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Authors: Arturo Pérez-Reverte

La piel del tambor (37 page)

BOOK: La piel del tambor
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Con el carrete nuevo en una mano y el puro en la otra, don Ibrahim lo estuvo mirando un rato largo:

—Anda la hostia —dijo.

Caminaron en silencio hasta el Arenal. Quart comprobó que Macarena se volvía a mirarlo de vez en cuando, pero ni ella ni él dijeron nada. Tampoco es que hubiera mucho que decir, salvo aclarar las dudas del sacerdote sobre el encuentro con el marido: casual o intencionado. Pero, imaginó, eso no llegaría a saberlo nunca.

—Por aquí se fue —dijo al fin Macarena, cuando llegaron al río.

Quart miró alrededor. Estaban al pie de la antigua torre árabe llamada del Oro, bajando por una ancha escalinata hacia los muelles del Guadalquivir. No había un soplo de brisa, y la luz de la luna inmovilizaba las sombras de las palmeras, las Jacarandas y las buganvillas.

—¿Quién?

—El capitán Xaloc.

La orilla se veía desierta, con los barcos de turistas oscuros e inmóviles, amarrados a sus bolardos junto a los pontones de hormigón. El agua negra reflejaba las luces de Triana en la ribera opuesta, delimitada por faros de automóviles sobre los puentes de Isabel II y San Telmo.

—Este era el antiguo puerto de Sevilla —dijo Macarena. Llevaba la chaqueta sobre los hombros y seguía estrechando su bolso de cuero contra el pecho—. Hace sólo un siglo, aquí atracaban buques de vapor, veleros… Aún había restos de lo que fue el gran centro del comercio con América, y los barcos zarpaban para irse por el río hasta Sanlúcar y después a Cádiz, antes de cruzar el Atlántico —dio unos pasos y se detuvo junto a una de las escaleras que descendían hasta el agua oscura—. En viejas fotos de la época se ven bergantines, goletas, chalupas y todo tipo de embarcaciones amarradas a las dos orillas… Del otro lado quedaban los botes de pescadores, y unos con toldos blancos que traían a las cigarreras de la Fábrica de Tabacos desde Triana. Aquí, en este muelle, estaban los tinglados del puerto, las grúas y los almacenes.

Se quedó en silencio mirando arriba el paseo del Arenal, la cúpula del teatro de la Maestranza, los edificios modernos que se interponían entre ellos y la torre de la Giralda, iluminada a lo lejos, y el oculto Santa Cruz.

—Parecía un bosque de mástiles y velas —añadió, al cabo de un instante—. Ese era el paisaje que Carlota divisaba desde la torre del palomar.

Habían vuelto a pasear bajo la sombra lunar de los árboles, a lo largo del muelle. Una pareja de jóvenes se besaba en el círculo de luz de un farol de hierro, y Quart vio a Macarena mirarlos con sonrisa pensativa.

—Parece sentir nostalgia —dijo él— de una Sevilla que nunca conoció.

Se acentuó la sonrisa de la mujer, un momento antes de que su rostro volviese a quedar en penumbra.

—Se equivoca. La conocí muy bien. Y la conozco. He leído y he soñado mucho en torno a esta ciudad. Unas cosas me las contaron mi abuelo y mi madre. Otras no me las ha contado nadie —se tocó la muñeca, allí donde debía latirle el pulso—. Las siento aquí.

—¿Por qué eligió usted a Carlota Bruner?

Macarena tardó unos pasos en contestar.

—Me eligió ella a mí —se volvía un poco hacia Quart—. ¿Creen los sacerdotes en fantasmas?

—No mucho. Los fantasmas son refractarios a la luz eléctrica, a la energía nuclear… A los ordenadores.

—Quizá sea ése su encanto. Yo sí creo, o al menos en cierta clase de ellos. Carlota era una joven romántica que leía novelas. Vivía entre algodones en un mundo artificial, a salvo de todo. Y un día conoció a un hombre. Me refiero a un hombre de verdad. Fue como si hubiera caído un rayo a sus pies, y ya jamás pudo resignarse. Por desgracia, Manuel Xaloc también se enamoró de ella.

A veces pasaban junto a la sombra inmóvil de un pescador sentado en el muelle, la brasa de un cigarrillo, el reflejo de luz al extremo de la caña y el sedal, un chapoteo en el agua tranquila. Un pez se agitaba sobre los adoquines del muelle, y la luna centelleó en sus escamas húmedas hasta que una mano oscura lo devolvió al cubo del que había escapado en su agonía.

—Hábleme de Xaloc —pidió Quart.

—Era un joven y pobre segundo oficial de treinta años, a bordo de uno de los vapores que hacían el recorrido Sevilla—Sanlúcar. Se conocieron durante un viaje que Carlota hizo con sus padres río abajo. Dicen que era también un hombre apuesto, e imagino que el uniforme contribuía a ello. Ya sabe que eso ocurre a menudo con los marinos, los militares…

Parecía a punto de añadir «y con ciertos sacerdotes», pero la frase quedó en el aire. Pasaban junto a un barco de turistas amarrado al muelle, negro y silencioso. A la luz de la luna, Quart alcanzó a distinguir su nombre:
Canela Fina
.

—El caso es —proseguía Macarena— que Manuel Xaloc fue sorprendido rondando las rejas de la Casa del Postigo, y mi bisabuelo Luis hizo que perdiera su empleo. También movió todas sus influencias, que eran muchas, para que no encontrase trabajo en ninguna parte. Desesperado, decidió irse a América, a hacer fortuna; y ella juró aguardarlo. Es un argumento perfecto para un folletín romántico, ¿verdad?…

Caminaban uno junto al otro, y otra vez sus pasos los acercaron hasta rozarse. Ahora Macarena esquivó un bolardo de hierro en la oscuridad, y el movimiento la trajo hasta Quart. Por primera vez éste la tuvo muy cerca, contra su costado. Le pareció que tardaba una eternidad en apartarse de nuevo.

—Xaloc embarcó aquí mismo —añadió ella—. A bordo de una goleta llamada
Nausicaa
. Y a Carlota ni siquiera le permitieron decirle adiós. Vio irse el velero río abajo, desde el palomar; y aunque resulta imposible que lo distinguiera desde tan lejos, siempre aseguró que él estaba en la popa, agitando un pañuelo hasta que el barco se perdió de vista.

—¿Qué tal le fue al marino?

—Le fue bien. Después de un tiempo consiguió el mando de un barco e hizo contrabando entre Méjico, Florida y las costas de Cuba —había un rastro de admiración en la voz de Macarena, y Quart entrevió fugazmente a Manuel Xaloc en el puente de un barco, entre dos luces, con una columna de humo dándole caza en el horizonte—. Cuentan que no fue precisamente un santo varón, y que también ejerció la piratería. Algunos barcos que se cruzaron con el suyo aparecieron a la deriva, misteriosamente saqueados, o se hundieron sin dejar rastro. Supongo que tenía prisa por ganar dinero y volver… Durante seis años navegó por el Caribe y se hizo una reputación. Los norteamericanos pusieron precio a su cabeza. Y un día, inesperadamente, desembarcó en este mismo lugar con una fortuna en cartas bancarias y monedas de oro, además de una bolsa de terciopelo con veinte perlas maravillosas para su boda.

—¿A pesar de no haber recibido noticias de ella?

—A pesar de eso —se habían detenido sobre un muelle de pontones, cuyos pilares de hormigón se hundían en el agua; entre ellos crecían juncos y plantas—. Supongo que también Manuel Xaloc era un romántico. Creyó, razonadamente, que mi bisabuelo había incomunicado a Carlota. Pero confiaba en su amor. Te esperaré, había dicho ella. Y en cierto modo él no se equivocaba. Seguía esperando en la torre, mirando el río —Macarena miraba también la corriente oscura, bajo el muelle—. Hacía dos años que había perdido la razón.

—¿Llegaron a verse?

—Sí. Mi bisabuelo estaba destrozado, pero al principio mantuvo su negativa. Era un arrogante canalla, y culpaba a Xaloc de la desgracia. Al final, por consejo de los médicos y a ruegos de su mujer, accedió a una entrevista. El capitán llegó una tarde al patio que usted conoce, vestido con el uniforme de la marina mercante: azul marino, botones dorados… ¿Imagina la escena?… Su piel estaba quemada por el sol, y el bigote y las patillas le habían encanecido. Cuentan que aparentaba veinte años más de los que realmente tenía. Carlota no lo reconoció. Lo trató como a un extraño, sin dirigirle la palabra. Al cabo de diez minutos sonaron las campanadas de un reloj y ella dijo: «debo ir a la torre. Él puede regresar de un momento a otro». Y se fue.

—¿Y qué dijo Xaloc?

—No abrió la boca. Mi bisabuela lloraba y mi bisabuelo estaba sumido en la desesperación. Entonces cogió su gorra y salió de allí. Fue a la iglesia donde habían soñado casarse, y entregó al párroco las veinte perlas de Carlota. Aquella noche la pasó caminando por Santa Cruz, y al amanecer se fue con el primer velero que largó amarras. Esta vez nadie lo vio agitar un pañuelo.

Había una lata de cerveza vacía en el suelo. Macarena la empujó con el pie, haciéndola caer al agua. Se oyó una leve salpicadura y ambos se quedaron viendo irse la pequeña mancha oscura sobre la corriente.

—El resto —dijo ella— puede leerlo en los periódicos de la época. Era 1898, y mientras Xaloc navegaba de regreso, el
Maine
volaba en el puerto de La Habana. El gobierno español autorizó la guerra de corso contra Norteamérica, y él se hizo en el acto con una patente. Su barco era un yate armado muy rápido, el
Manigua
, con una dotación reclutada entre gentuza de las Antillas. Con él anduvo forzando el bloqueo. En junio de 1898 atacó y hundió dos mercantes en el golfo de Méjico, y hubo un encuentro nocturno con el cañonero
Sheridan
, del que ninguno de los dos salió bien parado…

—Lo dice usted con orgullo.

Macarena se echó a reír. Era cierto, dijo. Estaba orgullosa del que pudo ser su tío abuelo, de no mediar la imbécil ceguera de la familia. Manuel Xaloc había sido un hombre de verdad, y lo fue hasta el final. ¿Sabía Quart que pasó a la historia como el último corsario español, y el único que operó durante la guerra de Cuba?… Su hazaña póstuma supuso romper el bloqueo del puerto de Santiago, entrando de noche con mensajes y suministros para el almirante Cervera. Y en la madrugada del 3 de julio se hizo a la mar con los otros barcos. Podía haberse quedado en el puerto, pues era marino mercante y no estaba bajo las órdenes de la escuadra, que todos sabían condenada al desastre: viejos buques con malas máquinas y pobremente armados contra acorazados y cruceros yanquis. Pero quiso zarpar. Lo hizo el último, cuando todos los españoles, que habían ido saliendo uno tras otro, ya estaban hundidos o ardiendo. Ni siquiera pretendió escapar, sino que puso rumbo hacia los buques enemigos, a toda máquina, con el pabellón negro izado junto a la bandera de España. Cuando se hundió, todavía intentaba embestir al acorazado
Indiana
. No hubo supervivientes.

Las luces de Triana, reflejadas en el río, se agitaban suavemente en el rostro de Macarena.

—Veo —dijo Quart— que conoce bien su historia.

La sonrisa de ella vino lenta, sin llegar a ensancharse del todo:

—Claro que la conozco. He leído los relatos de esa batalla cientos de veces. Hasta guardo los recortes de prensa en el baúl.

—¿Carlota no lo supo nunca?

—No —se había sentado en uno de los bancos de piedra, frente a un embarcadero flotante, y buscaba cigarrillos en el bolso—. Todavía esperó doce años en aquella ventana, mirando el Guadalquivir. Poco a poco los barcos fueron desapareciendo y el puerto siguió su declive. Las goletas dejaron de ir y venir río arriba. Y un día también ella desapareció de la ventana —se puso el cigarrillo en la boca y metió la mano por el escote, en dirección al hombro izquierdo, para coger el encendedor—. A tales alturas, su historia y la del capitán Xaloc eran leyenda. Ya le dije que hasta se hicieron canciones sobre ellos. Así que fue enterrada en la cripta de la iglesia donde se habría casado. Y por indicación de mi abuelo Pedro, que era el nuevo jefe de nuestra casa tras la muerte del padre de Carlota, las veinte perlas se engarzaron como lágrimas en la imagen de la Virgen.

Encendió el cigarrillo protegiendo la llama del mechero en el hueco de las manos, esperó a que se enfriase y volvió a ponérselo bajo el tirante del sujetador sin prestarle atención al modo en que Quart seguía sus movimientos. Sumida en el recuerdo del capitán Xaloc.

—Ese fue el homenaje de mi abuelo —prosiguió, con la brasa del cigarrillo entre los dedos— a la memoria de su hermana y al hombre que pudo haber sido su cuñado. Ahora la iglesia es cuanto queda de ellos. Eso, y los recuerdos de Carlota, las cartas y lo demás —miró a Quart como si de pronto hubiese recordado su presencia—. Incluida esa postal.

—También queda usted, y su memoria.

La luz de la luna bastaba para iluminarle a Macarena la sonrisa. No había un ápice de alegría o de bienestar en ella.

—Yo moriré, como los otros murieron —dijo en voz baja—. Y el baúl y cuanto contiene terminarán en una almoneda, entre objetos cubiertos de polvo —aspiró una bocanada de humo y la expulsó rápido, casi con despecho—. Como termina todo.

Quart se había sentado junto a ella. Sus hombros se rozaban ligeramente, pero no hizo ningún esfuerzo por aumentar la distancia. Era grato estar cerca. Le llegaba el aroma suave del jazmín mezclado con el del tabaco rubio.

—Por eso libra usted su batalla.

Ella movió lentamente la cabeza:

—Sí. No la del padre Ferro, sino la mía. Una batalla contra el tiempo y el olvido —continuaba hablando en voz baja; tanto que Quart debía hacer un esfuerzo para captar sus palabras—. Yo pertenezco a una casta que se extingue, y soy consciente de ello. Eso resulta casi conveniente, pues ya no hay lugar para gente como la que hubo en mi familia, o para memorias como la mía… O para historias hermosas y trágicas como la de Carlota Bruner y el capitán Xaloc —la brasa del cigarrillo brilló en su boca—. Me limito a librar mi guerra personal, a defender mi espacio —elevaba el tono de voz, y ya no parecía ensimismada. Ahora se volvía directamente a Quart—. Cuando termine, me encogeré de hombros y aceptaré que llegue el final con la conciencia tranquila; a la manera de esos soldados que sólo se rinden tras disparar el último cartucho. Después de haber cumplido con el apellido que llevo y con las cosas que amo. Eso incluye Nuestra Señora de las Lágrimas y el recuerdo de Carlota.

—¿Por qué ha de terminar todo así? — preguntó Quart, con suavidad—, Podría tener hijos.

Algo cruzó el rostro de la mujer como un latigazo. Después hubo un silencio desconcertante, muy largo, hasta que por fin ella habló de nuevo:

—No me haga reír. Mis hijos habrían sido extraterrestres sentados frente a una pantalla de ordenador, vestidos como en las comedias yanquis de la tele; y el nombre del capitán Xaloc les iba a sonar a serie de dibujos animados —lanzó el cigarrillo a la corriente del río, y Quart siguió con los ojos la trayectoria de la brasa hasta que desapareció en el agua—. Así que voy a ahorrarme ese final. Lo que haya de morir morirá conmigo.

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