Read La piel del tambor Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Dejó la novela en su sitio y comprobó el teléfono. Se trataba de una conexión fija, antigua. Nada donde pudiera engancharse una línea de ordenador. Salió de la habitación dejando la puerta como la había encontrado, abierta en un ángulo de cuarenta y cinco grados, y fue por el pasillo hasta el dormitorio que identifico como del padre Ferro. Olía a cerrado y a soledad clerical Era un cuarto sencillo, ventana a la plaza, amueblado con una cama de metal bajo un crucifijo en la pared, y un armario con espejo. En la mesilla de noche encontró un libro de oraciones, unas pantuflas muy viejas y un orinal de porcelana que le arrancó una sonrisa. En el armario había un traje oscuro, otra sotana en no me^or estado que la de diario, algunas camisas y ropa interior. Apenas encontró más objetos personales, salvo un marco de madera con una fotografía amarillenta donde una pareja, hombre y mujer, de aspecto campesino y ropas de domingo, posaban junto a un sacerdote en quien, a pesar del pelo negro y la grave juventud de sus facciones, Quart reconoció sin dificultad al párroco de Nuestra Señora de las Lágrimas. La foto era muy vieja y tenía una mancha en un ángulo. Tomada al menos cuarenta años atrás, calculó basándose en el aspecto del padre Ferro: el mentón y los ojos mostraban todo su vigor. Y la mirada orgullosa y solemne del hombre y la mujer, en cuyos hombros apoyaba las manos el joven clérigo, permitía suponer que la instantánea celebraba una reciente ordenación.
El otro dormitorio era sin duda el de Óscar Lobato. En la pared había una litografía de Jerusalén visto desde el Huerto de los Olivos y un cartel de la película
Easy Rider
con Peter Fonda y Dennis Hopper a lomos de sendas motocicletas. Quart vio también una raqueta de tenis y zapatillas de deporte en un rincón. La mesilla de noche y el armario no contenían nada de interés, así que centró su pesquisa en la mesa puesta contra la pared, junto a la ventana. Encontró papeles diversos, libros sobre Teología e Historia de la Iglesia, la
Moral
de Royo Marín, la
Patrología
de Altaner y los cinco tomos del
Mysterium Salutis
, el grueso ensayo Clérigos de Eugen Drewermann, un juego de ajedrez electrónico, una guía turística de la ciudad del Vaticano, una cajita de píldoras antihistamínicas y un viejo tomo de aventuras de Tintín:
El cetro de Ottokar
. Y en un cajón, premio a la paciencia de Quart, veinte folios sobre San Juan de la Cruz impresos en letra Courier New de ordenador, y cinco cajas de plástico con una docena de disquetes de 3,5" cada una.
Podía ser
Vísperas
y podía no ser. De un modo u otro era poco de una parte y mucho de la otra. Escaso como prueba y excesivo como material a comprobar sobre el terreno, concluyó Quart con fastidio mientras examinaba el contenido de las cajas. Revisarlo todo requería tiempo y oportunidad, y él no andaba sobrado de ninguna de las dos cosas. Tendría que ingeniárselas para volver otra vez y copiar cada uno de aquellos disquetes en el disco duro de su ordenador portátil, a fin de revisarlos más tarde, despacio, en busca de indicios. Obtener copias podía llevarle una hora larga, más la dificultad de alejar de nuevo a los dos sacerdotes durante el tiempo necesario.
El calor se filtraba por las cortinas, haciendo transpirar a Quart bajo la ligera chaqueta de alpaca negra. Sacó un pañuelo de celulosa para secarse la frente y después de usarlo hizo una bolita y se lo guardó en el bolsillo. Puso los disquetes en su sitio y cerró el cajón, preguntándose dónde estaría el equipo informático que el padre Óscar utilizaba con aquello. Fuera quien fuese el pirata, necesitaba un ordenador muy potente conectado a una línea telefónica de fácil acceso, además de equipo complementario. Todo requería unas condiciones mínimas de instalación y espacio que no se daban en aquella casa. Óscar Lobato o cualquier otro, lo cierto es que
Vísperas
no actuaba desde allí.
Quart miró indeciso alrededor. Era hora de marcharse. Y en ese momento, justo cuando echaba hacia atrás el puño izquierdo de la camisa para mirar el reloj, oyó crujir los peldaños de la escalera. Entonces supo que los problemas estaban a punto de empezar.
Celestino Peregil colgó el auricular y se quedó mirando el teléfono, pensativo. Desde un bar próximo a la iglesia, don Ibrahim acababa de pasarle el último informe sobre los movimientos de cada uno de los personajes de la historia. El ex falso letrado y sus secuaces se estaban tomando el encargo muy al pie de la letra. Demasiado, a juicio de Peregil, un poco harto de recibir llama^das cada media hora para ser puesto al corriente de que el cura tal había comprado periódicos en el kiosco de Curro, o que el cura cual estaba sentado en el bar Laredo tomando el fresco. Hasta el momento, la única información realmente valiosa daba cuenta de una entrevista mantenida por Macarena Bruner con el enviado de Roma en el hotel Doña María, detalle que Peregil había acogido con incredulidad, primero, y luego con una especie de satisfacción expectante. Aquel género de cosas siempre terminaba por dar juego.
Y hablando de juego. En las últimas veinticuatro horas el tapete verde le venía complicando un poco más la vida. Después de adelantar cien mil pesetas a don Ibrahim y sus compadres a cuenta de los tres millones prometidos por el trabajo, el asistente de Pencho Gavira había caído en la tentación de utilizar los dos millones novecientas mil restantes para enderezar su crítica situación financiera. Fue una corazonada; uno de esos sentimientos que se presentan de improviso, con la intuición —peligrosa— de que algunos días son diferentes a otros, y aquél era uno de ellos. Se daba cierto fatalismo moruno, además, en la sangre andaluza del individuo. La suerte no pasa dos veces por la misma puerta si nadie le dice ojos negros tienes; ése era el único consejo que le había dado su padre cuando pequeñito, exactamente un día antes de bajar a por tabaco y fugarse con la charcutera de la esquina. Así que, a pesar de la certeza de caminar al borde del abismo, Peregil comprendió de pronto, mientras tapeaba en la barra de un bar, que si no iba en pos de la corazonada la angustia por lo que pudo ser y no fue iba a durarle toda la vida. Porque el peón de brega del hombre fuerte del Banco Cartujano podía ser muchas cosas: un canalla, un calvo vergonzante, un burlanga capaz de vender a su anciana madre, a su jefe o a la mujer de su jefe, por un cartón de bingo; pero sólo imaginar el rumor de una bolita girando en sentido contrario a la ruleta le poma un corazón de tigre. Las cosas como son. Así que aquella misma noche Peregil se había puesto una camisa limpia y una corbata de crisantemos rojos y malvas, yéndose al casino como quien embarca rumbo a Troya. Estuvo a punto de conseguirlo, y eso decía mucho en favor de su intuición como habitual del tapete. Pero no pudo ser. Y como dijo Séneca, lo que no podía ser no podía ser, y además era imposible. Los dos millones novecientas mil —igual no era Séneca el que lo dijo— siguieron el camino de los otros tres kilos. Así que las finanzas de Celestino Peregil estaban tiesas como la mojama, y los fantasmas del gitano Mairena y el Pollo Muelas se cernían sobre él como su mala sombra.
Se levantó y dio unos pasos inquietos por el angosto cubil invadido de fotocopiadoras y papeles que ocupaba dos plantas más abajo de su jefe, con vistas al Arenal y al Guadalquivir. Desde allí veía la Torre del Oro, el puente de San Telmo y las parejas de novios paseando junto al río, entre las mesas de las terrazas. Aunque iba en mangas de camisa y tenía puesto el aire acondicionado, un molesto calorcillo le agobiaba el resuello; de modo que fue por la botella, puso hielo en un vaso y bebió tres dedos de whisky sin respirar. Preguntándose, tal y como estaban las cosas, cuánto podía durarle aquel panorama.
Una tentación le rondaba la cabeza. Nada bien definido aún; pero que así, en un primer vistazo, ofrecía alguna posibilidad de obtener un respiro en forma de liquidez. Era ponerse a tontear otra vez con fuego, pero lo cierto es que tampoco iba teniendo mucho donde elegir. Todo consistía en que Pencho Gavira nunca estuviese al tanto de que su escolta y esbirro predilecto jugaba con dos barajas. Filtrada de forma discreta, aquella historia podía seguir dando dinero. Después de todo, el cura alto era mucho más fotogénico que Curro Maestral.
Rumiando sin prisas la idea, Peregil se acercó a la mesa en busca de la agenda, donde su dedo índice se detuvo sobre el número de teléfono que ya había marcado alguna que otra vez. Al cabo de un momento cerró la agenda de golpe, cual si luchara con malos pensamientos. Eres una rata de cloaca, se increpó con ecuanimidad insólita en un individuo de semejante catadura. Mas no era su índole moral lo que atormentaba al ex detective, demasiado inquieto por el estado cataléptico de sus finanzas personales. Aquella turbación provenía de una incómoda certeza: si se abusa de ellos, hay remedios que matan. Pero también mataban las deudas, sobre todo las contraídas con el prestamista más peligroso de Sevilla. Así que, tras mucho darle vueltas, abrió otra vez la agenda y buscó de nuevo el teléfono de la revista Q+S. De perdidos, al río. Alguien había dicho una vez que traicionar sólo era un problema de fechas; pero en el mundo de Peregil la cuestión podía ser sólo de horas. Además, traicionar era un verbo demasiado solemne. Él se limitaba a sobrevivir.
—¿Qué está haciendo aquí?
En el Arzobispado no habían sido capaces de retener el tiempo necesario al padre Óscar. Se encontraba en el pasillo, cerrando el paso y con cara de muy pocos amigos. Quart le dedicó una sonrisa fría que apenas disimulaba su desconcierto y su fastidio:
—Echaba un vistazo.
—Eso parece.
Óscar Lobato movía afirmativamente la cabeza una y otra vez, como si respondiera a sus propias preguntas. Llevaba un polo negro, pantalón gris y calzado deportivo. En realidad no era un joven fuerte. Tenía la piel pálida, aunque ahora se viera enrojecida por el esfuerzo de subir a la carrera. Era bastante más bajo que Quart, y su aspecto —veintiséis años, según el expediente— aparentaba más tiempo dedicado a estudio y vida sedentaria que al ejercicio físico. Pero se le veía furioso, y Quart no subestimaba nunca las reacciones de un hombre así. Estaban además sus ojos: la mirada extraviada tras los cristales de las gafas, sobre las que caía un mechón despeinado de pelo rubio. Y los puños apretados.
No había palabras que solucionasen aquello; así que Quart alzó una mano en demanda de calma, e hizo un gesto solicitando paso libre mientras se ponía un poco de lado igual que si pretendiera irse por el estrecho pasillo. Entonces el padre Óscar se movió hacia la izquierda, cortándole el paso, y el enviado de Roma supo que el incidente estaba a punto de llegar más lejos
de lo que había imaginado.
—No sea estúpido —dijo, soltándose el botón de la chaqueta.
Todavía no terminaba de hablar cuando llegó el golpe. Fue un puñetazo a ciegas, rabioso, absolutamente desprovisto de mansedumbre sacerdotal, que Quart esperaba y dejó perderse en el vacío con un precipitado paso atrás.
—Esto es absurdo —protestó.
Lo era. Nada de aquello merecía la pena. Quart levantó ahora ambas manos para aplacar los ánimos; pero la ira desbordaba el rostro y los ojos de su adversario, que lanzó un segundo puñetazo. Esta vez le dio en la mandíbula, de refilón. Era un derechazo sin fuerza, asestado casi al azar, aunque suficiente para conseguir que Quart se sintiera por fin irritado. El vicario debía de creer que en la vida real la gente se pegaba como en el cine. Tampoco es que Quart fuera un experto en golpearse por los pasillos; mas en el ejercicio de su ministerio había asimilado cierto número de habilidades heterodoxas. Nada espectacular: sólo media docena de trucos para salir de malos pasos. Así que, no sin cierta ternura por aquel joven de rostro enrojecido y escaso aliento, hizo como que se apoyaba en la pared y le pegó una patada en la ingle.
El padre Óscar se detuvo en seco, la sorpresa pintada en la cara, y Quart, sabiendo que pasarían cinco segundos antes de que la patada hiciera todo su efecto, le dio un puñetazo detrás de la oreja, no muy fuerte, sólo para evitar cualquier reacción de última hora. Un instante después el vicario se encontraba de rodillas en el suelo, con la cabeza y el hombro derecho contra la pared. Mirando fijamente sus gafas, que se le habían caído y estaban en el suelo, intactas.
—Lo siento —dijo Quart, frotándose los nudillos doloridos.
Era cierto. Lo sentía de verdad, avergonzado por no haber sido capaz de evitar aquel disparate. Dos sacerdotes peleando igual que gañanes era algo fuera de todo lo justificable; y la juventud del adversario no hacía más que acentuar su propio embarazo.
El padre Óscar estaba congestionado e inmóvil, boqueando con dificultad el aire que faltaba a sus pulmones. Los ojos miopes, humillados, seguían mirando sin ver las gafas sobre las baldosas del suelo. Quart se inclinó a recogerlas y se las puso al otro en la mano. Después le pasó un brazo bajo el hombro, ayudándolo a incorporarse. Fueron así hasta la salita de estar, donde el vicario, todavía doblado de dolor, se dejó caer en un sillón de piel sintética, encima de un montón de ejemplares de la revista Vida Nueva que cayeron al suelo o quedaron arrugados bajo sus piernas. Quart fue a la cocina y trajo un vaso de agua que el joven bebió con avidez. Se había puesto las gafas, uno de cuyos cristales estaba empañado por una enorme huella dactilar. El pelo rubio se le pegaba a la frente con gotas de sudor.
—Lo siento —repitió Quart.
Con la mirada en un punto indeterminado, el vicario asintió débilmente. Después alzó una mano para retirarse el pelo de la frente y la dejó allí, como si intentara despejarse la cabeza. Las gafas que resbalaban hasta la punta de la nariz, el polo abierto en el cuello, la palidez de su rostro, le daban un aspecto tan inofensivo que movía a piedad. Debía de ser mucha la tensión a que estaba sometido, para perder el control de aquel modo. Quart se apoyó en el borde de la mesa.
—Cumplo una misión —dijo, en el tono más suave que pudo encontrar—. No hay nada personal en esto.
El otro asentía otra vez, evitando mirarlo.
—Creo que perdí la cabeza —murmuró por fin, con voz apagada.
—Los dos la perdimos —Quart hizo un amago de sonrisa amistosa, destinada al maltrecho amor propio del joven—. Pero deseo que algo quede claro entre usted y yo: no he venido aquí a fastidiar a nadie. Lo único que intento es comprender.
Todavía con la mirada huidiza y la mano en la frente, el padre Óscar le preguntó qué infiernos pretendía comprender registrando una casa a la que nadie lo había invitado. Y Quart, sabiendo que era su última oportunidad para acercarse a él, adoptó un tono de discreta camaradería, citó el carácter de la obediencia debida, mencionó al pirata informático y su mensaje recibido en Roma, dio un par de paseos por la habitación, miró por la ventana, y por fin se detuvo ante el joven sacerdote.