periodistas.

—Pero bueno, ¿qué es lo que quiere Minutolo?

—Dice que le gustaría que usted se reuniera con él. Le explico cuál es el mejor camino para...

Pero el comisario ya había colgado. Minutolo, sus hombres, una caterva de periodistas, fotógrafos y cámaras podían llegar de un momento a otro. Y si lo veían allí, ¿cómo les explicaría su presencia? «¡Oh, qué agradable sorpresa! Estaba aquí arando los campos...»

Introdujo rápidamente la bolsa en el pozo, lo cubrió con la losa, regresó corriendo al coche, encendió el motor, inició la maniobra de marcha atrás... y se detuvo. Si volvía por el mismo camino, se cruzaría con la alegre caravana de vehículos encabezada por Minutolo. No, lo mejor era seguir hasta Brancato de Abajo.

Llegó en menos de diez minutos. Un pueblecito limpio, con una plaza muy pequeña, la iglesia, el ayuntamiento, un café, una sucursal bancaria, una
trattoria
y una tienda de zapatos. Alrededor de la placita había unos bancos de granito ocupados por una docena de ancianos y viejos decrépitos. No hablaban, no se movían. Durante un segundo Montalbano pensó que eran estatuas, unos admirables ejemplos de arte hiperrealista. Pero uno de ellos, perteneciente a la categoría de los decrépitos, echó repentinamente la cabeza atrás y la apoyó de golpe en el respaldo del banco. O había muerto, como parecía probable, o había experimentado un súbito acceso de sueño.

El aire del campo le había despertado el apetito. Consultó el reloj. Faltaba poco para la una. Se encaminó hacia la
trattoria
, pero se detuvo. ¿Y si a algún periodista se le ocurría ir a telefonear a Brancato de Abajo? Seguro que en Brancato de Arriba no había tabernas; pero no se sentía con ánimos para seguir mucho tiempo con el estómago vacío. Lo único que podía hacer era correr el riesgo y entrar en aquella
trattoria
.

Por el rabillo del ojo vio a un tipo que salía de la sucursal bancaria y se paraba a mirarlo. Acto seguido, el hombre, un obeso cuarentón, se le acercó con una ancha sonrisa:

—Pero ¿no es usted el comisario Montalbano?

—Sí, pero...

—¡Qué alegría! Yo soy Michele Zarco. —Pronunció su nombre y apellido con el tono de alguien que es universalmente conocido. Y puesto que el comisario siguió mirándolo sin decir ni pío, aclaró—: Soy el primo de Catarella.

Michele Zarco, aparejador y teniente de alcalde de Brancato, fue su salvación. En primer lugar lo llevó a su casa para comer sin cumplidos, es decir, lo que hubiera, nada especial, tal como dijo. La señora Angila Zarco, rubia hasta la extenuación y parca en palabras, sirvió unos nada despreciables canelones en salsa, seguidos de conejo agridulce de la víspera, plato harto difícil de preparar, pues todo se basa en la exacta proporción entre vinagre y miel y en la adecuada amalgama entre los trozos de conejo y la
caponata
(fritura de berenjenas, apio, alcaparras y tomates), dentro de la cual tiene que cocer la carne. La señora Zarco lo había hecho muy bien y, para acabar de redondearlo, le había espolvoreado una picadura de almendras tostadas. Además, es bien sabido que el conejo agridulce recién hecho es una cosa, pero si se come al día siguiente es algo muy distinto, pues gana mucho en sabor y aroma. En resumen, Montalbano se chupó los dedos.

En segundo lugar, el teniente de alcalde Zarco le propuso una visita a Brancato de Arriba, aunque sólo fuera para digerir la comida. Como es natural, utilizaron el coche de Zarco. Tras haber recorrido una carretera llena de curvas y más curvas que semejaba la radiografía de un intestino, se detuvieron en el centro de un grupo de casas que habría hecho las delicias de un escenógrafo del cine expresionista. No había ni una sola derecha; todas se inclinaban a un lado o a otro componiendo ángulos tales que la torre de Pisa a su lado habría parecido perfectamente vertical. Las tres o cuatro que había en la ladera de la colina se proyectaban horizontalmente hacia fuera; a lo mejor tenían ventosas escondidas en los cimientos. Dos ancianos iban conversando en voz alta, pues caminaban con el cuerpo doblado, el uno a la derecha y el otro a la izquierda, tal vez condicionados por la distinta inclinación de las casas en que vivían.

—¿Volvemos a casa a tomar un café? Mi mujer lo hace muy bueno —propuso el aparejador Zarco cuando vio que Montalbano también empezaba a caminar torcido, contagiado por el ambiente.

Cuando la señora Angila les abrió la puerta, al comisario se le antojó estar viendo el retrato de una mujer dibujado por un niño: casi albina y con trenzas, tenía los pómulos arrebolados y parecía alterada.

—¿Qué te pasa? —le preguntó su marido.

—Acaban de decir en la televisión que la chica ha sido liberada, pero que el rescate no se ha pagado.

—¿Cómo? —preguntó el aparejador, mirando a Montalbano, que se encogió de hombros y extendió los brazos dando a entender que no sabía nada.

—Sí, señor —añadió la mujer—. Han dicho que la policía ha encontrado la bolsa del ingeniero, pero que dentro había papel de diario. Entonces el periodista se ha preguntado cómo es posible que hayan soltado a la chica y por qué. En cualquier caso está claro que el muy asqueroso de su tío ha estado a punto de dejar que la mataran.

Ya no era Antonio Peruzzo. Ya no era el ingeniero, sino el «muy asqueroso», la mierda innombrable, el detrito de las cloacas. Si el ingeniero había querido jugar con los secuestradores, había perdido la partida. Aunque la chica estuviese libre, él ya era prisionero para siempre del desprecio absoluto de la gente.

Decidió ir a Marinella para ver tranquilamente la rueda de prensa en la televisión. Al acercarse al paso elevado circuló con precaución por si quedaba algún rezagado. No había nadie, pero sí abundantes señales de la horda de policías, periodistas, fotógrafos y cámaras de televisión que había pasado por allí: latas de cocacola vacías, botellas de cerveza rotas, paquetes de tabaco estrujados. Un vertedero de basura. Habían roto incluso la losa que tapaba el pocito.

Mientras abría la puerta de la casa, cayó en la cuenta de que no había llamado a Livia para avisarle de que no regresaría a tiempo para el almuerzo. La discusión sería inevitable, y no tenía ninguna excusa. Pero la casa estaba desierta. Cuando entró en el dormitorio, vio la maleta de Livia a medio hacer y recordó de golpe que a la mañana siguiente ella volvía a Boccadasse; los días de vacaciones que había cogido para estar a su lado en el hospital y en su primera convalecencia habían terminado. Experimentó un repentino sobrecogimiento que lo pilló, como siempre, a traición. Menos mal que ella no estaba y podría desahogarse a sus anchas. Y lo hizo. Después se lavó la cara, se acomodó en la silla junto al teléfono y consultó la guía. Luna tenía dos números, el de su domicilio particular y el del despacho. Marcó este último.

—Despacho del abogado Luna —dijo una voz femenina.

—Soy el comisario Montalbano. ¿Está el abogado?

—Sí, pero se encuentra reunido. Probaré a ver si me contesta.

BOOK: La paciencia de la araña
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