La piel del tambor (45 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

BOOK: La piel del tambor
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—¿No hay ninguna de él?

—No —arrodillada ante el baúl, Macarena cogió varias cartas y estuvo revisándolas con el cigarrillo humeante entre los dedos—. Mi bisabuelo las quemaba a medida que se las iban entregando en Correos. Es una pena. Sabemos lo que ella escribía, pero no lo que le contaba él.

Sentado en uno de los viejos sillones, con los estantes llenos de libros a su espalda, Quart echó un vistazo a las postales. Todas eran estampas populares de Sevilla como la que él había recibido: el puente de Triana, el puerto con la Torre del Oro y una goleta amarrada frente a ella, un cartel de la Feria, la reproducción de un cuadro de la Catedral. Te espero, te esperaré siempre, con todo mi amor, siempre tuya, aguardo noticias, te ama Carlota. Extrajo una carta de su sobre. La fecha del encabezamiento era 11 de abril de 1896:

Querido Manuel:

No me resigno a vivir sin noticias tuyas. Tengo la seguridad de que mi familia interviene tu correo, pues sé que no me has olvidado. Hay algo en mi corazón, un pequeño tic-tac como el de tu reloj, que dice que mis cartas y mi esperanza no viajan al vacío. Voy a enviarte ésta con una doncella que creo segura, y espero que mis palabras lleguen a ti. Con ellas renuevo mi mensaje de amor y mi promesa de aguardarte siempre, hasta que regreses por fin.

¡Qué larga es la espera, corazón! Pasa el tiempo y sigo aguardando que una de las velas blancas que vienen río arriba te traiga consigo. La vida tiene forzosamente que ser, al final, generosa con los que tanto sufren por confiar en ella. A veces me faltan las fuerzas y lloro, y me desespero, y llego a creer que no volverás nunca. Que me has olvidado a pesar de tu juramento. ¿Ves qué injusta y estúpida puedo llegar a ser?

Te espero siempre, cada día, en la torre desde la que te vi marchar. A la hora de la siesta, cuando todos duermen y la casa está en silencio, vengo aquí arriba y me siento en la mecedora a mirar el río por el que volverás. Hace mucho calor, y ayer me pareció ver moverse, navegando, los galeones que hay pintados en los cuadros de la escalera. También he soñado con niños que jugaban en una playa. Creo que son buenas señales. Quizás en este momento estés ya de camino hacia mí.

Vuelve pronto, amor mío. Necesito oír tu risa, y ver tus dientes blancos y tus manos morenas y fuertes. Y verte mirarme como me miras. Y renovar ese beso que una vez me diste. Vuelve, por favor. Te lo suplico. Vuelve o me moriré. Siento que por dentro ya me estoy muriendo.

Mi amor.

Carlota

—Manuel Xaloc nunca leyó esta carta —dijo Macarena—. Como ninguna de las otras. Ella aún mantuvo la cordura medio año más, y luego sobrevino la oscuridad. No exageraba: se estaba muriendo por dentro. Y cuando por fin él vino a verla y se sentó en el patio con su uniforme azul y sus botones dorados, Carlota ya estaba muerta. La que se movía ante él, incapaz de reconocerlo, era una sombra.

Quart dobló la carta, devolviéndola a su cementerio de papel amarillento, de sobres como lápidas sobre mensajes lanzados a ciegas, a la oscuridad y al vacío. Se sentía azarado, incómodo, casi culpable de violar, entrometiéndose, la intimidad de un oscuro diálogo hecho de gritos de auxilio, de palabras de amor que nunca tuvieron respuesta. Aquella carta le producía una indefinible vergüenza. Una tristeza infinita.

—¿Quiere leer más? — preguntó Macarena.

Quart negó con la cabeza. La brisa que subía desde Sanlúcar por el Guadalquivir agitaba los visillos, descubriendo a intervalos la silueta sombría de la espadaña de la iglesia. Macarena se había sentado en el suelo, apoyada en el baúl, y releía algunas cartas a la luz de la lámpara que arrancaba reflejos oscuros a la melena negra sobre la mitad de su rostro. Quart admiró la curva del cuello, la piel morena del escote y el nacimiento de los hombros, los pies desnudos bajo las sandalias de cuero. Desprendía una sensación de calidez tan intensa que tuvo que contenerse para no alargar una mano y rozar la carne de su cuello con los dedos.

—Mire esto —dijo ella.

Le alargaba una hoja manuscrita: el boceto de un barco y un texto escrito debajo, la letra y los trazos de Carlota. Estaba encabezado por el título:
Yate armado «Manigua».
Lo acompañaban las características técnicas del buque, y era evidente que había sido copiado de una revista de la época.

—Esta carpeta es posterior —dijo Macarena, pasándole un cartapacio atado con cintas—. Fue mi abuelo quien la puso aquí dentro, después de muerta Carlota. Es el otro epílogo de la historia.

Abrió Quart la carpeta. Contenía viejos recortes de prensa y revistas ilustradas, y todo se refería al final de la guerra de Cuba y el desastre naval del 3 de julio de 1898. Una portada de
La Ilustración
reconstruía en un grabado artístico la destrucción de la escuadra del almirante Cervera. También había una página con el relato de la batalla, un plano de la costa de Santiago de Cuba, grabados de los principales jefes y oficiales muertos en el combate; y entre ellos Quart encontró lo que buscaba. No era de muy buena calidad, y el pie del ilustrador lo decía, «realizado a partir de testimonios fidedignos». El retrato mostraba las facciones de un hombre bien parecido, con el cuello de la chaqueta abotonado hasta arriba sobre un pañuelo blanco, y expresión melancólica. Era el único que llevaba ropa civil, y parecía que el dibujante hubiera pretendido subrayar su pertenencia accidental a la escuadra de Cervera. Tenía el pelo corto y un ancho bigote unido a frondosas patillas:
Capitán de la marina mercante D. Manuel Xaloc Ortega, comandante del «Manigua».
Lo habían dibujado mirando hacia algún lugar impreciso más allá del hombro de Quart, como si en el fondo le importara un bledo figurar entre los héroes de Cuba. Más abajo, en la misma página, estaba el texto:

«…Mientras el Infanta María Teresa, tras soportar durante casi una hora el fuego concentrado de la escuadra norteamericana, encallaba en la costa envuelto en llamas, el resto de los barcos españoles iba saliendo uno tras otro por la boca del puerto de Santiago, entre los fuertes de El Morro y Socapa, siendo recibidos en el acto por una densa concentración de artillería de los acorazados y cruceros de Sampson, cuya superioridad artillera y de blindaje era aplastante. Con sus torres inutilizadas, acribillados puentes y superestructura y con enorme número de muertos y heridos a bordo, ardiendo todo su costado de babor, el Oquendo pasó ante el lugar en que estaba encallado su buque insignia, e incapaz de continuar, con su comandante (capitán de navío Lazaga) muerto, fue a encallar una milla más al oeste para no caer en manos del enemigo.

El Vizcaya y el Cristóbal Colón forzaron máquinas navegando paralelos a la costa, estrechados contra ésta por el diluvio de fuego norteamericano. Pasaron junto a sus compañeros destruidos, cuyos supervivientes intentaban ganar a nado la costa. Más rápido, se adelantó el Colón, mientras el infortunado Vizcaya quedaba bajo los impactos de todas las unidades adversarias. Ardió el navío, y tras intentar inútilmente su comandante (capitán de navío Eulate) embestir al acorazado Brookiyn, fue a embarrancar bajo el intenso fuego del lowa y el Oregón, con la bandera ardiendo, pues no fue arriada. Llegó después el turno del Colón (capitán de navio Díaz Moren), que a la una de la tarde, acosado por cuatro buques norteamericanos, indefenso sin artillería gruesa, fue arrojado contra la costa y hundido por su propia tripulación. Al mismo tiempo, más retrasadas y ya sin ninguna esperanza de sobrevivir, salían del puerto una detrás de la otra las unidades ligeras de la escuadra, los contratorpederos Plutón y Furor, a los que en las últimas horas se había unido el yate armado Manigua, cuyo comandante (capitán de la Marina mercante Xaloc) se negó a permanecer en el abrigo del puerto, donde su barco habría sido capturado con la ciudad a punto de caer. Estas pequeñas unidades, conscientes de la imposibilidad de escapar, fueron directamente al encuentro de los acorazados y cruceros norteamericanos. Embarrancó el Plutón (teniente de navio Vázquez) tras ser partido en dos por un grueso proyectil del Indiana, y fue echado a pique el Furor (comandante Villaamil) por el fuego del mismo acorazado y del Gloucester. En cuanto al ligero y rápido Manigua, salió el último por la boca del puerto de Santiago cuando la costa era ya una sucesión de barcos españoles embarrancados y en llamas, izó una insólita bandera negra junto al pabellón nacional, rodeó el bajo del Diamante soportando ya fuego enemigo, y sin vacilar puso rumbo a la unidad norteamericana más próxima, a la sazón el acorazado Indiana. De esa forma, el Manigua navegó tres millas acercándose en zigzag al acorazado, recibió un fuego intensísimo, y se hundió a la una y veinte minutos de la tarde, con la cubierta arrasada e incendiado de proa a popa, cuando aún intentaba embestir al enemigo…»

Quart puso otra vez el recorte dentro de la carpeta y la devolvió al baúl, con el resto de los documentos. Ahora ya sabía qué miraban los ojos indiferentes del capitán Xaloc en el retrato publicado por la revista: los cañones del acorazado
Indiana.
Por un momento lo entrevió agarrado a la batayola del puente, entre el fragor de los cañonazos y el humo del barco incendiado, resuelto a terminar su largo viaje hacia ninguna parte.

—¿Carlota llegó a saber esto?

Macarena hojeaba las páginas de un viejo álbum de fotos:

—No lo sé. En julio de 1898 ya había perdido por completo la razón, así que ignoramos lo que pudo significar para ella. Creo que le ocultaron la noticia. En todo caso, siguió subiendo aquí a esperar, hasta su muerte.

—Qué triste historia.

Ella mantenía abierto el álbum por una de las páginas, y se la enseñaba. Había allí pegada una antigua fotografía, una cartulina rectangular con la firma del estudio fotográfico en un ángulo. Mostraba a una joven vestida con ropas claras de verano, una sombrilla cerrada en la mano y un sombrero de ala muy ancha, con flores parecidas a las de tela y cera que había en el baúl. La impresión fotográfica estaba tan desvaída que todos los trazos eran amarillos, y buena parte de éstos borrados por el tiempo; pero podían apreciarse las manos finas que sostenían guantes y abanico, el cabello claro recogido en la nuca, el óvalo del rostro pálido, la sonrisa triste y la mirada ausente. No era bella, pero tenía un aspecto agradable; dulce y sereno. Quart le calculó poco más de veinte años.

—Quizá se hizo esta foto para él —aventuró Macarena.

Un soplo de brisa más fuerte movió los visillos, y Quart distinguió de nuevo la cercana espadaña de Nuestra Señora de las Lágrimas. Para templar su malestar se puso en pie, fue hasta uno de los arcos mozárabes, se quitó la chaqueta, doblándola sobre el alféizar, y estuvo mirando recortarse el tejado de la iglesia en la oscuridad. Era tanta su desolación como la que Manuel Xaloc hubo de sentir saliendo por última vez de la Casa del Postigo, camino de la iglesia para depositar allí las perlas del vestido de novia que Carlota Bruner no luciría jamás.

—Lo siento —murmuró a la noche, incapaz de precisar ante quién formulaba aquella disculpa. Ni siquiera sabía de qué disculparse, pero experimentaba la necesidad de hacerlo. Sentía el frío del arco de la cripta en las muñecas, el chisporroteo de las velas ardiendo durante la misa del padre Ferro, el olor a pasado estéril que emanaba del baúl abierto. Y un templario solitario en un páramo, apoyándose exhausto en su espada, veía pasar ante sus ojos, lentamente, el yate armado
Manigua
haciéndose a la mar aquel 3 de julio de 1898, con una silueta inmóvil en el puente de mando y, junto al pabellón, una bandera negra como la desesperanza.

Hubo un roce próximo. Macarena se le había acercado y miraba también la torre de Nuestra Señora de las Lágrimas.

—Ahora —dijo— ya sabe todo lo necesario.

Nunca hubo verdad como ésa. Quart sabía más de lo que deseaba saber, y
Vísperas
había cumplido su inútil objetivo. Pero nada de todo aquello podía traducirse en la prosa oficial del informe esperado por el IOE. Lo que monseñor Spada y Su Eminencia Jerzy Iwaszkiewicz y Su Santidad el Papa deseaban conocer, la identidad del pirata informático y la posibilidad de un escándalo en torno a la pequeña parroquia sevillana, era cuanto importaba del asunto. El resto, las historias y las vidas cobijadas entre los muros de aquella iglesia, no contaban para nadie. La apasionada juventud del padre Óscar había dado en el clavo: Nuestra Señora de las Lágrimas estaba demasiado lejos de Roma. Sólo era, como el
Manigua
del capitán Xaloc, un pequeño buque navegando en zigzag, con la suerte sellada de antemano, frente a la impávida mole de acero de un acorazado desprovisto de alma.

Macarena había puesto una mano sobre su brazo, el mismo de la mano herida, y él lo mantuvo inmóvil, sin retirarlo, aunque ella tuvo que notar endurecerse los músculos bajo el contacto.

—Me voy de Sevilla —dijo Quart por fin, en voz baja.

Ella no dijo nada de inmediato. Al cabo de un momento, sintió que se volvía a mirarlo:

—¿Cree que comprenderán en Roma?

—No lo sé. Pero que comprendan o no, carece de importancia —Quart hizo un gesto hacia el baúl, el campanario, la ciudad oscura a sus pies—. No son ellos quienes han estado aquí. Éste es sólo un punto minúsculo en un mapa, sobre el que un audaz intruso informático atrajo por un rato su atención. Mi informe será archivado a los pocos minutos de leerlo.

—Es injusto —protestó Macarena—. Se trata de un lugar especial.

—Se equivoca. El mundo está lleno de lugares así. Cada rincón, cada historia, tienen una Carlota esperando en una ventana, un viejo párroco testarudo, una iglesia que se cae a pedazos en alguna parte… Ustedes no son tan importantes como para quitarle el sueño al Papa.

—¿Ya usted?

—Eso no tiene nada que ver. Yo dormía poco, antes.

—Ya veo —retiraba la mano apoyada en su brazo—. No le gusta sentirse implicado, ¿verdad?… Salvo que se trate de cumplir órdenes —se echó hacia atrás el cabello con violencia, colocándose de forma que él no tuvo más remedio que mirarle la cara—… ¿No va a preguntarme por qué dejé a mi marido?

—No. No voy a preguntárselo. Eso tampoco es imprescindible en mi informe.

Sonó la risa baja, desdeñosa, de la mujer.

—Me importa poco su informe. Usted vino aquí haciendo preguntas y ahora no puede decir que se va y elude el resto de las respuestas… Ha curioseado en las vidas de todo el mundo, así que puede completar la mía —sus ojos no se apartaban de Quart. La voz se le volvía absorta, grave; como si antes de modularse recorriera un largo trecho adentro—. Yo quería un hijo, ¿sabe?… Algo que atenuase la sensación de que no hay nada entre mis pies y el abismo… Yo quería un hijo y Pencho no —el tono cambió al sarcasmo—. Imagínese los argumentos: prematuro, mala época, momento crucial en nuestras vidas, necesidad de concentrar esfuerzos y energías, ya lo tendremos más adelante… No le hice caso y me quedé embarazada. ¿Por qué aparta el rostro, padre Quart?… ¿Se escandaliza?… Imagínese que está en el confesionario. A fin de cuentas, es su oficio.

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