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Authors: Arturo Pérez-Reverte

La piel del tambor (35 page)

BOOK: La piel del tambor
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Ella se echó a reír de pronto.

—¿Problemas?… Espero que Pencho reviente de rabia y de celos. Si además de fastidiarle la iglesia le cuentan que hay un sacerdote interesante de por medio, puede volverse loco —observó a Quart, atenta—. Y peligroso.

—Me inquieta usted —Quart apuraba su copa de manzanilla, y era evidente que no se sentía inquieto en absoluto.

Reflexionaba Macarena:

—De cualquier modo —dijo— lo del baúl de Carlota es una buena idea. Comprenderá mejor lo que significa Nuestra Señora de las Lágrimas.

—Su amiga Gris —Quart probó una loncha de jamón— se queja de la falta de dinero para continuar las obras…

—Es cierto. La duquesa y yo tenemos lo justo para vivir, y la parroquia está arruinada. El sueldo de don Príamo es pequeño, y la colecta dominical no paga ni la cera de las velas. A veces nos sentimos como esos exploradores de las películas, con la sombra de los buitres planeando sobre nuestras cabezas… Los jueves, sobre todo, se produce un espectáculo curioso.

Entonces le detalló a Quart, ante un par de nuevas manzanillas, que Nuestra Señora de las Lágrimas era intocable mientras se dijera misa en ella por el alma de su antepasado Gaspar Bruner de Lebrija, todos los jueves —día de su fallecimiento en el año 1709— a las ocho de la mañana. Esa era la causa de que cada jueves pudiera verse en la última fila de bancos a un enviado del arzobispo y a un notario pagado por Pencho Gavira, al acecho ambos de una irregularidad o un descuido.

Quart no podía creer aquello, y ambos rieron juntos. Pero la risa de Macarena se extinguió antes que la suya:

—Parece infantil, ¿verdad? — se había puesto repentinamente seria—. Que todo dependa de esa estupidez —alzó la copa para llevársela a los labios, pero interrumpió el gesto a la mitad, dejándola de nuevo en el mostrador—. Cualquier otro sacerdote que no dijera misa o pasara por alto la fórmula condenaría la iglesia a la piqueta; y tanto el arzobispo de Sevilla como el Banco Cartujano habrían ganado la partida… Por eso tengo miedo a que, alejado el padre Óscar, intenten algo contra don Príamo.

Miraba a Quart con inquietud en apariencia sincera. Éste no sabía qué pensar.

—Eso es una barbaridad —argumentó por fin—. Monseñor Corvo no me es simpático, pero estoy seguro de que nunca toleraría…

Alzó ella una mano de forma irreflexiva, a punto de ponérsela sobre los labios. A Quart le extrañó no sentir el contacto. Macarena debió de interpretar su mirada, pues retiró la mano dejándola sobre la barra.

—No hablo del arzobispo.

Jugueteaba con el tallo de la copa de Quart. Y me estás liando, se dijo de pronto éste en sus adentros. Ignoraba si ella lo hacía por cuenta propia o ajena, si el objetivo consistía en seducir al mensajero o neutralizar al enemigo: pero lo cierto es que, so pretexto de hacerle ver el otro lado de la trinchera, lo que estaban consiguiendo entre unos y otros era que perdiera toda perspectiva. Necesitas algo a lo que asirte, pensó. Tu trabajo, la investigación, la iglesia, lo que sea. Datos y hechos aunque no sirvan para otra cosa. Preguntas y respuestas, cabeza tranquila. Serenidad como la que ella tiene y derrocha a cada instante, mujer instrumento del Maligno, faro de perdición, enemiga del género humano y del alma inmortal. Mantén la distancia o estás listo, Lorenzo Quart. ¿Cómo era aquello de monseñor Spada?… Si un clérigo lograba mantener el dinero lejos del bolsillo, y las piernas fuera de la cama de una mujer, tenía muchas posibilidades de salvar su alma. O lo que fuera.

—Volviendo a lo del dinero —dijo. Había que hablar, proponer preguntas aunque fueran inútiles. Él estaba allí para investigar, no para que la Carmen de la Tabacalera le pusiera los dedos en los labios—. ¿Han pensado en vender los cuadros que hay en la sacristía para proseguir las obras de restauración?

—Esos lienzos no valen nada. Ni siquiera el Murillo es un Murillo.

—¿Y las perlas?

Lo miraba como si acabara de oír una estupidez enorme:

—También podría el Vaticano — sugirió— vender su pinacoteca y dar el dinero a los pobres.

Terminó su copa antes de buscar el billetero en su bolso y pedir la cuenta. Quart insistía en pagar, pero ella no lo permitió. El encargado se disculpaba con una sonrisa. Usted perdone, padre, doña Macarena es cliente, etcétera.

Salieron a la calle, donde un farol proyectó sus sombras alargadas. En los trechos con poca luz tomaba el relevo la luna, blanca y casi redonda entre las sombras de los aleros y los balcones que se acercaban sobre sus cabezas. Al cabo de un instante ella mencionó de nuevo las perlas, y al hacerlo parecía burlarse de Quart.

—Usted sigue sin comprender —dijo—. Son las lágrimas de Carlota. El testamento del capitán Xaloc.

En las calles estrechas resonaba fácilmente el eco de los pasos, así que los tres truhanes se mantenían a distancia de la pareja, relevándose en primera línea para no despertar sospechas: a veces don Ibrahim con la Niña Puñales, el Potro del Mantelete siguiéndolos más retrasado, y otras el Potro solo, o con la Niña del brazo —del sano, porque el quemado lo llevaba en cabestrillo—, siempre en contacto visual con el cura y la duquesa joven. La tarea no resultaba fácil, pues el trazado de Santa Cruz era irregular, con muchas vueltas, revueltas y pasajes sin salida. En una ocasión los tres socios tuvieron que quitarse de enmedio y retroceder a toda prisa corriendo de puntillas entre las sombras, presas del pánico, cuando Quart y Macarena llegaron hasta una placita cerrada y volvieron sobre sus huellas tras quedarse allí un par de minutos, conversando.

Ahora todo iba bien. La pareja caminaba por una calle con suaves vueltas y revueltas y amplios zaguanes donde era fácil seguirlos sin demasiado riesgo. Así que, más relajado, gruesa mancha clara en la penumbra, don Ibrahim sacó un habano del bolsillo y se lo puso en la boca haciéndolo girar con voluptuosidad entre los dedos. Ocho o diez pasos delante caminaban el Potro del Mantelete y la Niña Puñales, controlando los pasos del cura y de la duquesa joven; y el ex falso abogado sintió una oleada de ternura al observar a sus compadres. Cumplían su deber a conciencia, pendientes del doble objetivo que los precedía calle arriba. En sitios muy silenciosos la Niña se quitaba los zapatos de tacón para no hacer ruido, e iba descalza con aquella gracia suya que los años no habían conseguido arrancarle a pesar de todo, los pies desnudos y los zapatos en la mano, junto al bolso donde llevaba la labor de ganchillo, la cámara de fotos de Peregil y el inexistente recorte de periódico donde se contaba que un hombre de ojos verdes como el trigo verde había matado una vez a otro por sus amores. Eterna Niña con su traje de lunares, el pelo teñido, su caracolillo de Estrellita Castro, y aquel aire de folklórica siempre camino de un tablao ya imposible. A su lado, serio, masculino, el Potro le daba el brazo sano con la deferencia del que sabe, o intuye, que ese gesto cortés, de hombre respetuoso y cabal como siempre fueron los hombres que sabían vestirse por los pies, era el más valioso homenaje que una mujer como la Niña podía recibir en el mundo.

Con el bastón bajo el brazo, don Ibrahim inclinó la cabeza para encender el puro ocultando la llama bajo el ala ancha de su panamá, y al guardar en el bolsillo el abollado mechero de plata —esta vez recuerdo de Gabriel García Márquez, a quien conoció, decía, cuando el autor de
El coronel Páramo no tiene quien le visite
era humilde reportero de sucesos en Cartagena de Indias— tocó las entradas para la corrida del domingo que había comprado, aquella misma tarde, el Potro del Mantelete. En ratos libres, el antiguo torero y boxeador se buscaba la vida con las cuadrillas de tnleros que se establecían cerca del puente de Triana, arropando al artista manipulador de los tres cubiletes y la bolita —la borrega, en lenguaje del oficio— sobre la caja de cartón: aquí la tengo aquí no la tengo, vista y no vista, ésta me gana y ésta me pierde, venga y apueste cinco mil duros, caballero. Los ganchos alrededor, fingiendo que no paraban de ganar, y un par de compadres en las esquinas, dando el agua cuando asomaba la madera, o sea, la pasma. Con su aire grave, formal, y la chaqueta a cuadros demasiado estrecha, el Potro inspiraba confianza a la gente; así que, merced a su actuación como reclamo, él y sus colegas habían aliviado por la mañana a un turista portorriqueño de un buen fajo de dólares. De modo que, para hacerse perdonar la metida de gamba del Anís del Mono, el Potro se descolgó con tres entradas de sombra para los toros. Entradas en las que había invertido, íntegros, sus beneficios del trile, pues el cartel era de tronío: Curro Romero, Espartaco y Enrique Ponce —a Curro Maestral lo quitaron del cartel a última hora, sin explicaciones—, con seis toros de Cardenal y Murube, seis.

Don Ibrahim soltó una bocanada de humo, abriendo y cerrando las mandíbulas para comprobar el estado de la piel cuidadosamente cubierta de crema para quemaduras. Las cerdas del bigote y las cejas estaban chamuscadas, pero no podía quejarse de la suerte: a punto habían estado de tener una desgracia con la gasolina, aunque todo quedó en churrascos superficiales, la mesa quemada, una mancha de humo en el techo, y el susto. Un susto de muerte, sobre todo cuando vieron correr al Potro alrededor del cuarto con un brazo ardiendo —el izquierdo; por suerte era muy hombre y fumaba con la zurda—, como en aquella película de Vincent Price, la de los crímenes en el museo de cera. Hasta que la Niña, con gran presencia de ánimo y diciendo Virgen Santísima, los roció a don Ibrahim y a él con un chorro del sifón que tenía en la cocina, antes de echar sobre la mesa una manta para apagar el fuego. Después todo fue humo, explicaciones, vecinas agolpadas en la puerta, y una desazón inmensa cuando llegaron los bomberos y allí no quedaba nada por apagar, salvo la encendida vergüenza de los tres socios. De tácito acuerdo, ninguno volvería nunca a referirse al infausto suceso. Pues como zanjó don Ibrahim, alzado académicamente un dedo mientras la Niña volvía de la farmacia con un tubo de pomada y unas gasas, la vida tiene dolorosos capítulos que es preciso olvidar a toda leche.

El cura y la duquesa joven debían de haberse detenido a conversar, porque la Niña y el Potro estaban discretamente en una esquina, pegados a la pared, disimulando. Don Ibrahim agradeció la pausa —autopropulsar sus ciento diez kilos en largas caminatas no era tarea fácil— y miró la luna sobre los oscuros límites de la calle estrecha, saboreando el aroma del cigarro cuyo humo subía en espirales suaves, entre la luz plateada que se derramaba sobre Santa Cruz en cuanto los faroles eléctricos quedaban lejos o desaparecían tras un recodo. Ni siquiera el olor a orín y suciedad próximo a algunos bares, en las calles más oscuras, lograba desplazar el aroma de los naranjos, las damas de noche y las flores asomadas a los balcones cubiertos con persianas tras las que se escuchaba, al pasar, música apagada, fragmentos de conversaciones, el diálogo de una película o los aplausos de un concurso de televisión. De una casa cercana salían los compases de un bolero que le recordaron a don Ibrahim otras noches de luna llena en otros tiempos y otras calles, y el indiano se meció en la nostalgia de sus dos juventudes caribeñas: la real y la imaginada, que se mezclaban en el recuerdo de noches elegantes en las cálidas playas de San Juan, largos paseos por La Habana Vieja, aperitivos en Los Portales de Veracruz con mariachis que cantaban
Mujeres divinas
, de su amigo Vicente, o aquella
María Bonita
en cuya composición mucho había tenido él que ver. O tal vez, se dijo con una nueva y larga chupada al habano, sólo fuese nostalgia de su juventud, a secas. Y de los sueños que luego la vida se encarga de irte arrancando a mordiscos.

De todos modos —meditó mientras veía al Potro y a la Niña reanudar la marcha y caminaba tras ellos—, siempre le quedaría Sevilla; algunos de cuyos lugares encontraba tan parecidos a los que marcaron los años de sus recuerdos. Pues aquella ciudad conservaba en los rincones de las calles, en los colores y en la luz, como ninguna otra, el rumor del tiempo que se extingue despacio, o más bien de uno mismo extinguiéndose con aquellas cosas del tiempo a las que se anclan la propia vida y la memoria.

Aunque lo malo de las agonías largas era que uno se arriesgaba a perder la compostura. Don Ibrahim le dio otra chupada al puro mientras movía tristemente la cabeza: en un portal, bajo periódicos y cartones, dormía la sombra confusa de un mendigo; y adivinó, más que vio, el platillo vacío de la limosna, a su lado. Instintivamente metió la mano en el bolsillo, apartando las entradas de los toros y el mechero de García Márquez hasta encontrar una moneda de veinte duros que, inclinándose con esfuerzo sobre la barriga, puso junto al cuerpo dormido. Diez pasos más lejos recordó que no le quedaba calderilla para el parte telefónico a Peregil, y consideró la posibilidad de volver atrás y rescatar la moneda; mas se contuvo, confiando en que el Potro o la Niña llevaran cambio. Un gesto es una profesión de fe. Y aquello no hubiera sido honorable.

El mundo es un pañuelo, pero después de esa noche Celestino Peregil habría de preguntarse muchas veces si el encuentro de su jefe Pencho Gavira con la duquesa joven y el cura de Roma fue casual, o ella quiso pasearlo a propósito ante sus narices, sabiendo como sabía que a esa hora el marido, ex marido o lo que técnicamente fuese el banquero a aquellas alturas, siempre tomaba una copa en el bar del Loco de la Colina. El caso es que Gavira estaba sentado en la terraza llena de gente, con una amiga, y Peregil dentro, en la barra cerca de la puerta, haciendo de guardaespaldas. Había pedido su jefe una malta escocesa con mucho hielo y saboreaba el primer trago mirando a su acompañante, una atractiva modelo sevillana que, a pesar de su notorio déficit intelectual, o quizás precisamente gracias a él, empezaba a ser conocida por una breve frase de un anuncio de Canal Sur sobre cierta marca de sujetador. La frase ingeniosa era
«el busto es mío»
, y la modelo —una tal Penélope Heidegger, que tenía motivos anatómicos poderosos para afirmar aquello— la pronunciaba con devastadora sensualidad. Hasta el punto de que, saltaba a la vista, Pencho Gavira se disponía muy seriamente a compartir durante las próximas horas, y no por primera vez, la propiedad titular del busto en cuestión. Una forma como otra cualquiera, pensaba Peregil, de olvidarse un rato del Banco Cartujano, de la iglesia y de todo aquel trajín que los llevaba por la calle de la Amargura.

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