Authors: Irving Wallace
Había gente loca en todas partes, reflexionó Randall mientras permanecía parado allí; posiblemente algunos de los fanáticos que dirigían el proyecto en Amsterdam, definitivamente Monti en Roma, tal vez Lebrun en el cielo o en el infierno, pero de todos ellos, el más loco debía ser él mismo.
¿Qué diría su padre en Oak City si pudiera verlo ahora? ¿Qué dirían George L. Wheeler y Naomí? Y lo peor de todo, ¿qué diría Ángela Monti?
El veredicto sería unánime. Estaba loco. Eso, o que era el demonio encarnado.
No obstante, no había podido ignorar la fantástica pista que le ofrecía la sombra de Robert Lebrun… el pez arponeado en sus manos, y el pez arponeado en el muro.
Después de descubrirlo, uno de sus primeros pensamientos había sido ponerse en contacto con el Sumo Consejo de Antigüedades y Bellas Artes de Roma y explicarles todo, solicitando su ayuda. Había tenido el pensamiento, pero lo descartó. Había temido que los poderosos de Roma pudieran estar confabulados con los poderosos de Resurrección Dos. Contrario a sí mismo, aquéllos podrían no desear la verdad, sino únicamente el éxito y las ganancias, y al abrigar esa desconfianza hacia ellos, Randall había podido comprender, por primera vez, algo acerca de la paranoia de Robert Lebrun hacia sus enemigos, lo mismo clérigos que autoridades gubernamentales.
Así pues, por esa paranoia, a pesar de que su decisión llevaba un elemento de infantilismo, de inmadurez, y hasta de romanticismo impráctico, Randall había resuelto hacer por sí mismo lo que pudiera hacerse. De hecho, hacer lo que Lebrun habría hecho si hubiera vivido para volver a visitar este sitio hacía cuarenta y ocho horas.
El pez arponeado, grabado en el muro de la catacumba, era una invitación a cavar. Así que Randall se puso a cavar.
Había hecho pruebas con la pared de la catacumba, con la porción que estaba bajo los rayos del sol vespertino y que ostentaban las inscripciones antiguas. En sus investigaciones, había aprendido acerca de esta roca rojiza, esta toba. Era porosa, desmoronadiza y se partía con bastante facilidad bajo cierta presión, cuando estaba bajo condiciones de humedad y oscuridad. Por esa razón, los cristianos de los siglos I y II habían descubierto que era ideal cavar nichos en las catacumbas. Sin embargo, cuando la toba era expuesta a la luz, al sol y al aire fresco, automáticamente se endurecía, se convertía casi en roca irrompible, tan resistente como el mármol. Esos eran los hechos que Randall sabía y que hicieron posible su empresa arqueológica de aficionado.
Porque los tablones que conformaban el techo habían permitido que la luz del sol diera con fuerza sobre esta pared durante meses, y la delgada costra exterior de la toba se había endurecido como el mármol y además había preservado las antiguas inscripciones. Pero la parte inferior del muro de la catacumba no estaba expuesta al sol o a la luz, y allí, en la zona que rodeaba al pez arponeado, la toba no se había endurecido sino que permanecía accesible para excavar. Tal vez ésa era la razón por la cual Lebrun había escondido su evidencia (si es que, en efecto, lo había hecho) abajo, en la parte húmeda. Y ésa era la razón por la cual Randall había considerado el ponerse a cavar.
En ese momento, una hora después, estaba inspeccionando un formidable agujero en la parte baja del muro, un hoyo que todo lo que había producido eran fragmentos de roca.
El aspecto más desalentador de toda esta obsesiva tarea había sido el persistente y molesto hecho de que Randall no sabía con exactitud qué era lo que esperaba encontrar.
Empapado en sudor y fatigado, descansando recargado sobre su pala Randall trató de recordar lo que Robert Lebrun le había prometido entregar, como evidencia y prueba de la falsificación, en la habitación del «Hotel Excelsior»…
Primero, un fragmento de papiro que encaja en la laguna, muesca o agujero que hay en el Papiro número 3… la porción faltante que Monti le recitó a usted, aquella en la que Santiago menciona a los hermanos de Jesús y suyos propios. Es de forma irregular, y mide 9,2 por 6,5 centímetros, y encaja perfectamente en el agujero del supuesto original… Ese fragmento que conservé contiene en su medula prensada, dibujada con tinta invisible justamente sobre el texto legible, la mitad de un pez arponeado. La otra mitad está en el Papiro número 3. El fragmento que obra en mi poder contiene también mi propia firma contemporánea y una frase de mi puño y letra que dice que ésta es una falsificación…
Entonces le daré la evidencia complementaria y concluyente de mi falsificación… los editores tienen veinticuatro trozos de papiro, algunos de los cuales tienen uno o dos huecos que juntos hacen un total de nueve, los mismos que obran en mi poder… pero los demás, ocho, están bien guardados en una caja de acero de 45 centímetros que se encuentra oculta en un lugar seguro.
Naturalmente, he escondido las pruebas… el recobrar las pruebas me tomará un poco de tiempo. Están fuera de Roma… no muy lejos…
Fuera de Roma, no lejos; eso estaba claro, pensó Randall. Recuperar los objetos tomará un poco de tiempo. Eso estaba bien claro, maldita sea.
La segunda parte de la evidencia, dentro de una pequeña caja metálica eso también estaba bastante claro, pensó Randall.
Pero la primera parte de la prueba, la que Lebrun había prometido entregar a cambio del primer pago, el fragmento de papiro de forma irregular y escasos 9,2 por 6,5 centímetros de tamaño… esa parte no estaba clara. Lebrun había omitido describir la clase de recipiente en el que se hallaba escondido, Randall había omitido preguntárselo, y ahora era demasiado tarde.
Sin embargo, tenía que estar dentro de algún envase protector que seguramente sería reconocible, si pudiera encontrarlo. Randall clavó la mirada en los pedazos de toba que había en las cajas. No se había topado con ningún objeto extraño. Había roto todos y cada uno de los pedazos de toba y no había encontrado ningún recipiente de ninguna clase. Se preguntó si finalmente lo hallaría o si, de hecho, acaso existía fuera de la imaginación del ex convicto.
Se enderezó, tomó el mango de madera de la pala y prosiguió cavando.
Más
toba, más escombros, más nada.
Mientras continuaba la excavación y los minutos pasaban, se comenzó a dar cuenta de que su principal obstáculo no era que se le acababa el tiempo, sino las fuerzas.
Metió la pala, y la sacó.
Otra vez adentro y… clang… golpeó algo duro… ¿un pedregón? Maldita sea; si había picado granito, la excavación habría terminado. Se arrodilló soltando un gemido y, a través del sudor que le corría por los ojos, miró, tratando de distinguir con qué se había topado en el agujero. Parecía ser sólo otra roca y, sin embargo, también parecía algo diferente. Dejó caer la pala y metió la mano en el hoyo; alcanzó el objeto y lo recorrió con los dedos para sentir su tamaño. De inmediato se dio cuenta, por lo que sintió en las yemas de los dedos y por la sensación que experimentó debajo de la piel, que el obstáculo tenía forma. Era un objeto elaborado por la mano del hombre. Tal vez un artefacto antiguo. Pero…
Tal vez no.
Con los dedos metidos profundamente en el agujero, tiró del objeto, tratando de echarlo fuera, de desatorarlo de la posición en que estaba entre las capas de toba. Volvió a meter la pala, maniobrando con la punta por debajo, por encima, alrededor del objeto, tratando de moverlo.
Luego otra vez a mano. En unos cuantos minutos se aflojó y comenzó a soltarse. Lo tomó con ambas manos y lo sacó del hoyo.
Era una especie de olla de alfarería, un tarro o vasija de barro, de no más de veinte centímetros de alto y treinta de circunferencia. La boca estaba sellada con una especie de substancia sólida y gruesa de color negro, probablemente brea. Randall trató en vano de perforar el tapón negro. Quitó la mugre que tenía pegada, y una delgada banda negra de brea que había alrededor del centro del tarro se hizo visible. Aparentemente, la vasija de barro había sido abierta en dos mitades y ahora estaba pegada con esa brea.
Randall la colocó sobre el piso de la zanja, se arrodilló, y con el mango de la pala golpeó la vasija por la mitad. Instantáneamente, bajo el fuerte golpe, el tarro se partió en dos mitades, quedando una de ellas parcialmente astillada.
Randall se abalanzó sobre los pedazos de barro, los separó, y de inmediato tuvo frente a sí el contenido. Un solo objeto, una simple bolsa gris de cuero.
Tomó la bolsa y la sostuvo cautelosamente, casi sin atreverse a abrirla.
Lentamente, la abrió, buscó con cuidado en su interior, y sus ampollados dedos cobraron vida al fresco contacto de lo que sintió como una fina tela. Suavemente, comenzó a extraerla. La sacó. Era un cuadrado de seda aceitosa que había sido doblado muchas veces. Comenzó a desdoblarlo, hasta que el contenido quedó al descubierto.
Hipnotizado, se quedó mirando lo que podría haber sido una quebradiza hoja café de maple, pero que era un fragmento de papiro… el preciado papiro de Lebrun. Estaba cubierto con caracteres arameos, varias líneas borrosas escritas con tinta antigua. Era el fragmento faltante del Papiro número 3 que Robert Lebrun había escrito, la primera pieza de la evidencia que había prometido entregar.
Aquí la tenía, se dijo Randall. Esta pieza era o la evidencia de una moderna falsificación que podría reventar la validez del Nuevo Testamento Internacional e impedir el resurgimiento de la fe en todo el mundo… o un fragmento de un auténtico papiro antiguo que para Monti había pasado desapercibido o una pieza que Lebrun había tenido en las manos y que respaldaría aún más contundentemente a Resurrección Dos, exponiendo a Lebrun como un simple y jactancioso mentiroso psicótico.
Sin embargo, de alguna manera, Lebrun lo había conducido a esto y le había recordado que, dentro del meollo, este fragmento de papiro contenía la prueba invisible de que el Evangelio según Santiago era una falsificación y una mentira.
Randall estaba demasiado exhausto para sentir emoción alguna.
No obstante, era posible que aquí tuviera la verdad.
Cuidadosamente, Randall envolvió el fragmento de papiro en su cubierta protectora de seda aceitosa, y con los dedos tiesos lo deslizó dentro de la sucia bolsa gris.
Su instinto le decía que se marchara con su tesoro en ese mismo instante. Pero el recuerdo de la segunda parte de la evidencia de la falsificación, la pequeña caja de acero que contenía los ocho fragmentos adicionales, lo desafió. Con esta primera parte descubierta, ¿podría la segunda prueba devastadora del fraude estar muy lejos? Si esa prueba también existía, debería estar aquí, probablemente en la misma zona, tal vez en las profundidades del mismo agujero.
Fatigado, Randall se puso de pie, tomó la pala y miró fijamente hacia el hoyo. Momentáneamente, se preguntó cómo un anciano como Lebrun había tenido la fuerza para realizar esta tarea… a menos que hubiera sido más vigoroso de lo que Randall había imaginado o a menos que se hubiera valido de un cómplice más joven o que le hubiera pagado a un ayudante de la región. Bien, las especulaciones resultaban inútiles en este momento. Lebrun había realizado la hazaña. Randall se preguntó si él mismo podría también llevarla a cabo, suponiendo que hubiera algo más que desenterrar.
Reuniendo casi las últimas reservas de vigor, Randall decidió continuar cavando. Dirigió su pala hacia el agujero, más adentro y más adentro, agradándolo, sin toparse con otra cosa que más toba, y preguntándose constantemente si Lebrun habría puesto todos los huevos en una sola canasta o si habría escondido la pequeña caja de acero en alguna otra parte. No importaba; debía continuar cavando.
Había sacado una pala más de roca porosa, arrojándola al piso, cuando oyó un tintineo que le pareció que sonaba como a voces humanas. Pensó que estaba desvariando. Estaba a punto de volverse hacia el agujero cuando nuevamente escuchó el sonido. Las voces eran más claras ahora. Hizo una pausa y escuchó, con la cabeza levantada.
Definitivamente eran voces; o una voz, la voz de una mujer.
Dejó caer la pala y se pegó contra el muro opuesto de la zanja. No había duda. Era una voz distante que flotaba desde lo lejos, más allá de la pradera, que estaba encima de él. Comenzó a volverse hacia la dirección de la entrada del túnel, con la intención de subir y asomarse para averiguar de dónde provenía el sonido. Pero una intuición, más bien un reflejo de su instinto de conservación, le impidió exponerse a través de la única entrada que había.
Sin embargo, él tenía que averiguar quién (o qué) estaba allá fuera.
Puesto que la techumbre de la zanja estaba a un metro de su cabeza, no había manera de observar por encima de la orilla o de estirarse para atisbar a través de las aberturas que había en el techado de tablones. Fijó la vista en las cajas llenas con los escombros, que estaban a sus pies. Rápidamente se agachó, y con un esfuerzo nacido de la prisa, las empujó a través del piso de la zanja. Con muchos esfuerzos, levantó una caja y la puso encima de la otra para formar unos burdos escalones bajos.
Cautelosamente, pisando con inseguridad, subió por su improvisada escalera, y con dificultad empujó los tablones que había sobre su cabeza para separarlos aún más. Entonces, lentísimamente, elevó la cabeza hasta que sus ojos quedaron por encima de la orilla de la zanja y fue clara su visión del campo y el montículo que se extendían hacia la periferia de Ostia Antica, así como del puesto de frutas y la carretera.
A primera vista captó de dónde provenía la voz, que nuevamente se había convertido en varias voces.
Todavía estaban distantes, los tres, y avanzaban en dirección a él; con rápidas y grandes zancadas bajaban el montículo, y eran voces agitadas y ruidosas. Una mujer, una tosca italiana, venía entre dos acompañantes, un muchacho y un hombre. Ella traía asido, con su regordeta mano, el brazo del muchacho (el muchacho era Sebastiano) y con la mano libre estaba gesticulando, amenazando con golpearlo, regañándolo con voz chillona, siendo las palabras todavía inaudibles. Y Sebastiano estaba protestando, mientras ella lo medio empujaba y lo medio arrastraba hacia la excavación de Monti.
La atención de Randall se fijó en la otra persona, lo cual resultó más alarmante. La otra persona representaba a la Ley. No llevaba espada, ni sombrero extravagante, como los
carabinieri
, sino una camisa veraniega y pantalones color verde olivo, una gorra con una placa de metal, dos bandas blancas cruzadas sobre la camisa y un cinturón blanco con una pistola dentro de una blanca funda. Era un elemento de la Policía rural.