Federica falló en su primer intento procurándole apenas un corte en uno de sus bracitos; suficiente, sin embargo, para que los chillidos de la pequeña alertaran a las dos mujeres que salieron a la carrera hacia el cuarto. Llegaron justo a tiempo de evitar una tragedia y consiguieron llevarse de allí a Federica que, echando espuma por la boca, daba patadas y mordiscos como si estuviera poseída.
Ananías se enteró de lo sucedido cuando regresó, después de haber ejercido su derecho al voto aquel 5 de marzo de 1893. Habían sido convocadas Elecciones Generales, y él, como cualquier ciudadano varón mayor de veinticinco años, decidió pasar por las urnas. No era devoto de la monarquía y, para ser sinceros, como solía comentar a su mujer, María Cristina de Habsburgo-Lorena, regente durante la minoría de edad de Alfonso XIII, le importaba un ardite. Pero se atenía a las normas.
Federica murió de un derrame cerebral pocos días después, sumiendo a la familia en la amargura y el desconsuelo.
Isabel, rota por el dolor, tardó meses en recuperarse y su entorno creía que no saldría de la depresión en que cayó al perder a su pequeña. De poco servían las visitas de familiares y amigos, para ella el mundo se había venido abajo. Vistió de luto riguroso y se encerró en sí misma, olvidándose de todos y pasando las horas arrodillada en la iglesia de su parroquia o en el reclinatorio de su habitación. Pero no rezaba, sino que recriminaba. ¿Cómo podía rezar a un Dios que la había arrebatado a su niña? Su fe se desmoronaba y, en su lugar, fue anidando la indiferencia hacia todo aquello que hasta entonces considerara sagrado.
Tampoco Ananías se recobró de semejante golpe. Aparentemente, cargaba con la fuerza de ánimo suficiente para echar sobre sus espaldas aquella muerte, el cuidado de la familia y la convalecencia de una esposa que lo miraba ya como si no quisiera verlo, como si arrojara sobre él la culpa de su vacío. Pero era sólo fachada. La pérdida de Federica le estaba destrozando por dentro y secando sus energías, y también él empezó a olvidarse del sagrado deber de cuidar de sus hijos.
Cada vez pasaba más tiempo en la tienda de pompas fúnebres, hasta el punto de no regresar a dormir al domicilio familiar. Quienes le conocían afirmaban haberle visto vagar por el negocio como un alma en pena, acariciando los féretros blancos y pequeños, iguales al que había elegido para enterrar a Federica.
—Deberías estar más tiempo en casa —le censuró una noche Isabel—. Tus hijos te echan de menos.
—Cuando cuadre. No me salen las cuentas de la tienda.
Isabel sabía de la destreza de su marido para las matemáticas y se extrañó de tan parco comentario. Poco a poco su dolor se había ido mitigando y aunque su corazón seguía sangrando por la herida de su hijita muerta, había ido aceptando que no podía cambiar el destino y que su familia necesitaba de nuevo su atención. Se había distanciado de todos, y sobre todo de su esposo. Era consciente de lo taciturno y perdido que se encontraba, tan distinto al hombre del que se enamoró que apenas le reconocía. Pasó su mano por el cabello oscuro y se agachó para besarle en la coronilla.
—Yo te ayudo, si quieres. —Tampoco para ella eran ajenos los números—. Trae los libros a casa.
Ananías la miró y ella sufrió un sobresalto. Vio sus ojos vacíos, sus cuencas hundidas, y se le encogió el alma. Pero él asintió, se levantó y se marchó a la cama sin una palabra más.
El descuadre que corroía a Ananías eran dos céntimos. Solamente dos céntimos. Isabel no daba crédito a la obsesión de su marido por una cifra tan poco significativa. ¿Qué importancia tenía una cantidad tan reducida? Aun así, repasó una y otra vez las largas filas de números. Se dio por vencida. Alguna partida no debía haber sido bien anotada en el libro de contabilidad, y así se lo hizo saber a su marido.
—Pues tiene que cuadrar —persistía él, empecinado.
Durante días enteros, Larrieta no hizo otra cosa que sumar febrilmente, revisar facturas, borrar y volver a anotar. Su mirada se hacía cada vez más extraviada, más ausente. Isabel empezó a preocuparse de veras y pidió consejo al médico de la familia, que se entrevistó con su marido. Cuando salió de la salita que Ananías utilizaba a veces como despacho, el gesto del doctor era muy serio y evitaba mirar directamente a Isabel.
—¿Le ha recomendado descanso, don Francisco? Yo creo que es lo que le hace falta, está obsesionado.
—No es cuestión de cansancio, Isabel —repuso el facultativo, ajustando las correas de su maletín—. Yo no puedo hacer mucho por tu marido, sólo soy un médico de cabecera. Si quieres seguir mi consejo…
—Lo que sea, doctor.
Francisco Guerra carraspeó y se ajustó la corbata negra que no le abandonaba en señal de luto por su esposa fallecida. Era un hombre grueso, de mejillas sonrosadas, poblado bigote con guías hacia arriba y expresión vivaz; pero en ese momento su rostro se mostraba ceniciento, esquiva su mirada.
—Conozco a un psiquiatra, colega y amigo mío, que…
—¿Psiquiatra?
—Ananías necesita ayuda, Isabel. Creo que se está volviendo loco.
Ella dio un paso atrás, con la cara blanca como la cera, y no pudo pronunciar palabra. ¿Perturbado? ¿Su marido perturbado? Imposible, se dijo negándose a aceptar el dictamen del médico con desesperación. A fin de cuentas, ¿qué podía saber un matasanos de enfermedades mentales, cuando no era más que lo que él mismo decía, un simple médico de cabecera? Impactada y rabiosa a partes iguales, le echó de allí con cajas destempladas. Vio que partía calle abajo, bajo la llovizna, y lo maldijo.
Vana actitud de la que hubo de abjurar no mucho después constatando que, en efecto, su esposo necesitaba ayuda.
Ananías apenas hablaba, no salía de casa, se desentendió del negocio dejando todo en manos de su hombre de confianza, Fulgencio Díez, alguien que ella rechazaba, de nula sintonía personal. Isabel le consideraba mezquino, sin decisión, siempre a la sombra de su marido. De elevada estatura, extremadamente delgado, demacrado, de ojos oscuros y hundidos y calva incipiente que intentaba disimular peinando sus ralos cabellos hacia un lado. De manos largas y huesudas, que no paraba de frotarse y mirada lasciva, que acrecentaba el recelo de Isabel. Eso sí, reconocía que era el tipo ideal para publicitar un producto con un tinte morboso como el que vendían. Porque ¿quién mejor que una figura cadavérica para vender ataúdes?
Era por tanto una situación inaplazable y había que afrontarla.
El psiquiatra que trató a Ananías Larrieta dictaminó que debía ser ingresado en un centro especializado sin demora.
Isabel se rebelaba contra lo que estaba pasando. Trató de ser fuerte, de enfrentarse a una verdad que la sobrepasaba. El mundo no podía ser tan cruel con ella, se decía una y otra vez. No podía haberle arrebatado a su hija y ahora a su marido, el soporte en el que siempre se había apoyado.
—Tenemos que acatar los designios del Altísimo, hija mía, porque Él sabe, mejor que nadie, lo que es bueno para nosotros —la animaba una tarde el sacerdote de la parroquia al que la niñera había llevado a merendar por ver si consolaba a su señora.
—¿Lo que está pasando es bueno para mí y para mis hijos? —rehusó ella—. ¿La muerte de una criatura y el desvarío de mi esposo, es lo mejor? —Su mirada mustia había perdido el brillo de antaño, tenía los ojos hundidos, su aspecto desaliñado gritaba al mundo que estaba al borde de caer, también ella, en el foso del abandono—. ¡Qué sabrá usted!
—Siempre fuiste buena feligresa, Isabel —exhortaba el sacerdote, un sujeto bajo y rechoncho de hirsuta cabellera, mientras iba y venía de las galletas al vino dulce—. No debes olvidar lo que te enseñaron desde niña. Debes someterte a la voluntad de Dios, hija. Rezar mucho. Y seguir haciendo obras de caridad, sobre todo obras de caridad.
—¿Y yo? ¿A quién puedo pedir ayuda, padre? ¿A quién se la pueden pedir mis hijos?
—Dios proveerá, hija. Dios proveerá.
Isabel lo miraba comer y beber y se mordía la lengua. Aún pugnaban en ella los posos de sus creencias religiosas, pero todo cuanto la habían enseñado sobre la fe le parecían ahora frases huecas y sin sentido. Sí, claro, recordaba la historia del santo Job, que lo soportaba todo y seguía bendiciendo a Dios. Pero ella no era santa, sólo era una mujer destrozada a la que la vida le había asestado dos puñaladas consecutivas y que, herida como un jabalí al acecho del cazador, se revolvía furiosa, presta a embestir, aunque fuera tragándose sus lágrimas.
—Te prohíbo que vuelvas a traer a esta casa a semejante botarate —ordenó a la criada cuando el cura se hubo marchado—. ¿Me has entendido, Josefina?
—Pero, señora, él… —protestó la criada, santiguándose ante una salida de tono que envilecía la figura de un pastor de la Iglesia.
—Él sólo sirve para regalar palabras vacías de contenido —zanjó—. Y para pedir, siempre para pedir. Si vuelve a aparecer por aquí, tú y él saldréis a patadas. Ya tengo suficientes problemas.
Josefina se perdió de inmediato en los pasillos de la casa, en busca de la pequeña Emilia, la única que, a su corta edad, era ajena a la lenta pero inexorable decadencia de la familia. La pobre mujer se refugió en la niña haciéndola el centro de sus cuidados. Quería a los Larrieta porque constituían su mundo desde que enviudó, pero a los dos chicos no les había criado ella y apenas los veía excepto cuando salían del internado, y Federica había sido una chiquilla malcriada que nunca le demostró apego; Emilia era, sin embargo, una criatura vivaz y despierta que se pasaba el día riendo y apenas daba qué hacer, la hija que nunca pudo tener.
Las consultas médicas, el tratamiento de Ananías y los gastos ocasionados por el internamiento en una clínica privada, minaban la pequeña fortuna paso a paso. A lo que hubo que sumar la mala gestión en el negocio de Fulgencio Díez.
Una tarde de invierno, próximos a Navidad, cuando los chicos estaban de vacaciones en casa y todos se encontraban reunidos alrededor del brasero del salón, llegó la estocada definitiva para los Larrieta: una orden de embargo.
Isabel pretendió entonces hacerse cargo de la tienda, buscó el modo de pagar a los acreedores desprendiéndose de todo cuanto no fuera de necesidad absoluta, tanto de la casa como del local, incluso subastando los féretros del almacén, todos de primera calidad. Pero fue inútil. Fulgencio había desaparecido con una buena suma de dinero dejando un rastro fatal de facturas por pagar. Estaban en la ruina más absoluta y la única solución pasaba por el embargo del negocio y, lo que era peor, de la casa.
Isabel sólo conservó las pocas joyas que su esposo le había ido regalando en sus aniversarios de boda y tras el nacimiento de los niños. Una mísera fortuna que fue malvendiendo para salir adelante. Todo se vino abajo. Absolutamente todo. Los chicos tuvieron que abandonar el internado, Josefina tuvo que buscarse otra casa en la que servir y la familia se vio obligada a trasladarse a un alquiler en los arrabales de Madrid. Un lugar insalubre y sin luz al que hacía falta una reforma en profundidad, que constaba de un pequeño comedor con cocina y dos habitaciones que daban a un patio interior comunal y sucio.
A Isabel se le daba bien la costura y en un rincón del comedor instaló su pequeño taller y empezó a buscar clientela entre sus antiguos conocidos. No pudo contar con el socorro ni de familiares ni de amigos; en época de penuria, todo nuestro entorno se desvanece, no queda nada.
La venta de sus joyas y veinte horas diarias de duro trabajo, en el que se dejó la vista y las manos, les procuraban lo suficiente para ir tirando. Por su parte, los chavales se ganaban unos céntimos leyendo la prensa diaria en bares y cafetines, en unos tiempos como aquellos en que la mayoría de la población era analfabeta.
Ananías acabó ingresado en el manicomio de Ciempozuelos. Completamente trastornado. Día a día, su percepción de la realidad se iba diluyendo conduciéndole a un declive físico implacable.
—¡Cabrón! ¡Más que cabrón! —se le podía oír a voz en grito mientras hacía bolas con las tiras que arrancaba de su capa y se las lanzaba a la imagen del Cristo que colgaba de la pared de su celda.
A Isabel se le hacía cada vez más difícil ir a visitarle. El dinero que ganaba no daba para gastar en tranvías o coches de caballos, no tenía a quién dejar los niños y se negaba a que sus hijos fueran testigos del deterioro en el que había caído su padre. Así que las visitas se fueron distanciando. Hasta que por fin, una mañana de invierno, la misma en la que se procedía a la disolución de las Cámaras y se convocaban Elecciones Legislativas, les llegó la notificación de su muerte.
Corría el año 1905 y Emilia se había convertido en una muchacha alegre y dispuesta que, a sus trece años, ayudaba a su madre en la costura y se encargaba del aseo de la casa y de preparar la comida. Había conseguido aprender las cuatro letras gracias a sus hermanos. Poca cosa, pero lo suficiente como para saber leer y escribir aunque con innumerables faltas ortográficas. En ese tiempo, una privilegiada, si se tenía en cuenta que el analfabetismo pululaba por doquier, sin demasiada diferencia entre clases sociales o zonas geográficas, una lacra que no distinguía a ricos o pobres.
Sus hermanos se habían convertido en unos hombres, tenían trabajo y ayudaban también en casa, así que las cosas parecían irse arreglando poco a poco.
A Emilia no parecía importarle vivir en aquel ambiente sórdido de paredes desnudas y camastros de lana apelmazada, mantas picadas por la polilla y sábanas recosidas una vez y otra, que ni para trapos servían ya, de pobreza incrustada bajo las uñas y la piel, de chinches, de patios comunitarios donde eran frecuentes las trifulcas o un vecino le sobaba la cara a otro hasta el punto que, en alguna ocasión, debió personarse la Guardia Civil para poner orden. Donde los retretes, también comunales y mugrientos, eran nidos de piojos, cucarachas y garrapatas. No había conocido otra cosa y ése era su mundo.
Emilia era una mocita alegre, presta a expresar su humor cantando, a la que gustaba divertirse cuando sus deberes se lo permitían, recogido el cabello en la nuca, tirante y lustroso de brillantina, muy negro en aquel entonces, que llevaba ya zapatos de medio tacón y una sonrisa descarada en la boca con la que incitaba a los hombres, a los que miraba como si les perdonase la vida. La típica chulapona de barrio madrileño vestida de crespón y presumiendo de pericón de brillante colorido. Una muchacha a la que le encantaba subir a los tranvías casi en marcha, reír con los conductores, los aguadores, los serenos y tenía una palabra amable para con los barquilleros que, alguna vez, se lo agradecían obsequiándole con una golosina.