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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

La paja en el ojo de Dios (59 page)

BOOK: La paja en el ojo de Dios
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Sally está tomándoselo mejor que yo, pensó Rod, pese a ser una civil. A ambos nos agradaban esos muchachos... ¿Por qué no me preocupo yo de los demás? Cinco infantes de marina muertos al rescatar a los civiles. No hubiese sido tan terrible si hubiesen muerto en acción. Yo ya esperaba pérdidas cuando envié al grupo de rescate con el transbordador. En realidad nunca creí que los muchachos pudieran salir de la
MacArthur.
¡Pero lo hicieron!

—Encomendamos a Dios omnipotente las almas de nuestros hermanos fallecidos, y entregamos sus cuerpos a las profundidades del espacio; en seguridad y esperanza cierta de resurrección en vida perdurable por nuestro Señor Jesucristo; pues cuando él venga en gloriosa majestad a juzgar a los mundos, devolverán los mares sus muertos y verterán las profundidades sus cargas...

Kelley giró la llave y hubo un suave
jusch,
luego otro; tres, cuatro, cinco. Sólo cuatro cuerpos y una cabeza recobrados, de veintisiete muertos y desaparecidos.

¿Y qué harán los pajeños, por su parte?, se preguntaba Rod. Tres cañones laterales dispararon al espacio contra la nada, salvo el tercero, cuyo impacto evaporaría los cuerpos lanzados un momento antes. Había insistido en ello el almirante, y nadie lo había discutido.

Cesaron las vibrantes notas de trompeta cuando las cintas del trompetista de la
Lenin
y las del de la
MacArthur
terminaron al mismo tiempo. La nave permaneció inmóvil un instante.

Los oficiales salieron en silencio de la sala de torpedos. En los pasillos se encendieron del todo las luces y los hombres volvieron rápidamente a sus puestos o a las atestadas áreas de descanso. La rutina de la nave continúa, pensó Rod. También los servicios fúnebres son parte del Libro. Todo tiene su norma: nacimiento a bordo de la nave, inscripción; entierro, con o sin cuerpo; y también hay una norma para los capitanes que pierden sus naves. El Libro decreta que comparezcan ante un tribunal militar.

—Rod. Un momento, Rod, por favor.

Se detuvo a instancias de Sally. Estaban en el pasillo y el resto de los oficiales y la tripulación pasaban junto a ellos. Rod quería continuar, volver a la soledad de su camarote donde nadie le preguntase qué había sucedido a bordo de la
MacArthur.
Pero allí estaba Sally, y algo en su interior quería hablar con ella, o simplemente estar cerca de ella...

—Rod, el doctor Horvath dice que los pajeños han enviado embajadores a nuestro encuentro al punto Eddie el Loco, pero que el almirante Kutuzov no piensa admitirlos a bordo. ¿Es verdad?

¡Maldita sea! pensó. Otra vez los pajeños...

—Así es —contestó, y se volvió para marcharse.

—¡Espere, Rod! ¡Tenemos que hacer algo!, ¿adonde va usted? —le vio alejarse rápidamente. ¿Y qué hago yo ahora?, se preguntó.

La puerta de Blaine estaba cerrada, pero el indicador decía que no estaba cerrada con llave. Kevin Renner vaciló, luego llamó. Sin resultado. Esperó un momento y volvió a llamar.

—Adelante.

Renner abrió la puerta. Resultaba extraño entrar directamente en el camarote de Blaine: no había ningún centinela, nada de la misteriosa aureola de mando que rodea al capitán.

—Hola, capitán. ¿Le importaría charlar un rato?

—No. ¿Qué puedo ofrecerle?

A Blaine era evidente que le daba igual. No miraba a Renner, y éste se preguntó qué sucedería si se tomaba en serio aquella aceptación formal. Podía pedir algo de beber...

El camarote de Blaine era grande. Hubiese sido una habitación de torre si la
Lenin
estuviese diseñada con una torre. Sólo había cuatro hombres y una mujer con camarote individual, y Blaine no utilizaba la preciada habitación; parecía llevar sentado varias horas en aquella silla, probablemente desde los servicios fúnebres. Desde luego no se había cambiado. Había tenido que pedir prestado a Mijailov uno de sus uniformes de gala y no le quedaba bien.

Permanecieron sentados en silencio, Blaine contemplando algún espacio-tiempo que excluía a su visitante.

—He estado viendo el trabajo de Buckman —dijo Renner, por decir algo. Por algo hay que empezar, y preferiblemente no por los pajeños.

—¿Ah, sí? ¿Cómo va? —preguntó formulariamente Blaine.

—No lo entiendo del todo. Él dice que puede probar que en el Saco de Carbón está formándose una protoestrella. En unos mil años alumbrará con luz propia. Bueno, no puede demostrármelo porque yo no sé suficientes matemáticas.

—Vaya.

—¿Qué tal lo pasa usted? —Renner parecía dispuesto a marcharse—. ¿Disfrutando de estas vacaciones?

Por fin Blaine alzó sus ojos angustiados.

—Kevin, ¿por qué intentarían los muchachos volver al planeta?

—Capitán, eso es una tontería. No pudieron intentar nada de eso. —Dios mío, desvaría. Esto va a ser más duro de lo que pensaba.

—Entonces, dígame qué sucedió.

Renner parecía desconcertado, pero evidentemente Blaine hablaba en serio.

—Capitán, la nave estaba llena de Marrones... Había Marrones por todas partes. Debieron de llegar a la zona de almacenaje de botes salvavidas muy pronto. Si usted fuese pajeño ¿cómo rediseñaría una nave salvavidas?

—Soberbiamente. —Blaine sonrió de veras—. Ni siquiera un hombre muerto podría desaprovechar un chiste como éste.

—Me tenía preocupado —Renner rió entre dientes y luego se puso serio—. No, lo que quiero decir es que ellos rediseñan para cada nueva situación. En espacio profundo el bote desaceleraría y pediría ayuda. Junto a un gigante gaseoso, orbitaria. Siempre automático, desde luego, para que los pasajeros no resultasen afectados. Junto a un mundo habitable, el bote aterrizaría.

—¿Sí? —Blaine frunció el ceño. En sus ojos había ahora una chispa de vida. Renner contuvo la respiración.

—Sí, pero, Kevin, ¿qué pasó entonces? Si los Marrones llegaron a los botes sin duda los diseñaron
correctamente.
Además, tendrían controles; no obligarían necesariamente a aterrizar.

Renner se encogió de hombros.

—¿Puede usted adivinar para qué sirven las palancas y los interruptores de un tablero de mando pajeño nada más verlo? Yo no, y dudo que los guardiamarinas pudieran. Salvo que los Marrones previesen eso. Capitán, quizás los botes no estuviesen terminados, o resultasen averiados en el combate.

—Quizás...

—Quizás... muchas cosas. Puede que estuviesen diseñados para los Marrones. Los muchachos tendrían que amontonarse allí dentro en un espacio reducido. Y que no hubiese tiempo con sólo tres minutos de margen.

—¡Aquellos malditos torpedos! ¡Aquello debía de estar lleno de Marrones!

Renner asintió.

—Pero ¿a quién se le iba a ocurrir una cosa así?

—Debía habérseme ocurrido a mí.

—¿Por qué? —preguntó Renner muy serio—. Capitán.

—Ya no soy capitán.

¡Aja!
pensó Renner.

—Sí, señor. Aún sigue siéndolo y no creo que nadie en la Marina piense lo contrario. Nadie. El Zar quedó muy satisfecho con el procedimiento de descontaminación que usted aplicó, ¿no es cierto? Todo el mundo piensa eso. ¿Por qué demonios se acusa usted de un error que fue de todos?

Blaine miró a Renner dudoso. El piloto jefe tenía la cara levemente enrojecida. ¿Por qué se agitaba tanto?

—Hay otra cosa —dijo Rod—. Suponga que los botes salvavidas estuviesen adecuadamente diseñados. Suponga que los muchachos hiciesen un aterrizaje perfecto y mintiesen los pajeños.

—He pensado eso —dijo Renner—. ¿Qué piensa usted?

—Bueno, no creo que fuese posible, pero me gustaría comprobarlo.

—Si conociese usted a los pajeños tan bien como yo, estaría seguro. Convénzase. Estudie los datos. Tenemos en abundancia a bordo de esta nave, y tiene usted tiempo. Tiene que saber usted mucho sobre los pajeños, es usted el mayor especialista que tiene la Marina en el tema.

—¿Yo? —rió Rod—. Kevin, yo no soy especialista en nada. Lo primero que tendré que hacer cuando regrese es comparecer ante un tribunal militar...

—Al diablo los tribunales militares —dijo Renner con impaciencia—. ¿Es posible, capitán, que esté usted aquí torturándose por ese formulismo? ¡Dios mío!

—¿Y en qué cree usted que debo pensar, teniente Renner? Kevin se echó a reír. Era mejor que Blaine se enfadase que no que siguiese aferrado a sus cavilaciones.

—Oh, en cuanto a por qué Sally estaba tan triste esta tarde... creo que se sintió herida por cómo la trató usted. Por su actitud cuando le preguntó qué iba a decir sobre los embajadores pajeños. Sobre las rebeliones y secesiones de los mundos coloniales, o sobre el precio del iridio, o la inflación de la corona...

—Renner, por amor de Dios, cállese...

Kevin sonrió satisfecho.

—...o cómo conseguir que yo me vaya de esta habitación. Capitán, mírelo de este modo. Suponga que un tribunal le considera culpable de negligencia. Desde luego ésa sería la única acusación posible. Usted no rindió la nave al enemigo ni nada similar. Así que suponga que de veras quisiesen su cabellera y se agarrasen a eso. Lo peor que podrían hacer sería dejarle en tierra. Ni siquiera le degradarían. Simplemente le dejarían en tierra y usted dimitiría... Aún seguiría siendo el decimosegundo marqués de Crucis.

—Sí. ¿Y qué?

—¿Y qué? —Renner se enfureció de pronto; frunció el ceño y cerró un puño—. ¿Y qué? Mire, capitán, yo no soy más que un piloto mercante, todos los miembros de mi familia lo han sido y todos nosotros queremos seguir siéndolo. Cogí este puesto en la Marina porque todos lo hacemos... quizá allá en nuestro hogar no seamos tan partidarios del imperialismo como lo son ustedes en la capital, pero se debe en parte a que confiamos en que ustedes los aristócratas dirigirán las cosas. Nosotros cumplimos con nuestra parte, y esperamos que ustedes, que tienen todos los privilegios, cumplan con la suya...

—Bueno... —Blaine parecía calmado, y un poco embarazado por el estallido de Renner—. ¿Y cómo ve usted mi papel?

—¿Qué cree usted? Usted es el único aristócrata del Imperio que sabe algo de los pajeños, ¿y me pregunta a mí lo que debe hacer? Capitán, espero que piense bien esto, nada más. Señor, el Imperio se verá obligado a seguir una política racional respecto a los pajeños, y la influencia de la Marina es grande... ¡No puede usted dejar que la Marina base su política en lo que diga Kutuzov! Ya puede empezar usted a pensar en esos embajadores pajeños a los que el almirante no quiere admitir.

—Maldita sea, tiene usted razón. Ha pensado mucho en eso, ¿verdad?

—Bueno, quizás un poco. Mire, tiene usted tiempo. Hable con Sally sobre los pajeños. Estudie los informes que enviamos desde Paja Uno. Así cuando el almirante le pida consejo dispondrá usted de argumentos para convencerle. Tenemos que llevar con nosotros a esos embajadores...

Rod hizo un gesto de repugnancia. ¡Pajeños a bordo de otra nave! Dios santo...

—Y deje de pensar así —dijo Renner—. No se escaparán ni se multiplicarán por la
Lenin.
No tendrían tiempo, además. Utilice la cabeza, señor. El almirante le escuchará. Ahora sólo le habla del tema Horvath, y todo lo que Horvath sugiere el Zar lo rechaza, pero a usted le escucharía...

—Está usted actuando como si mi criterio valiese algo —dijo Rod, con impaciencia—. Pero las pruebas demuestran lo contrario.

—Dios mío. Está usted realmente deprimido, ¿verdad? ¿Sabe lo que piensan de su capitán sus oficiales y soldados? ¿Tiene usted idea? Demonios, capitán, es por tipos como usted por lo que puedo yo aceptar la aristocracia... —Kevin se detuvo, embarazado, por haber dicho más de lo que pretendía—. Mire, el Zar tendrá que preguntarle a usted su opinión. No tiene por qué seguir el consejo que usted le dé, ni el de Horvath, pero tiene que preguntarles a ambos. Así lo dicen las instrucciones de la expedición...

—¿Cómo demonios sabe usted eso?

—Capitán, mi división tuvo que encargarse de rescatar los libros de la
MacArthur,
¿recuerda? No tenían el sello de SECRETO.

—¿Cómo que no?

—Bueno, quizás la luz no fuese buena y yo no viese los sellos. Además, tenía que asegurarme de cuáles eran los libros, ¿no? Lo cierto es que el doctor Horvath conoce esa norma. Va a insistir en que se celebre un consejo de guerra antes de que Kutuzov decida definitivamente la cuestión de los embajadores.

—Comprendo —Rod se rascó el puente de la nariz—. Kevin, ¿quién le dijo que viniese? ¿Horvath?

—Por supuesto que no. Fue idea mía. —Renner vaciló—. Bueno, hubo una persona que me animó, capitán —esperó a que Blaine dijera algo, pero al ver que no lo hacía, continuó—: Me pregunto a veces por qué no se habrá extinguido la aristocracia, a veces parecen ustedes tan estúpidos. ¿Por qué no le ha hecho una visita a Sally? Está sentada en su camarote, muy triste, con un montón de notas y libros por los que no puede interesarse ya... —Renner se detuvo bruscamente—. Le vendría muy bien que la animaran un poco.

—¿Sally? Preocupada por...

—Dios mío... —murmuró Renner. Se volvió y salió del camarote.

41 • Nave obsequio

La
Lenin
avanzaba hacia el punto Eddie el Loco a una gravedad y media. Lo mismo hacía la nave obsequio.

La nave obsequio era un cilindro aerodinámico, hinchado en el morro, con muchas ventanas, como un minarete que cabalgase sobre una llama de fusión. A Sally Fowler y el capellán Hardy les pareció muy curioso. Ninguno más reparó en el torpe simbolismo fálico... ni lo admitiría.

Kutuzov odiaba aquella nave. A los embajadores pajeños podía tratárseles según las normas, pero la nave era algo distinto. Se había situado a tres kilómetros de distancia de la
Lenin,
y radiaba un alegre mensaje, mientras los artilleros de la
Lenin
la seguían desesperadamente. Kutuzov se había dicho que no podía llevar un arma suficientemente grande para atravesar el campo de la
Lenin.

Había mejores razones para odiar aquella nave. Kutuzov se sentía tentado de violar sus órdenes. Los voluntarios, tripulantes de la
MacArthur,
que fueron a probarla estaban entusiasmados con ella. Los controles parecían los de un transbordador de la Marina, pero el impulsor era un impulsor de fusión pajeño típico, un largo y delgado aguijón que guiaba un flujo de plasma con enorme eficiencia. Había otros detalles, todos ellos valiosos; el almirante Laurenti Kutuzov quería llevarse a casa aquella nave.

Y temía dejarla acercarse a su propia nave.

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