La página rasgada (7 page)

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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Histórico, Romántico

BOOK: La página rasgada
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Las banderas, el vocerío exaltado de quienes afrontaban el reto de una nueva España más libre e igualitaria constituían para ella un acicate, sobre todo por el peligro que suponía acudir a ese tipo de aglomeraciones con una muleta. Podía haber acabado pisoteada, pero eso, lejos de acobardarla, le daba bríos.

A pesar del clamor popular, del colorido de las insignias del nuevo régimen y de los besos de Alejandro en plena calle, contagiados por la alegría que les rodeaba, Emilia tenía el presentimiento de que algo estaba a punto de derrumbarse. El virus de lo que vendría más tarde se estaba incubando.

No tardó en conocer el nuevo revés que le daba la vida. Alejandro estaba casado y tenía dos hijas.

Poco después de instaurarse la República y con ella el divorcio, él confesó a Emilia su verdadera condición, asegurando que ya había iniciado los trámites para ser un hombre libre.

El mundo se le cayó encima. El amor había llegado tarde a su vida, pero había llegado, y para Emilia, Alejandro era parte de sus planes, de un futuro que ahora, escuchándole, se rompía en mil pedazos.

Entendió de golpe aquellos silencios de él, aquellas miradas ausentes cuando ella estaba pletórica de felicidad, aquellas frases a medias que parecía no saber nunca cómo terminar. Sí, ahora lo comprendía todo.

Lo amaba. Pero Emilia tenía sus principios y ésos no pasaban ni por el abandono de una esposa legal, ni por el de unas criaturas. Desmembrada por dentro, le dijo lo que pensaba, se despidió de él y no volvió a verlo nunca más.

«Hasta que la muerte me lo arrebató minutos después de casarnos
in
articulo mortis»
, repetiría Emilia a sus familiares y conocidos los años siguientes, por lo general acompañando la frase de un profundo suspiro, como si quisiera cauterizar los rasguños del alma, acaso más por sí misma que por el propio Alejandro.

Según la historia que ella forjó y mantuvo siempre, Alejandro había sufrido un accidente de trabajo. Un andamio se vino abajo hiriéndolo de muerte.

Pero la realidad había sido otra.

Poco tiempo después de romper con Alejandro, Emilia comenzó a encontrarse mal.

Un tumor había anidado en su vientre, y el diagnóstico de los doctores del hospital de San Carlos era desesperanzador. La enfermedad avanzaba, inexorable, y su suerte parecía echada.

Lo que ocurrió después confirma el dicho de —al menos a veces— Dios aprieta pero no ahoga.

Por fortuna, recién acabada su carrera de medicina, un joven licenciado dio un paso al frente y se ofreció a operar. El catedrático especialista, que no quería mancharse las manos ante un cuadro de enorme riesgo que podría poner en peligro su prestigio profesional, le alertó del peligro que conllevaba: el paciente tenía muchas posibilidades de morir en el quirófano. Pero el joven médico, con el consentimiento de Emilia, se arriesgó. Nada se perdía por intentarlo.

A la espera de que el tumor creciera lo suficiente para operar, a Emilia le administraron pastillas contra el dolor a base de opio. A ella le importaba ya poco vivir o morir, sus ilusiones habían desaparecido.

Finalmente, al abrirle el vientre, el joven cirujano encontró un habitante inesperado: adherido al tumor, había un feto.

Se cuenta que el facultativo separó el feto —que era del sexo femenino—, lo mantuvo en incubadora hasta extirpar el tumor y lo reubicó otra vez en el cuerpo de Emilia. El éxito del joven médico le llevó a conseguir la cátedra y un extraordinario reconocimiento, todo un logro en los anales del hospital.

Para esos tiempos, suena a una odisea increíble, un prodigio médico que hoy se podría poner en duda… Verdad o exageración, la hazaña pasó a formar parte indisoluble de la leyenda familiar y personal de Emilia.

Lo único que le faltaba en aquel entonces era un embarazo: coja, con una madre prematuramente envejecida de la que cuidar y con un bebé a cuestas.

Si ya lo pasaban mal, una nueva boca que alimentar representaba un grave problema, por mucho que se diga que un hijo es una bendición y que los niños vienen con un pan debajo del brazo. En aquellos tiempos, los hijos llegaban con una carga de ilusión familiar, como siempre ha sido, pero en la mayoría de los casos sin apenas futuro, que los padres labrarían a golpe de privaciones, esfuerzo sin tregua y, en ocasiones, a costa del sustento.

Emilia no se había dado cuenta de que estaba embarazada porque no tuvo ninguna falta. Es más, la regla, aunque no dolorosa sí abundante, se le había presentado puntualmente todos los meses que duró el embarazo.

Mientras tanto,
El Heraldo de Madrid
se consolidaba como diario republicano de mayor tirada, los pudientes compraban en los almacenes Madrid-París de la Gran Vía y los pobres sólo asomaban sus macilentos rostros a los escaparates, las tascas continuaban sirviendo su vino rancio y sus zarzaparrillas, y en el medio político se intentaba consolidar un gobierno que no tuvo continuidad, echando al traste lo que no fue más que un espejismo de libertad.

En esos tiempos grises y convulsos vino al mundo la niña de Emilia, a la que llamó María del Mar. Lejos de ser la adorada hija del hombre que amaba, la pequeña se convirtió en la herida que sangraba cada vez que la miraba.

El espíritu de Emilia se quebró, la invadió la desesperanza, escondió su corazón tras un blindaje para evitar que volvieran a dañarlo. Nunca volvió a ser la misma. De las cenizas de un amor prohibido para ella renació una mujer amargada, mordaz, casi virulenta y maliciosa. Continuó cuidando de su madre y del ser al que había dado vida, pero desde la distancia afectiva, como una obligación, sin permitirse volver a demostrar cariño porque el asqueroso mundo le había arrebatado lo que más quería.

Así vivió, revestida de un caparazón de ironía y desprecio, sin demostrar apego a nadie, hasta que pasaron los años y tuvo una nieta a la que abrió de nuevo su alma y narró, tarde a tarde, al lado del brasero, su vida y sus recuerdos…

8

—A mí me era indiferente lo que estaba sucediendo en España, hija. Vamos, que me importaba una mierda la Ley de Divorcio, la Guardia de Asalto y el follón que se organizó en Carabanchel. No estaba yo para gilipolleces —decía muy seria, dale que dale al ganchillo, atenta al juego de la aguja.

Para entonces, yo era una adolescente en quien mi abuela volcaba sus reflexiones y añoranzas, y ella había perdido el oído.

Amante de los libros desde temprana edad, yo había leído algunas cosas de ese tiempo al que ella hacía referencia —no en el colegio, sino en alguno de los tomos que mi padre guardaba celosamente en un gastado y añorado baúl que tenía a los pies de su cama, junto a sus amadas novelas de Zane Grey—. Pero era mucho más interesante conocer esos años desde el punto de vista de la abuela. Y mucho más ameno.

—Todos creían que con la República iban a estar atados los perros con longaniza. Ni Azaña pudo imponerse a la resistencia de los militares —decía con aires de entendida, sacando a colación con frecuencia el nombre del político, del que hablaba como si hubieran desayunado juntos—. Ocupó la cartera de Guerra, ¿sabes? —Yo asentía, pendiente de sus palabras—. Tampoco pudo Largo Caballero, que no mejoró sustancialmente el asunto del trabajo, por mucho que se hablara de ello en los diarios.

—¿Por qué no prosperó?

—Sí, claro que eran dos. ¡Qué pregunta más tonta!

—Digo, que ¿por qué no salió bien eso de la República, abuela? —le repetía, con la fe de quien se topa con un muro.

—Pues por los curas, digo yo que sería. Menudo cabreo tenían los de la sotana. Pensaban que se iban a quedar sin iglesias en las que pasar el cepillo. Por los militares, que se enfrentaban a reformas que podían hacerles perder privilegios. Por los anarquistas, que valoraban poco los avances del Gobierno y querían aún más libertad. ¡Qué sé yo! El pueblo siempre quiere cambios, pero mandan los que mandan y al final… ¡todos jodidos!

—¿Y lo de Carabanchel?

—¿Qué?

—Lo que me contabas de Carabanchel. ¿Qué pasó?

—No, claro que no fui yo, tu madre tenía meses. ¡A qué coño iba yo a presentarme en un desfile! Haces unas preguntas muy raras.

—Que me digas lo que sucedió, abuela —mientras charlaba con ella tenía la nariz metida en un tazón de malta, el único café que se tomaba en casa del pobre, con tan poca azúcar que el potingue resultaba más amargo que el día en que te cateaban un examen de matemáticas.

—¡Ah! Pues habla claro, coño. ¿Qué iba a suceder? Que casi salieron a hostias. Decían que uno de esos que lucían uniforme del ejército aburrió al personal con un discurso y acabó gritando «
Viva España
», callándose como un puta lo de «
Viva la República»
.

—¿Es que era obligación decirlo?

—¡Qué va a ser en el Retiro! —Se enfurruñaba ella creyendo que le tomaba el pelo—. ¿No te digo que fue en Carabanchel, criatura? ¡Que pareces sorda!

—Abuela, la que estás sorda como un tabique eres tú —me enfrentaba a ella, harta ya de gritar, de aguantar los cachetes de mi madre cada vez que elevaba la voz y pasaba por mi lado, y de los bufidos de mi padre conminándome a ayudar a hacer la cena.

—¡Señor, Señor! —Le oía despacharse a modo de oración aunque sólo pisó una iglesia para casarse, bautizarnos a mi hermana y a mí y llevarnos a la Primera Comunión—. ¡En vez de sorda, tenía que haberse quedado muda!

—¿Sorda? —se enfurecía entonces la abuela, que esta vez sí había oído, dejando a un lado la labor de ganchillo—. ¡Yo no estoy sorda! —era algo que nunca quiso reconocer—. Ya quisierais vosotros tener mi oído, que me entero de todo. ¿Sabes lo que venía diciendo un paisano en el autobús, ayer, cuando volvía yo de visitar a Alfonsina? Pues que Franco era un cabestro. Le puso de hoja perejil.

Ni quiero pensar en los decibelios que tendría que haber alcanzado la voz del arriesgado individuo para que la abuela se enterase del supuesto comentario. Mentía como una bellaca, pero todo le servía con tal de quedar encima, como el aceite.

—Claro. Y luego se lo llevaron esposado a la Dirección General de Seguridad —le gritaba mi padre, ya exaltado.

—¿Que me vas a llevar a la Dirección General de Seguridad? —se encabritaba ella, escuchando campanas de nuevo, sin saber a qué iglesia pertenecían; aprestándose a la batalla dialéctica, única arma que podía blandir contra mi padre, y contra todos; aunque sabíamos que lo que de verdad le hubiera gustado era atizarle con algo más contundente que sus frases hirientes, porque se llevaban como el perro y el gato—. ¡Tú eres el que debería acabar en Sol, por vago e indecente! ¡Y por cabrón!

Mi padre, un bendito donde los hubiera, acababa escupiendo tacos muy gordos entre dientes para evitar que yo escuchara, empeño baldío porque los escuchaba de todos modos, soltaba la cuchara con la que estaba removiendo el pisto y se iba a su habitación, cerrando de un portazo. Mi madre, entre dos fuegos, musitaba:

—Siempre igual, Dios mío, siempre igual.

Y la abuela, vanidosa por haber conseguido sacarle de sus casillas —para ella suponía un plus de satisfacción que le daba alas—, volvía a enredarse con el ganchillo, confeccionando el paño que iba a regalarle a la portera.

—Pues como te iba diciendo, Nuria…

Y del alboroto de Carabanchel pasaba a otros acontecimientos, con su voz medio ronca que intercalaba con palabras gruesas, para desagrado de mi madre y diversión mía. Sucesos de esa etapa de su vida aliñados con los avatares de la Segunda República y lo mal que lo pasó.

Por mi parte, al hilo de sus narraciones fui atesorando en mi vocabulario algún que otro término soez que se compensaba con creces con las dosis de historia que iba aprendiendo, más que en el aula del colegio de monjas al que asistía, o en los libros que había por casa. Con ella viví las esperanzas y angustias de una España convulsa en la que unos ensalzaban la bendita República y otros maquinaban para que todo volviera a ser como antes, es decir los ricos, muy pocos, haciendo acopio de dinero y dominando a una mayoría de españolitos que tan sólo amasaban ilusiones de un futuro más prometedor, que se acartonaban en el fondo de un armario con olor a olvido y decepción.

Supe entonces que sus dos hermanos, casados ya, acabaron por cerrar los ojos a las penurias de mi abuela, a cargo de su anciana madre y de una hija pequeña. Sin embargo, ella nunca les recriminó nada.

—Tenían sus problemas y una familia propia que mantener. Lo que nunca le perdoné a mi hermano Oliverio fue el desprecio con que me despachó, ya en plena guerra, cuando fui a pedirle algo con lo que dar de comer a tu bisabuela —se le endurecían las facciones al recordarlo—. ¿Sabes lo que me dijo, el muy bestia? «Como no quieras que te dé una pistola para pegarle dos tiros…» Si sería desgraciado. Él, que siempre fue el ojito derecho de mi madre. Eso sí, murió rabiando, el muy cabrón. Ni más ni menos que lo que se merecía. Así esté ahora en las calderas de Pedro Botero.

Después de maldecirle se callaba y sus ojos, amarillentos por el paso de los años y tanta miseria como habían visto, volaban hacia la ventana a capturar un rayo de sol, porque la abuela odiaba el frío —en eso nos parecíamos—, como si el calor pudiera renovar la energía de sus huesos fatigados.

—Domingo se portó mejor. Cada semana, cuando cobraba, me daba un duro.

—Pues no es que fuera mucho.

—No, no tenía chucho. Para tener perro estaban los tiempos.

—No hablo de perros, abuela —me acercaba a su oído para no gritar—. Que no me parece mucho dinero.

—¡Ay, hija, qué sabrás tú! ¡Qué sabrás! Ahora los chicos tenéis de todo y pensáis que todo el monte es orégano. En la guerra cinco pesetas constituían la diferencia entre morirnos de hambre o tener un caldo para echarnos al coleto. Claro que no era mucho, pero Domingo tenía bocas que mantener y su sueldo era el único que entraba en la casa, porque su mujer enfermó y perdió el empleo. Eso sí, las pasábamos canutas para alimentarnos las tres, pero no había más. Ni tu hermana ni tú tenéis idea de lo que es el hambre de verdad, niña, aunque a tus padres tampoco les fue bien.

Siempre nos hablaban de ello, pero yo nunca tuve conciencia de las privaciones por las que pasaron mis padres. Ya de mayor, sí me enteré. Supe que mi madre se levantaba al alba, preparaba un cuarto de kilo de boquerones a mi padre (que luego él metía en una barra de pan, única comida hasta que volvía a casa de noche, después de matarse en el tajo), y a las brasas de la escasa lumbre cosía hasta que se le quedaban entumecidos los dedos. Después, me acercaba al colegio con mi hermana en brazos, echaba a andar bajo el frío o la lluvia hasta la calle Barquillo (de un extremo a otro de Madrid), para hacerse cargo de las perneras de algún pantalón o un siete en alguna camisa, y regresaba andando de nuevo a casa, donde cosía o remandaba la prenda y vuelta empezar.

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