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Authors: Arturo Pérez-Reverte
—Es un punto de vista, Ilustrísima —admitió sin disimular su desdén—. Pero, ya que lo menciona, me permito recordarle que ni Roma ni yo habríamos intervenido si Su Reverencia hubiese madrugado un poco… Tanto Nuestra Señora de las Lágrimas como el padre Ferro pertenecen a su diócesis. Y es notorio el dicho evangélico: ovejas sueltas, pastor dormido.
Al oír aquello monseñor Corvo casi dio un respingo en el sillón. El hecho de que la cita fuese apócrifa no le aportaba consuelo alguno. El agente del IOE lo vio morder, exasperado, la boquilla de la pipa.
—Oiga, Quart —la voz le salía dura, entre dientes—. Aquí la única oveja que pasta suelta es usted. A ver si se cree que soy tonto. Conozco sus visitas a la Casa del Postigo y todo lo demás. Sus paseítos y sus cenas.
Y acto seguido, rotos los diques, monseñor Corvo —cuyo talento para el púlpito era muy apreciado en su diócesis— se puso a resumir admirablemente su despecho y malhumor en una áspera homilía de minuto y medio, cuya tesis central era que el enviado del IOE se había dejado enredar por el párroco de Nuestra Señora de las Lágrimas y su Greenpeace particular de monjas, aristócratas y beatas, hasta perder el sentido de la perspectiva y traicionar su misión en Sevilla. Seducción a la que no había sido ajena la hija de la duquesa del Nuevo Extremo. Que por cierto —añadió con manifiesta mala fe—, seguía siendo señora de Gavira.
Quart encajaba impávido la filípica; pero aquella última alusión vino a torcerle el gesto:
—Mucho agradecería a Monseñor que, si algo tiene que decir sobre ese particular, lo haga por escrito.
—Pues claro que lo haré —Aquilino Corvo estaba satisfecho de haberle asestado por fin una estocada a Quart—. A sus jefes del Vaticano. Y al Nuncio. Y al Sursum Corda. Lo haré por escrito, por teléfono, por fax, y con música de guitarra y palmeros finos —se quitó la pipa de la boca, dejándole espacio a una ancha sonrisa—. Usted se va a quedar sin reputación como yo me quedé sin secretario.
Allí no había más que hablar. Quart dobló la servilleta, dejándola caer en la bandeja, y se puso en pie.
—Si no desea nada más Su Reverencia…
—Nada más —el arzobispo lo miraba con sorna—. Hijo mío.
Seguía sentado, mirándose la mano como si dudara en rematar la faena dándole a besar a Quart el anillo pastoral. Entonces sonó el teléfono y se limitó a despedirlo con un gesto, mientras se levantaba camino de la mesa.
Quart se abotonó la americana y salió al pasillo. Sus pasos resonaron bajo las pinturas venecianas del techo de la galería de los Prelados, y luego en el mármol de la escalera principal. Por las ventanas veía la Giralda más allá del patio donde en otro tiempo estuvo la cárcel de la Parra, utilizada por los obispos sevillanos para encerrar a sus sacerdotes díscolos. Y se dijo que, un par de siglos antes, el padre Ferro y quizás él mismo habrían tenido muchas probabilidades de cambiar impresiones allá abajo mientras monseñor Corvo enviaba a Roma, por vía ordinaria y lentísima, su propia versión de los hechos. Reflexionaba Quart sobre las ventajas de la modernidad y el teléfono, ya en el último tramo de escalera, cuando oyó pronunciar su nombre.
Se detuvo y miró hacia arriba. El arzobispo en persona estaba en la balaustrada, llamándolo. Y se le había desvanecido el aire satisfecho de quien acaba de cobrar una vieja deuda:
—Suba, padre Quart. Tenemos que hablar.
Volvió sobre sus pasos, intrigado. Y a medida que ascendía peldaños hacia Su Ilustrísima, advirtió la palidez de su rostro. Tenía la pipa entre los dedos y la golpeaba distraído, sombrío. Las brasas y la ceniza manchaban el mármol negro y rosa de la balaustrada, vaciando la cazoleta; mas no parecía reparar en ello.
—Usted no puede irse —le dijo a Quart cuando éste llegó a su altura—. Ha ocurrido otra desgracia en la iglesia.
Cruzó entre la hormigonera y dos coches de policía. Nuestra Señora de las Lágrimas era un ir y venir de agentes de paisano y de uniforme. Quart calculó una docena, con el guardia de la puerta y los que había dentro haciendo fotos, a la caza de huellas dactilares o en plena revisión de suelo, bancos y andamios. Resonaban su ruido y sus conversaciones en voz baja.
Gris Marsala estaba sentada en los escalones del altar mayor, sola. Quart se dirigió hacia ella por el pasillo central, y cuando iba por la mitad le salió al encuentro Simeón Navajo. El subcomisario llevaba como siempre el pelo recogido en una coleta, las gafas redondas sobre el enorme bigote, camisa de un vivo rojo garibaldino y su bolso de cuero moro colgado del hombro; con el 357 Magnum, supuso el sacerdote, dentro. Pensó absurdamente que Navajo desentonaba mucho en aquel escenario: el altar barroco iluminado para los policías, las estropeadas vidrieras y pinturas del techo, el confesionario de madera oscura a la entrada de la sacristía, los exvotos colgados junto al Cristo de la puerta. Se estrecharon la mano. Navajo parecía contento de ver a Quart.
—Y van tres, páter.
Lo dijo en tono ligero, del mismo modo que si aquello fuese una confirmación a sus conversaciones sobre el índice de mortalidad potencial de Nuestra Señora de las Lágrimas. Se apoyaba en el reclinatorio de un banco, desenvuelto; y al mirar Quart por encima de su cabeza observó que unos pies inmóviles asomaban del confesionario.
Se acercó sin decir palabra, seguido de cerca por Navajo. La puerta del confesionario se veía abierta. Quart pensó que los pies estaban en posición demasiado extraña. Después pudo distinguir unos arrugados pantalones de color beige. El resto del cuerpo estaba cubierto por un trozo de lona azul, aunque era posible ver una mano con la palma abierta hacia arriba y una herida desde la muñeca al dedo índice, cruzándola. La mano tenía el color amarillento de la cera vieja.
—Un sitio raro, ¿verdad? — el subcomisario hizo una pausa ecléctica mirando el cadáver y luego al sacerdote; dispuesto a oír cualquier sugerencia válida—. Para morirse.
—¿Quién es?
La pregunta que Quart había formulado con voz ronca, ausente, resultaba superflua. Había reconocido los zapatos, el pantalón beige, la mano pequeña, blanda y fofa. El policía se tocaba el bigote con aire distraído. Parecía que la identidad del difunto fuese lo de menos, y él estuviese pensando en otra cosa:
—Se llama Honorato Bonafé, y es un periodista conocido en Sevilla.
Quart hizo un gesto afirmativo. Demasiadas preguntas, pensaba. Demasiadas visitas inoportunas. Ahora Navajo sí lo miraba:
—Lo conoce, ¿verdad?… Eso pensaba yo. Según me cuentan, el infeliz había estado moviéndose mucho por los alrededores, estos últimos días… ¿Quiere verlo, páter?
Metiendo medio cuerpo en el confesionario, con la coleta agitándosele como la cola de una ardilla diligente, Navajo levantó la lona que cubría el cadáver. Bonafé estaba muy quieto y muy amarillo, recostado en el asiento de madera del confesionario y contra un ángulo de éste, el mentón hundido haciéndole pliegues en la gruesa papada. Tenía un hematoma violáceo y muy grande en el lado izquierdo de la cara y los ojos cerrados. Su expresión era plácida, tal vez cansada. Un hilo de costra parda le salía por las narices y la boca, ensanchándosele en el cuello y en la pechera de la camisa.
—El forense acaba de darle un repaso —el subcomisario señaló a un hombre joven que tomaba notas sentado en uno de los bancos—. Está reventado por dentro, dice, con alguna fractura. Un golpe, quizás, o una caída. Lo que no vemos claro es cómo se metió aquí. O lo metieron.
Por mero reflejo profesional, sobreponiéndose a la repugnancia que en vida le había causado aquel individuo, Quart murmuró una breve plegaria de difuntos e hizo sobre éste la señal de la cruz. A su espalda, Navajo lo observaba con interés:
—Yo de usted no me molestaría, páter. Éste lleva así buen rato. De modo que, donde haya tenido que ir —sus manos remedaban dos alitas volando hacia alguna parte—, hace rato que habrá llegado.
—¿Cuándo murió?
—Es pronto para saberlo —señaló al forense—. Pero así, a ojo, el artista le echa doce o catorce horas.
Unos policías subidos al andamio junto a la Virgen conversaban animadamente, y sus voces resonaban en la bóveda. El subcomisario chistó para que bajaran el tono y obedecieron confusos, a la manera de chicos a los que se llama la atención en la capilla escolar. Quart se volvió hacia donde Gris Marsala seguía sentada, mirándolo. Por primera vez le pareció frágil, muy sola, quieta en las gradas del altar. Mientras cubría otra vez a Bonafé, el policía dijo que era la monja quien lo había encontrado al llegar temprano.
—Quisiera hablar con ella.
—Claro que sí, páter —Navajo se esmeraba con la lona sobre el cadáver mientras sonreía torciendo el bigote, animoso y comprensivo—. Pero si no le importa, preferiría que antes me contara usted, brevemente, de qué conoce al fallecido… Así no mezclamos testimonios y todo resulta mucho más espontáneo —se incorporó, observándolo por encima de las gafas redondas—. ¿No cree?
—Como guste. Pero con quien debería hablar es con el párroco.
El policía sostuvo un instante su mirada, sin responder. Luego asintió vigorosamente:
—Sí. Eso es lo que yo opino. Lo malo es que a don Príamo Ferro no hay quien lo encuentre esta mañana. Extraño, ¿verdad?
Miraba alrededor, con gesto de quien espera descubrir al párroco tras un andamio, o en cualquier rincón oscuro de la nave.
—¿Han ido a su casa? — preguntó Quart.
Navajo se volvió a mirarlo con cara de quien acaba de oír una estupidez. Parecía decepcionado, como si esperase más ayuda de su parte.
—Por lo que me cuentan —dijo— ha desaparecido del mapa. Alehop. En el carro del profeta Elias.
Quart le detalló a Simeón Navajo cuanto sabía de Honorato Bonafé, así como lo que pudo recordar de los encuentros en el vestíbulo del hotel Doña María. La conversación fue interrumpida dos veces por el bip—bip de un teléfono móvil, que el policía extrajo cada vez de su bolso moruno pidiéndole excusas a Quart. La primera fue para confirmar que el padre Ferro continuaba sin dar señales de vida. Había estado como cada noche en el palomar de la Casa del Postigo —extremo que confirmó Quart, incluida la hora en que se despidió de él— y luego desapareció sin dejar rastro. En cuanto a la casa parroquial, la mujer de la limpieza confirmaba que la cama del dormitorio estaba sin deshacer. Respecto al vicario, el padre Lobato había emprendido viaje a su nueva parroquia a última hora del día anterior, en autobús, y el viaje era largo, con varias combinaciones posibles. Policía y Guardia Civil se encargaban de localizarlo… ¿Sospechosos? — el subcomisario guardaba el teléfono tras la última llamada—. Hasta que se determinaran las causas de la muerte, allí nadie era sospechoso todavía. O dicho de otro modo, todos lo eran. Miraba por encima de las gafas con una tibia disculpa emboscada en el bigote. Aunque unos lo fueran más que otros.
—¿Cómo andamos de porcentajes esta vez? — se interesó Quart.
Navajo se rascó el puente de la nariz:
—Bueno. Entre usted y yo, páter, diría que esta vez alguien ayudó un poquito a la iglesia.
Quart no dio muestras de sorpresa. Distaba de ser experto en cadáveres, aunque había visto alguno que otro. En cuanto a Bonafé, bastaba echarle un vistazo.
—¿Asesinado?
Lo dijo, en realidad, por incitar al subcomisario a hablar más.
Navajo sonrió un poquito siguiéndole el juego, y se llevó la mano a la nuca para mostrar su pelo recogido en la coleta:
—Me juego el apéndice —después se puso serio, encogiendo los hombros— Y su colega el párroco lleva muchas papeletas en la rifa.
—¿Por la ausencia?
—Claro. Salvo que el forense opine otra cosa.
Uno de los agentes vino a reclamar su atención y Navajo se fue con él. Quart continuó camino hasta las gradas del altar mayor, donde Gris Marsala seguía sentada.
—¿Cómo se encuentra?
Se abrazaba las piernas, apoyando el mentón en las rodillas:
—Aturdida, supongo —su acento norteamericano era más áspero que de costumbre—. Pero estoy bien.
—¿La ha molestado mucho la policía?
La monja reflexionó un momento, sin cambiar de postura.
—No —dijo por fin—. Están siendo amables.
Vestía como siempre, un polo y los tejanos manchados de yeso. La trenza de su pelo estaba rematada por una goma elástica. Allí sentada parecía más sola y desamparada que de costumbre, en la iglesia invadida por el ir y venir, los ruidos y las voces de los policías.
—Buscan al padre Ferro —Quart se sentó a su lado. De pronto le pareció que aquello sonaba excesivo, así que añadió tras una pausa—: También al padre Lobato.
Ella asintió ligeramente. Seguía mirando el confesionario, ensimismada. De vez en cuando parpadeaba, a la manera de quien intenta establecer límites entre lo que ha soñado y lo real. Al cabo de un instante suspiró hondo y asintió de nuevo.
—Es posible —dijo por fin— que Óscar haya ido a visitar a sus padres, que viven en un pueblecito de Málaga, antes de seguir camino a Almería… Por eso tardan en dar con él.
Los deslumbró el resplandor de un flash. Uno de los policías fotografiaba algo en el suelo, a sus espaldas. Quart se desabrochó la americana y se inclinó hacia adelante, entrelazando los dedos.
—¿Y don Príamo?
Ella aguardaba esa pregunta, que sin duda ya le habían hecho antes.
—No lo sé. Vine esta mañana como cada día, a las nueve. Y encontré la iglesia cerrada… Siempre la abría uno de los dos a las siete y media, para la misa de ocho. Hoy nadie dijo misa.
—Me dicen que usted lo encontró.
—Sí. Antes fui a la casa, pero no respondía nadie. Así que entré por la puerta de la sacristía con mi llave —hizo una mueca de perplejidad, encogiéndose de hombros—. Al principio no vi nada. Fui al andamio de la vidriera, encendí las luces y preparé mis cosas. Pero todo parecía muy extraño, así que decidí telefonear a Macarena para ver si don Príamo había trabajado en el palomar durante la noche… Y camino de la sacristía vi a ese hombre en el confesionario.
—¿Lo conocía?
Los ojos claros se endurecieron un instante:
—Sí. A Óscar y a mí nos abordó una vez en la calle, haciéndonos preguntas sobre los trabajos en la iglesia y sobre don Príamo. Óscar lo mandó al diablo.
Quart miraba sus zapatillas de deporte, la piel pálida de los tobillos, la cicatriz en la muñeca. Seguía abrazándose las piernas, apoyado el mentón en las rodillas. La irrupción de toda aquella gente en la iglesia parecía desconcertarla, arrebatándole la segundad del terreno conocido. Eso hizo removerse a Quart, incómodo. Tenía un montón de cosas que hacer —aún no había podido comunicar con Roma—, pero no se decidía a dejarla así. Señaló a Simeón Navajo, que iba y venía controlando el trabajo de su gente: