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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (122 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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Ella le suplicó con sus manitas, más conmovedora y fervientemente de lo que habría podido hacer con palabras.

—El oprobio que sobre mí ha caído ya es suficiente, pequeña Dorrit. No puedo rebajarme a tanto y arrastrarte conmigo, a ti que eres tan generosa, tan buena, a quien tanto quiero. ¡Que Dios te bendiga y que Dios te lo pague! Pero ya es imposible.

Arthur la abrazó como si fuera su hija.

—Siempre he sido mucho más viejo y mucho más tosco y siempre he valido mucho menos que tú; los dos tenemos que olvidar todo lo que fui, tenemos que verme sólo como lo que soy ahora. Te voy a dar un beso de despedida, niña mía, que podrías haber sido algo más para mí, a quien no podría querer más… Te beso como un hombre arruinado, ajeno a ti, alejado para siempre de ti, cuya vida ha acabado, mientras que la tuya está empezando. No tengo valor para pedirte que olvides mi humillación; sólo te ruego que me recuerdes tal como soy.

Empezó a sonar la campana que indicaba a los visitantes que debían marcharse. Arthur cogió el manto de Amy de la pared y se lo puso sobre los hombros con ternura.

—Otra cosa, pequeña Dorrit. Me cuesta recordarte esto, pero es necesario. Esta cárcel y tú ya no tenéis nada que ver. ¿Me has entendido?

—¡Ay! ¡No me diga que no puedo volver! —gimió Amy, llorando amargamente y levantando, suplicante, las dos manos entrelazadas—. ¡No me irá a dar la espalda de este modo!

—Te lo diría si pudiera, pero también me falta valor para renunciar a tu rostro tan querido y abandonar toda esperanza de volver a verlo. Pero ¡no vuelvas pronto y no vengas con frecuencia! Este sitio está manchado, y yo sé que llevo su mancha sobre mí. Tu sitio está en lugares mejores y más luminosos. No debes volver, pequeña Dorrit; tienes que buscar caminos muy distintos, mucho más felices. ¡Y que Dios te proteja en ellos! ¡Que Dios te colme de dones!

Maggy, que se había puesto muy triste, exclamó en ese instante:

—¡Oh, llévelo a un hospital, llévelo a un hospital, madre! Nunca volverá a ser el de antes si no lo llevamos a un hospital. Y así la muchacha que estaba siempre hilando en la rueca podrá abrir el armario con la princesa y decir: «¿Por qué guardáis aquí el pollo?». Y así podrán sacarlo y dárselo al hombre, ¡y todos serán felices!

Esta interrupción les sirvió para darse cuenta de que la campana casi había dejado de sonar. Arthur volvió a arrebujar a la pequeña Dorrit en el manto y, llevándola del brazo (aunque, si no hubiera sido por su visita, casi no habría tenido fuerzas ni para andar), la acompañó al piso de abajo. Amy fue la última visitante que cruzó la portería; y la puerta rechinó con fuerza y desesperación al cerrarse después de que la joven saliera.

Con la campanada fúnebre que en ese momento sonó en el corazón de Arthur, volvió también la sensación de debilidad. Le costó subir las escaleras para volver a su cuarto; entró de nuevo en ese recinto cerrado, oscuro y solitario, presa de un pesar indescriptible.

Cuando ya casi era medianoche y la cárcel llevaba mucho tiempo envuelta en silencio, oyó unos cautelosos crujidos en la escalera y unos cautelosos golpecitos de llave en la puerta. Era John hijo, que entró sigilosamente en calzones, cerró la puerta y dijo entre susurros:

—Esto contraviene todas las normas, pero me da lo mismo. Había tomado la firme decisión de cruzar toda la cárcel para verlo.

—¿Qué ha pasado?

—No ha pasado nada, señor. Cuando la señorita Dorrit ha salido al patio, yo estaba esperándola. He pensado que a usted le habría gustado que alguien cuidara de ella.

—¡Gracias, gracias! ¿La ha acompañado a su casa, John?

—A su hotel. El mismo en el que se hospeda el señor Dorrit. La señorita Dorrit ha ido todo el camino a pie, y ha hablado conmigo con tanta amabilidad que me ha dejado anonadado. ¿Por qué cree usted que no ha cogido un coche?

—No lo sé, John.

—Para hablar de usted. Me ha dicho: «John, siempre ha sido usted un hombre de honor, y, si me promete cuidar de él, y no permitir que le falten ayuda ni comodidades cuando yo no esté, me quitará un peso de encima». Se lo he prometido. Así que estaré a su lado, señor —declaró John Chivery—, ¡siempre!

Clennam, muy conmovido, le tendió la mano a esa alma honrada.

—Antes de darle la mano —avisó John, mirando la de Arthur y sin despegarse de la puerta—, adivine qué mensaje me ha dado la señorita Dorrit.

Clennam hizo un gesto con la cabeza para indicar que no lo adivinaba.

—Dígale —prosiguió el muchacho, repitiendo las palabras de Amy con una voz clara aunque trémula— que su pequeña Dorrit le envía su amor eterno. —Y añadió—: Ya se lo he entregado. ¿Me he portado de forma honrosa, señor?

—¡Mucho, mucho!

—¿Le dirá a la señorita Dorrit que me he portado de forma honrosa?

—No le quepa duda.

—Pues aquí tiene mi mano, señor —concluyó John—. ¡Siempre estaré a su lado!

Tras un enérgico apretón, el joven desapareció por las escaleras con el mismo crujido cauteloso, avanzó sigilosamente y sin zapatos por el pavimento del patio, cerró la puerta al pasar y llegó a la entrada, donde había dejado el calzado. Si el camino hubiera estado sembrado de rejas de arado incandescentes, sin duda el joven lo habría recorrido con la misma devoción y el mismo celo.

Capítulo XXX

Se acerca el desenlace

Llegó el último día del plazo de una semana a los barrotes de la entrada de Marshalsea. Negras toda la noche, desde que la puerta se había cerrado ruidosamente tras la pequeña Dorrit, las franjas de hierro se convirtieron, en los albores del sol, en franjas de oro. En toda la ciudad, por encima de la mezcolanza de tejados, a través de las celosías de las torres de las iglesias, se iban posando los rayos largos y brillantes, los barrotes de la prisión en la que todos vivimos.

En todo el día ningún visitante perturbó la vieja casa protegida por la verja. Sin embargo, mientras se ponía el sol, llegaron tres hombres y se encaminaron a la casa destartalada.

El primero era Rigaud, que caminaba solo, fumando. El señor Baptist, el segundo, iba a buen paso detrás del francés, sin fijarse en nada más. El tercero era el señor Pancks, con el sombrero bajo el brazo para liberar así su rebelde mata de pelo, pues hacía muchísimo calor. Los tres llegaron a la vez a la puerta.

—¡Par de majaderos! —exclamó Rigaud, dándose la vuelta—. ¡No os vayáis todavía!

—No pensábamos hacerlo —replicó Pancks.

Con una oscura mirada en respuesta a esta réplica, Rigaud llamó con furia a la puerta. Había bebido en abundancia para prepararse a conciencia el papel que iba a desempeñar, y estaba impaciente por empezar. Apenas se había apagado el eco de un prolongado y sonoro golpe cuando volvió a coger la aldaba y a llamar de nuevo. El ruido aún se oía cuando Jeremiah Flintwinch abrió la puerta, y todos entraron estruendosamente en el vestíbulo de piedra. Rigaud apartó de un empellón a Flintwinch y subió directamente al piso superior. Sus dos acompañantes lo siguieron; Jeremiah siguió a los recién llegados, y los cuatro invadieron como una tropa la tranquila habitación de la señora Clennam, donde todo seguía en su estado habitual, con la salvedad de que una de las ventanas estaba abierta de par en par, y de que Affery, en el anticuado banco de esa ventana, zurcía unas medias. En la mesita se veían los objetos de siempre, en la chimenea ardía el fuego mortecino de siempre, el paño fúnebre de siempre cubría la cama, y la señora de la casa estaba sentada en aquel sofá negro que parecía un ataúd, apoyada en el cojín anguloso que recordaba al tajo de un verdugo.

No obstante, un vago ambiente de expectación se respiraba en la estancia, como si la hubieran arreglado para una ocasión importante. Aparentemente (todos y cada uno de los múltiples objetos ocupaban el sitio del que no se habían movido desde hacía años) nadie podría haber llegado a tal conclusión sin observar con atención a la señora; sin haber visto, además, su rostro con anterioridad. Aunque los pliegues no habían sufrido la menor alteración en su vestido negro e inmutable, y aunque la señora Clennam defendía con rigor su actitud inmutable, la huella de un leve hundimiento en sus rasgos y de una contracción en su ceño sombrío era tan marcada que marcaba también todo cuanto la rodeaba.

—¿Ésos quiénes son? —preguntó asombrada al ver a los dos acompañantes—. ¿Qué han venido a hacer aquí?

—¿Quiénes son, inquiere usted,
madame
? —respondió Rigaud—. Pues amigos de su hijo el encarcelado. ¿Y qué han venido a hacer aquí? Le juro,
madame
, que no lo sé. Tendría que preguntárselo usted.

—Pero si usted nos ha dicho en la puerta que no nos fuéramos todavía —le recordó Pancks.

—Y ustedes me han respondido en esa misma puerta que no pensaban marcharse —replicó Rigaud—. Hablemos claro,
madame:
permita que le presente a dos espías del preso; majaderos, pero espías. Si quiere que se queden durante nuestra pequeña conversación, pídaselo. A mí me da igual.

—¿Y por qué voy a querer que se queden? —respondió la señora Clennam—. ¿Qué tengo yo que ver con ellos?

—En tal caso, queridísima señora —prosiguió Rigaud mientras se desplomaba en una butaca con tanta fuerza que todo retumbó en la vieja estancia—, haría bien en pedirles que se marcharan. La orden le corresponde a usted. Desde luego, no son espías míos ni esbirros míos.

—¡Oiga! ¡Pancks! —exclamó la anciana, mirando enfadada al interpelado y con el ceño fruncido—. ¿Usted no es empleado de Casby? Pues vaya a ocuparse de los asuntos de su patrón y de los suyos. Váyase. Y llévese a ése con usted.

—Gracias, señora —dijo Pancks—. Me alegra declarar que no veo impedimento alguno. Hemos cumplido todo lo que nos encargó el señor Clennam. Lo que más le preocupaba (y más le preocupó en la cárcel) era que este simpático caballero volviera a esta casa, al lugar en el que lo habían visto por última vez. Aquí está; ya ha vuelto. Y voy a decirle a este señor a la cara, a esa cara tan perversa —añadió—, que, en mi opinión, el mundo no perdería nada si él desapareciera para siempre.

—Nadie le ha pedido su opinión —le dijo la señora Clennam—. Váyase.

—Lamento no dejarla mejor acompañada —añadió Pancks—, y lamento también que el señor Clennam no pueda estar aquí. Ha sido por mi culpa.

—Querrá decir que ha sido culpa de Arthur.

—No, ha sido mía, señora —insistió Pancks—, pues yo tuve la desgracia de sugerirle que hiciera una inversión ruinosa. —El hombrecillo seguía aferrándose a esta expresión y nunca hablaba de especulación—. Aunque puedo demostrar con cifras —añadió con cara de angustia— que habría sido una buena inversión. Desde la hecatombe he revisado los números todos los días, y todo encajaba. No es momento ni lugar —dijo mirando con esperanza el sombrero, donde guardaba sus papeles— para detenernos en los números, pero mis cálculos son impecables. A estas alturas el señor Clennam tendría que estar paseándose en un coche de dos caballos, y yo, disponer de un patrimonio de entre tres mil y cinco mil libras.

El señor Pancks se puso el pelo de punta con tal expresión de seguridad en sí mismo que no habría sido mayor si hubiera tenido esa cantidad en el bolsillo. Los cálculos indiscutibles habían ocupado todo su tiempo libre desde que había perdido el dinero, y estaban destinados a procurarle un gran consuelo hasta el fin de sus días.

—Bueno —prosiguió el hombrecillo—, ya hemos hablado demasiado de esta cuestión.
Altro
, muchacho, usted ha visto las cifras y los resultados que dan.

El señor Baptist, que no tenía el menor conocimiento matemático para comprender tales asuntos, asintió enseñando unos dientes espléndidos y relucientes. Flintwinch, que no le había quitado el ojo de encima, le preguntó entonces:

—Ah, claro, ¿es usted, verdad? Me ha parecido reconocer su cara, pero no he estado seguro hasta verle los dientes. ¡Desde luego! Se trata de aquel solícito refugiado —le aclaró a la señora Clennam— que se presentó aquí la noche en que vinieron Arthur y la cotorra esa, el que me hizo un sinfín de preguntas sobre el señor Blandois.

—Es cierto —reconoció alegremente el señor Baptist—. ¡Y mírelo,
padrone
! Consecuentalmente, lo he encontrado.

—Pues a mí no me habría importado que, consecuentalmente —replicó Flintwinch—, se hubiera roto usted el pescuezo.

—Ahora —prosiguió el señor Pancks, que no había dejado de mirar subrepticiamente el banco de la ventana y la media que allí se zurcía— sólo quiero añadir una cosa antes de marcharme. Si el señor Clennam estuviera aquí, aunque por desgracia, pese a que al menos ha conseguido vencer a este magnífico caballero y lo ha obligado a volver a esta casa en contra de su voluntad, está enfermo y entre rejas… enfermo y entre rejas, pobre hombre… si estuviera aquí —continuó Pancks, acercándose al banco y poniendo la mano derecha encima de la media— diría: «¡Affery, cuente sus sueños!».

El hombrecillo blandió el índice derecho entre su nariz y la media con un fantasmagórico gesto de advertencia, se dio la vuelta, salió exhalando nubes de vapor y remolcando en su estela al señor Baptist. Se oyó que la puerta de la calle se cerraba después de que salieran, se oyeron también los pasos de ambos en el desgastado empedrado del patio lleno de ecos, pero nadie dijo nada. La señora Clennam y Jeremiah se habían mirado el uno al otro y después habían empezado a mirar, y seguían mirando, a Affery, que zurcía la media con gran constancia.

—¡Veamos! —exclamó Flintwinch al fin, acercándose con el cuerpo retorcido al banco y frotándose a su espalda las palmas de las manos, como si las estuviera preparando para algo—. Será mejor que nos digamos lo que nos tenemos que decir y que dejemos de perder el tiempo. ¡Affery, mujer, sal de aquí!

En un santiamén, ésta dejó la media, se incorporó de un respingo, se agarró al alféizar con la mano derecha, apoyó la rodilla derecha en el banco y empezó a hacer aspavientos con la mano izquierda, como ahuyentando a unos agresores muy esperados.

—¡No, Jeremiah, no! ¡No me voy! ¡Me niego a irme, me quedo! Me voy a enterar de todo lo que no sé y voy a contar todo lo que sé. Lo haré, por fin, aunque me cueste la vida. ¡Lo haré, lo haré, lo haré, lo haré!

El señor Flintwinch, rígido de indignación y asombro, se mojó en los labios los dedos de una mano, dibujó con ellos un leve círculo en la palma de la otra y continuó acercándose a su mujer con el cuerpo retorcido, diciendo algo entre jadeos; de sus palabras, en medio de su rabia sin escape, sólo se entendió lo siguiente: «¡Menuda te vas a llevar!».

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