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Authors: Arturo Pérez-Reverte

La piel del tambor (9 page)

BOOK: La piel del tambor
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—Creí oportuno curiosear un poco —respondió con calma.

Lo más inquietante residía en el rostro, surcado en todas direcciones por marcas, arrugas y pequeñas cicatrices que le daban al párroco un aspecto atormentado, duro, igual que esas fotografías aéreas de desiertos donde se refleja la erosión, las quebraduras de la corteza terrestre, las huellas profundas de ríos desaparecidos que el tiempo ha ido tallando en la tierra y en la roca. Además estaban los ojos oscuros, agrestes, alojados al fondo de profundas cuencas desde donde observaban el mundo con muy escasa simpatía. Aquellos ojos calibraron a Quart de arriba abajo, y éste comprobó que se detenían en los gemelos de su camisa, en el corte del traje, y por fin en su rostro. Parecían escasamente complacidos con lo que estaban viendo.

—Usted no tiene derecho a estar aquí.

No había opción, comprendió Quart volviéndose hacia Gris Marsala en una demanda de ayuda que supo inútil de antemano: había asistido al diálogo sin decir esta boca es mía.

—El padre Quart vino preguntando por usted —terció ella, con desgana.

Los ojos del párroco ignoraron a la arquitecto. Seguían fijos en el visitante:

—¿Para qué?

El enviado de Roma alzó un poco la mano izquierda, conciliador, comprobando que la mirada de su interlocutor seguía, con desaprobación, el brillo del costoso Hamilton que llevaba en

la muñeca.

—Recabo información sobre este lugar —ya tenía la certeza de que el primer contacto era un fracaso, pero decidió prolongar un poco el esfuerzo. Después de todo, aquél era su trabajo—. Sería bueno que charlásemos un rato, padre.

—Yo no tengo nada que hablar con usted.

Quart aspiró aire y lo dejó escapar lentamente. Era como una penitencia que confirmara sus peores temores y, además, enlazaba con fantasmas que no le complacía revivir. Todo cuanto detestaba parecía reencarnarse ante él: la vieja condición miserable, la sotana raída, el recelo de cura de pueblo intransigente, cerril, bueno sólo para amenazar con las penas del infierno, para confesar a beatas de cuya ignorancia sólo lo separaban algunos toscos años de seminario y un poco de latín. Ésta va a ser una misión incómoda, se dijo. Muy incómoda. Si aquel párroco era Vísperas, con semejante acogida lo disimulaba de maravilla.

—Disculpe —insistió, metiendo la mano en el bolsillo interior de la chaqueta para sacar un sobre con la tiara y las llaves de Pedro impresas en un ángulo—, pero creo que sí tenemos mucho de qué hablar. Soy enviado especial del Instituto para las Obras Exteriores, y en esta carta dirigida a usted por la Secretaría de Estado están mis credenciales.

Don Príamo Ferro cogió la carta y, sin mirarla siquiera, la rasgó en dos. Los pedazos revolotearon hasta el suelo.

—Me importan un bledo sus credenciales.

Miraba a Quart desde abajo, pequeño y desafiante. Sesenta y cuatro años, decía el informe que tenía sobre la mesa, en la habitación del hotel. Veintitantos de cura rural, diez como párroco en Sevilla. Su físico habría hecho buena pareja con el Mastín en la arena del Coliseo: podía imaginárselo sin dificultad como un pequeño y peligroso reciario, el tridente en una mano y la red colgada al hombro, buscándole las vueltas al adversario mientras los grádenos reclamaban sangre. En su vida profesional, Quart había aprendido a distinguir a primera vista de qué hombre, entre varios, resulta oportuno precaverse. Y el padre Ferro era, exactamente, el oscuro parroquiano del extremo de la barra que, mientras los otros vociferan, bebe en silencio hasta que de pronto rompe una botella y te afeita en seco. Tampoco habría hecho mal papel vadeando la laguna de Tenochtitlán con el agua por la cintura y una cruz en alto. O en las Cruzadas, degollando infieles y herejes.

—Y no sé qué es eso de las obras exteriores —añadió el párroco sin apartar los ojos de Quart—. Mi superior es el arzobispo de Sevilla.

Quien, saltaba a la vista, le había preparado concienzudamente el terreno al molesto enviado de Roma. De cualquier modo, Quart no perdió la calma. Introdujo de nuevo la mano en el interior de la chaqueta para mostrar el ángulo de otro sobre idéntico al que yacía a sus pies.

—A él voy a ver, precisamente.

El párroco hizo un gesto afirmativo lleno de desdén, sin que pudiera establecerse si lo dirigía a las intenciones de Quart o a la persona de monseñor Corvo.

—Pues véalo —repuso, hosco—. Debo obediencia al arzobispo, y cuando él me ordene hablar con usted, lo haré. Mientras tanto, olvídeme.

—Vengo de Roma, expresamente enviado. Alguien reclamó nuestra intervención en esto. Lo supongo al corriente.

—Yo no reclamé nada. De todos modos, Roma está muy lejos y ésta es mi iglesia.

—Su iglesia.

—Ajá.

Quart sentía la mirada de Gris Marsala fija en ellos, a la expectativa. Adelantó el mentón mientras contaba mentalmente hasta cinco.

—No es su iglesia, padre Ferro, sino nuestra iglesia.

Lo vio quedarse un instante en silencio, mirando los dos trozos de papel en el suelo, y volver después un poco el rostro de lado sin apuntar a ningún sitio concreto, con una extraña expresión, ni mueca ni sonrisa, en el rostro lleno de marcas y cicatrices.

—En eso también se equivoca —dijo por fin, como sí aquello lo zanjara todo, y echó a andar junto a los andamies por el centro de la nave, en dirección a la sacristía.

Sangre de Dios. Violentándose a sí mismo, Quart hizo el último intento de conciliación. Deseaba libertad de conciencia a la hora de pasar las facturas que correspondiesen a cada cual. La de aquel sacerdote, se dijo reprimiendo la cólera, iba a ser de alivio. Setenta veces siete.

—Vengo a ayudarlo, padre —le dijo a la espalda del párroco; y una vez hecho el esfuerzo se sintió en paz antes de que las cosas siguieran su cauce. Con aquello saldaba lo debido a la humildad y la fraternidad eclesiástica. A partir de ahora, de soberbia a soberbia, don Príamo Ferro no iba a ser el único capaz de sentirse partícipe de la ira de Dios.

El párroco se había detenido a hacer una genuflexión al pasar frente al altar mayor, y Quart oyó una risa breve y desabrida, por completo desprovista de humor:

—¿Ayudarme?… No sé en qué puede ayudarme alguien como usted —se había vuelto a mirarlo por última vez, incorporándose, y su voz levantaba ecos en el crucero de la nave—. Conozco bien a los de su clase… La ayuda que esta iglesia necesita es otra; y de ésa no trae en sus preciosos bolsillos. Y ahora váyase. Tengo un bautizo dentro de veinte minutos.

Gris Marsala lo acompañó hasta la puerta. Quart, que apelaba a toda la disciplina y sangre fría para no exteriorizar su despecho, escuchó sin prestar demasiada atención los esfuerzos por disculpar al párroco. Está bajo fuerte presión, resumía la arquitecto a modo de excusa. Los políticos, los bancos y el Arzobispado rondaban en torno como una manada de lobos. Sin la obstinación del padre Ferro, la iglesia estaría demolida hace tiempo.

—Puede que terminen demoliéndola, de todos modos —apuntó Quart, dejando correr un poco de inquina—. Gracias a él, y con él dentro.

—No diga eso.

Ella tenía razón. No debía decir tales cosas. No debía decirlas en absoluto, se recriminó Quart otra vez dueño de sí, respirando el aroma de azahar cuando salieron a la calle. Había un albañil trabajando con una pala junto a la hormigonera, en el rincón formado por la fachada de la iglesia en ángulo con el edificio contiguo. Quart le dirigió un vistazo distraído mientras caminaban entre los naranjos de la plaza.

—No entiendo esa actitud —dijo—. A fin de cuentas yo estoy de su parte. La Iglesia está de su parte.

Gris Marsala lo miró, irónica.

—¿A qué Iglesia se refiere?… ¿A la de Roma? ¿Al arzobispo de Sevilla? ¿A usted mismo?… —movió la cabeza, incrédula—. No. El tiene razón, y lo sabe. Nadie está de su parte.

—No me sorprende. Parece dispuesto a buscarse todo tipo de problemas.

—Ya los tiene. Su enfrentamiento con el arzobispo es una guerra abierta… En cuanto al alcalde, amenaza con poner una querella: considera insultantes los términos en que don Príamo se refirió a él durante la homilía de la misa dominical, hace un par de semanas.

Se detuvo Quart, interesado. Aquello no figuraba en el informe de monseñor Spada.

—¿Qué dijo?

La arquitecto moduló una sonrisa torcida:

—Lo llamó especulador infame, prevaricador y político sin conciencia —miró de reojo, a ver qué cara ponía—. Que yo me acuerde.

—¿Suele pronunciar ese tipo de sermones?

—Sólo cuando se calienta mucho —Gris Marsala se detuvo, reflexionando un poco—. Últimamente quizá con cierta frecuencia. Habla de los mercaderes que invaden el templo, y cosas así.

—Los mercaderes —repitió Quart.

—Sí. Entre otros.

El sacerdote enarcaba las cejas, valorando el asunto:

—No está mal —concluyó—. Veo que nuestro párroco es un experto en el arte de hacer amigos.


Tiene
amigos —protestó ella. Después le dio un puntapié a una chapa de cerveza para quedarse viéndola rodar—. También tiene feligreses; gente buena que viene aquí a rezar y que lo necesita. Y usted no puede juzgarlo por lo de hace un rato.

Había un punto de pasión en su voz, que por alguna razón la hacía parecer más joven. Quart negó, molesto.

—Yo no he venido a juzgar —se había vuelto a observar la deslucida espadaña de la iglesia, pero en realidad evitaba los ojos de la mujer—. Serán otros quienes lo hagan.

—Claro —se quedó parada delante, con las manos en los bolsillos de los téjanos, y a él no le gustó el modo en que lo miraba—. Usted es de los que redactan su informe y se lavan las manos, ¿verdad?… Se limita a llevar a la gente al Pretorio y todo eso. Son otros los que dicen
ibi ad crucem
.

Quart ironizó un gesto de sorpresa:

—No la imaginaba tan versada en los Evangelios.

—Hay demasiadas cosas que usted no imagina, me parece.

Incómodo, el sacerdote descargó el peso de su cuerpo en una pierna y luego en la otra. Luego se pasó una mano por el pelo gris cortado a cepillo. A una veintena de metros de distancia, el albañil que trabajaba junto a la hormigonera se había detenido y los miraba, apoyado en la pala. Era un joven vestido con viejas prendas militares manchadas de cal.

—Lo único que pretendo —dijo Quart— es garantizar una amplia investigación.

Todavía frente a él. Gris Marsala negó con la cabeza.

—No —ahora los ojos claros lo diseccionaban con la simpatía de un bisturí—. Don Príamo acertó el diagnóstico: usted ha venido a garantizar una limpia ejecución.

—¿Dijo eso?

—Sí. En cuanto el Arzobispado anunció que vendría.

Quart desvió la mirada por encima del hombro de la mujer. Había una ventana y una reja con geranios, y un canario inmóvil en su jaula.

—Sólo quiero ayudar —dijo en tono neutro, y su voz le pareció de pronto la de un extraño. En ese momento sonó a su espalda la campana de la iglesia, y el canario se puso a cantar, feliz de tener compañía.

Aquél iba a ser un trabajo difícil.

III. Once bares en Triana

Tienes que talar, talar y seguir talando, y tienes que abatir sin piedad, hasta que se despejen las filas de árboles y el bosque pueda considerarse sano.

(Jean Anouilh.
La Alondra
)

Hay perros que definen a sus amos, y coches que anuncian a sus propietarios. El Mercedes de Pencho Gavira era oscuro, reluciente, enorme, con una amenazadora estrella de tres puntas enhiesta sobre el radiador como el punto de mira de un ametrallador de proa. Aún no se había detenido del todo cuando Celestino Peregil ya estaba de pie en el bordillo de la acera, manteniendo abierta la portezuela para que bajara su jefe. El tráfico frente a La Campana era intenso, y la contaminación maculaba el cuello color salmón de la camisa del esbirro, entre la chaqueta cruzada azul marino y la corbata de seda a flores rojas, verdes y amarillas, que le destellaba en mitad del pecho como un infame semáforo. La humareda de los tubos de escape hacía ondear su pelo lacio y escaso, destruyendo la paciente disposición de camuflaje que cada mañana construía, con esmero y mucho fijador, desde la oreja izquierda.

—Has perdido más pelo —dijo Gavira con mala fe, mirándole al pasar el destruido peluquín. Sabía que nada mortificaba más a su escolta y asistente que ese género de alusiones; pero el financiero atribuía al uso periódico de la espuela la virtud de mantener despiertos a los animales de su cuadra. Además, Gavira era un hombre duro, hecho a sí mismo, y su naturaleza incluía tales ejercicios de caridad cristiana.

A pesar del tráfico y la contaminación, se anunciaba un hermoso día. Gavira consideró brevemente el panorama, bien erguido en la acera, mientras disponía los puños de su camisa para que sobresalieran de las mangas de la chaqueta; lo justo para mostrar el reflejo del sol de mayo en los gemelos de veinticuatro quilates que lastraban las dobles vueltas de seda azul pálido, confeccionadas por el mejor camisero de Sevilla. Parecía un modelo de revista de moda para caballeros, a la espera del fotógrafo, cuando se tocó el nudo de la corbata y, con la misma mano, pasó la palma por la sien para rozarse el pelo negro y abundante, algo ondulado tras las orejas, peinado hacia atrás con reluciente brillantina. Pencho Gavira era moreno, apuesto, ambicioso, elegante, triunfador, tenía dinero y estaba a punto de conseguir mucho más. De esos siete adjetivos o situaciones, cuatro o cinco eran debidos íntegramente al propio esfuerzo, y ése era su orgullo, y también su esperanza. El fundamento de la mirada segura, satisfecha, que paseó en torno antes de caminar hacia la esquina de la calle Sierpes, con el cabizbajo Peregil pegado a sus talones como un esbirro contrito.

Don Octavio Machuca estaba sentado en su mesa habitual de la confitería La Campana, revisando los papeles que le pasaba Cánovas, su secretario. Iba para algunos años que el presidente del Banco Cartujano cambiaba las mañanas de su despacho en el Arenal, decorado con maderas nobles y cuadros, por una mesa y cuatro sillas en aquella terraza donde latía el corazón de la ciudad. Allí leía el
ABC
y miraba pasar la vida mientras atendía sus asuntos desde la hora del desayuno hasta el aperitivo, antes de irse a comer a su restaurante favorito. Casa Robles. Ahora casi nunca iba al banco antes de las cuatro de la tarde, y sus empleados y clientes no tenían más remedio que acudir a La Campana para despachar los asuntos de urgencia. Esto incluía al propio Gavira, que corrió vicepresidente y director general no podía eludir tan incómodo trance casi a diario.

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