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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

La paja en el ojo de Dios (41 page)

BOOK: La paja en el ojo de Dios
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En el tercer piso, llovía permanentemente. Los relámpagos relumbraban, a ilusorios kilómetros de distancia. Los humanos decidieron no entrar, pues no tenían ropa para protegerse de la lluvia. Los pajeños medio se disculparon, medio se enfadaron. No se les había ocurrido que la lluvia pudiese molestar a los humanos. A ellos les gustaba.

—Seguirá pasándonos constantemente —predijo la pajeña de Whitbread—. Os estudiamos, pero no os conocemos. Y vosotros estáis perdiéndoos algunas de las formas vegetales más interesantes del planeta. Quizás otro día, cuando suspendan la lluvia...

El cuarto piso no tenía nada de silvestre. Había incluso casitas redondeadas en cerros ilusoriamente distantes. Pequeños árboles en forma de sombrilla daban frutos rojos y azulados bajo un liso disco verde de follaje. Tras uno de ellos había un par de protopajeños. Eran pequeños, redondeados y barrigudos, y sus brazos derechos parecían haber encogido. Miraron al grupo de visitantes con ojos tristes; luego uno de ellos cogió un fruto azulado. Su brazo izquierdo era lo suficientemente largo para alcanzarlo.

—Otro miembro invisible de nuestra especie —dijo la pajeña de Horvath—. Extinto ahora, salvo en las reservas de formas de vida.

Parecía querer alejarse rápidamente de ellos. Encontraron a otra pareja en una parcela de melones del mismo tipo que los que habían comido los humanos para cenar, según indicó Hardy.

En un campo grande y herboso pacía plácidamente un grupo de seres de pezuñas y pelo lanudo. Uno de ellos hacía guardia, volviéndose constantemente para vigilar a los visitantes.

—Parece usted desilusionado. ¿Por qué? —dijo una voz detrás de Whitbread.

Whitbread se volvió sorprendido.

—¿Desilusionado? ¡No! Es fascinante.

—Me equivoqué —dijo su pajeña—. Me gustaría hablar unas palabras con el señor Renner. ¿Le importa dejarnos?

El grupo se había desparramado. No había posibilidad de perderse allí y todos disfrutaban del placer de sentir la hierba bajo los pies: largas y rizadas hojas verdes más esponjosas que la hierba ordinaria, muy parecidas a las alfombras vivas de las casas de la aristocracia y de los comerciantes ricos.

Renner miraba tranquilamente a su alrededor cuando sintió que se posaban en él unos ojos.

—¿Sí?

—Señor Renner, me da la sensación de que le desilusiona a usted un poco nuestro zoo.

Whitbread pestañeó. Renner frunció el ceño.

—Sí, y no entiendo por qué. No tendría por qué sentir esto. Es un mundo totalmente ajeno, expuesto aquí en beneficio nuestro. Whitbread, ¿siente usted lo mismo?

Whitbread asintió a regañadientes.

—¡Vaya! Eso es. Se trata de un mundo ajeno, expuesto aquí en beneficio nuestro, ¿no? ¿Cuántos zoos ha visto usted, en cuántos mundos? Whitbread calculó mentalmente, y dijo:

—Seis incluyendo la Tierra.

—Y eran todos como éste, salvo que la ilusión es mejor. Nosotros esperábamos algo de una magnitud completamente distinta. Y no lo es. No es más que otro mundo distinto, salvo por los pajeños inteligentes.

—Parece razonable —dijo la pajeña de Whitbread. Quizás su voz tuviese un tono excesivamente forzado y los humanos recordaban que los pajeños no habían visto jamás un mundo distinto.

—Una lástima, sin embargo —añadió la pajeña—. Staley parece muy interesado. Y lo mismo Sally y el doctor Hardy. Pero ellos son profesionales.

Sin embargo, el piso siguiente fue una sorpresa.

El primero en salir del ascensor fue el doctor Horvath. Se quedó petrificado. Era una calle ciudadana.

—Creo que nos hemos equivocado... de puerta... —por un instante creyó que había perdido la razón.

La ciudad estaba desierta. Había unos cuantos vehículos en las calles, pero eran vehículos abandonados y destrozados, algunos con señales de fuego. Varios edificios se habían derrumbado, llenando la calle de montañas de escombros. Una masa móvil de color negro avanzó hacia ellos y se desvió luego en un enjambre, huyendo hacia los agujeros oscuros de una ladera de escombros, hasta que desapareció por completo.

A Horvath se le pusieron los pelos de punta. Cuando una mano alienígena tocó su codo, dio un salto.

—¿Qué pasa, doctor? Ustedes deben de tener también animales que han evolucionado para vivir en las ciudades.

—No —dijo Horvath.

—Las ratas —dijo Sally Fowler—. Y hay un tipo de insectos que viven sólo en los seres humanos. Pero creo que eso es todo.

—Nosotros tenemos muchos más —dijo la pajeña de Horvath—. Quizás podamos mostrarles unos cuantos. Aunque son muy asustadizos.

Desde lejos, los pequeños animales negros eran indiferenciables de las ratas. Hardy sacó una foto de un enjambre que corría a ocultarse. Esperaba que la foto resultase sensacional. Había un gran animal, muy liso, casi invisible, al que no distinguieron hasta que estuvieron delante de él. Era del color y de la forma del ladrillo por el que trepaba.

—Como un camaleón —dijo Sally. Luego tuvo que explicar cómo eran los camaleones.

—Ahí hay otro —dijo la pajeña de Sally, señalando a un animal color hormigón que subía por una pared gris—. No le moleste. Tiene dientes.

—¿Y dónde consiguen alimentos?

—En los jardines de las azoteas. Aunque también pueden comer carne. Y hay un insectívoro...

Les llevó hasta una azotea que quedaba a dos metros por encima del nivel de la calle. Había árboles frutales y verduras que crecían desordenadamente, y un pequeño bípedo sin brazos que sacaba una lengua retráctil de más de un metro de longitud. Parecía como si tuviese la boca llena de nueces.

En el sexto piso hacía un frío terrible. El cielo era gris plomo. La nieve giraba en torbellinos a lo largo de un infinito de heladas tundras. Hardy quería quedarse, pues había mucha vida en aquel infierno helado; a través del hielo crecían matorrales y árboles pequeños, y había un ser grande y pacífico que les ignoró, una especie de conejo de las nieves saltarín y peludo, con orejas en forma de plato y sin patas delanteras. A Hardy tuvieron que sacarle de allí casi por la fuerza; pues si se hubiese quedado mucho tiempo se habría congelado.

En el Castillo les esperaba la cena: alimentos procedentes de la
MacArthur
y rodajas de un cactus pajeño verde y plano de unos setenta y cinco centímetros de anchura por tres de grosor. La gelatina roja que contenía sabía casi a carne. A Renner le gustó, pero los otros no fueron capaces de comerlo. Del resto comieron como hambrientos, charlando animadamente entre bocado y bocado. Debía de ser el día de mayor duración lo que les despertaba aquel apetito.

—Tenemos cierta idea de lo que quiere ver un turista en una ciudad extraña —dijo la pajeña de Renner—, al menos sabemos lo que aparece en vuestras películas de viajes. Museos. Los edificios del gobierno. Monumentos. Piezas arquitectónicas únicas. Quizás las tiendas y los clubs nocturnos. Sobre todo, la forma de vivir de los nativos. —Hizo un gesto de disculpa—. Hemos tenido que omitir parte de esto. No disponemos de clubs nocturnos. El alcohol en cantidades pequeñas no nos produce ningún efecto. En cantidades grandes resulta mortal para nosotros. Tendréis oportunidad de oír nuestra música, pero, francamente, no creo que os guste.

»El gobierno es la asamblea de los Mediadores cuando se reúnen para hablar. Podría estar en cualquier sitio. Los que toman decisiones viven donde les parece, y en general se consideran obligados a respetar los acuerdos de sus Mediadores. Veréis algunos de nuestros monumentos. En cuanto a nuestra forma de vida, ya habéis tenido cierto tiempo para estudiarla.

—¿Y cómo vive el Blanco? —preguntó Hardy; luego su boca se abrió en un ruidoso bostezo.

—Tiene usted razón —dijo su pajeña—. Tenemos que llevarles a ver la residencia familiar de un miembro de la especie que da órdenes. Creo que podemos conseguir un permiso...

Los pajeños trataron del asunto.

—Yo también creo que podremos —dijo la pajeña de Sally—. Ya veremos. Bueno, creo que debemos retirarnos ya.

El cambio de tiempo había afectado a los humanos. Los doctores Horvath y Hardy bostezaron, pestañearon, parecieron sorprenderse, se excusaron y se fueron. Bury aún se sentía con fuerzas. Renner le preguntó qué rotación tenía su planeta. El, por su parte, llevaba suficiente tiempo en el espacio como para adaptarse a cualquier programa.

Pero el grupo se disgregaba. Sally dio las buenas noches y subió las escaleras, tambaleándose claramente. Renner sugirió que cantasen un poco, pero al no obtener el apoyo de nadie, renunció a la idea.

Torre arriba subía una escalera espiral. Renner penetró por un pasillo, movido por la curiosidad. Al llegar a una cámara neumática comprendió que debía conducir al balcón, el anillo liso que rodeaba la torre. No le importaba probar el aire de Paja Uno. Se preguntó si el balcón estaría realmente destinado al uso... y luego recordó un anillo que rodeaba una esbelta torre, y se preguntó si no estarían los pajeños jugando con el simbolismo freudiano.

Probablemente lo estuviesen haciendo. Siguió su camino, hasta su habitación.

Renner pensó al principio que se había equivocado de cuarto. La composición de colores era asombrosa: naranja y negro, completamente distintos de los apagados y pálidos marrones de la mañana. Pero el traje de presión que colgaba de la pared era el suyo, tenía el mismo diseño y los distintivos del rango en el pecho. Miró a su alrededor, intentando determinar si le gustaba el cambio.

Era el único cambio... no, la habitación era más cálida. La noche anterior hacía demasiado frío. Cruzó la habitación y comprobó en la alcoba donde dormían los pajeños. Sí, allí dentro hacía más frío.

La pajeña de Renner, apoyada en el quicio de la puerta, le observaba con la sonrisa habitual. Renner sonrió también, tímidamente. Luego continuó su inspección.

El cuarto de baño... el inodoro era distinto. Exactamente como el que él había dibujado. Pero no tenía agua. No tenía cisterna.

Pero qué demonios, sólo había un medio de probar un inodoro.

Cuando miró la taza vio que estaba resplandecientemente limpia. Echó en ella un vaso de agua y vio que corría sin dejar una gota. La superficie de la taza evitaba todo roce.

Tengo que decirle esto a Bury, pensó. Había bases en lunas sin aire, y mundos donde el agua, o la energía para reciclarla, eran escasas. Mañana. Tenía demasiado sueño.

El período de rotación de Levante era de veintiocho horas y 40,2 minutos. Bury se había adaptado bastante bien al día ordinario de la
MacArthur,
pero siempre era más fácil adaptarse a un día más largo que a uno más corto.

Esperó mientras su Fyunch(click) enviaba a su Marrón por café. Esto le hizo echar de menos a Nabil... y preguntarse si el Marrón sería más hábil que Nabil. Había subestimado gravemente el poder de los Marrones-y-blancos. Al parecer su pajeño podía tripular cualquier vehículo de Paja Uno, estuviese construido ya o no; aun así, actuaba como agente de alguien a quien Bury nunca había visto. La situación era compleja.

El Marrón regresó con café y con otra jarra, algo que tenía un tono marrón pálido y que no humeaba.

—¿Venenoso? Muy probablemente —dijo su Fyunch(click)—. Los contaminantes podrían perjudicarle, o las bacterias. Es agua, del exterior.

Bury no tenía la costumbre de ir con demasiada rapidez al negocio. Consideraba que a un comerciante demasiado ansioso podían engañarle mucho más fácilmente. No tenía conciencia de los miles de años de tradición que había tras esta opinión suya. En consecuencia, él y su contacto pajeño hablaron de muchas cosas...

—«De zapatos y naves y cera, de coles y reyes» —citó, e identificó cada una de estas cosas, por las que el pajeño mostró evidente interés. Al pajeño le interesaban sobre todo las diversas formas de gobierno de los humanos.

—Pero no creo que deba leer a ese Lewis Carroll —dijo— hasta que sepa mucho más de la cultura humana.

Luego Bury planteó otra vez el tema de los artículos de lujo.

—Los artículos de lujo. Sí, estoy de acuerdo, en principio —dijo el pajeño de Bury—. Si un artículo de lujo es fácilmente transportable, puede rendir aunque sólo sea por la disminución de los gastos de combustible. Eso debe regir incluso con su Impulsor de Eddie el Loco. Pero en la práctica existen restricciones entre nosotros.

Bury había pensado ya en unas cuantas.

—Dígame cuáles —pidió.

—El café. Los tés. Los vinos. Supongo que usted comercia también en vinos...

—Mi religión prohibe el vino. —Bury comerciaba indirectamente en el transporte de vinos de un mundo a otro, pero no creía que los pajeños quisiesen comerciar con vino.

—No importa. Nosotros no toleramos el alcohol, y no nos gusta el sabor del café. Puede que pase lo mismo con otros productos parecidos, aunque quizás merezca la pena probar.

—¿Y ustedes no comercian con artículos de lujo?

—No. Con poder sobre otros, seguridad, permanencia de costumbres y dinastías... Como siempre, hablo en nombre de los que dan órdenes. Cubrimos esos campos, en su nombre, pero también nos ocupamos de la diplomacia. Comerciamos con bienes duraderos, artículos de primera necesidad, trabajos técnicos... ¿Qué piensa usted de nuestras obras de arte?

—Podrían venderse a buen precio, hasta que se hiciesen corrientes. Pero creo que donde mejor podría desarrollarse nuestro comercio es en el campo de las ideas y de los proyectos.

—¿Sí?

—El inodoro de superficie antiadhesiva, y el principio que hay tras él. Varios superconductores, que construyen ustedes mejor que nosotros. Vimos una muestra en un asteroide. ¿Pueden ustedes reproducirlo?

—Estoy seguro de que los Marrones encontrarán el medio —contestó el pajeño—. En eso no habrá problema. Ustedes, desde luego, tienen mucho que ofrecer. Terreno, por ejemplo. Querremos comprar terreno para nuestras embajadas.

Probablemente se lo ofrecerían gratis, pensó Bury. Pero para aquella raza la tierra debía de tener un valor literalmente incalculable; sin los humanos jamás tendrían más de la que tenían por el momento. Y querrían tierra para asentamientos. Aquel mundo estaba superpoblado. Bury había visto las luces urbanas desde la órbita, un campo de luz alrededor de océanos oscuros.

—Tierra —repitió— y cultivos. Hay cultivos que crecen bajo soles muy parecidos a éste. Sabemos que pueden ustedes comer algunos de ellos. ¿Podrían cultivarse aquí con más eficacia que los productos del planeta? Los alimentos nunca resultan comercialmente productivos por los gastos de transporte, pero puede que las semillas sí.

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