Y pensó que a la otra araña, aquella cuyo rostro había entrevisto un instante, también se le había ocurrido de noche la idea de elaborar una gigantesca telaraña, una de las tantas y tantas noches de angustia, tormento y rabia.
Con paciencia, tenacidad y determinación, sin arredrarse ante nada, había conseguido tejer la tela. Un prodigio geométrico, una obra de arte de lógica.
Pero era imposible que en aquella construcción no hubiera un error, aunque fuese mínimo, una imperfección apenas visible.
Se levantó, entró en la casa y buscó una lupa que tenía que haber en algún sitio. Después de Sherlock Holmes, ningún policía lo es de verdad si no tiene una lupa al alcance de la mano.
Abrió cajones y cajoncitos, lo puso todo patas arriba, encontró la carta de un amigo recibida hacía seis meses y que aún no había abierto, rasgó el sobre, la leyó, se enteró de que su amigo Gaspano se había convertido en abuelo (¡carajo!, pero ¿no tenía la misma edad que él?), siguió buscando y llegó a la conclusión de que sería inútil. De lo que debía inferir que no era un verdadero policía. Elemental, querido Watson. Regresó a la galería, se apoyó en la barandilla y se inclinó hacia fuera hasta casi rozar con la nariz el centro de la telaraña. Al punto se echó hacia atrás, temiendo que la araña saliera como un rayo y le pellizcara la nariz, confundiéndola con una presa. Miró con atención hasta que los ojos empezaron a lagrimearle. No, la tela parecía perfecta desde un punto de vista geométrico, pero en realidad no lo era. En al menos cuatro puntos la distancia entre las hebras no era regular, e incluso había dos pequeños tramos de hilo que zigzagueaban.
Se sintió más tranquilo y sonrió. Y después la sonrisa se transformó en carcajada. ¡La telaraña! No existía ningún otro lugar común más recurrente que aquél para referirse a un plan urdido en secreto. Él jamás lo habría utilizado. Y aquel lugar común había querido vengarse de su desprecio materializándose en algo concreto y obligándolo a tomarlo en consideración.
Dos horas después estaba circulando por la carretera de Gallotta con los ojos muy abiertos porque no recordaba dónde tenía que girar. En determinado momento vio a mano derecha el árbol con la tabla clavada en que figuraban en barniz rojo las palabras «Huevos frescos».
La vereda que arrancaba allí sólo conducía al dado blanco de la casita rural donde había estado la otra vez. Y allí terminaba. Desde lejos observó que en la explanada de delante había un automóvil aparcado. Avanzó por el sendero, detuvo su coche al lado del otro y bajó.
No llamó. Decidió fumarse un cigarrillo apoyado en el capó. Cuando arrojó la colilla al suelo, creyó observar un fugaz movimiento detrás de la minúscula ventana con barrotes que había al lado de la puerta, tal vez un rostro. Al poco tiempo salió de la casita un cincuentón elegante, gordo, con gafas de montura dorada y más rojo que un pimiento a causa de la vergüenza. En la mano sostenía su coartada: una caja de huevos. Abrió la portezuela del coche, subió y se alejó a toda prisa. La puerta permaneció entornada.
—¿Por qué no pasa, comisario?
Montalbano entró. La mujer, sentada en el catre-sofá, se estaba abrochando la blusa. Tenía el negro cabello suelto sobre los hombros y las comisuras de la boca manchadas de carmín. La colcha estaba arrugada y la almohada había caído al suelo.
—Lo he visto por la ventana y lo he reconocido enseguida. Perdone un momento.
Se levantó para ponerlo todo en orden. Vestía con la misma elegancia que la vez anterior.
—¿Cómo está tu marido? —preguntó Montalbano mirando hacia la puerta de la habitación de atrás.
—¿Cómo quiere que esté el pobre? —Cuando terminó de arreglarlo todo y de limpiarse los labios con un pañuelo de papel, preguntó con una sonrisa—: ¿Le preparo un café?
—Gracias, pero no quiero molestar.
—¡Qué dice! Usía no parece un policía. Siéntese —dijo, ofreciéndole una silla de asiento de paja.
—Gracias. Aún no sé cómo te llamas.
—Angela. Angela Di Bartolomeo.
—¿Te interrogaron mis compañeros?
—
Dutturi
mío, yo hice lo que usía me dijo. Me cambié de ropa y trasladé el catre a la otra habitación... Pero ni por ésas. Pusieron la casa patas arriba. Miraron hasta debajo de la cama de mi marido. Se pasaron cuatro horas seguidas haciéndome preguntas, buscaron en el gallinero, se les escaparon las gallinas y me rompieron tres cestas de huevos... Y hubo uno, un grandísimo hijo de puta, y usía me perdone, que en cuanto nos quedábamos solos, se aprovechaba.
—¿Cómo que se aprovechaba?
—Sí, señor, me tocaba el pecho. En determinado momento no pude más y me eché a llorar. De nada servía que le repitiera una y otra vez que yo jamás le había hecho daño a la sobrina del doctor Mistretta, pues el doctor hasta medicinas gratis me daba para mi marido... Pero nada, no atendía a razones.
El café era excelente.
—Escucha, Angela, necesito que hagas un esfuerzo de memoria.
—Para usía, lo que quiera.
—¿Recuerdas que me dijiste que después del secuestro de Susanna apareció un coche por aquí y tú creíste que era un cliente?
—Sí, señor.
—Bueno, pues ahora que las cosas se han calmado, ¿puedes volver a pensar con tranquilidad en lo que hiciste cuando oíste el ruido del motor?
—¿No se lo dije?
—Me dijiste que te levantaste de la cama porque pensabas que era un cliente.
—Sí, señor.
—Pero un cliente que no te había advertido de su visita.
—Sí, señor.
—Te levantaste de la cama... ¿y qué hiciste?
—Vine aquí y encendí la lamparita.
Ahí estaba la novedad que buscaba el comisario. Por consiguiente, tenía que haber visto algo, no sólo oído.
—Espera. ¿Qué lamparita?
—La que hay en el exterior, encima de la puerta. Ilumina toda la explanada. Cuando mi marido estaba bien, en verano cenábamos fuera. El interruptor es aquél, ¿lo ve? —Lo señaló. Estaba en la pared, entre la puerta y la ventanita.
—¿Y después?
—Después miré por la ventana. Pero el coche ya había dado media vuelta, y apenas pude verlo por detrás.
—Angela, ¿tú entiendes de coches?
—¿Yo? Ni papa.
—Pero conseguiste ver la parte de atrás.
—Sí, señor.
—¿Recuerdas de qué color era?
Angela arrugó la frente y se esforzó.
—Comisario, no sabría decirlo. Podía ser azul, negro, verde oscuro... De una cosa estoy segura: no era un color claro.
Ahora llegaba la pregunta más difícil.
Montalbano respiró hondo y la formuló. Y Angela contestó, un poco sorprendida por no haber pensado antes en ello.
—Sí, señor. ¡Es verdad! —Y al punto adoptó una expresión confusa y perpleja—. Pero... ¿eso qué tiene que ver?
—Vaya si tiene —se apresuró a tranquilizarla—. Te lo he preguntado porque el coche que estoy buscando se le parece mucho. —Se levantó y le tendió la mano—. Adiós.
Angela también se levantó.
—¿Le apetece un huevo fresco?
Y antes de que él pudiera contestar, ya lo había sacado de una cesta. Montalbano lo tomó, lo golpeó suavemente un par de veces contra la superficie de la mesa y se lo bebió. Hacía años que no saboreaba un huevo como aquél.
* * *
Llevaba un rato conduciendo cuando llegó a un cruce donde había un letrero en el que ponía «MONTEREALE KM 18» y tomó el desvío. Tal vez fue el sabor del huevo lo que lo llevó a recordar que hacía tiempo que no visitaba la tienda de don Cosimo, un local minúsculo en el que aún se podían encontrar cosas ya desaparecidas en Vigàta, como por ejemplo manojitos de orégano, concentrado de tomate secado al sol y, sobre todo, vinagre obtenido con la fermentación natural de vino tinto de alta graduación. En la botella de la cocina sólo quedaban un par de dedos y necesitaba reponer las provisiones urgentemente.
Tardó una eternidad en llegar a Montereale, pues efectuó el recorrido como si fuera a pie, en parte porque estaba pensando en las implicaciones de lo que le había confirmado Angela y en parte porque iba disfrutando del paisaje. Cuando estaba a punto de enfilar el callejón que conducía a la tienda, reparó en la señal de dirección prohibida. Una auténtica novedad en aquel pueblo. Tendría que dar un largo rodeo, así que mejor dejar el coche en la placita donde se encontraba y caminar cuatro pasos. Se arrimó a la acera, abrió la portezuela y vio que se le acercaba un guardia uniformado.
—Aquí no se puede aparcar.
—¿No? ¿Y por qué?
—¿No ve el letrero?
El comisario miró alrededor. En la placita había tres coches estacionados: una camioneta, un escarabajo y un todo terreno.
—¿Y ésos?
—Están autorizados.
Pero ¿por qué ahora cualquier pueblo, aunque sólo tuviera doscientos habitantes, se creía que era Nueva York y establecía unas complejas normas de tráfico que cambiaban cada quince días?
—Mire —dijo en tono conciliador—. Estaré sólo un minuto. Voy a la tienda de don Cosimo a comprar....
—No puede.
—¿También está prohibido ir a la tienda de don Cosimo? —preguntó Montalbano desconcertado.
—No, eso no está prohibido —contestó el guardia—. Es que la tienda está cerrada.
—¿Y cuándo abre?
—No creo que vuelva a abrir. Don Cosimo ha muerto.
—¡Caramba! ¿Cuándo?
—¿Es usted pariente suyo?
—No, pero...
—¿Por qué se sorprende tanto? El difunto don Cosimo tenía noventa y cinco años. Murió hace tres meses.
Montalbano se puso en marcha soltando maldiciones. Para salir del pueblo tuvo que seguir un recorrido laberíntico que acabó por atacarle los nervios. Recuperó la calma al alcanzar la carretera del litoral que llevaba a Marinella. De repente, recordó que Mimì Augello le había dicho que los carabineros habían encontrado la mochila de Susanna detrás de la piedra que marcaba el cuarto kilómetro de esa misma carretera. Ya casi estaba. Aminoró la velocidad, se detuvo en el punto que Mimì le había indicado y bajó. No se veían casas por los alrededores. A la derecha crecían matojos de hierbas silvestres tras los que estallaba el amarillo de la playa, que se fundía en la distancia con la de Marinella. El oleaje se mecía con una perezosa respiración que presagiaba el ocaso. A la izquierda discurría un elevado muro interrumpido por una gran verja de hierro forjado, abierta de par en par, de la que partía un camino asfaltado que se adentraba en un verdadero bosque esmeradamente cuidado en dirección a un chalet que no estaba a la vista. Al lado de la verja había una placa de bronce de gran tamaño con una inscripción en relieve.
Montalbano no tuvo necesidad de cruzar la carretera para leer lo que decía.
Volvió a subir al coche y se alejó.
¿Qué solía decir Adelina? «El hombre es burro por naturaleza.» Como un asno que sigue siempre el mismo camino, así el hombre suele hacer siempre los mismos itinerarios y gestos sin detenerse a reflexionar, por pura inercia. Pero lo que acababa de descubrir por casualidad y lo que le había dicho Angela ¿podían considerarse pruebas?
No, concluyó, decididamente no. Pero eran confirmaciones, eso sí.
A las siete y media encendió el televisor para ver el primer telediario.
Dijeron que no había ninguna novedad en el caso de Susanna, que la joven aún no estaba en condiciones de colaborar con los investigadores y que se preveía una asistencia multitudinaria al entierro de la pobre señora Mistretta, a pesar de que la familia había expresado su deseo de que nadie acudiera a la iglesia ni al cementerio. También dijeron que el ingeniero Peruzzo había desaparecido para evitar su inminente arresto, aunque esa información no se había confirmado de manera oficial. A las ocho, el telediario de la otra cadena repitió lo mismo, pero en orden inverso: la primera noticia fue la desaparición del ingeniero, y la segunda, la voluntad de la familia de celebrar el funeral en privado. Nadie podría entrar en la iglesia ni acceder al cementerio.
Sonó el teléfono justo cuando se disponía a salir hacia la
trattoria
. Se le había abierto el apetito. A mediodía no había comido casi nada y el huevo fresco de Angela le había servido de aperitivo.
—¿Comisario? So... soy Francesco.
Montalbano no reconoció la voz. Sonaba ronca, vacilante.
—Francesco ¿qué? —preguntó en tono malhumorado.
—Francesco Li... Lipari.
El chico de Susanna. Pero ¿por qué hablaba de aquella manera?
—¿Qué te ocurre?
—Susanna... —Se interrumpió. Montalbano oyó que se sorbía los mocos. Estaba llorando—. Susanna me... ha di... dicho.
—¿La has visto?
—No. Pero fi... finalmente se... ha puesto al te... teléfono.
Esa vez el comisario oyó los sollozos con claridad.
—Pe... per... dón...
—Cálmate, Francesco. ¿Quieres venir a mi casa?
—No, gra... gracias. No estoy... He be... bebido. Me ha dicho que no quie... quiere verme más.
Montalbano se quedó helado, quizá más de lo que estaba Francesco. ¿Qué significaba aquello? ¿Que Susanna tenía otro hombre? Si era así, todos sus razonamientos y suposiciones se irían al carajo. No serían más que las ridículas y miserables fantasías de un viejo comisario que ya desvariaba.
—¿Está enamorada de otro?
—Peor.
—¿Cómo peor?
—No hay nin... ningún otro. Es un voto, bueno, una decisión que tomó mientras estaba prisionera.
—¿Es religiosa?
—No. Es una promesa que se hizo a sí misma... si la soltaban a tiempo de ver a su madre viva. Se marcha dentro de un mes como máximo, aunque me hablaba como si ya se hubiera ido y estuviera lejos.
—¿Te ha dicho adónde piensa ir?
—A África... Re... nuncia a seguir estudiando, a casarse, a tener hijos, re... nuncia a todo.
—Pero ¿qué piensa hacer?
—Quiere ser útil. Me lo ha dicho con estas palabras: «Por fin voy a ser útil.» Se va con una organización de voluntariado. ¿Y sabe que había presentado la solicitud hace dos meses sin decirme nada? Estaba conmigo y entretanto pensaba dejarme para siempre. Pero ¿qué le ha dado?
O sea que no había ningún hombre. Todo volvía a encajar. Más que antes.
—¿Crees que puede cambiar de idea?
—No, comisario. Si usted hubiera oído su voz... Además, la conozco muy bien, cuando toma una de... decisión... Pero, por el amor de Dios, ¿qué significa todo esto, comisario? ¿Qué significa?