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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

La paja en el ojo de Dios (54 page)

BOOK: La paja en el ojo de Dios
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—¿Entonces por qué...? —preguntó Potter.

—No creo que pudieseis construir tantas naves espaciales —interrumpió Whitbread.

—Las construiríamos en los mundos coloniales y luego las enviaríamos acá —contestó la pajeña—. Alquilaríamos también naves comerciales a hombres como Bury. Podríamos pagar más que nadie. Pero, en fin... no podría durar. Las colonias se independizarían, como si dijésemos. Tendríamos que empezar otra vez con nuevas colonias, más allá. Y habría problemas demográficos en todos los mundos en que nos estableciéramos. ¿Se imaginan la situación a los trescientos años?

Whitbread lo intentó. Naves, como ciudades volantes, millones de ellas. Y guerras separatistas como las que habían acabado con el Primer Imperio. Más y más pajeños...

—Centenares de mundos pajeños, ¡intentando todos enviar excedentes de población a otros mundos! ¡Millones y millones de Amos compitiendo por territorio y seguridad! Lleva
tiempo
utilizar vuestro Impulsor Eddie el Loco. Tiempo y combustible, buscar en cada sistema el siguiente punto Eddie el Loco. Llegaría un momento en que la Esfera Pajeña no bastaría. Tendríamos que invadir el Imperio de la Humanidad.

—Hum — murmuró Whitbread.

Los otros sólo miraban a la pajeña; luego continuaron todos hacia la ciudad. Staley con el gran lanzacohetes en brazos, como si su peso le confortase. De vez en cuando se llevaba la mano a la pistolera para tocar la tranquilizadora culata de su propia arma.

—Sería una decisión fácil —dijo la pajeña de Whitbread—. Habría envidia.

—¿De nosotros? ¿Por qué? ¿Por las pildoras anticonceptivas?

—Sí.

Staley se echó a reír.

—Aunque eso no sería el fin. Llegaría un momento en que habría una inmensa esfera de sistemas ocupados por los pajeños. Las estrellas del centro no podrían siquiera controlar a las lejanas. Lucharían entre sí. Guerra continua, civilizaciones constantemente desmoronándose. Sospechó que una técnica normal sería la de arrojar un asteroide contra un sol enemigo con la idea de repoblar el planeta cuando la llama se hubiese apagado. Y la esfera seguiría expandiéndose, dejando más sistemas en el centro.

—No creo que pudieseis derrotar al Imperio.

—¿Con el índice de natalidad de nuestros Guerreros? Bueno, quizás consiguiesen barrernos. Quizás conservasen algunos ejemplares para los zoos; eso sí, no tendrían que preocuparse de si procreábamos o no en cautividad. En realidad a mí me da igual. También habría muchas posibilidades de que nuestra civilización se desmoronase sólo por dedicar una parte excesiva de nuestra capacidad industrial a la construcción de naves espaciales.

—¿Si no planean una guerra contra el Imperio, por qué estamos los tres condenados a muerte? —preguntó Staley.

—Hay cuatro condenas a muerte. Mi Amo quiere mi
cabeza
tanto como las suyas, bueno, quizás no. Quieren los cuerpos para disección.

Nadie mostró sorpresa.

—Están ustedes condenados a muerte porque tienen información suficiente para deducir todo esto sin ayuda, ustedes y los biólogos de la
MacArthur.
Hay muchos Amos más que apoyan la decisión de matarles. Tienen miedo de que si escapan ustedes ahora su gobierno nos considere una grave amenaza, una plaga que puede extenderse por la galaxia y con el tiempo destruir el Imperio.

—¿Y el Rey Pedro? ¿Él no quiere matarnos? —preguntó Staley—. ¿Por qué no?

Los pajeños gorjearon de nuevo. La pajeña de Whitbread habló por el otro.

—Puede decidir matarles. Tengo que ser franco en eso. Pero quiere volver a encerrar al genio en la botella... si hay medio de que humanos y pajeños puedan volver a donde estaban antes de que encontraran ustedes nuestra sonda Eddie el Loco, lo intentará. Los Ciclos son preferibles a... ¡A toda una galaxia de Ciclos!

—¿Y usted? —preguntó Whitbread—. ¿Cómo ve usted la situación?

—Como ustedes —dijo lentamente la pajeña—. Yo estoy cualificada para juzgar a mi especie sin apasionamiento. No soy un traidor. —Había súplica en la voz alienígena—. Soy un juez. Juzgo esa asociación de nuestras especies y considero que sólo podría traer envidia mutua, por las pildoras anticonceptivas de ustedes y por nuestra inteligencia superior. ¿Decía usted algo?

—No.

—Considero que la propagación de mi especie por el espacio entrañaría riesgos terribles y no acabaría con la ley de los Ciclos. Únicamente haría más terrible los colapsos. Nos multiplicaríamos más deprisa de lo que podríamos propagarnos, hasta que llegase el colapso para centenares de planetas al mismo tiempo...

—Pero —objetó Potter— ha llegado usted a su juicio desapasionado adoptando nuestro punto de vista... O más bien el de Whitbread. Imita usted hasta tal punto a Jonathon que los demás tenemos que contarle los brazos constantemente para saber quién es. ¿Qué sucedería si abandonase usted el punto de vista humano? Puede que su juicio... ¡Ujh!

El brazo izquierdo de la alienígena se posó sobre la pechera del uniforme de Potter y apretó con fuerza, arrastrando al guardiamarina hasta que su nariz le quedó a unos centímetros de la cara.

—No diga eso nunca —dijo—. Ni lo piense. La supervivencia de nuestra civilización, de cualquier civilización, depende de la justicia de mi clase. Nosotros comprendemos todos los puntos de vista y los juzgamos. Si otros Mediadores llegan a conclusiones distintas a la mía, allá ellos. Puede que sus datos sean incompletos, o sus objetivos distintos. Yo juzgo basándome en pruebas.

Le liberó. Potter retrocedió torpemente. Con los dedos de una mano derecha la pajeña apartó la pistola de Staley de su oreja.

—Eso era innecesario —dijo Potter.

—Conseguí llamar su atención, ¿no? Vamos, estamos perdiendo el tiempo.

—Un momento —Staley hablaba muy quedo, pero todos le oían bien en el silencio de la noche—. Iremos a ver a ese Rey Pedro, que puede dejarnos comunicar con la
Lenin o
no. Eso no es suficiente. Es necesario decirle al capitán lo que sabemos.

—¿Y cómo lo conseguirán? —prosiguió la pajeña de Whitbread—. Les aseguro que no les ayudaremos y no podrán hacerlo sin nosotros. Espero que no hayan pensado alguna estupidez como amenazarnos de muerte. ¿Creen que estaría aquí si me asustara eso?

—Pero...

—Horst, métase usted en su cabeza militar que la
Lenin
no está ya destruida sólo porque mi Amo y el Rey Pedro están de acuerdo en no destruirla. Mi Amo quiere que la
Lenin
vuelva con el doctor Horvath y el señor Bury a bordo. Si no nos hemos equivocado en nuestro análisis, serán muy persuasivos. Abogarán por el libre comercio y las relaciones pacíficas con nosotros...

—Ya —dijo Potter pensativo—. Y sin nuestro mensaje no habrá oposición... ¿Por qué no llama el propio Rey Pedro a la
Lenin?

Charlie y la pajeña de Whitbread hablaron entre sí. Contestó Charlie.

—No tenemos ninguna seguridad de que el Imperio no venga a destruir los mundos pajeños en cuanto sepa la verdad. Y hasta que sea seguro...

—Por amor de Dios, ¿cómo puede estar seguro de algo así por el simple hecho de hablar con nosotros? —dijo Staley—. No estoy seguro yo mismo. Si Su Majestad me preguntase en este momento, no sabría qué decirle... por amor de Dios, sólo somos tres guardiamarinas de un crucero de combate. No podemos hablar en nombre del Imperio.

—¿Podríamos hacerlo? —preguntó Whitbread—. Empiezo a preguntarme si el Imperio podría destruirles...

—Por Dios, Whitbread —protestó Staley.

—Hablo en serio. Cuando la
Lenin
regrese e informe en Esparta, ellos tendrán ya el Campo. ¿No es así?

Ambos pajeños se encogieron de hombros. Los gestos eran exactamente iguales... y exactamente iguales al gesto que hacía Whitbread al encogerse de hombros.

—Los Ingenieros trabajarán en eso ahora que saben que existe —dijo la pajeña de Whitbread—. Aun sin él, tenemos cierta experiencia en guerras espaciales. Pero, continuemos. ¡Ustedes no saben lo cerca que estamos en este momento de la guerra! Si mi Amo creyese que han comunicado ustedes todo eso a la
Lenin,
ordenaría atacar la nave. Si el Rey Pedro no se convenciese de que hay un medio de conseguir que nos dejen ustedes en paz, podría dar la misma orden.

—Y si no nos apresuramos el almirante habrá emprendido el viaje de vuelta a Nueva Caledonia —añadió Potter—. Señor Staley, no tenemos elección. Hemos de encontrar al Amo de Charlie antes que los otros Amos nos encuentren. Es así de simple.

—¿Jonathon? —preguntó Staley.

—¿Quiere usted un consejo, señor? —la pajeña de Whitbread rió con gesto de desaprobación; Jonathon Whitbread la miró irritado, pero luego sonrió—. Pues bien, señor, yo estoy de acuerdo con Gavin. ¿Qué otra cosa podremos hacer? No podemos combatir contra todo un planeta, y no podemos improvisar un sistema seguro de comunicación porque no disponemos de elementos suficientes.

Staley bajó su arma.

—De acuerdo. Entonces sigamos —contempló su pequeño comando—. Somos una patética embajada de la especie humana.

Continuaron cruzando los campos oscuros hacia la ciudad de brillantes luces que había más allá.

37 • Lección de historia

Alrededor de la ciudad había un muro de tres metros de altura. Parecía de piedra o de plástico duro; era difícil distinguir la estructura a la luz rojinegra del Ojo de Murcheson. Tras el muro se distinguían grandes edificios oblongos. Se abrían sobre sus cabezas ventanas amarillas.

—Las puertas de la ciudad deben de estar bien guardadas —dijo la pajeña de Whitbread.

—Es de suponer —murmuró Staley—. ¿Vive aquí también el Encargado?

—Sí. En la estación del subterráneo. A los Encargados no se les permite tener tierras de cultivo propias. La tentación de explotar ese tipo de autosuficiencia podría ser excesiva hasta para un macho estéril.

—Pero ¿cómo llega uno a ser Encargado? —preguntó Whitbread—. Usted siempre está hablando de competencia entre Amos, pero ¿cómo compiten?

—¡Por amor de Dios, Whitbread! —explotó Staley—. Bueno, ¿qué vamos a hacer con ese muro?

—Tendremos que atravesarlo —dijo la pajeña de Whitbread; cuchicheó con Charlie un momento—. Hay alarmas, y habrá Guerreros de guardia.

—¿Podremos atravesarlo?

—Sería posible con un láser de rayos X, Horst.

—Demonios... ¿a qué tanto miedo?

—Es por las sublevaciones que provoca el hambre.

—Bueno, lo atravesaremos. ¿Hay algún lugar que sea más adecuado? Los pajeños se encogieron de hombros con los mismos gestos que Whitbread.

—Quizás medio kilómetro más allá. Allí hay una carretera rápida. Caminaron siguiendo el muro.

—Dígame, ¿cómo compiten? —insistió Whitbread—. No hay otra cosa de que hablar.

Staley murmuró algo, pero se mantuvo próximo para escuchar.

—¿Cómo compiten
ustedes? —
preguntó la pajeña de Whitbread—. Eficiencia. Nosotros tenemos Comerciantes, ya sabe. El señor Bury quizás se sorprendiese de lo astutos que son algunos de nuestros Comerciantes. Los Amos compran, en parte, responsabilidades... es decir, demuestran que pueden controlar el trabajo. Consiguen que otros miembros más poderosos de la casta de los decisores les apoyen. Lo negocian los Mediadores. Se redactan contratos y se registran; los contratos son promesas de servicios, y cosas parecidas... Y algunos de los decisores trabajan para otros. Nunca directamente. Pero pueden tener un trabajo del que se cuiden y consultar a un Amo más poderoso sobre la política a seguir. Un Amo gana prestigio y autoridad cuando otros decisores empiezan a pedirle consejo. Y por supuesto sus hijas ayudan.

—Parece complicado —dijo Potter—. No creo que hubiese nada en la historia humana similar a eso en ninguna época ni en ningún lugar.

—Es complicado, no hay duda —convino la pajeña de Whitbread—. Pero ¿cómo podría ser de otro modo? Los decisores han de tener independencia. Eso fue lo que volvió loco al Fyunch(click) del capitán Blaine. El capitán Blaine era el Amo absoluto de la nave... salvo cuando llegaban órdenes de la
Lenin.
Entonces el capitán tenía que someterse a ellas, como un corderito.

—¿Habla usted realmente del capitán de ese modo? —preguntó Staley a Whitbread.

—Me niego a contestar porque podrían meterme en el transformador de masa —dijo Whitbread—. Además, el muro da la vuelta...

—Es por aquí, señor Staley —dijo la pajeña de Whitbread—. Hay una carretera al otro lado.

—Atrás.

Horst alzó el lanzacohetes y disparó. A la segunda explosión la luz atraveso la pared. En la parte superior brillaron más luces. Algunas iluminaron los campos mostrando los cultivos que crecían al borde del muro.

—Vamos, deprisa —ordenó Staley.

Atravesaron el agujero y entraron en la carretera. Coches y vehículos mayores pasaban rápidamente, esquivándoles por centímetros; ellos permanecían pegados al muro. Luego los tres pajeños irrumpieron audazmente en la carretera.

Whitbread gritó e intentó coger a su Fyunch(click). Ésta se soltó impaciente y se puso a cruzar la calle. Los coches pasaban casi rozando, sin disminuir en absoluto la velocidad. Al otro lado los Marrones-y-blancos les hacían señas con los brazos izquierdos. Era una seña inconfundible:
¡Venid!

A través del agujero de la pared entró luz. Algo había allí fuera en los campos donde habían estado ellos. Staley indicó a los otros que cruzasen la calle y disparó a través del agujero. El cohete estalló a unos cien metros de distancia, y la luz se apagó.

Whitbread y Potter cruzaron la carretera. Staley cargó por última vez el lanzacohetes, pero decidió ahorrar el proyectil. Ya no pasaba ninguna luz a través del agujero. Entró en la carretera y empezó a caminar. El tráfico silbaba a su alrededor. Pese a que sentía un impulso irresistible de correr, logró avanzar lentamente, a una velocidad constante. Pasó a su lado un camión como un huracán instantáneo. Luego otro. Después de un período interminable llegó al otro lado, vivo.

No había aceras. Seguían acosados por el tráfico, apretados contra una pared grisácea construida con un material parecido al hormigón.

La pajeña de Whitbread dio unos pasos hacia el interior de la calle e hizo un extraño gesto con tres brazos. Un gran camión rectangular se detuvo con chirriar de frenos. La pajeña habló con los conductores y los Marrones se bajaron inmediatamente, fueron a la parte trasera del camión y empezaron a mover cajas del compartimiento de carga. El tráfico continuaba pasando sin disminuir en absoluto la velocidad.

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