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Authors: Irving Wallace

La Palabra (83 page)

BOOK: La Palabra
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—¿Así que para preservarlos usted utilizó un antiguo bloque de piedra?

—No fue fácil —dijo Lebrun—. No toda la piedra que hay en Italia protege del agua. Yo experimenté con mucha. La toba abunda pero resultó ser demasiado porosa. La arcilla, que hubiera podido servir en el clima del Mar Muerto, era demasiado frágil para la zona de un puerto marítimo como Ostia. Aun el mármol se rompe bajo el agua. Finalmente, opté por una de las veinticinco variedades del granito gris, un granito duradero que no tiene el feldespato que se hincha y se exfolia en agua subterránea. Conseguí un trozo de ese granito antiguo y lo cuadré para que semejara un basamento de piedra que pudiera haber sostenido alguna vieja estatua. Aserré el bloque de granito por la mitad y lo ahuequé a cincel. Luego envolví los papiros del Evangelio de Santiago y el Pergamino de Petronio en sedas aceitadas, las metí dentro de un tarro de alfarería, lo sellé y lo coloqué dentro de la oquedad del bloque de granito. Hecho eso, volví a unir las dos mitades del bloque, las sellé con argamasa, lo añejé aún más, y lo enterré en una zona no excavada donde se creía que pudieran existir bajo el suelo ruinas del siglo ii y posiblemente del I. Aguardé varios años hasta que la piedra enterrada se unificara con la tierra y las raíces de los vegetales. Luego me acerqué al profesor Monti con un fragmento que había dejado fuera, y le hice creer que había sido descubierto en otro tarro en esa zona. Una vez que tuve a Monti de mi lado, nunca más me preocupé.

Todo el asunto era diabólico, pensó Randall. Para haberlo llevado a cabo, este anciano o estaba loco o era un genio perverso. Es decir, si es que de veras lo había hecho y no estaba fantaseando.

—¿Y ahora está usted listo para desenmascarar ante el mundo su falsificación del Evangelio de Santiago y el Pergamino de Petronio?

—Estoy listo.

—Ya había usted tratado de ponerla al descubierto una o dos veces antes, según me dijo.

—Sí, el año pasado me entrevisté con Monti, porque yo necesitaba dinero. Lo amenacé con hacer público el fraude si no me daba más dinero, el cual yo merecía. Naturalmente, lo confieso, si me hubiera dado el dinero, yo habría cumplido mi palabra sólo por un corto lapso; es decir, que habría ocultado la farsa por poco tiempo. Habría conservado yo parte de mi evidencia para que más tarde pudiera hacer del conocimiento público el fraude. Porque, con dinero o sin él, nunca permitiría que la Iglesia escapara a mi venganza. Luego, más recientemente, entré en negociaciones con otra parte interesada, pero me retiré al darme cuenta de que esa persona estaba actuando en nombre de la propia Iglesia, la cual quiere adquirir mi prueba reveladora y eliminarla para salvar su fe y su falsa Biblia.

—¿Está usted preparado para vendérmela a mi si yo pongo al descubierto las historia íntegra?

—Sí, lo estoy, con la adecuada consideración monetaria —dijo Lebrun con delicadeza.

—¿Qué es lo que usted entiende como adecuada consideración monetaria? —inquirió Randall, apresurándose a añadir—: Es decir, tomando en cuenta el hecho de que yo soy meramente un individuo y no un Banco.

Lebrun dio cuenta de lo último que quedaba de su bebida.

—Seré razonable. Si es en dólares norteamericanos…

—En dólares norteamericanos.

—Veinte mil.

—Eso es mucho dinero.

—Puede hacerse en dos pagos —dijo Lebrun—. Después de todo, lo que yo le dé lo hará rico y famoso.

—¿Qué me dará usted a cambio del dinero?

—Una prueba —dijo Lebrun—, una prueba incontrovertible e irrecusable de mi falsificación.

—¿Cuál es esa prueba?

—Primero, un fragmento de papiro que encaja en la laguna, muesca o agujero que hay en el Papiro número 3, al que usted se refirió en el Doney. Ese fragmento contiene la porción faltante que Monti le recitó a usted, aquella en la que Santiago menciona a los hermanos de Jesús y suyos propios. Es de forma irregular y mide 9,2 por 6,5 centímetros, y encaja perfectamente en el agujero del supuesto original.

—Pero los expertos podrían decir que es auténtico, tan real y auténtico como el resto del papiro que está en Amsterdam…

Lebrun esbozó una sonrisa maliciosa y arrogante.

—Hace mucho tiempo que había previsto esa posibilidad, señor Randall. Ese fragmento que conservé contiene en su médula prensada, dibujada con tinta invisible justamente sobre el texto legible, la mitad de un pez arponeado. La otra mitad está en el Papiro número 3. El fragmento que obra en mi poder contiene también mi propia firma contemporánea y una frase de mi puño y letra que dice que ésta es una falsificación. Y no podrían ustedes hacer que la tinta invisible surgiera por medio de ningún método pueril… No está escrita con leche para volverse legible simplemente con el fuego. No, nada de eso. La tinta fue preparada según una fórmula utilizada por Locusta…

—¿Por quién? —interrumpió Randall.

—¿No ha oído usted hablar de Locusta? Fue la envenenadora oficial del emperador Nerón poco tiempo después de que, según mi narración fraudulenta, Jesús fuera expulsado de Roma. Locusta les enseñó a sus alumnos sus propias recetas de venenos, y experimentó sus brebajes en esclavos humanos. Por orden de la madre de Nerón, Locusta administró veneno en un guiso de hongos al emperador Claudio. Se dice que ella mató a diez mil personas. Naturalmente, con frecuencia tenía que comunicarse en secreto con Nerón, así que se convirtió en experta para la invención de tintas invisibles. Yo me topé con una de sus fórmulas más refinadas y menos conocidas.

—¿Puede decirme de qué se compone?

Lebrun titubeó durante una fracción de segundo y luego mostró su descolorida dentadura.

—Le daré a usted nueve décimas partes de la fórmula, y la restante cuando concluyamos nuestro trato. De hecho, Locusta obtuvo su fórmula de los escritos de un tal Filón de Bizancio, un científico griego que había inventado, alrededor del año 146 a. de J., una cierta tinta invisible. Si uno escribe con esa tinta, no puede verse lo escrito. Para hacerlo visible, tiene uno que aplicar una solución de lo que hoy en día se llama sulfato de cobre, mezclado con otro ingrediente. Muy esotérico. Usted conocerá la fórmula íntegra y podrá hacer que brote mi nombre, así como lo que escribí y lo que dibujé en el papiro, y refutar la autenticidad del evangelio de Santiago. Para que yo entregue esa fórmula y el fragmento faltante que acabo de describirle, esperaré a recibir la primera mitad del pago de los veinte mil dólares. Si queda usted satisfecho, entonces le daré la evidencia complementaria y concluyente de mi falsificación, a cambio del segundo y último pago.

—Y, ¿cuál será esa evidencia?

Lebrun continuó sonriendo.

—Rellenos adicionales; uno por cada laguna que hay en el evangelio de Santiago. Señor Randall, usted ha armado alguna vez un rompecabezas, ¿no es verdad? Pues entonces ya sabe con cuánta precisión encajan las piezas irregulares en él, ¿o no? Lo mismo ocurre con esto. En Amsterdam, los editores tienen veinticuatro trozos de papiro, algunos de los cuales tienen uno o dos huecos que juntos hacen un total de nueve, los mismos que obran en mi poder. Los pedazos que yo recorté de los papiros de Resurrección Dos encajarán de nuevo, como las piezas de un rompecabezas. Y cuando esas partes faltantes sean utilizadas para rellenar perfectamente los agujeros que hay en los papiros, la evidencia de la falsificación y el engaño será obvia e irrefutable. Yo tengo ocho de esos trozos. El primero es el que le mostré a Monti, pero los demás están bien guardados en una caja de acero de 45 centímetros que se encuentra oculta en un lugar seguro. ¿Serían suficientes esos trozos para convencerlo a usted de que el Nuevo Testamento Internacional está basado en una falsificación?

—Sí —dijo Randall, sintiendo cómo en los brazos se le ponía la carne de gallina—. Sí, eso me convencería. ¿Cuándo puede usted entregarme las pruebas?

—¿Cuándo querría usted que lo hiciera?

—Esta noche —dijo Randall—. Ahora mismo.

—No, sería imposible…

—Entonces mañana.

Lebrun pareció dubitativo.

—No, mañana tampoco. Naturalmente, he escondido las pruebas. Las oculté el año pasado, después de mi última reunión con Monti. Muy recientemente, estuve a punto de sacarlas de su escondite para entregarlas a un comprador interesado… pero entonces me entraron ciertas sospechas y decidí posponerlo hasta tener una segunda entrevista con él, para reasegurarme de sus verdaderas intenciones. Mis dudas resultaron justificadas. Así que, como usted verá, señor Randall, las pruebas de mi falsificación continúan estando donde las oculté hace un año. Como resultado de ello (no puedo darle más explicaciones), el recobrar las pruebas me tomará un poco de tiempo. Están fuera de Roma… no muy lejos, pero aun así, me llevaría la mayor parte del día de mañana para recuperarlas.

Preguntándose por qué el escondite complicaba la entrega de la evidencia, Randall resolvió no presionar a Lebrun para que le diera una explicación.

—De acuerdo —le dijo—. Si no puede entregarlas mañana, entonces pasado mañana estará bien. Digamos que pasado mañana, el lunes.

—Sí —dijo Lebrun—. Pasado mañana puedo entregarle lo que usted quiere.

—Dígame dónde vive. Allí estaré.

—No —dijo Lebrun. Lentamente se puso de pie—. No, eso no sería sensato. Nos veremos en el Doney a las cinco en punto de la tarde para hacer nuestro intercambio. Si usted lo desea, de allí vendremos a su habitación, para ver que usted quede satisfecho.

Randall se puso de pie.

—De acuerdo, en el Café Doney el lunes a las cinco.

En camino hacia la puerta, Lebrun le dirigió una mirada de soslayo.

—No se desilusionará, se lo prometo.
Au revoir
, amigo mío. Éste es un día feliz.

Observando a Lebrun cojear rumbo al ascensor, Randall se preguntó por qué él mismo estaba cualquier cosa menos feliz… en este día feliz.

Luego, contemplando cómo el falsificador entraba al ascensor, lo comprendió.

La fe había huido.

Quedaba una tarea pendiente, una escena incómoda y obligatoria que Randall tenía que representar antes de que iniciara su vigilia de cuarenta y ocho horas.

Tenía que hacer una llamada telefónica de larga distancia.

Ahora la hacía al «Gran Hotel Krasnapolsky» en Amsterdam, persona a persona, a George L. Wheeler.

Wheeler estaba todavía en su oficina de Resurrección Dos, y su secretaria lo puso rápidamente en la línea.

—¿Steven? —ladró Wheeler.

—Hola, George, pensé que…

—¿Dónde diablos está usted esta vez? —interrumpió Wheeler—. ¿Oí a mi secretaria decir que en…?

—Estoy en Roma. Déjeme explicarle.

—¿En Roma? —explotó Wheeler—. ¡Maldita sea! ¿En Roma? ¿Por qué no está usted aquí, en su escritorio? ¿No le dije claramente que todos tienen que esforzarse, que trabajar veinticuatro horas al día para tener todo listo para la conferencia de Prensa en el palacio real el próximo viernes? Bastante me disgusté cuando Naomí me dijo que usted había salido ayer de la ciudad para realizar una investigación. Lo esperaba de regreso anoche…

—Traté de estar de vuelta ayer mismo —cortó Randall—, pero ha surgido algo importante…

—Sólo hay una cosa importante, y ésa es que regrese usted de inmediato y se ponga a hacer su trabajo, de una vez por todas. Tenemos que estar listos para el anuncio…

—George, escúcheme —imploró Randall—. Puede no haber anuncio. Estoy seguro de que usted no querrá oír esto, pero al final me quedará agradecido. Creo que será mejor que posponga el anuncio… tal vez hasta la publicación del Nuevo Testamento Internacional.

Hubo un intervalo de desconcertado silencio al extremo de la línea en Amsterdam, y por fin volvió la áspera voz de Wheeler:

—Por Dios, ¿de qué está usted hablando?

Iba a ser duro. Pero Randall tenía que deletrearle hasta el último infeliz detalle. No había alternativa.

—George —le dijo—, no puede usted publicar esa Biblia. Me he enterado de la verdad. El descubrimiento del profesor Monti… el Pergamino de Petronio… el Evangelio según Santiago… son completamente falsos.

Otra vez el silencio mortal. Luego la afirmación llana de Wheeler, dura y en voz baja.

—Usted está loco.

—En este momento quisiera estarlo. Pero créame, no lo estoy. He encontrado al falsificador. He hablado con él. Tiene la prueba. Ahora, ¿me escuchará usted?

—Está perdiendo su tiempo y el mío —el tono de Wheeler era de ira—. Prosiga, si eso lo hace sentirse mejor.

Randall quiso decir que no lo hacía sentirse mejor, que lo hacía sentirse miserable. Pero éste no era el momento de implicar sus sentimientos, sino la ocasión crítica de hacer que el editor encarara los hechos.

—Está bien —dijo Randall austeramente—. He aquí con lo que me topé en Roma.

Prosiguió implacablemente. Le dijo de su venida a Roma y de cómo había forzado a Ángela a que lo condujera ante su padre. Le explicó a Wheeler dónde había encontrado al profesor Monti. Le habló de la condición mental del arqueólogo y de la conversación que posteriormente sostuvo él mismo con el doctor Venturi. A continuación, Randall habló del
dominee
De Vroome, diciendo que el clérigo holandés lo había esperado en el «Hotel Excelsior» y refiriendo la entrevista que ambos habían sostenido en la
suite
de De Vroome. Le repitió concisamente lo que había oído de boca del reverendo, sin detalles, ni siquiera el nombre del falsificador, ni una mención acerca de la confesión que el falsificador había hecho ante Plummer. Solamente los hechos escuetos de que un falsificador se había comunicado con Plummer desde Roma, y que se habían reunido en París, donde Plummer y el falsificador habían negociado respecto de la prueba del fraude.

En este punto, George L. Wheeler lo detuvo.

—Así que fue De Vroome… De Vroome y Plummer… los que salieron con un conveniente y oportuno falsificador —dijo Wheeler furiosamente—. ¿Y usted cayó en la trampa? Debí haberme imaginado que intentarían cualquier cosa en el último momento. ¿Así que han contratado a un falsificador para tratar de sabotearnos?

—No, George —protestó Randall—, no es nada de eso. ¿Quiere escucharme, por favor?

Prosiguió rápidamente. Explicó cómo Plummer había tratado de reunirse con el falsificador en Roma para adquirir la evidencia del fraude, y cómo el falsificador había sido ahuyentado por la inesperada presencia del
dominee
De Vroome.

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