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Authors: Arturo Pérez-Reverte
En líneas generales, todo era cierto. En los dos últimos ejercicios, Gavira había tenido que hacer auténticos juegos malabares para presentar como aceptable su gestión al frente de un banco que había caído en sus manos viciado por una política de dinero conservadora y mediocre. Puerto Targa y otras operaciones similares eran recursos para ganar tiempo mientras consolidaba su situación al frente del Cartujano. Aquello se parecía mucho a subir por una escalera utilizando los peldaños que uno dejaba atrás para ponerlos delante; pero hasta el golpe definitivo era la única táctica posible. Necesitaba respiro y crédito, y la operación de Nuestra Señora de las Lágrimas, cebo para los saudíes que iban a comprar Puerto Targa, resultaba imprescindible: aquello iba a convertir la zona norte de Santa Cruz en una joya para el turismo de élite. La documentación del proyecto —un pequeño y ultraselecto hotel de lujo con todos los servicios adecuados y a quinientos metros de la antigua mezquita de Sevilla, capricho personal de Kemal Ibn Saud, hermano del rey de Arabia Saudí y principal accionista de Sun Qafer Alley— estaba protegida con clave en el disco duro de su ordenador, junto al informe sobre su gestión y algunos secretos más de Gavira, con copias en disquetes y CD en la caja fuerte situada justo debajo del Klaus Paten. Era mucho lo que había en juego para que las maniobras de cuatro consejeros lo tirasen todo por la borda.
Echó otro vistazo a la pantalla, arrugando el ceño. Le preocupaba la presencia del intruso informático y su bolita saltarina. Si era un hacker, resultaba poco probable que hubiese descifrado la clave de seguridad accediendo al archivo confidencial; aunque entraba en lo posible. Pero esa gente solía dejar huellas de su paso, así que la bolita la habría puesto dentro, y no fuera. El pensamiento le dio un calor espantoso; no era agradable que un intruso estuviera paseándose en las inmediaciones de esa clase de información. Como solía afirmar el viejo Machuca, mejor un por si acaso que un quién lo iba a decir; así que tecleó para borrar el archivo.
Después estuvo mirando la corriente verdegris del Guadalquivir y la calle Betis elevada sobre la otra orilla. El sol hacía reverberar el río, y su resplandor enmarcaba la silueta compacta de la Torre del Oro. En el mundo de Pencho Gavira era legítimo aspirar a que todo aquello terminara siendo suyo; a que el reflejo de metal bruñido se deslizase cada mañana exclusivamente para él, hacia su rostro y la pared donde colgaba el Klaus Paten, iluminando su triunfo y su gloria. Encendió un cigarrillo y dejó irse el humo por el ancho trazo de luz dorada que incidía desde abajo, a través de la ventana, como un foco sobre la parte principal del escenario. Después abrió el cajón de la mesa y sacó, por enésima vez, la revista donde su mujer salía del Alfonso XIII con el torero. Con una mano sobre las imágenes sintió de nuevo un afán morboso y oscuro; aquel malestar fascinante, perverso, que experimentaba al pasar las páginas para reconocer fotos de sobra conocidas. Sus ojos fueron de la portada al retrato de Macarena que tenía sobre la mesa, en un marco de plata: ella en primer plano, con una blusa blanca que le dejaba un hombro desnudo. Era una fotografía hecha por él mismo cuando creía poseerla siempre y no sólo cuando hacían el amor. Antes de que llegara la crisis, con la iglesia de por medio y el hijo que Macarena había querido tener a destiempo. Antes de que ella empezara a acariciarle el sexo con el desinterés de quien lee un aburrido texto en braille.
Se removió, inquieto, en el sillón de cuero. Seis meses. Recordó a su mujer desnuda bajo la luz de neón, sentada en el borde de la bañera mientras él se duchaba ignorante de que habían hecho el amor por última vez. Mirándolo como no lo hizo jamás, igual que si estuviera ante un perfecto desconocido. Se había levantado de pronto, y cuando Gavira salió al dormitorio chorreando agua bajo el albornoz, ella estaba vestida y haciendo la maleta. No pronunció una palabra, ni un reproche. Sólo tuvo para él una mirada silenciosa, oscura, antes de caminar hacia la puerta sin darle tiempo a oponer un argumento o un gesto. Seis meses hasta el día de hoy. Y no había consentido volver a verlo. Nunca.
Devolvió la revista arrugada al cajón mientras apagaba, sañudo, el cigarrillo en el cenicero hasta que vio extinguirse la última brasa; como si encontrase alivio en aquel gesto de violencia a pequeña escala. Ojalá pudiera, se dijo, hacer lo mismo con el párroco, y con la monja con pinta de lesbiana, y con todos esos curas salidos de los confesionarios, y de las catacumbas, y del pasado más obsoleto y más negro, para venir a amargarle la vida. Y también con aquella Sevilla orgullosa, apelillada, miserable, dispuesta a recordarle su condición de advenedizo apenas la hija de la duquesa del Nuevo Extremo volvió la espalda. Un ramalazo de cólera vino a estremecerle las mandíbulas, y con un revés de la mano puso boca abajo el retrato de la mujer. Por Dios, por el Diablo o por quien fuera responsable de aquello, que todos iban a pagar muy caras la vergüenza y la incertidumbre que le estaban haciendo pasar. Primero le habían robado a su mujer, y ahora pretendían robarle la iglesia, y el futuro.
—Os voy a barrer —casi escupió en voz alta—. A todos.
Pronunció aquellas palabras en el acto de apagar el ordenador, mientras el rectángulo luminoso de la pantalla se empequeñecía hasta desaparecer por completo. Estaba dispuesto a que se cumpliera el aspecto formal de la sentencia. Algunos curas fuera de circulación —un escarmiento, una cadera rota— era algo que a Pencho Gavira no iba a causarle remordimientos dignos de consideración. Y si lo apuraban mucho, ni siquiera remordimientos a secas. Así que, cuando alargó el brazo para descolgar el teléfono interior, estaba convencido de que algo debía hacerse al respecto.
—Peregil —le dijo al auricular—. ¿Tu gente es segura?
Como el bronce, fue la respuesta del esbirro. Entonces Gavira miró el marco vuelto hacia abajo sobre la mesa y esbozó aquella mueca carnicera que en el mundo bancario andaluz le había valido el sobrenombre de El Marrajo del Arenal. Era el momento de pasar a la acción, se dijo. Y de algo estaba seguro: a aquellos aguafiestas con sotana iba a partirles el espinazo.
—Pues dales caña —ordenó—. Pégale fuego a la iglesia, o lo que te parezca. Quiero leña al mono, hasta que hable inglés.
En usted están todas las mujeres del mundo.
(Joseph Conrad.
La flecha de oro
)
Lorenzo Quart sólo tenía una corbata. Era de seda azul marino, comprada en una camisería de Via Condotti que estaba a ciento cincuenta pasos de su casa. Siempre había utilizado el mismo tipo de prenda: un corte tradicional, algo más estrecho que los habituales de moda. La usaba poco, siempre con trajes muy oscuros y camisas blancas, y cuando estaba ajada o sucia compraba otra idéntica para sustituirla. Eso ocurría sólo un par de veces al año, pues eran las camisas negras de cuello romano las que usaba más a menudo, planchadas por él mismo con la pulcritud de un militar veterano, dispuesto a sufrir inesperadas revistas de uniforme por parte de superiores obsesionados por el reglamento. Todos los actos de la vida de Quart se articulaban en torno a un supuesto reglamento. Su estricta observancia databa desde que tenía memoria; mucho antes de que, tumbado boca abajo con los brazos en cruz y la cara contra las losas frías del suelo, se viera ordenado sacerdote. Ya desde el seminario, Quart había asumido la disciplina de la Iglesia como una norma eficaz para ordenar su vida. A cambio obtuvo seguridad, futuro, y una causa por la que ejercer su talento; pero a diferencia de otros compañeros, ni entonces ni más tarde, ya ordenado, vendió nunca su alma a un protector o a un amigo poderoso. Creía —y era quizá su única ingenuidad— que observar las reglas bastaba para asegurarse el respeto de los demás. Y lo cierto es que no faltaron superiores impresionados por la disciplina y la inteligencia del joven sacerdote. Eso impulsó su carrera: seis años de seminario y dos de facultad estudiando Filosofía, Historia de la Iglesia y Teología, y una beca en Roma para doctorarse en Derecho Canónico, sistema legal interno de la Iglesia. Allí, los profesores de la Universidad Gregoriana propusieron su nombre a la Academia Pontificia para Eclesiásticos y Nobles, donde Quart cursó Diplomacia y Relaciones entre Iglesia y Estado. Después, la Secretaría de Estado estuvo fogueándolo en un par de nunciaturas europeas hasta que monseñor Spada lo reclutó formalmente para el Instituto de Obras Exteriores, apenas cumplidos los veintinueve. Entonces Quart fue a Enzo Rinaldi y pagó ciento quince mil liras por su primera corbata.
Desde aquello habían pasado diez años, y seguía teniendo problemas con el nudo. No es que ignorase el modo de hacer un cruce, vuelta de derecha a izquierda y otra de arriba abajo. Pero, inmóvil frente al espejo del cuarto de baño, miraba el cuello blanco de la camisa y la seda azul marino que tenía entre los dedos con una certidumbre de extrema vulnerabilidad. Prescindir del cuello romano y la camisa negra en una cena con Macarena Bruner se le antojaba peligroso, como un caballero templario que renunciase a la cota de malla al parlamentar con los mamelucos bajo las murallas de Tiro. La idea le arrancó una sonrisa inquieta, mientras miraba el reloj en su muñeca izquierda. Tenía el tiempo justo para vestirse y caminar hasta el restaurante de la cita, que con ayuda del mapa localizó en la plaza de Santa Cruz, a pocos pasos de la antigua muralla árabe. Eso confería malas connotaciones al símil templario.
Lorenzo Quart era puntual como cualquiera de las máquinas suizas de pelo rapado y uniforme multicolor que montaban guardia en el Vaticano. Siempre calculaba las horas dividiéndolas en espacios precisos del mismo modo que si llevara una agenda mental. Eso le permitía apurar al máximo cualquier fracción de tiempo disponible. Había suficiente para ocuparse de la corbata, así que se obligó a hacer el nudo tranquilamente, ajustándolo con cuidado. Le gustaba moverse despacio, porque su autocontrol era el orgullo; y la memoria de sus relaciones con el resto del mundo consistía en un estado continuo de tensión para evitar un gesto precipitado, una palabra fuera de lugar, un demasiado pronto o demasiado tarde, un movimiento impaciente que rompiese la serenidad de la regla. Siempre contaba, ante todo, la regla. Merced a ella, incluso cuando transgredía otros códigos que no eran el suyo —acto que monseñor Spada, con probado talento para el eufemismo, denominaba «moverse por el borde exterior de la legalidad»— las formas morales quedaban a salvo. Su única fe era la fe del soldado. Y en su caso no era exacto el viejo dicho de la Curia:
Tutti i preti sono falsi
. Que todos los curas fueran farsantes o no era algo que no le daba frío ni calor. Lorenzo Quart era un tranquilo templario honrado.
Quizá por eso, al cabo de un instante de contemplar su imagen en el espejo, Quart desanudó la corbata y se la quitó. Después hizo igual con la camisa blanca, arrojándola sobre el taburete del cuarto de baño. Con el torso desnudo fue al armario y sacó del cajón una camisa negra de clérigo, con cuello redondo, y se la puso en lugar de la otra. Al abotonarla, sus dedos rozaron la cicatriz que tenía bajo la clavícula izquierda, recuerdo de la operación sufrida después que un soldado norteamericano le rompiera el hombro de un culatazo durante la invasión de Panamá. Aquélla era su única cicatriz profesional; la roja insignia del valor o palma del martirio, como ironizaba monseñor Spada. Y aunque el asunto impresionaba mucho a Su Ilustrísima y a los pusilánimes husmeadores de currículums de la Curia, él hubiera preferido que el energúmeno provisto de casco de kevlar, fusil M-16 y parche identifícativo
J. Kowalski
sobre el chaleco antibalas —«otro polaco», precisaría después, ácido, monseñor Spada—, tomara más en serio el pasaporte diplomático vaticano cuando fue exhibido ante sus narices en la Nunciatura, el día que Quart negoció la rendición del general Noriega.
Salvo el culatazo, lo de Panamá había sido una operación impecable que ahora se consideraba en el IOE modelo clásico de diplomacia en crisis. A las pocas horas de producirse la invasión norteamericana y la entrada de Noriega en la legación diplomática vaticana, Quart había aterrizado allí con urgencia después de un azaroso vuelo desde Costa Rica. Su misión oficial era ayudar al nuncio, pero en realidad iba a controlar las negociaciones y a informar directamente al IOE, relevando de esa tarea a monseñor Héctor Bonino, un argentino—italiano ajeno a la carrera diplomática, que carecía de la confianza plena de la Secretaría de Estado a la hora de manejar cuestiones heterodoxas. Y el cuadro era, en efecto, singular: los soldados norteamericanos, entre alambradas y caballos de Frisia, instalaron un potente equipo de megafonía que durante las veinticuatro horas atronaba el aire con música de rock duro a toda potencia, dirigida a socavar el aguante psicológico del nuncio y sus refugiados. En el edificio, alojados por despachos y pasillos, vegetaban un nicaragüense jefe de la contrainteligencia de Noriega, cinco etarras vascos, un asesor económico cubano que amenazaba todo el tiempo con suicidarse si no lo devolvían sano y salvo a La Habana, un agente del Cesid español que entraba y salía como Pedro por su casa para jugar al ajedrez con el nuncio e informar a Madrid, tres narcotraficantes colombianos, y el propio general Noriega alias Carapiña, con aquella cara devastada por cráteres lunares puesta a precio por los norteamericanos. A cambio del asilo, monseñor Bonino exigía que sus invitados asistieran a misa diaria; y era conmovedor verlos darse fraternalmente la paz unos a otros, el cubano a los narcos, los etarras al nicaragüense y éste al del Cesid, con Noriega todo letanías y golpes de pecho bajo el ceñofruncido del nuncio, mientras en la calle Bruce Springsteen martilleaba
Born in U.S.A
. La noche crítica del asedio, cuando comandos Delta con la nariz pintada de negro intentaron asaltar la Nunciatura, Quart se mantuvo en contacto telefónico con los arzobispos de Nueva York y Chicago hasta conseguir que el presidente Bush desautorizase el allanamiento. Por fin Garapiña se entregó sin demasiadas condiciones, el nicaragüense y los etarras fueron trasladados discretamente fuera de Panamá, y los narcos se esfumaron por las buenas, reapareciendo más tarde en MedeIlín. Sólo el cubano, que salió el último, tuvo problemas cuando los
marines
detectaron su presencia dentro del maletero de un viejo Chevrolet Impala alquilado por Quart, donde el agente del Cesid español lo sacaba de la Nunciatura por amor al arte, jugándose la carrera. El acuerdo negociado para su salida era secreto, y precisamente por eso el soldado Kowaiski no estaba al tanto. Tampoco era el suyo un oficio de sutilezas diplomáticas; así que el intento de mediación de Quart terminó con su hombro roto a pesar del alzacuello clerical y el pasaporte pontificio. En cuanto al cubano, un tipo nervioso llamado Girón, estuvo un mes en una cárcel de Miami. Y no sólo incumplió su promesa de suicidarse, sino que a la salida obtuvo asilo político en Estados Unidos tras una entrevista concedida al
Reader's Digest
, bajo el título:
Yo también fui engañado por Castro
.