Authors: Irving Wallace
—La Policía sólo me avisó, por si aparecía algún pariente o amigo, que retendrían el cuerpo durante un mes en el Obitorio…
—¿El depósito de cadáveres?
—Sí, la Morgue… allí estará durante un mes en espera de que alguien lo reclame y pague el costo del entierro. Si nadie lo hace, sepultarán el cuerpo en el Campo Comune…
—¿Quiere usted decir en el cementerio de los pobres, en la fosa común?
El portero había asentido con la cabeza.
—Donde entierran los cuerpos que no han sido identificados ni reclamados.
—Creo que me gustaría ver el cadáver, sólo para estar seguro —había dicho Randall. La Policía había encontrado una identificación en el cuerpo; sin embargo, alguien más pudo haber llevado consigo los papeles con el nombre de Lebrun. Randall tenía que verlo por sí mismo. Tenía que estar completamente seguro—. ¿Cómo puedo hacerlo?
—Primero, tendrá que ir a la Questura, el cuartel general de Policía, y obtener un permiso para ver el cadáver y hacer la identificación.
Así pues, Randall había ido al cuartel general de la Policía de Roma y solicitado ver los restos de Robert Laforgue, alias Robert Lebrun. Atendido por un joven oficial italiano, Randall había dado los diferentes nombres de Lebrun, una descripción del francés, la edad de la víctima, y algunas otras señas. Después había pronunciado su propio nombre y sus antecedentes, inventando una historia acerca de su amistad con Lebrun y diciendo haberlo conocido en París y que lo veía siempre que visitaba Roma. Había llenado cuatro páginas del
Proceso Verbale
, una especie de informe oficial, y una vez hecho eso, se le había concedido un permiso por escrito para ver el cuerpo, identificarlo y reclamarlo, si así lo deseaba. Como Randall aparentaba estar confuso, el joven oficial lo había puesto en el taxi y lo había dirigido hacia el depósito de cadáveres de la ciudad.
El taxi aminoró la marcha y Randall miró por la ventana. Estaban transitando entre los edificios que había en los terrenos de la Città Universitaria. Habían llegado a la Piazzale del Verano, y el chófer frenó su vehículo. Señaló hacia un edificio de ladrillos amarillos, de tres pisos de alto, que estaba detrás de un muro que tenía puertas dobles de hierro pintadas de azul.
—Obitorio —murmuró el chófer.
Randall le pagó, añadiendo una generosa propina; el chófer se volvió a santiguar, esperó a que su pasajero bajara del auto, y se alejó velozmente.
Empujando una de las puertas de hierro para entrar, Randall se encontró en un pequeño patio rodeado de edificios. Sobre la entrada del edificio más cercano y más grande había un letrero iluminado por una lámpara exterior. Decía: UNIVERSITA DI ROMA, INSTITUTO DI MEDICINA LEGALE E DELLE ASSICURAZIONI, OBITORIO COMUNALE.
Obitorio Comunale. Vaya maldito lugar para su reunión cumbre con Robert Lebrun.
Entrando al edificio principal había un guardia que llevaba un uniforme indescriptible. Había varias puertas frente a Randall. Él mostró su permiso policíaco al guardia, quien le señaló un cuarto a la derecha donde un oficial italiano, fofo y con un espeso bigote, cuello rojo en su uniforme negro, estaba de pie revisando unos papeles detrás de un largo mostrador de mármol.
El oficial levantó la cabeza cuando Randall se acercó, y le hizo una pregunta en italiano.
—Lo lamento, pero yo únicamente hablo inglés —dijo Randall.
—Yo también hablo inglés, aunque no muy bien —dijo el oficial de la Morgue.
El tono de su voz era apaciguado; el sosegado tono profesional y respetuoso, común a los directores de funerarias y oficiales de los depósitos de cadáveres en el mundo entero.
—Mi nombre es Randall. He venido a identificar un cuerpo, el de un amigo. Su nombre es Robert Lebrun… no, Robert Laforgue. Lo trajeron aquí ayer.
—¿Tiene usted el permiso de la Policía?
—Sí, lo tengo —Randall le entregó su pase.
El oficial uniformado lo examinó, frunció los labios, tomó un micrófono de intercomunicación de detrás del mostrador, habló rápidamente en italiano, lo volvió a colocar en su lugar y se volvió hacia Randall.
—Si me hace el favor de seguir conmigo —dijo.
Regresaron al vestíbulo de entrada y se dirigieron hacia otra puerta que tenía un vidrio despulido y un letrero: INGRESSO E VIETATO, que Randall interpretó como que la entrada estaba prohibida. El oficial abrió el cerrojo de la puerta y Randall penetró al corredor que le seguía, sintiéndose asaltado por un hedor intolerable. El olor era, inconfundiblemente, el de los cadáveres, y le sobrevino una horrible sensación de náusea. Su instinto fue el de darse la vuelta y huir. Esta identificación era inútil. La supervivencia era lo único que importaba, pero el oficial lo tenía firmemente tomado de un brazo y lo estaba empujando por el corredor.
Al final, un policía estaba de guardia ante una puerta que tenía un letrero: STANZE DI RICONOSCIMENTO.
—¿Qué es eso? —inquirió Randall.
—Salas de Reconocimiento —tradujo el oficial—. Es aquí donde usted identifica.
El policía mantuvo abierta la puerta, y Randall, cubriéndose las fosas nasales con la mano, se forzó a sí mismo a entrar. Era un cuarto pequeño con moderno alumbrado fluorescente. Dos puertas que había en un muro de vidrio en el lado opuesto del cuarto se habían abierto y un asistente hizo rodar eficientemente una camilla sobre la cual estaba tendido un cuerpo, envuelto de cabeza a pies con una sábana blanca.
El oficial sacudió la cabeza hacia la camilla y, como un autómata, Randall se acercó con él al cuerpo.
El oficial tomó la orilla de la sábana y la levantó parcialmente hacia atrás.
—¿Es éste… su Robert Laforgue?
A Randall se le subió el estómago hasta la garganta, mientras se inclinaba hacia delante. Echó una mirada y retrocedió. El anciano rostro arrugado, con la piel muerta como si fuera un pedazo de papiro, quebrada, magullada y purpúrea, ya sin sangre, pertenecía a Robert Laforgue, alias Lebrun.
—Sí —susurró Randall, controlando la náusea.
—¿Está usted seguro de la identificación?
—Seguro.
El oficial dejó caer la sábana, con la mano hizo una seña al asistente para que se llevara la camilla, y se volvió hacia Randall.
—Gracias, Signore. Hemos terminado aquí.
Mientras se alejaban del pabellón de identificación y cruzaban el corredor, lo que Randall pudo percibir no fue meramente el fétido olor de la muerte, sino la asquerosa peste de la coincidencia.
Este nuevo olor sucio lo inundó. Cuando él había querido ver el original del Papiro número 9, en Amsterdam, el documento había desaparecido, por coincidencia. Cuando había querido ver el negativo del papiro, los materiales de Edlund, el fotógrafo, se habían perdido en un incendio, por coincidencia. Cuando estuvo preparado para recibir la evidencia del fraude, en Roma, el falsificador había muerto en un accidente el día anterior, por coincidencia. Por coincidencia… ¿o intencionadamente?
El oficial de la Morgue le estaba hablando.
—Signore, ¿sabe usted de algún pariente que haga la reclamación para recibir el cuerpo?
—Dudo que exista alguno.
—Así que, puesto que usted es el único que aparece para hacer la identificación (no ha habido otros), sería legal que usted hiciera la disposición. —El oficial miró a Randall esperanzadamente—. Si usted desea.
—¿Qué quiere usted decir?
—Puesto que la identificación está hecha, ahora debemos deshacernos del cuerpo. Si usted no hace la reclamación, el cadáver va a ser enterrado en el Campo Comune…
—Oh, sí, ya sé. La fosa común.
—Si usted desea la responsabilidad, nosotros podemos arreglar que la compañía privada de funerales se lleve el cuerpo, lo embalsame, lo ponga en la capilla y lo entierre en el cementerio católico, el Cimitero Verano, con servicios apropiados. Además, una lápida. Nosotros hacemos este respetable entierro en la iglesia, si usted paga. Lo que usted quiera, Signore.
Habían llegado al vestíbulo de entrada, y se dirigieron hacia el cuarto que tenía el mostrador de mármol, Randall no tuvo dudas. Al margen de que Lebrun hubiera sido sincero o un farsante, la verdad es que había estado dispuesto a colaborar con él. A pesar de que no había tenido la oportunidad, merecía algo a cambio. El respeto humano, por lo menos.
—Sí, yo pagaré todos los gastos del funeral —dijo Randall—. Denle un entierro apropiado. Solamente una cosa… —no pudo evitar una ligera sonrisa, recordando a Lebrun—. Sin servicios religiosos y que no lo entierren en el cementerio católico. Mi amigo era… agnóstico.
El oficial de la Morgue hizo un gesto de comprensión y se paró detrás del mostrador.
—Se hará como usted desea. Después de que la compañía funeraria lo embalsame, el entierro será en el cementerio no católico… el Cimitero Acatólico. Allí descansan en paz muchos no creyentes… poetas extranjeros. Será apropiadísimo y correcto. ¿Usted pagará ahora, Signore?
Randall pagó al momento, aceptó un recibo, firmó un documento final y se alegró de que todo hubiera terminado ya para poderse marchar.
Cuando se preparaba para irse, el oficial del depósito de llamó.
—¡Signore! Un momento…
Preguntándose qué pasaría ahora, Randall regresó al mostrador de mármol, donde el oficial había colocado una bolsa de plástico.
—Puesto que usted ha hecho la reclamación, usted puede poseer los bienes de la víctima.
—¿Se refiere usted a las cosas que había en su apartamento? Puede usted regalarlo todo a alguna organización no religiosa de caridad.
—Así se hará… pero, no, yo hablo de lo que hay en esta bolsa… sus efectos personales, lo que había en el cuerpo cuando fue traído aquí.
El oficial desató la cuerda de la bolsa de plástico y la volcó sobre el mostrador. Las últimas pertenencias de Lebrun resonaron al caer.
—Llévese lo que usted quiera como recuerdo. —Un teléfono comenzó a sonar en la parte trasera del cuarto—. Excúseme —dijo el oficial del depósito, y se apresuró a contestar el aparato.
Randall permaneció silenciosamente de pie frente al mostrador, con lo que quedaba de Robert Lebrun.
Había bastante poco, y lo que había hizo que le doliera el corazón. Recogió cada uno de los efectos y los puso a un lado. Un golpeado reloj con caja de metal y las manecillas detenidas a las doce veintitrés. Un paquete semivacío de cigarrillos franceses Gauloise. Una caja de cerillas. Algunas monedas italianas de diez liras. Por último, un barato y desgastado billetero en imitación de piel color café.
Randall tomó la cartera, la abrió y empezó a vaciarla de su contenido.
Una tarjeta de identificación.
Cuatro billetes de mil liras.
Un quebradizo pedazo de papel doblado.
Y un boleto de ferrocarril, color de rosa y de forma oblonga.
Randall tiró el dinero y la tarjeta de identificación sobre el mostrador, cerca del billetero vacío. Desdobló el pedazo de papel. Desde el centro de la hoja, el dibujo de un pez, un pez atravesado por un arpón, le saltó a la vista. El pez era similar al que Monti había dibujado, pero más redondo, hecho por otra mano, posiblemente por la de Lebrun. En la esquina inferior derecha de la página, minuciosamente escritas en tinta, estaban las palabras:
Cancello C. Decumanus Maximus, Porta Marina. 600 mtrs. Catacomba
.
Ahora el boleto color de rosa del ferrocarril. Estaba en tres partes. Los cuadrados estaban rodeados con treinta y un números, cada uno obviamente representaba un día del mes. El cuadrado de arriba decía: ROMA S. PAOLO/OSTIA ANTICA. El cuadrado de abajo decía: OSTIA ANTICA/ROMA S. PAOLO.
Las sienes de Randall empezaron a palpitar.
El oficial de la Morgue había vuelto al mostrador.
—Mil perdones —dijo—. ¿Ha encontrado algo?
Randall le mostró el boleto color de rosa.
—¿Qué es esto?
El oficial echó un vistazo.
—El boleto del ferrocarril. Está perforado para uso el día de ayer. La sección de arriba es de la estación de Roma San Paolo para tomar el tren a Ostia Antica, donde tenemos el famoso lugar de recreo a la orilla del mar y muchas ruinas antiguas. La siguiente sección es del regreso… es viaje redondo, la misma fecha… de Ostia Antica a Roma. La tercera sección es el recibo. Se compró para ayer, pero no se usó, porque el pedazo para ir y el pedazo para regresar no han sido arrancados.
La cabeza de Randall continuaba palpitando, y en el caos de su mente intentó reconstruir en su imaginación la escena del domingo: Robert Lebrun había ido a la estación del ferrocarril de San Paolo el día de ayer, compró un billete que lo llevaría a Ostia Antica y lo regresaría a Roma, todo el mismo día. Había llegado demasiado temprano para tomar su tren, así que probablemente había salido cojeando hacia la plaza en busca de un lugar donde disfrutar del sol antes de partir. Más tarde, al cruzar la plaza de regreso a la estación, había sido atropellado y muerto, con el billete aún sin usar.
Lebrun iba a ir a Ostia Antica, el lugar del gran descubrimiento del profesor Monti, para recuperar la evidencia, la prueba de que el hallazgo había sido sólo una falsificación suya.
Randall se guardó el billete dentro del bolsillo de su chaqueta y examinó el dibujo del pez y las palabras misteriosas que había en la esquina inferior derecha del papel. Luego levantó la vista.
—¿Qué es la Porta Marina?
—¿Porta Marina? También está en Ostia Antica. En la parte final de las ruinas de Ostia Antica… el Balneario de Porta Marina… muy interesante, muy antiguo; usted debe verlo.
«Por supuesto que lo veré», se prometió Randall a sí mismo.
Dobló el papel y lo guardó dentro del bolsillo junto con el billete.
—Quédese con el resto —le dijo al oficial.
—Gracias, gracias, y mis condolencias por su pérdida de un amigo, Signore.
Sí, condolencias por la pérdida de un amigo, pensó Randall mientras se alejaba del depósito de cadáveres. Pero gracias, además, a un amigo, por un pequeño legado y una remota esperanza.
Al salir a la cálida noche romana, Randall supo que debía concluir la jornada que Robert Lebrun había iniciado. El billete color de rosa que llevaba en el bolsillo no había sido usado. A la mañana siguiente tendría otro billete color de rosa en el bolsillo, pero ése sí sería usado, de Roma a Ostia Antica y de Ostia Antica a Roma.
¿Y después de eso? Mañana se sabría.
Con demasiada lentitud, el mañana de anoche se había convertido en hoy.