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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

La paja en el ojo de Dios (35 page)

BOOK: La paja en el ojo de Dios
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Ambos Renner reían ahora.

—Comprendo. Y nosotros aparecimos en ese punto exacto, el punto de Eddie el Loco. De lo que deducen ustedes que hemos resuelto el enigma del Impulsor de Eddie el Loco.

—Así es.

—¿Y qué significa eso?

La alienígena separó sus labios en una sonrisa inquietantemente tiburonesca, desconcertantemente humana... Renner les permitió que contemplasen detenidamente aquella sonrisa antes de desconectar.

Hubo un largo silencio, luego habló Sinclair.

—Bueno, está bastante claro, ¿no? Saben del Impulsor Alderson, pero no del Campo Langston.

—¿Por qué dice usted eso, teniente Sinclair? —preguntó Horvath. Todos intentaban explicárselo a la vez, pero la voz del ingeniero jefe se abrió paso entre la algarabía.

—Sus naves se desvanecen, pero sólo en el punto correcto, ¿no? Por lo tanto conocen el Impulsor. Pero ninguna de sus naves ha vuelto, porque pasan a espacio normal en la estrella roja. Es evidente.

—Oh —dijo Horvath, tristemente—. Sin ninguna protección... después de todo, se trata del interior de una estrella, ¿no? Sally se estremeció.

—Y su pajeña dijo que lo habían intentado muchas veces. —Se estremeció de nuevo—. Pero, señor Renner... ninguno de los otros pajeños habló nunca de astronáutica ni de nada parecido. La
mía
me habló de «Eddie el Loco» como si fuese algo de una época primitiva... una leyenda olvidada.

—Y la
mía
habló de Eddie el Loco como un ingeniero que utilizaba siempre capital de mañana para resolver los problemas de hoy —intervino Sinclair.

—¿Alguno más tiene algo que decir? —preguntó Rod.

—Bueno... —El capellán David Hardy parecía nervioso, tenía la cara gordinflona de un color rojo remolacha—. Mi pajeña dice que Eddie el Loco funda religiones. Religiones extrañas, muy lógicas y singularmente inadecuadas.

—Basta —exclamó Rod—. Al parecer, yo soy el único cuya pajeña no ha mencionado nunca a Eddie el Loco. —Se quedó pensativo—. ¿Estamos todos de acuerdo en que los pajeños conocen el Impulsor pero no el Campo?

Todos asintieron. Horvath se rascó la oreja un instante y luego dijo:

—Ahora que me acuerdo de la historia del descubrimiento de Langston, no tiene nada de sorprendente que los pajeños no tengan el Campo. Me asombra que tengan el
Impulsor
mismo, aunque sus principios
puedan
deducirse de la investigación astrofísica. Pero el Campo fue un invento puramente accidental.

—Dado que saben que existe, ¿qué cree usted? —preguntó Rod.

—Bueno... no sé —dijo Horvath.

Se hizo un silencio absoluto en la habitación. Un silencio lúgubre. Por último, todos empezaron a hablar. Sally reía.

—Están ustedes tan mortalmente serios —protestó—. Supongamos que tuviesen el Impulsor y el Campo... Sólo hay un planeta lleno de pajeños. No son hostiles, pero aunque lo fuesen, ¿creen ustedes realmente que iban a significar una amenaza para el Imperio? Capitán, ¿qué podría hacer la
Lenin
con el planeta pajeño ahora mismo, ella sola, si el almirante Kutuzov diese la orden?

La tensión desapareció. Todos sonrieron. Ella tenía razón, no había duda. Los pajeños no tenían siquiera naves de guerra. No tenían una flota, y si la inventasen, ¿cómo aprenderían las tácticas de la guerra espacial? ¿Qué amenaza podrían significar los infelices y pacíficos pajeños para el imperio del hombre?

Todo el mundo se calmó, salvo Cargill. No sonreía, ni mucho menos, cuando dijo, muy serio:

—No sé, señorita. Y realmente me gustaría saberlo.

Horace Bury no había sido invitado a la conferencia, aunque sabía de ella. Ahora, mientras la reunión continuaba, un soldado llegó a su camarote y educadamente, pero con firmeza, le sacó de él. El soldado no dijo adonde llevaba a Bury, y al cabo de un rato se hizo evidente que no lo sabía.

—El artillero jefe dice que debo permanecer con usted y estar preparado para llevarle adonde están todos los demás, señor Bury.

Bury examinó de reojo a aquel hombre. ¿Qué haría aquel tipo por cien mil coronas? Pero en realidad no era necesario. De momento. Era indudable que Blaine no se proponía fusilarle. Hubo un momento en que Bury se asustó. ¿Habría hablado Stone, allá en Nueva Chicago?

Por Alá, nadie estaba seguro... Absurdo. Aunque Stone lo hubiese dicho todo, no había ninguna posibilidad de que la
MacArthur
recibiese mensajes del Imperio. Estaban tan absolutamente aislados como los pajeños.

—Así que tiene que quedarse usted conmigo. ¿No le dijo su oficial adonde tengo que ir?

—Todavía no, señor Bury.

—Entonces lléveme al laboratorio del doctor Buckman. Estaremos los dos más cómodos.

El soldado lo pensó y por fin dijo:

—Esta bien, vamos.

Bury encontró a su amigo de mal humor.

—Empaquetar todo lo que no puede soportar el vacío —murmuraba Buckman—. Trasladar todo lo que pueda soportarlo. Sin ninguna razón. Simplemente porque sí. —Había empaquetado ya gran número de cajas y de bolsas de plástico.

La tensión de Bury se manifestaba claramente. Órdenes absurdas, un guardia a la puerta... comenzaba a sentirse de nuevo un prisionero. Tardó un rato en calmar a Buckman. Por fin el astrofísico se sentó en una silla y alzó una taza de café.

—Le he visto muy poco últimamente —dijo—. ¿Muy ocupado?

—Tengo muy poco que hacer, en realidad, en esta nave. No se me dice apenas nada —respondió Bury pausadamente... y esto le exigió un gran control—. ¿Por qué debe prepararse usted para vacío intenso aquí?

—¡Ah!, no lo sé. Simplemente tengo que hacerlo. Si intenta usted ver al capitán, está en la conferencia. Si uno no puede tratar con ellos cuando los necesita, ¿qué es lo que debe hacer?

Llegaban rumores del pasillo exterior: estaban arrastrando y cambiando de sitio objetos pesados. ¿Qué podía ser? A veces evacuaban las naves para librarse de las ratas.

¡Era eso! ¡Querían matar a las miniaturas! Alabado sea Alá, había actuado a tiempo. Bury sonrió aliviado. Tenía una idea mucho más clara del valor de las criaturas desde la noche en que había dejado una caja de
bhaklavah
junto a la placa facial de su traje de presión. Casi lo había perdido todo.

—¿Qué tal le fue en los asteroides de los puntos troyanos? —preguntó a Buckman.

Buckman pareció sorprenderse. Luego se echó a reír.

—Bury, no había pensado en ese problema desde hace un mes. Hemos estado estudiando el Saco de Carbón.

—Ah.

—Hemos encontrado allí una masa... probablemente una protoestrella. Y una fuente infrarroja. Las pautas móviles que se localizan en el Saco de Carbón son fantásticas. Como si el gas y el polvo fuesen viscosos... por supuesto son los campos magnéticos los que provocan esto. Estamos aprendiendo cosas maravillosas sobre la dinámica de una nube de polvo. Cuando pienso en el tiempo que perdí en esas rocas de los puntos troyanos... ¡siendo tan simple el problema!

—Bueno, siga, Buckman. No me deje colgado.

—¿Cómo? Ah, sí, se lo mostraré. —Buckman se acercó al intercomunicador y leyó una hilera de números. No pasó nada.

—Qué extraño. Algún idiota debe de haberlo clasificado como RESERVADO. —Buckman cerró los ojos, recitó otra serie de números, aparecieron fotografías en la pantalla—. Ah. ¡Aquí!

En la pantalla aparecieron asteroides, las imágenes eran borrosas. Algunos de los asteroides eran irregulares, otros casi esféricos, muchos tenían cráteres...

—Siento que las imágenes sean tan poco claras. Los puntos troyanos están bastante lejos... pero todo se arregló con tiempo y con los telescopios de la
MacArthur.
¿Ve usted lo que encontramos?

—Pues no, la verdad. A menos que...

Todos ellos tenían cráteres. Al menos un cráter. Tres asteroides largos y estrechos en sucesión... y cada uno con un profundo cráter en un extremo. Una roca, retorcida hasta parecer casi un caracol; y el cráter estaba en el interior de la curva. Todos los asteroides que aparecían tenían un cráter grande y profundo; y la línea que atravesaba el centro del cráter atravesaba siempre el centro de la masa de la roca.

Bury sintió miedo y ganas de reír al mismo tiempo.

—Sí, comprendo. Descubrieron ustedes que todos esos asteroides han sido colocados artificialmente. En consecuencia, dejaron de interesarles.

—Naturalmente. Cuando pienso que esperaba descubrir algún nuevo principio cósmico... —Buckman se encogió de hombros. Bebió otro trago de café.

—Supongo que no se lo habrá dicho a nadie...

—Se lo dije al doctor Horvath. Por cierto, ¿cree usted que pondría él el material en la sección reservada?

—Quizás. Buckman, ¿cuánta energía cree usted necesaria para mover una masa de rocas como ésa?

—Bueno, no sé. Supongo que mucha. En realidad... —los ojos de Buckman relumbraron—. Un problema interesante. Le daré el resultado cuando acabe con esa estupidez. —Se volvió a sus aparatos.

Bury se quedó sentado donde estaba, mirando al vacío. De pronto empezó a temblar.

25 • La pajeña del capitán

—Aprecio su interés por la seguridad del Imperio, almirante —dijo Horvath; hizo un gesto cauteloso frente a la imagen de la pantalla del puente de la
MacArthur—.
Se lo aseguro. Sin embargo, no hay duda de que si no aceptamos la invitación de los pajeños lo mejor es que nos volvamos a casa. Aquí no tenemos ya nada que aprender.

—Dígame usted, Blaine. ¿Está de acuerdo con esto? —la expresión del almirante Kutuzov era impenetrable.

—Señor —dijo Rod—, tengo que seguir el consejo de los científicos. Dicen que tenemos todos los datos que pueden obtenerse a esta distancia.

—¿Quiere situar usted entonces la
MacArthur
en órbita alrededor del planeta pajeño? ¿Es eso lo que aconseja usted? ¿Es su posición oficial?

—Lo es, señor. Eso o volver a casa, y no creo que sepamos lo suficiente sobre los pajeños para irnos ya.

Kutuzov respiró lenta y prolongadamente. Apretó los labios.

—Almirante, usted tiene su trabajo, yo tengo el mío —le recordó Horvath—. Está muy bien proteger el Imperio contra cualquier improbable amenaza que planteen los pajeños, pero debemos aprovechar los conocimientos científicos y tecnológicos que puedan proporcionarnos. Le aseguro que no se trata de algo insignificante. Están tan adelantados en muchos aspectos que yo... bueno, no encuentro palabras para describirlo, eso es todo...

—Exactamente. —Kutuzov remarcó la palabra golpeando los brazos de su silla de mando con los puños cerrados—. Tienen una tecnología superior a la nuestra. Hablan nuestro idioma y usted dice que nosotros jamás llegaremos a hablar el suyo. Conocen el efecto Alderson y ahora saben que existen Campos Langston. Quizás debiéramos volver a casa, doctor Horvath. Inmediatamente.

—Pero... —comenzó Horvath.

—Y sin embargo —siguió Kutuzov—, no me gustaría luchar con esos pajeños sin saber más de ellos. ¿Qué defensas planetarias tienen? ¿Cómo se gobiernan? Pese a todos los datos que han recogido ustedes veo que no son capaces de responder a estos interrogantes. No saben siquiera quién manda su nave embajadora.

—Cierto —dijo Horvath enérgicamente—. Es una situación muy extraña. Francamente a veces pienso que no tienen jefe, pero por otra parte acuden siempre a su nave para solicitar instrucciones cuando lo necesitan... y luego está la cuestión del sexo.

—Hable usted claro, doctor.

—De acuerdo —dijo Horvath, irritado—. Es muy simple. Todos los Marrones-y-blancos han sido hembras desde su llegada. Además, la hembra marrón ha quedado embarazada y ha dado a luz una cría marrón y blanca. Ahora es macho.

—Sé de casos de cambios de sexo en alienígenas. ¿Cree usted que una Marrón-y-blanca era macho hasta poco antes de que llegase la nave embajadora?

—Eso pensamos. Pero parece más probable que las Marrones-y-blancas no hayan criado debido a la presión demográfica. Todas ellas siguen siendo hembras... pueden ser incluso híbridos, pues una Marrón es madre de uno. ¿Cruce entre los Marrones y otros? Esto indicaría que había algo distinto a bordo de la nave embajadora.

—Ellos tienen un almirante a bordo de su nave —dijo Kutuzov con firmeza—. Lo mismo que nosotros. Estoy seguro. ¿Qué les dijeron ustedes cuando preguntaron sobre mí?

Rod oyó un resoplido detrás y supuso que se trataba de Kevin Renner.

—Lo menos posible, señor —dijo Rod—. Sólo que estábamos sometidos a las órdenes de la
Lenin.
No creo que conozcan su nombre, ni si hay un hombre o un grupo, un consejo, a bordo.

—Muy bien. —El almirante casi sonreía—. Exactamente lo que ustedes saben sobre su comandante, ¿verdad? Ahora bien, no hay duda de que a bordo de esa nave hay un almirante y que ha decidido que es mucho mejor tenerles más cerca de su planeta. Ahora bien, mi problema es: ¿sabré yo más dejándoles ir de lo que descubrirá él teniéndoles allí?

Horvath se apartó de las pantallas y lanzó una mirada suplicante al cielo y a todos los santos. ¿Cómo podía ponerse de acuerdo con un hombre como aquél...?

—¿Alguna señal de los pequeños pajeños? —preguntó Kutuzov—. ¿Tienen ustedes aún marrones a bordo del crucero de batalla de Su Majestad Imperial
MacArthur?

Rod se estremeció ante el tono sarcástico.

—No, señor. Evacuamos la bodega hangar y lo abrimos todo al espacio. Y luego coloqué a todos los pasajeros y a la tripulación de la
MacArthur
en la cubierta hangar y abrí el resto de la nave. Fumigamos con cifógeno, echamos monóxido de carbono en todos los sistemas de ventilación, abrimos de nuevo al espacio y después salimos de la bodega hangar e hicimos lo mismo allí. Las miniaturas están muertas, almirante. Tenemos los cuerpos. Veinticuatro, exactamente, aunque a una de ellas no la encontramos hasta ayer; estaba bastante descompuesta después de tres semanas...

—¿Y no hay rastro alguno de Marrones? ¿Ni de ratones?

—No, señor. Tanto las ratas y los ratones como los pajeños... están muertos. La otra miniatura, la que teníamos enjaulada, ha muerto también, señor. El veterinario cree que de vejez.

—Así que el problema está resuelto —dijo Kutuzov—. ¿Y qué me dicen de la alienígena adulta que tienen a bordo?

—Está enferma —dijo Blaine—. Tiene los mismos síntomas que la miniatura.

—Sí, ése es otro asunto —dijo rápidamente Horvath—. Quiero preguntarles a los pajeños qué puede hacerse con la minera enferma, pero Blaine no quiere permitírmelo si no da usted permiso.

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