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Authors: Irving Wallace

BOOK: La Palabra
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El primer testigo había sido el funcionario de aduanas del Aeropuerto de Orly, Monsieur Delaporte, quien detalló el horrendo comportamiento del acusado. El segundo testimonio había sido el del guardia de la Sûreté Nationale, llamado Gorin, un protector de la seguridad pública que se explicaba bastante mal y a quien la Policía de seguridad de Orly había avisado con anticipación de que habría que cachear a un contrabandista, y que éste tal vez se pusiera violento. Gorin había contribuido a atraparlo.

El tercer testigo había sido el inspector de la
police de l'air
, el oficial Queyras, de la Policía del aeropuerto, quien declaró que el jefe de los
carabinieri
de Roma le había comunicado que un norteamericano, un tal Steven Randall, había adquirido ilegalmente un tesoro cristiano de gran antigüedad, que lo había sacado de Roma sin permiso y que intentaría llevarlo a París. Queyras había preparado una de las tarjetas color de rosa (en las que se describe a los delincuentes buscados por la Policía), y cuando Randall llegó, Queyras le había confiscado la bolsa de cuero con el fragmento de papiro y se había unido a los que sometieron al huraño visitante. Después de entregar, como evidencia, su tarjeta color de rosa con la descripción del delincuente, a Queyras se le permitió retirarse junto con los dos testigos anteriores.

El siguiente testigo, un rostro nuevo para Randall, había sido el doctor Fernando Tura, ex superintendente de la región de Ostia Antica, ascendido recientemente a miembro del Consejo Superior de Antigüedades y Bellas Artes de Roma. Tura había llegado representando al Ministerio della Pubblica Istruzione. Era un italiano moreno, solícito, de peso gallo, con ojos furtivos y un bigote como manubrio de bicicleta. Desde el primer momento le desagradó a Randall, y tenía sus razones: según Ángela, era él quien había puesto obstáculos a su padre y lo había calumniado desde el principio.

El doctor Tura, el siguiente testigo, estaba siendo interrogado.

No, el doctor Tura nunca antes había visto al acusado. Apenas ayer había oído hablar del Signore Randall: que el Signore norteamericano de alguna manera se las había arreglado para obtener, sin permiso del Ministerio, un fragmento faltante de papiro que pertenecía al códice del Evangelio según Santiago, descubrimiento hecho en Ostia Antica seis años antes por el profesor Augusto Monti, de la Universidad de Roma, con la colaboración del doctor Tura. El acusado había querido sacar de Italia ese tesoro nacional. No, el doctor Tura no sabía con exactitud cómo el Signore Randall había obtenido el valioso fragmento; si lo había robado o si había sido un hallazgo fortuito, pero en cualquiera de los casos había violado la Ley.

El doctor Tura había traducido lo que decía la Ley italiana.

—Los objetos arqueológicos hallados en Italia pertenecen al Estado, según el principio de que todo cuanto está bajo tierra es propiedad del Estado. Solamente el Ministro de Instrucción Pública puede conceder permiso para ejecutar investigaciones arqueológicas, y ninguna excavación puede hacerse sin autorización.

El acusado había contravenido atrozmente este principio de la Ley y, más aún, no había declarado su hallazgo y hasta lo había sacado de Italia. El Gobierno italiano deseaba recobrar el fragmento para entregarlo a su vez a un consorcio como Nuevo Testamento Internacional, S. A. Esta empresa había arrendado todos los documentos descubiertos por el profesor Monti, de los cuales este fragmento era parte integrante, con el propósito de publicar una versión revisada del Nuevo Testamento.

El doctor Tura, con toda su serenidad, era el testigo en turno, y ahora estaba concluyendo su testimonio.

Sobresaltado, Randall se percató de que el doctor Tura se levantaba de la silla de los testigos y que el juez se dirigía al propio Randall.

—Monsieur Randall, ahora estoy preparado para escuchar su testimonio. Declare su profesión.

—Soy director de una firma de relaciones públicas de Nueva York.

—¿Cuáles fueron las circunstancias que lo trajeron a Roma?

—Es una historia larga, Su Señoría.

—Si es tan amable, hágala breve, Monsieur —dijo el magistrado Le Clere, áspera y malhumoradamente—. Aténgase en lo posible al hecho de su llegada al Aeropuerto de Orly, ayer.

Randall estaba perplejo. ¿Cómo iba a convertir una montaña en un montículo? Pero tenía que intentarlo. Tenía que preparar el camino, con la mayor claridad posible, para De Vroome.

—Todo comenzó cuando me convocaron a una reunión en Nueva York con el conocido editor religioso, el señor George L. Wheeler —miró a Wheeler, que tenía su atención concentrada en las puntas de los zapatos, rehusándose a reconocer esa mención de su nombre—. El señor Wheeler deseaba contratar mis servicios para hacer la publicidad de una nueva Biblia. Él representaba a un consorcio internacional de editores de libros religiosos (presentes aquí) que estaba preparando una revisión del Nuevo Testamento, basada en un asombroso hallazgo arqueológico. ¿Desea usted conocer el contenido de ese hallazgo?

—No es necesario —dijo el magistrado Le Clere—. Tengo el testimonio de Monsieur Fontaine, en el cual hace un resumen del contenido del Nuevo Testamento Internacional.

«Ah —pensó Randall—, nuestro buen juez ya ha sido aleccionado por los caballeros de Resurrección Dos.»

—¿Lo contrataron a usted para dirigir la publicidad de esa nueva Biblia? —preguntó el magistrado.

—Sí, señor.

—¿Creía usted en su autenticidad?

—Sí, señor, creía en ella.

—¿Todavía considera usted auténtico el contenido agregado al Nuevo Testamento Internacional?

—No, señor. Todo lo contrario. Considero que ese nuevo contenido es una falsificación total y descarada, al igual que el contenido de la bolsa de cuero que me quitaron ayer en el Aeropuerto de Orly.

El magistrado sacó un pañuelo y se sonó ruidosamente la nariz.

—Está bien, Monsieur. ¿Qué fue lo que provocó su desilusión?

—Si se me permite explicar…

—Explique, pero limítese a los hechos que tengan relación con esta causa y la acusación.

Era tanto lo que Randall quería relatar ahora… tal acumulación de sospechas, tal marea de coincidencias. No obstante, él sabía que no se las aceptarían como pruebas y que no reforzarían su defensa. Buscó en su memoria hechos concretos, irrebatibles, pero se le escapaban, y le sorprendió y desconcertó advertir que eran muy pocos.

—Bueno, para ser breve, señor, en mi cuarto de hotel en Roma conocí al autor confeso de la falsificación de los manuscritos de Santiago y Petronio. Era un ciudadano francés llamado Robert Lebrun, y él…

—¿Cómo fue que se encontró con él, Monsieur?

—Originariamente supe de él a través del
dominee
De Vroome.

—¿Había el
dominee
De Vroome conocido a ese supuesto falsificador?

—No exactamente, Su Señoría.

—Se vio con él o no se vio con él… ¿Cuál de las dos?

—El
dominee
me dijo que lo había visto, pero que no había hablado con él. Supo acerca de él a través de un amigo.

—Pero ¿usted sí se vio personalmente con el supuesto falsificador?

—Sí. Un indicio que hallé entre los documentos del profesor Monti me llevó hasta Lebrun, a quien persuadí de que me dijera cómo había urdido el Evangelio según Santiago y el Pergamino de Petronio. Me contó que había pasado largos años tramando y preparando su engaño. Era un incomparable erudito bíblico y un genio de la falsificación. Me relató todos los detalles de su trabajo y me convenció de que decía la verdad.

—¿Y ese tal Lebrun le proporcionó el fragmento que hallaron en su maleta? —preguntó el magistrado.

—No.

—¿No? ¿No se lo vendió a usted?

—Él estaba dispuesto a vendérmelo y yo a comprárselo, para demostrar a los editores que su nuevo evangelio era un fraude y para que no se atrevieran a seguir adelante con su Nuevo Testamento Internacional. Sin embargo, a Lebrun se le impidió entregarme esa prueba de falsificación (el fragmento que los policías me quitaron).

—¿Se le impidió? ¿Cómo fue que se le impidió?

—Lo mataron, lo eliminaron en un supuesto accidente el día anterior a que iba a entregármela.

El magistrado Le Clere miró hoscamente a Randall.

—¿Me está usted diciendo, Monsieur, que ese Lebrun no está vivo para corroborar el testimonio que usted está rindiendo?

—No podrá hacerlo, señor. Lebrun está muerto.

—¿Así que sólo tenemos la palabra de usted?

—Hay algo más, Su Señoría. La prueba del engaño de Lebrun está en el fragmento que sus oficiales me confiscaron en el aeropuerto. Verá usted, señor, los muertos a veces hablan. Porque, por así decirlo, el propio Lebrun, aun después de su muerte, me condujo al descubrimiento de su evidencia.

Randall relató cómo los efectos personales que había examinado en el depósito de cadáveres de Roma lo habían llevado a la excavación de Monti en las afueras de Ostia Antica.

—Una vez que hube desenterrado la prueba de Lebrun —concluyó Randall—, tuve que asegurarme de que era, verdaderamente, una falsificación. Desde Roma telefoneé a la oficina del profesor Aubert para concertar una cita. Quería yo que él hiciera la prueba del radiocarbono con el fragmento. Luego llamé al
dominee
De Vroome y solicité su colaboración para determinar si el texto arameo del papiro (y la escritura invisible que Lebrun había agregado al fragmento) confirmaban la confesión de fraude de Lebrun. En mi mente no había duda alguna acerca del engaño, pero yo sabía que necesitaría una opinión más autorizada para convencer a los editores de que todo era un fraude que debía ser abandonado. Así que, naturalmente, salí de Roma y llegué a París con el trozo de papiro, consciente de que no era ningún tesoro nacional y de que no tenía ningún otro valor que el de una evidencia para detener el proyecto de Resurrección Dos. Cuando el oficial del aeropuerto quiso confiscar mi única prueba, yo traté instintivamente de recobrarla. No tenía la intención de agredirlo. Sólo quería conservar una pequeña prueba que evitaría al público una mentira más y que impediría que los editores cometieran un grave error.

—¿Ha terminado usted, Monsieur?

—He terminado.

—Permanezca usted en el banquillo. Continuaremos con los últimos dos testigos —el magistrado consultó un trozo de papel que tenía un lado y levantó la vista—. Si el profesor Henri Aubert quiere tener la bondad de acercarse.

El profesor Aubert, con su cabello envaselinado y su pulcra vestimenta, se veía impresionante al acomodarse en la silla de los testigos. Había pasado junto a Randall muy tieso, sin mirarlo, y ahora se disponía a leer su informe escrito.

Su testimonio fue el más breve, ya que no se llevó más de un minuto. Y el resumen que hizo no fue inesperado para Randall.

—La prueba ordinaria del radiocarbono puede hacerse en una o dos semanas. Mediante el uso de un aparato de computación recientemente modificado, mis ayudantes y yo, trabajando durante la noche, pudimos someter a prueba una minúscula porción del fragmento de papiro que la judicial nos entregó anoche. Aquí tengo el resultado que obtuvimos en catorce horas.

Sacó una hoja de papel amarillo, escrita a máquina, y comenzó a leer:

—«Según las mediciones hechas por nosotros del fragmento de papiro en cuestión, y después de realizar la debida comprobación en nuestro aparato fechador de radiocarbono, la fecha de vida del papiro puede ser razonablemente situada en el año 62 A. D. En consecuencia, el fragmento de papiro que se nos entregó en las últimas horas del día de ayer puede considerarse auténtico según las normas científicas. Firmado, Henri Aubert.»

El magistrado pareció impresionado.

—Entonces, ¿el fragmento que introdujo al país el acusado que está en el banquillo es de indudable autenticidad?

—Absolutamente —Aubert alzó un dedo—. Debo agregar que yo limito la verificación a la edad del fragmento de papiro. No puedo hablar de la autenticidad del texto. Esa decisión la dejo enteramente al juicio del
dominee
De Vroome.

—Gracias, profesor.

Cuando Aubert volvía a su asiento de la segunda fila, el
dominee
De Vroome se puso de pie y esperó en el pasillo.

El magistrado se dirigió a él.

—Si el
dominee
Maertin de Vroome quiere hacer al tribunal el honor de acercarse para concluir la audiencia de los testimonios…

Randall observó con ansiedad al imponente clérigo holandés cuando éste avanzó hacia la silla de los testigos. Esperaba atrapar la mirada de De Vroome, pero lo único que pudo ver fue el impasible perfil del teólogo.

De pie junto a la silla, formidable en su sotana negra sin adornos, el reverendo miraba al
juge d'instruction
.

El magistrado Le Clere procedió a interrogarlo de inmediato.

—¿Es verdad,
dominee
De Vroome, que el acusado, tal como lo asentó en su testimonio, le telefoneó a usted desde Roma y le solicitó su opinión acerca de una porción faltante del Papiro número 3, el mismo que él consideraba como prueba de la falsificación?

—Es verdad.

—¿Es verdad que también una sección de la Sûreté Nationale, por mediación del laboratorio especial del Louvre, le pidió que hiciera un estudio de ese fragmento para determinar su valor?

—Sí, también eso es verdad.

El magistrado estaba complacido.

—Entonces, el dictamen que usted rinda satisfará tanto a la parte actora como a la defensa.

El
dominee
De Vroome sonrió sin mover los labios.

—Dudo que mi opinión pueda satisfacer a ambas partes. Sólo puedo satisfacer a una de ellas.

El magistrado sonrió también.

—Voy a replantear mi frase. Tanto la parte actora como la defensa aceptan la autoridad de usted para dictaminar sobre esta materia.

—Así parece.

—Por lo tanto, obviaré toda averiguación acerca de sus méritos como estudioso del arameo y experto literario de la historia cristiana y la romana. Las dos partes aceptarán su juicio. ¿Ha estudiado usted el fragmento de papiro que le fue confiscado a Monsieur Randall?

—Sí, lo he estudiado. Lo he examinado con la mayor atención toda la noche y esta mañana. Lo he estudiado en su contexto, comparándolo con la colección completa de los papiros de Monti, los cuales me fueron facilitados por los propietarios del Nuevo Testamento Internacional. Lo he examinado también a la luz de los informes proporcionados por un tal Robert Lebrun y por el acusado, Steven Randall, en el sentido de que el texto arameo es una falsificación y que la hoja de papiro contiene escritura invisible y un dibujo (hechos con tinta preparada según una antigua fórmula romana), empleados por Lebrun para demostrar que el evangelio era invento suyo.

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