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Authors: Irving Wallace

La Palabra (93 page)

BOOK: La Palabra
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Completamente despierto ya y descansado, a pesar del insomnio padecido durante la mayor parte de la noche que pasó en la aislada y desnuda celda del Dépôt, contiguo al Palais de Justice, Randall trató de analizar lo que le había ocurrido
y
de prever lo que estaba a punto de ocurrirle.

Todavía se hallaba estupefacto. Lo habían detenido por pasar de contrabando a Francia un objeto de valor, así como por agredir a un oficial; de eso no había duda. Después del loco episodio de la terminal aérea de Orly la noche anterior, lo habían metido en el
panier à salade
(así llaman a la «julia» los franceses, supuso) y lo habían transportado al conjunto de edificios conocido como Palais de Justice, que estaba en la Île de la Cité.

Lo habían hecho entrar apresuradamente a un edificio llamado el Petit Parquet. Allí, en una sala exageradamente iluminada, se había enfrentado a un francés serio y solemne que se había presentado como
le substitut du procureur de la République…
aterrador, hasta que el intérprete, que también estaba allí, le explicó que se trataba sencillamente del asistente del fiscal.

Había habido un breve interrogatorio y, finalmente, las acusaciones formales. Había cometido un
outrage à fonctionnaire dans l'exercise de ses fonctions
(un atentado contra un funcionario en el ejercicio de sus funciones, según le reveló el intérprete) y había intentado introducir en el país, sin declararlos, bienes valiosos. El
substitut
había firmado un documento que hacía oficial su detención.

Debido a circunstancias especiales (¿cuáles?, se preguntó) el Ministro del Interior había dispuesto que se viera su causa sin dilación. En la mañana comparecería ante un
jugue d'instruction
(un juez de instrucción) para una averiguación a fondo. Hasta entonces debería permanecer en el Dépôt del Palais, en calidad de detenido por breve plazo. Y una cosa más antes de su encarcelación: tenía el derecho de contratar a un abogado para la audiencia de mañana. ¿Deseaba telefonear a algún abogado, o a un amigo para que le buscara un defensor?

Randall lo había considerado. No conocía a ningún abogado en París. Se le ocurrió la idea de llamar a la Embajada de los Estados Unidos, pero la rechazó. Todo el incidente era tan humillante para él (y tan difícil de explicar que no quería correr el riesgo de exponerse a que algún arrogante compatriota propagara el chisme antes de que todos los hechos estuvieran esclarecidos. Pensó en Sam Halsey, de la Associated Press, en la Rue de Berri. Sin duda, Sam le podría proporcionar un defensor competente. Pero cualquier entusiasta de la oficina de Sam podía olfatear el problema de Randall y difundir a la Prensa una versión torcida e incompleta, que sólo lo haría parecer absurdo. Además, la idea misma de pedir consejo legal para una causa tan al vapor como aquélla (era fácil probar que el fragmento de papiro era una falsificación, y eso sería todo) parecía pretenciosa y ridícula.

Cuando Randall preguntó acerca de la necesidad del consejo legal, se le informó que la única intención era la de proporcionarle todas las garantías posibles. También se enteró de que si tomaba un abogado, su causa se retrasaría tres o cuatro días. Eso le había ayudado a tomar una decisión. Puesto que Resurección Dos se anunciaría al mundo dentro de cuarenta y ocho horas, no quería posponer su juicio y, por lo tanto, no quería un abogado. Se conformaría con hablar en defensa propia.

Resuelta la cuestión del abogado, Randall había tenido que salir bajo la llovizna nocturna, atravesar el patio, pasar la reja abierta del Palais de Justice y seguir por el Boulevard du Palais hasta la Préfecture de Police, donde lo llevaron a la sección de antropometría, le tomaron las impresiones digitales y lo fotografiaron (de frente y de perfil). Después lo habían interrogado nuevamente para saber si tenía antecedentes policíacos y conocer su versión de los hechos ocurridos en la terminal aérea de Orly.

Luego, dos
agents de police
habían vuelto a sacar a Randall a la lluvia, al patio del Palais de Justice y finalmente hasta el Dépôt, en un edificio contiguo al Palais. Lo habían encerrado en una celda (solitaria, porque no había más presos) que era cualquier cosa excepto confortable. Sin embargo, había dormido en lugares peores en algunas de sus sombrías noches de borrachera.

La celda del Dépôt, con su ventana enrejada y su resonante puerta de hierro que tenía una mirilla para los guardias, ofrecía comodidades tales como un catre con un colchón de paja, un lavamanos, con agua fría nada más, y un retrete que por sí solo echaba el chorro cada quince minutos. Además, le habían proporcionado algunos ejemplares atrasados de
Paris Match
y
Lui
, su pipa, un encendedor desechable y su paquete de tabaco. No le había interesado nada, excepto esta oportunidad de pensar, de resolver cómo podría llegar hasta De Vroome y Aubert y dar a conocer los hechos relativos a la falsificación, antes de que ocurriera el anuncio público del Nuevo Testamento Internacional, dentro de poco más que dos días.

No había podido pensar, porque el día había sido muy largo y emocionante; de Ostia Antica a Roma, a París y, finalmente, a esta celda del Dépôt. Pero tampoco había podido dormir bien, debido al exceso de fatiga y a las fantasmales imágenes que bailoteaban en su cerebro: Wheeler y los otros editores, y Ángela, y De Vroome, y siempre el recuerdo del viejo Robert Lebrun. En algún punto de aquella oscuridad había dormido un poco y a saltos, con sueños recurrentes que lo horripilaban, pero algo había dormido.

Llegó la mañana. El guardián había sido bastante amable con él; no podía quejarse. Probablemente porque se trataba de un caso especial (y aquella generosidad ciertamente no le había hecho daño), el guardián le había enviado jugo de fruta y dos huevos, además del habitual desayuno de la prisión, consistente de café negro y pan. Más aún, de la maleta de Randall había tomado la máquina de rasurar, el peine y una muda de calzoncillos, calcetines, camisa y corbata, y se los había llevado. Ya casi vestido, pudo al fin pensar..

Trató de recordar lo que le habían dicho que le esperaba esta mañana. ¿Un juicio o una audiencia? No podía recordar cuál de los dos. Había habido mucha confusión la noche anterior. Creía haber oído al asistente del fiscal hablar de una averiguación ante el
juge d'instruction
. ¿De qué demonios consistiría esa vista preliminar? Él recordaba que le habían dicho algo acerca de que el magistrado lo interrogaría a él y a los testigos. Había preguntado cuáles testigos. Bueno, existía una acusación de agresión y alteración de la paz pública, a la cual tendría que enfrentarse, pero eso era el delito menor. Lo más importante era el contrabando a Francia de un tesoro nacional de Italia. Recordaba haber gritado que no se trataba de un tesoro sino de una falsificación, de algo que no valía nada, de una farsa, de un engaño. Por lo tanto, le habían indicado que los testigos serían los expertos que determinarían la autenticidad y el valor del fragmento de papiro.

Para Randall, lo más confuso era el papel de De Vroome. El clérigo holandés se había presentado en Orly, tal como lo había prometido. Había ido a ayudar a Randall. Pero el imbécil aduanero se había empeñado en que la presencia de De Vroome obedecía a una llamada de las autoridades francesas. No tenía sentido.

Otro misterio, aún mayor; el más amenazador de todos: ¿quién lo había delatado ante la aduana francesa?

Simple y llanamente, alguien le había tendido una trampa. Pero, ¿quién sabía siquiera que él tenía en su posesión el trozo de papiro que faltaba? Naturalmente, estaban el chico Sebastiano y su madre, así como aquel policía italiano de Ostia; pero ellos no podían conocer su identidad, aunque hubieran advertido que él había sacado algo de la zanja. Estaba Lupo, el taxista, que lo había llevado de Ostia a Roma. Pero el chófer no pudo haber sabido quién era él ni qué llevaba encima. Estaba el profesor Aubert, para quien había dejado un mensaje urgente con el propósito de que se reunieran la noche anterior. Pero no era concebible que Aubert hubiera adivinado la razón por la cual le solicitó Randall la entrevista. Finalmente, estaba el
dominee
De Vroome, a quien había telefoneado desde Roma y que era el único que lo sabía todo. No obstante, De Vroome era la única persona en todo el mundo que, estando al tanto de Resurrección Dos, no tenía absolutamente ningún motivo para traicionarlo. Después de todo, al traer la prueba de la falsificación, Randall estaría entregando a De Vroome precisamente el arma que éste buscaba para destruir a Resurrección Dos y robustecer su propia posición de poder.

No había explicación lógica, salvo una.

Si Robert Lebrun no hubiera muerto por accidente, sino que hubiera sido asesinado deliberadamente, entonces, la persona o las personas que habían averiguado lo que Lebrun hacía para Randall también habrían podido averiguar lo que éste había estado haciendo en Roma y Ostia Antica.

Era la única posibilidad, pero insignificante y vaporosa, ya que los sospechosos no tenían rostro ni nombre.

Un callejón sin salida.

Randall había terminado de hacer el nudo de su corbata cuando retumbó la puerta de la celda y se abrió cuán ancha era.

Un joven alto y fuerte que llevaba una cinta roja en la visera del kepis y un uniforme azul marino, y que tenía aspecto de agregado del colegio militar de Saint Cyr, entró alegremente en la celda.

—¿Tuvo usted un descanso satisfactorio, Monsieur Randall? Soy el inspector Bavoux, de la Garde Républicaine. Me han dado instrucciones de acompañarlo hasta el Palais de Justice. La vista preliminar comenzará dentro de una hora. Los testigos estarán ya reunidos. Usted tendrá todas las oportunidades de ser escuchado.

Randall se levantó del catre y se puso su chaqueta deportiva.

—He solicitado que el
dominee
Maertin de Vroome, de Amsterdam, preste testimonio en mi favor. ¿Está él entre los testigos citados?

—Ciertamente, Monsieur.

Randall dio un suspiro de alivio.

—¡Gracias a Dios!… Muy bien, inspector. Estoy listo. Vamos.

Estaban reunidos en una pequeña y funcional sala de audiencias situada en la galería de los jueces de instrucción, en el piso cuarto del Palais de Justice.

Mientras entraba al edificio del Palais y daba vuelta a la izquierda, hacia la Galerie de la Sainte Chapelle, Steven Randall sintió que recobraba la confianza al ver la sencilla inscripción que había en lo alto de la escalera de entrada: LIBERTÉ, ÉGALITÉ, FRATERNITÉ.

«Vaya, está bien», pensó él.

Ahora, todavía parado rígidamente junto al banquillo de los acusados, Randall se percató de que habían pasado veintidós minutos desde que se iniciaran los procedimientos, sorprendentemente informales. Él sabía que se acercaba el momento en que sería escuchado. No sentía ansiedad. Estaba tranquilo y seguro. Se le llamaría simplemente para que expusiera las razones por las cuales creía que el trozo de papiro que había sacado de Italia y traído a Francia era una falsificación. Una vez que su creencia fuera apoyada por el testimonio de un experto, por la irrebatible opinión del eminente
dominee
Maertin de Vroome, Randall quedaría reivindicado. Todo lo demás, antes y después de la intervención de De Vroome, era pura faramalla legal. Randall estaba seguro de que cuando De Vroome certificara la falsificación, el magistrado no podría hacer otra cosa que ponerle una multa por la agresión al oficial y dejarlo en libertad.

Con el rabillo del ojo, Randall miró una vez más a los testigos, cuya presencia apenas le había sorprendido al entrar en la moderna sala. En el resultado de aquella audiencia se jugaban la vida, la reputación y su fortuna en dólares, libras, francos, liras y marcos.

Había cinco hileras de bancos. En la primera fila, como figuras esculpidas en granito, estaban sentados Wheeler, Deichhardt, Fontaine, Young y Gayda. Detrás de ellos, solemnes y atentos, estaban De Vroome, Aubert y Heldering. En la última fila estaba Naomí Dunn, impasible y con los labios apretados. Los testigos anteriores ya no estaban allí. Hecha su declaración, los habían dejado ir.

No había extraños, ni miembros de la Prensa, ni espectadores curiosos. El juez lo había aclarado desde el principio. Los procedimientos estaban cerrados al público debido a que, como lo manifestó tan simpáticamente el magistrado, «el asunto a examinar requiere discreción».

«La Sala de las Estrellas», pensó Randall.

Se preguntó quién habría arreglado que la sesión fuera secreta. La intriga de los editores, sin duda, con sus poderosas relaciones eclesiásticas que llegaban hasta el Vaticano y el Consejo Mundial de Iglesias. En el fondo, Francia respondía a los deseos de la Iglesia. Y también estaban allí Monsieur Fontaine y su
alter ego
, el profesor Sobrier. Además, estaban Signore Gayda y su influyente Monsignore Riccardi. Hombres como aquéllos no se interesaban sólo en la religión, sino también en la política. Allí contarían mucho. Habían querido llevar el asunto en secreto, y se habían salido con la suya.

A Randall no le importaba, porque tenía a De Vroome, y con él, pronto surgiría la verdad y se lograría una comunicación con el público.

Escuchando a medias a los testigos que todavía estaban siendo interrogados, Randall revivía los sucesos que se habían desarrollado antes de aquel momento.

El
juge d'instruction
(llamado Le Clere) había entrado a la sala y se había sentado detrás de uno de los dos enormes escritorios de acero que estaban frente a la silla de los testigos y a los asistentes sentados en los bancos. Contrario a lo que pudiera esperarse, el magistrado no llevaba la tradicional toga negra con pechera blanca, sino un estrecho y ordinario traje de civil, de un tono pardo conservador. Tenía el aspecto anémico, sietemesino, descolorido del pequeño funcionario o el burócrata típico, con una voz desconcertantemente penetrante y el cabello parado, como si llevara una peluca de alambre.

Había llevado ordenadamente los procedimientos. Desde un tercer escritorio, puesto en ángulo recto con los dos del magistrado, el
greffier
, o escribano, dejó su máquina de escribir y se puso de pie para leer en voz alta las acusaciones contra Randall, primero en francés y después en inglés. Impaciente, el
juge d'instruction
había declarado que prescindiría de los servicios de un intérprete (salvo para los testigos que sólo hablaban francés) con el fin de ahorrar tiempo. Esto resultó posible porque, para ser justos con el acusado, la sesión se celebraría en inglés. Y después había proseguido a paso veloz, como si el tiempo fuera oro o como si tuviera una cita para comer temprano y no quisiera perdérsela.

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