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Authors: Arturo Pérez-Reverte
Ella movió la cabeza. Las puntas del cabello le dejaban huellas de humedad en la camisa, sobre los hombros.
—No sé lo que está pasando —seguía atenta al padre Ferro, no a Quart—. Pero don Príamo nunca haría una cosa así.
—¿Ni siquiera por su iglesia?
—Ni siquiera por ella. Los policías dicen que ese Bonafé murió a última hora de la tarde. Y tú estuviste anoche con don Príamo. ¿Crees que habría venido aquí, tranquilamente, a mirar las estrellas después de matar a un hombre?… —alzó las manos invocando al sentido común, y las dejó caer—. Es ridículo.
—Pero huyó.
Macarena hizo una mueca de incertidumbre:
—No estoy segura. Y es lo que me inquieta.
—Pues dame otra explicación. O ayúdame a encontrarlo.
Ahora ella contemplaba los dibujos del suelo, ensimismada. Quart estudió su rostro; el nacimiento de las líneas suaves, descendentes bajo el cuello desabrochado de la camisa que insinuaba un tirante de sujetador blanco. Hormiguearon sus dedos al reconocer aquel camino oscuro y tibio, con la desolación de lo perdido. Macarena Bruner seguía siendo absolutamente hermosa a la luz del día.
—Esos policías vinieron hace una hora, y apenas he tenido tiempo de pensar… Pero hay algo. Cosas que no concuerdan —fruncía el ceño compartiendo su perplejidad con Quart— Imagina por un momento que don Príamo no tenga nada que ver. Que por eso se comportó anoche de modo tan natural.
—No fue a dormir a su casa —opuso él—. Y suponemos que cerró la iglesia con el cadáver dentro.
—No puedo creerlo —ahora Macarena apoyaba una mano en su brazo— ¿Y si también le ha pasado algo a él?… Tal vez salió de aquí, y luego… No sé. A veces ocurren cosas.
Quart hizo un movimiento seco hacia un lado, alejándose de la mano; pero ella, indiferente a todo salvo a su propia inquietud, no se dio cuenta. Entre ambos, el agua canturreaba en la fuente de azulejos.
—Tú tienes algo en la cabeza —dijo él—. Algo que yo ignoro. ¿Dónde estuviste ayer, antes de la cena?
La vio regresar de muy lejos.
—Con mi madre —parecía sorprendida por la pregunta—. Nos viste aquí, juntas.
—¿Y antes?
—Di un paseo por el centro, vi tiendas… —se interrumpió de pronto, mirándolo asombrada— No irás a decir que sospechas de mí.
—Lo que yo sospeche no importa. Es la policía la que me preocupa.
Aún lo estuvo observando un poco más, y luego expulsó el aire retenido en los pulmones. No parecía enfadada, sino confusa.
—Los policías son estúpidos —murmuró— Pero no hasta ese punto. Al menos eso espero.
Empezaba a hacer mucho calor. Quart se desabotonó la chaqueta y permaneció inmóvil frente a Macarena. Era la única carta que le daba ligera ventaja sobre Simeón Navajo; aunque esa distancia se acortase a cada minuto. Tal vez ya tenían localizado a Óscar Lobato, con su versión de los hechos.
—Y mañana es jueves —dijo ella.
Se apoyaba en el brocal de la fuente, desolada; y Quart supo en el acto lo que había estado pensando todo el tiempo, desde que los policías le dieron la noticia: si al día siguiente no se celebraba misa, el fuero de Nuestra Señora de las Lágrimas podía darse por extinguido. El arzobispo de Sevilla, el Ayuntamiento y el Banco Cartujano se lanzarían como buitres sobre su presa.
—Ahora la iglesia es lo de menos —dijo, malhumorado—. Si el padre Ferro aparece, es muy posible que mañana esté detenido.
—Salvo que no tenga nada que ver…
—Habrá que encontrarlo, primero. Y preguntárselo. Mejor nosotros que la policía.
Movió Macarena la cabeza como si no fuera ésa la cuestión. Se había llevado una mano a la boca para morder, absorta, la uña del dedo pulgar. Quart temía asustarla, interrumpir sus pensamientos. Ella era su única esperanza.
—Mañana es jueves —repitió Macarena, aún ausente.
Su tono era distinto al de la primera vez. Ahora traslucía una colérica certeza, y también una amenaza contra algo, o contra alguien. Y Quart la vio asentir muy despacio, con expresión sombría.
El limpiabotas terminó de lustrar los zapatos de Octavio Machuca, le vendió un billete de lotería y se fue con la caja de betunes bajo el brazo, canturreando una copla. El sol estaba vertical, y un camarero de La Campana hacía chirriar la manivela del toldo para dar resguardo a las mesas dispuestas en la terraza. Sentado junto a Machuca, Pencho Gavira bebía con placer una cerveza helada. Los parabrisas de los automóviles reflejaban la luz de la calle en los cristales de sus gafas oscuras y en el reluciente pelo negro peinado hacia atrás con brillantina.
Contaba algo el viejo banquero, un episodio relacionado con la última junta de accionistas, y Gavira asentía distraído, vuelto hacia él y sin prestarle mucha atención. El secretario de Machuca ya se había ido, y el presidente del Banco Cartujano consumía los últimos minutos antes de irse a comer a Casa Robles. De vez en cuando Gavira le echaba un vistazo disimulado al reloj. Tenía una cita de trabajo: un almuerzo con tres de los consejeros que la semana siguiente iban a decidir su futuro. Gavira era partidario de que lloviera sobre mojado, así que en las últimas horas había puesto en marcha un delicado juego de presiones. De los nueve miembros del consejo, aquellos tres eran maleables con los argumentos oportunos; y contaba con un cuarto, del que detalles de índole íntima —fotos en un yate de Sotogrande con cierto bailarín aficionado a los banqueros maduros y a la cocaína— permitían prever una cooperación más o menos entusiasta. Por eso, contra su costumbre, aquel mediodía no prestaba la atención debida a las palabras de su jefe y protector, limitándose a asentir de vez en cuando entre sorbo y sorbo de cerveza. Se concentraba como un samurai antes del combate, atento ya a la disposición de asientos en la comida, los términos en que iba a plantear el asunto, el clímax y el previsible desenlace. Gavira sabía muy bien, por experiencia, que no era lo mismo sobornar a tres consejeros de banco que a un chupatintas cualquiera. Aunque en el fondo resultaran siempre más fáciles los consejeros, el estilo era diferente y las apariencias costaban un poco más.
El camarero interrumpió la charla de Machuca: llamaban a don Fulgencio Gavira al teléfono. Se disculpó éste y pasó al interior, quitándose las gafas de sol. Sin duda era Peregil, que no había dado señales de vida en toda la mañana. Anduvo hasta una esquina del mostrador y cogió el auricular de manos de la cajera. No era Peregil, sino su secretaria; y llamaba desde el despacho del Arenal. Durante los siguientes tres minutos Gavira escuchó en silencio, sin hacer el menor comentario. Luego dio las gracias y colgó.
Tardó una eternidad en llegar a la puerta, tocándose el nudo de la corbata como si se dispusiera a aflojarlo. Quiso reordenar sus ideas, mas éstas se confundían con el calor, el rumor de conversaciones, la fuerte luz y el ruido de automóviles. Resultaba difícil establecer si lo ocurrido era bueno o era malo; pero sus planes se veían desajustados, reclamándole otros nuevos. De un modo u otro, a Gavira le sobraba temple; antes de llegar a la puerta ya había mirado el reloj, consciente de la imposibilidad de anular la comida prevista, maldecido a Peregil por no estar a mano cuando más lo necesitaba, y perfilado al menos tres buenas razones para considerar positivo cuanto acababa de saber. Así que casi rozó el optimismo al salir al exterior todavía con las gafas de sol en la mano, meditando el modo de planteárselo a don Octavio Machuca. Pero el viejo no estaba solo. Se había levantado a besar a Macarena, escoltada por el cura alto venido de Roma; y los tres lo miraban a él. Entonces Gavira soltó entre dientes una blasfemia sonora como un latigazo, que hizo volver la cabeza, escandalizadas, a dos señoras maduras que se cruzaron en el umbral.
Fue Macarena quien lo dijo casi todo. Se mantenía sentada en el borde de la silla, frente a Machuca, inclinándose hacia él al hablar. Fruncía el ceño concentrada, hosca; y Lorenzo Quart observó su perfil entre el cabello que le caía por los hombros, las mangas de la camisa de cuadros azules vueltas al modo masculino, por encima de los antebrazos morenos y las manos largas y expresivas, que agitaba junto a las rodillas del viejo banquero. Este, de vez en cuando, le tomaba una para oprimirla suavemente entre sus garras descarnadas, en un intento por tranquilizarla. Pero Macarena no parecía inquieta, sino furiosa. Eran su terreno, su marido, su padrino. Sus filias y sus fobias, su memoria y sus heridas. Así que Quart sólo pudo mantenerse al margen, dejarse guiar por ella, escuchar mientras observaba a los dos hombres que, de un modo u otro, tenían en sus manos la suerte de Nuestra Señora de las Lágrimas. Por fin Macarena terminó, echándose hacia atrás en la silla con una ojeada hostil a Pencho Gavira, que había estado fumando en silencio, cruzadas las piernas. Impávido, abría y cerraba las patillas de las gafas de sol sobre la mesa, dirigiéndole de vez en cuando silenciosas miradas a Quart. Todos lo observaban a él, ahora. Y habló primero el viejo Machuca:
—¿Qué sabes tú de esto, Pencho?
Quart vio que Gavira dejaba quietas las gafas. La misma mano fue hasta la boca, firme, para sostener el cigarrillo entre dos dedos:
—No diga barbaridades, don Octavio. Qué voy yo a saber.
La cerveza, ya sin espuma, se calentaba en su vaso. Vino un mendigo a pedirles una moneda y Machuca lo despidió con un gesto.
—No hablamos del muerto —dijo Macarena—. Sino de la desaparición de don Príamo.
Hubo otra chupada al cigarrillo y una eternidad hasta que Gavira exhaló el humo. Seguía mirando a Quart:
—Tendrá que ver una cosa con la otra. Digo yo.
Macarena cerraba el puño, como para golpear con él la mesa. O a su marido.
—Sabes que no tiene nada que ver.
—Te equivocas. Yo, saber, no sé nada —la boca de Gavira hizo una mueca cruel—. La experta en iglesias y en curas eres tú —señaló a Quart—. Que no vas a ningún sitio sin tu director espiritual.
—Maldito seas.
Octavio Machuca levantó una mano flaca para apaciguar los ánimos. Quart, que se mantenía en silencio y al margen, observó que tras sus párpados entornados el viejo banquero no perdía de vista a Gavira.
—La verdad, Pencho —dijo Machuca—. Quiero la verdad.
Gavira apuró el cigarrillo y lo arrojó a la acera, a los pies de un vendedor de lotería que se acercaba a ofrecerles un décimo. Después miró a su jefe a los ojos.
—Don Octavio. Le juro que no sé nada de ese muerto en la iglesia, salvo que era periodista y, cuentan, muy mal bicho. Tampoco sé dónde diablos puede haberse metido el cura —alargó la mano disponiéndose a jugar de nuevo con las patillas de sus gafas, pero la dejó inmóvil junto a ellas—. Sólo sé lo que me ha contado mi secretaria por teléfono hace un momento: hay un cadáver, el padre Ferro es sospechoso y lo busca la policía —de nuevo observó a Macarena, y luego a Quart—. Lo demás es buscarle tres pies al gato.
—Tú has estado enredando en la iglesia —insistió ella—. Todo el tiempo estuviste maniobrando alrededor. No puedo creer que seas ajeno a esto.
—Pues lo soy —Gavira se mantenía muy sereno—. No voy a ocultar que algo sí me he movido. Alguien, siguiendo instrucciones mías, estuvo un poco de aquí para allá, estudiando la situación —se volvió hacia Machuca, apelando a su buen criterio—. Fíjese si soy sincero, don Octavio, que no me importa contarles que consideré la posibilidad de convencer al párroco con métodos drásticos… Todo se estudió, con los pros y los contras. Pero nada más. Ahora resulta que el padre Ferro se ha metido en un lío, que el fuero de la iglesia queda en el aire, y que todo me viene de perlas —se ensanchó la sonrisa del Marrajo del Arenal—… Pues qué quieren que les diga. Que lo siento por ese párroco y que me alegro por mí —hizo un gesto en atención al viejo Machuca—. Por mí y por el Cartujano. Nadie derramará lágrimas por esa iglesia.
Macarena le dirigió una mirada de desprecio:
—Yo lo haré.
Se acercó una florista ofreciendo jazmines para la señora, y Gavira la mandó a paseo. Ahora miraba a su mujer con menos reticencia.
—Es lo único que lamento en esta historia. Tus lágrimas —por un instante pareció suavizársele un poco el tono—. Sigo sin comprender qué ocurrió entre tú y yo —dura ojeada de soslayo a Quart—. Ni las cosas que sucedieron después.
Ella movía la cabeza, negándose a aceptar ese terreno:
—Es tarde para hablar de nosotros. El padre Quart y yo hemos venido a preguntarte por don Príamo.
Relucieron los ojos negros de Gavira:
—Pues empiezo a estar harto de tropezarme con el padre Quart.
—Y yo de tropezarme con usted —dijo Quart, cuya mansedumbre profesional rozaba el límite—… Eso le ocurre por meterse a incordiar en iglesias donde nadie lo llama.
Un relámpago de ira endureció la boca del banquero, y por un segundo Quart creyó que se le iba a echar encima. Su pulso bombeó adrenalina; pero el otro ya sonreía, de nuevo peligroso y tranquilo. Todo había transcurrido fugaz, sin un gesto fuera de lugar, ni una amenaza. Ahora Gavira le hablaba a Macarena:
—Te aseguro que no tengo nada que ver.
—No —ella se inclinaba otra vez hacia adelante, los codos sobre la mesa, mortalmente seria—. Te conozco, Pencho. No sabría decir por qué, pero estoy segura de que mientes. Fíjate en lo que digo: aunque estés siendo sincero, mientes. Hay cosas que no encajan, que no se explican sin tu intervención. Aunque no tuvieras nada que ver, la desaparición de don Príamo, precisamente hoy, lleva tu sello. Tu estilo.
Quart vio a Gavira vacilar un instante. Sólo fue un momento, un breve relámpago de duda en sus ojos oscuros e impasibles. Los dedos abrieron y plegaron dos veces las patillas de las gafas sobre la mesa y luego quedaron inmóviles de nuevo.
—No —dijo.
Más que una negación destinada a ellos, parecía respuesta a una reflexión interior. Octavio Machuca entrecerraba más los párpados, observándolo con curiosidad; y fue en ese momento cuando Quart tuvo la certeza de que el de Macarena no era un tiro a ciegas.
—Pencho —dijo Machuca.
Era una reconvención y un ruego formulados en voz baja. La expresión de Gavira era otra vez inescrutable, pero alzó levemente una mano, como si pidiera un momento de calma para reflexionar—. Un conductor molesto por un coche mal aparcado los ensordeció a todos con su claxon.
—Si tienes algo que ver, Pencho… —insistió Machuca. Ahora parecía de veras incómodo, dedicándoles a Macarena y a Quart breves miradas de preocupación.