La paja en el ojo de Dios (51 page)

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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La paja en el ojo de Dios
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Las placas eran todas iguales, pero las vitrinas eran distintas. A Whitbread no le chocó. No había dos aparatos pajeños que fuesen exactamente iguales. Pero... casi se echó a reír.

Sobre una estructura escultórica de forma libre de un metal casi color melocotón había una burbuja de cristal de varios metros de longitud y dos de anchura. Ambas parecían recién hechas. En la estructura había una placa. Dentro, una caja de madera tallada, tamaño ataúd, blanqueada por la edad, cuya tapa era una herrumbrosa rejilla de alambre. Tenía una placa. Bajo el alambre oxidado, había una selección de cerámica de formas maravillosas, fina como cáscara de huevo, unas piezas rotas y otras completas. Cada una de las piezas de la serie tenía una placa cronológica.

—Es como si las vitrinas que contienen las piezas fuesen también piezas históricas —dijo.

—Efectivamente —convino Potter, muy serio—. ¿Ve aquello de allí? La caja de la burbuja tiene unos dos mil años... no puede ser cierto, ¿verdad?

—No, a menos que... —Whitbread frotó con su anillo la burbuja cristalina—. Se rayan los dos. Zafiro artificial. —Lo intentó en el metal. El metal rayó la piedra—. Aceptaré los dos mil años.

—Pero la caja tiene unos dos mil cuatrocientos, y la cerámica tres mil. Observe cómo cambia de estilo. Esto es un reflejo de la ascensión y caída de una escuela concreta de cerámica.

—¿Cree usted que la caja de madera procede de otro museo?

—Sí.

Entonces fue Whitbread el que se rió. Continuaron. De pronto Whitbread señaló y dijo:

—Ve eso, es el mismo metal, ¿no? —La pequeña arma (tenía que ser un arma) llevaba la misma fecha que la burbuja de zafiro.

Más allá había una estructura desconcertante junto a la pared de la gran cúpula. La componía un entramado vertical de hexágonos, formado cada uno de ellos por piezas de acero de dos metros de longitud. Había gruesas estructuras de plástico en algunos de los hexágonos, y en otros fragmentos rotos.

Potter indicó la suave curva de la estructura.

—Esto era otra cúpula. Una cúpula esférica con tirantes geométricos. No queda mucho de ella... y de todos modos no podría cubrir todo el complejo.

—Tiene usted razón. No aguantó las inclemencias del tiempo, sin embargo. Mire lo retorcidos que están esos sectores, junto al borde. ¿Tornados? Esta parte del país parece lo suficientemente llana.

Potter tardó unos instantes en comprender. En Nueva Escocia no había tornados. Recordó sus lecciones de meteorología y asintió.

—Sí. Quizás. Puede ser.

Más allá de los fragmentos de la cúpula primitiva, Potter encontró una estructura de metal en proceso de disgregación dentro de lo que podría haber sido una cubierta de plástico. El propio plástico parecía gastado y rozado. Había dos fechas en la placa, ambas de cinco cifras. El dibujo que había junto a la placa mostraba un estrecho vehículo de superficie, de aspecto primitivo, con tres asientos en fila. Tenía el capot abierto.

—Combustión interna —dijo Potter—. Tenía entendido que Paja Uno disponía de muy poco combustible fósil.

—También Sally pensó eso. Su civilización debió de experimentar una caída busca al agotarse los combustibles fósiles. Qué extraño.

Pero lo más interesante estaba detrás de un gran marco encristalado, en una pared. Se encontraron de pronto contemplando una «torre» detrás de una placa de bronce tallada, muy antigua, que tenía una placa más pequeña.

Dentro de la «torre» había una nave de propulsión. Pese a los agujeros de los costados y a la herrumbre que la cubría casi por completo, conservaba aún su forma: un depósito alargado y cilindrico, de paredes muy delgadas, con una cabina situada detrás de un morro ligeramente en punta.

Se dirigieron a las escaleras. Tenía que haber otra ventana en la planta primera...

Y la había. Se arrodillaron para mirar el motor.

—No puedo... —dijo Potter.

—Estilo NERVA —dijo Whitbread; su voz era casi un susurro—. Atómico. Tipo muy primitivo. Se consigue haciendo pasar un combustible inerte a través de un núcleo de uranio, plutonio o algo parecido. Batería de fisión, precisión...

—¿Está usted seguro?

Whitbread miró de nuevo antes de asentir.

—Estoy seguro.

Después de la combustión interna habían pasado a la fisión; pero aún había sitios en el Imperio donde se empleaban los motores de combustión interna. La energía de fisión era casi un mito, y cuando miraron la fecha de la placa pareció caer sobre ellos de las paredes como una capa que los envolvió en un pesado silencio.

El avión aterrizó cerca de los anaranjados restos de un paracaídas y de un cono. La puerta abierta, un poco más allá, era una boca acusadora.

La pajeña de Whitbread saltó del avión y se acercó rápidamente al cono. Hizo una seña, y el piloto salió de la nave y se unió a ella.

—La abrieron —dijo la pajeña de Whitbread—. No creo que Jonathon fuese capaz de resolverlo. Debe de haber sido Potter. Horst, ¿hay alguna posibilidad de que no entrasen?

Staley negó con un gesto.

La pajeña hizo otra seña al Marrón.

—Vigila el avión, Horst —dijo la pajeña de Whitbread. Habló luego con el otro Marrón-y-blanco, que salió del avión y se puso a mirar al cielo.

El Marrón cogió el traje de presión vacío de Whitbread y una armadura. Trabajaba rápidamente, dando forma a algo para que ocupase el lugar del casco perdido y cerrando la parte superior del traje. Luego manipuló el regenerador de aire, modificando su interior con herramientas que sacó de una bolsa que le colgaba del cinturón. El traje se hinchó y se levantó. Luego el Marrón cerró el panel y el traje quedó erguido, como un hombre en el vacío. Ató unos cables para reducir los hombros e hizo un agujero en cada muñeca.

El hombre vacío alzó los brazos ante el silbido del aire que salía por los agujeros de las muñecas. Descendió la presión y los brazos cayeron. Otro silbido del aire y los brazos volvieron a levantarse...

—Esto tiene que servir —dijo la pajeña de Whitbread—. Dispusimos su traje del mismo modo, y elevamos la temperatura hasta el nivel normal de su cuerpo. Con suerte quizás disparen sin comprobar si usted está dentro o no.

—¿Disparar?

—No podemos contar con ello, sin embargo. Me gustaría que hubiese algún modo de hacerlo arder sobre un vehículo aéreo...

Staley movió el hombro de la pajeña. El Marrón le observaba con aquella semisonrisa que nada significaba. Sobre ellos se alzaba en vertical el sol del ecuador.

—Pero ¿por qué van a querer matarnos? —preguntó Staley.

—Todos ustedes están condenados a muerte, Horst.

—Pero ¿por qué? ¿Por la cúpula? ¿Hay un tabú?

—Sí, la cúpula. Tabú no. ¿Acaso nos toma por primitivos? Saben ustedes demasiado, eso es todo. Muertos no podrán contar nada. Ahora vamos, tenemos que encontrarles y sacarles de ahí.

La pajeña de Whitbread se agachó para pasar por debajo de la puerta. Innecesariamente: pero Whitbread se habría agachado. El otro Marrón-y-blanco la siguió silenciosamente, dejando fuera al Marrón, con su perpetua y suave sonrisa.

35 • Corre, conejo, corre

Vieron a los otros guardiamarinas cerca de la catedral. Las botas de Horst Staley repiqueteaban huecamente al aproximarse. Whitbread alzó los ojos, se fijó en la forma de caminar de la pajeña, y dijo:

—¿Fyunch(click)?

—Fyunch(click).

—Hemos estado explorando su....

—Jonathon, no tenemos tiempo —dijo la pajeña. El otro Marrón-y-blanco les miró con impaciencia.

—Estamos condenados a muerte por transgresión —dijo lisamente Staley—. No sé exactamente por qué. Hubo un silencio.

—¡Ni yo tampoco! —exclamó Whitbread—. Esto no es más que un museo...

—Sí —dijo la pajeña de Whitbread—. No tenían ustedes más remedio que aterrizar aquí. No se trata de mala suerte. Las miniaturas debieron de programar los conos de aterrizaje de modo que no cayeran al mar ni en las ciudades ni en las cimas de las montañas. Tenían que aterrizar en las tierras de cultivo. Y aquí es donde instalamos los museos.

—¿Aquí? ¿Por qué? —preguntó Potter; por su tono parecía como si lo supiese ya—. Aquí no hay gente...

—Así no los bombardearán.

El silencio era parte de la edad del lugar.

—Gavin —dijo la pajeña—, no parece muy sorprendido. Potter intentó rascarse la barbilla. Su casco se lo impidió.

—Supongo que no habrá ninguna posibilidad de convencerles de que no hemos descubierto nada...

—Desde luego que no. Llevan ustedes aquí tres horas.

—Más bien dos —interrumpió Whitbread—. ¡Horst, este lugar es fantástico! Museos dentro de museos; y los objetos se remontan a una antigüedad increíble... ¿Es ése el secreto? ¿El que la civilización es muy antigua aquí? No veo por qué tiene que ocultarlo...

—Han tenido ustedes muchas guerras —dijo lentamente Potter. El pajeño movió la cabeza y el hombro.

—Sí.


Grandes guerras.


Desde luego. También guerras pequeñas.

—¿Cuántas?

—¡Por amor de Dios, Potter! ¿Quién puede contarlas? Miles de Ciclos. Miles de retrocesos a la barbarie. Eddie el Loco intentando eternamente impedirlo. Bueno, en mi opinión toda la casta que toma decisiones se ha convertido en Eddie el Loco. Creen que podrán acabar con el régimen de Ciclos saliendo al espacio y estableciéndose en otros sistemas solares.

Horst Staley habló con voz lisa. Mientras lo hacía miraba cuidadosamente a su alrededor y su manos descansaban en la culata de su pistola.

—¿De veras? ¿Y qué sabemos que nos está prohibido saber?

—Se lo diré. Y luego intentaré llevarles vivos a nuestra nave... —Señaló al otro pajeño, que había permanecido impasible durante la conversación; habló con él brevemente—. Será mejor que la llaméis Charlie —dijo—. No podríais pronunciar su nombre. Charlie representa a uno de los que dan órdenes que está dispuesto a ayudarles. Quizás. Es la única oportunidad que tienen, de todos modos...

—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó Staley.

—Intentaremos llegar hasta el jefe de Charlie. Allí estarán protegidos. (Silbido, click, silbido.) Bueno, podemos llamarle Rey Pedro. Nosotros no tenemos reyes, pero él ahora es macho. Es uno de los miembros más poderosos de la casta, y después de que hable con ustedes probablemente esté dispuesto a ayudarles.

—Probablemente —dijo lentamente Horst—. Pero bueno, ¿qué secreto es ése que les da tanto miedo que descubramos?

—Más tarde. Tenemos que ponernos en marcha. Horst Staley sacó la pistola.

—No. Aún no. Potter, ¿hay algo en este museo que podamos utilizar para comunicarnos con la
Lenin?
Busque algo.

—Está bien, está bien... ¿Cree usted que debe utilizar esa pistola?

—¡Busque una radio!

—Escuche, Horst —insistió la pajeña de Whitbread—. Los que toman decisiones
saben
que han aterrizado ustedes cerca de aquí. Si intentan comunicarse desde aquí, les localizarán. Y si consiguen enviar el mensaje, destruirán la
Lenin. —
Staley intentó hablar, pero la pajeña continuó insistentemente—: No les quepa duda de que pueden hacerlo. No sería fácil. Ese Campo de ustedes es muy poderoso. Pero ya han visto lo que pueden hacer nuestros Ingenieros, y no han visto aún lo que pueden hacer los
Guerreros.
Ya han visto cómo ha quedado destruida una de sus mejores naves. Sabemos cómo hacerlo. ¿Creen ustedes que una pequeña nave de combate puede sobrevivir contra las flotas de aquí y de las estaciones asteroidales?

—Por favor, Horst, quizás tenga razón —dijo Whitbread.

—Tenemos que comunicárselo al almirante —Staley parecía vacilar, pero la pistola no temblaba—. Potter, cumpla sus órdenes.

—Tendrán ustedes oportunidad de llamar a la
Lenin
en cuanto sea seguro —insistió la pajeña de Whitbread; su voz fue casi estridente un instante pero luego recuperó la modulación—. Horst, créame, es el único medio. Además, serían incapaces de manejar solos un comunicador. Necesitan nuestra ayuda, y no vamos a ayudarles a hacer una estupidez. ¡Tenemos que salir inmediatamente de aquí!

El otro pajeño gorjeó. La pajeña de Whitbread contestó, e intercambiaron sonidos unos segundos.

—Si las tropas de mi propio Amo —tradujo la pajeña de Whitbread— no llegan, lo harán los Guerreros del Encargado del museo. No sé dónde estará el Encargado. Charlie tampoco lo sabe. Los Encargados son estériles, y no son ambiciosos, pero se muestran
muy
posesivos con lo que ya tienen.

—¿Nos bombardearán? —preguntó Whitbread.

—No mientras estemos aquí. Destrozarían el museo, y los museos son
importantes.
Pero el Encargado enviará tropas... si no llega primero mi propio Amo.

—¿Por qué no están aquí ya? —preguntó Staley—. No oigo nada.

—Por amor de Dios, ¡deben de estar ya a punto de llegar! Escuchen, mi Amo, mi viejo Amo, obtuvo jurisdicción sobre los estudios humanos. No cederá eso, así que no invitará a nadie más. Intentará por todos los medios que no intervenga nadie, y como sus propiedades se encuentran alrededor del Castillo, sus Guerreros tardarán un rato en llegar. Hay unos dos mil kilómetros.

—Su avión era rápido —dijo Staley.

—Un vehículo de emergencia para Mediadores. Los Amos tienen prohibido utilizarlos. La llegada de ustedes a nuestro sistema estuvo a punto de desencadenar una guerra de jurisdicciones, y trasladar a los Guerreros en un vehículo de ese género sería un acto muy grave...

—¿No tienen los que toman decisiones aparatos militares? —preguntó Whitbread.

—Por supuesto que sí, pero son más lentos. Podría ponerles a ustedes a cubierto de todos modos. Hay un subterráneo bajo este edificio...

—¿Subterráneo? —repitió Staley. Todo transcurría demasiado aprisa. Aunque era quien estaba al mando, no sabía qué hacer.

—Por supuesto. La gente visita museos de vez en cuando. Y se tarda un rato en llegar aquí con el tren subterráneo desde el Castillo. ¿Quién sabe lo que puede hacer entre tanto el Encargado? Hasta podría prohibirle a mi Amo que invadiera. Pero si lo hace, pueden estar
seguros
de que él les matará, para impedir que otros Amos luchen aquí.

—¿Ha encontrado algo, Gavin? —gritó Staley.

Potter apareció en la puerta junto a una de las columnas de cristal y acero.

—Nada que pueda utilizar como comunicador. Nada que esté seguro de que sea un comunicador. Y éste es todo el equipo más nuevo, Horst. Lo que hay en los edificios más viejos debe de estar todo oxidado.

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