Read La piel del tambor Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
A aquellas alturas de la investigación, Quart había establecido de sobra los ingenuos móviles de
Vísperas
. Sus mensajes eran una apelación a la justicia y al sentido común de Roma; la reivindicación de un viejo cura que libraba su última batalla en un rincón olvidado del tablero. Pero en algo tenía razón el padre Óscar:
Vísperas
se equivocó al mandar sus mensajes. Ni Roma podía entenderlos, ni monseñor Spada enviaba a la persona adecuada. El mundo y las ideas a las que apelaba el pirata informático habían dejado de existir hacía mucho tiempo. Era como si, después de una guerra nuclear que arrasara la Tierra, los satélites del espacio siguieran enviando señales inútiles a un planeta muerto, mientras ellos giraban fieles y silenciosos allá arriba, en la soledad del espacio infinito.
Quart anduvo unos pasos hacia atrás, recorriendo con la vista la estructura de los andamies y las deterioradas vidrieras de las ventanas abiertas sobre el muro izquierdo de la iglesia. Después se volvió hacia la nave, y Gris Marsala estaba detrás de él, mirándolo.
Cuando el alcalde de la ciudad declaró inaugurada la exposición
El arte religioso en la Sevilla barroca
, los aplausos llenaron los salones de la fundación cultural del Banco Cartujano. Después, una docena de camareros de chaquetilla blanca pasearon bandejas con bebidas y canapés mientras los invitados admiraban las obras maestras que durante veinte días iban a quedar expuestas en el edificio del Arenal. Entre el
Cristo de la Buena Muerte
de Juan de Mesa, cedido por la Universidad, y un
San Leandro
de Murillo procedente de la sacristía mayor de la Catedral, Pencho Gavira saludaba a los caballeros y besaba las manos de las damas, sonriendo a derecha e izquierda. Vestía un impecable traje gris marengo y la raya de su pelo engominado era tan perfecta como la blancura de los puños y el cuello de su camisa.
—Has estado muy bien, alcalde.
Manolo Almanzor, alcalde de Sevilla, cambió unas agradecidas palmaditas en la espalda con el banquero. Era un tipo bigotudo y regordete, con una cara honesta que le había valido el favor popular y una reelección; pero un escándalo de contrataciones irregulares, un cuñado enriquecido de forma oscura y la denuncia por acoso sexual planteada contra él por tres de sus cuatro secretarias en el Ayuntamiento lo dejaban con un pie en la calle a menos de un mes de las municipales.
—Gracias, Pencho. Pero éste es mi último acto público.
Sonreía el banquero, consolador:
—Ya vendrán tiempos mejores.
El alcalde movió la cabeza, dubitativo y triste. En todo caso, Gavira iba a endulzarle su adiós a la política. A cambio de la recalifícación municipal del solar de Nuestra Señora de las Lágrimas, el precontrato de venta y la retirada de todo impedimento al proyecto urbanístico en Santa Cruz, Almanzor obtenía la cancelación automática de cierto generoso crédito con el que acababa de adquirir una lujosa vivienda en el barrio más caro y exclusivo de Sevilla. Con su frialdad de jugador de póker, el director general del Cartujano se lo había resumido admirablemente días atrás durante una cena en el restaurante Becerra, al plantear sin rodeos la oferta: los duelos, alcalde, con pan son menos.
Pasó un camarero con una bandeja y Gavira cogió una copa de jerez frío, mojando los labios mientras miraba alrededor. Entre damas con vestido de cóctel y caballeros encorbatados —Gavira estipulaba esa prenda formal en todas las tarjetas de invitación para actos sociales del Cartujano— el segundo frente, el eclesiástico, también andaba por allí. Su Ilustrísima el arzobispo de Sevilla se movía por un ángulo de la sala junto a Octavio Machuca, en apariencia cambiando impresiones sobre el Valdés Leal cedido para la exposición por la iglesia del Hospital de la Caridad.
In Ictu Oculi
: la muerte apagando una vela ante la corona y las tiaras de un emperador, un obispo y un papa. Pero Gavira sabía que ése no era el tema de conversación.
—Cabrones —oyó decir al alcalde, a su lado.
Manolo Almanzor no se refería al arzobispo ni al banquero. Gavira vio que miraba en torno, a los invitados que le daban ostensiblemente la espalda. Toda Sevilla estaba al corriente de que duraría menos de un mes en el cargo. El candidato a sucederle, un político de su mismo partido —
Andalucismo Andaluz
—, andaba por el salón recibiendo parabienes anticipados con una sonrisa cauta. Gavira hizo un guiño de ánimo:
—Tómate una copa, alcalde.
Le alcanzó un whisky de la bandeja, y el otro apuró la mitad de un solo trago mientras clavaba en el banquero, con agradecimiento, su mirada de perro apaleado. Era sorprendente, reflexionó Gavira, la facilidad con que los muertos que se tienen de pie crean el vacío alrededor. Manolo Almanzor, en otro tiempo objeto de adulación, olía a cadáver político ambulante y nadie se acercaba ya, por miedo a quedar socialmente contaminado. Eran las reglas del juego: en su mundo no había piedad para los vencidos, salvo el trago de alcohol en vísperas de la ejecución. El mismo Gavira seguía a su lado, ofreciéndole whisky a cuenta del Cartujano tras hacerle inaugurar la exposición, en parte porque aún lo necesitaba, y en parte porque había comprado a aquel hombre y eso implicaba cierta responsabilidad para su orgullo. Se preguntó si alguna vez alguien le ofrecería una copa a él.
—Cárgate esa iglesia, Pencho —el alcalde apuraba su vaso, con rencor—. Construye lo que te salga de los huevos y jódelos a todos.
Asintió Gavira, distraído, de nuevo con el pensamiento en la pareja que conversaba junto al Valdés Leal, y disculpándose con Almanzor inició un movimiento de aproximación que procuró tuviese apariencia casual, una especie de ida a la derecha y luego a la izquierda, igual que un velero dando bordadas. De camino sonrió en los lugares correspondientes, estrechó y besó algunas manos y un par de mejillas maquilladas, correcto, seguro, sintiéndose envidiado por los hombres y admirado por las mujeres que se acercaron a él apenas se alejó un poco del alcalde. Dos veces oyó susurrar a su espalda el nombre de Macarena, pero logró que eso no le descompusiera la sonrisa. Puso su copa sobre una bandeja, se tocó el nudo de la corbata y un momento después estaba junto a monseñor Corvo y don Octavio Machuca.
—Bonito cuadro —dijo, por decir algo.
El arzobispo y el banquero miraron el lienzo como si hasta ese momento no hubieran reparado en él. La Muerte llevaba la guadaña en la mano y un féretro bajo el brazo descarnado. A sus pies, un mapamundi, una espada, libros, pergaminos, alegorizaban su triunfo sobre la vida, la gloria, la ciencia y los placeres terrenales. Con otra mano huesuda apagaba la llama de un cirio, y las dos cuencas vacías de la calavera miraban al espectador.
In Ictu Oculi
. Gavira no sabía latín, pero el cuadro era muy conocido en Sevilla, y su significado resultaba evidente. La Muerte golpea a cualquiera en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Bonito? — el arzobispo cambió una mirada con el viejo Machuca. Siguiendo las últimas directrices papales sobre apariciones públicas de los prelados, Aquilino Corvo vestía sotana f
iletata
, un discreto pero elocuente ribete rojo completando la cruz de oro sobre el pecho y el brillo de la piedra amarilla en la mano que sostenía bajo la cruz—… Sólo un joven diría eso de esta escena terrible —echó hacia atrás la cabeza, mirando hoscamente la tiara episcopal del lienzo, tan parecida a la suya—. Todo parece muy lejano visto desde su perspectiva, querido Gavira. Para nosotros, el cuadro resulta algo más próximo… ¿No le parece, don Octavio?
Movía la cabeza el viejo banquero, avizores los ojos rapaces tras la nariz ganchuda. En realidad monseñor Corvo era casi veinte años más joven que él; pero al titular de la sede hispalense le gustaba darse aires venerables, por aquello de la dignidad del cargo.
—Pencho es un triunfador —apuntó Machuca—. Y no teme que le apaguen el cirio.
Había un brillo socarrón tras los párpados entrecerrados del anciano. Una de sus manos se hundía en el bolsillo de la americana cruzada de corte antiguo, y la otra colgaba a un costado, casi tan descarnada como la que extinguía la llama en el lienzo de Valdés Leal. El arzobispo sonrió, cómplice.
—Todos estamos sujetos a la voluntad de Dios —dijo en tono profesional.
Gavira lo admitió vagamente, sin cuestionar la cosa. Miraba al viejo banquero y éste interpretó el gesto:
—Hablábamos de tu iglesia.
Aquilino Corvo pasó por alto el posesivo sin alterar la sonrisa, cosa que Gavira consideró de buen augurio. A fin de cuentas, el Arzobispado iba a recibir una substanciosa indemnización, amén del compromiso contraído por el Cartujano de construir una iglesia en otro sitio. Sin olvidar la fundación para la obra social entre la comunidad gitana, que el arzobispo había deslizado hábilmente en el paquete. En última instancia, alguien había tenido también que costearle la jofaina a Pilatos.
—Todavía es la iglesia de Su Ilustrísima —matizó atento Gavira, que nunca cerraba todos los caminos a nadie. Conocía los riesgos de negar retiradas dignas.
Monseñor Corvo agradeció el detalle con un gesto de la mano donde brillaba el anillo. Puesto que de iglesias se trataba, parecía obligado un comentario oficial al respecto.
—Conflicto doloroso —dijo tras breve silencio en busca de la frase adecuada.
—Pero inevitable —añadió Gavira.
Puso gesto de pésame para suavizar el matiz. Tono grave, algo sobreentendido de hombre a hombre, conscientes ambos de las decisiones penosas que a veces imponía el progreso. Por el rabillo del ojo vio intensificarse el brillo socarrón tras los párpados entornados de Octavio Machuca, y recordó que el viejo estaba al corriente de que, entre las ofertas hechas por el Cartujano a Su Ilustrísima, se contaba un informe todavía inédito sobre las actividades contrarias al celibato de media docena de clérigos de su diócesis. Todos eran sacerdotes muy queridos en sus parroquias, y la publicación de tales datos, que incluían fotografías y declaraciones, habría causado serio revuelo. Aquilino Corvo no contaba con medios ni autoridad técnica para encarar el problema, y un escándalo podía obligarlo a tomar decisiones que deseaba menos que nadie. Aquellos sacerdotes eran buenos hombres; y en tiempos de cambio y escasez de vocaciones, cualquier decisión precipitada arriesgaba ser inoportuna, y lamentable. Por eso Monseñor había aceptado con alivio el compromiso de Gavira para comprar y bloquear el informe. En la Iglesia católica, problema aplazado significaba problema resuelto.
De todos modos, concluyó Gavira, era difícil que Octavio Machuca conociera el resto de la operación; aunque la mirada del viejo banquero le hiciera sospechar que estaba al corriente. Una sensación incómoda, habida cuenta que el propio Gavira era inspirador de la maniobra, tras pagar a la agencia de detectives que realizó el trabajo, y recurrir después a sus influencias en la prensa para camuflar de favor al arzobispo lo que, en rigor, no era sino una impecable acción de chantaje.
—Su Ilustrísima garantiza su neutralidad —comentó Machuca, todavía observando las reacciones de Gavira—. Pero me contaba hace un momento que la actuación disciplinaria contra el padre Ferro va despacio. Por lo visto —los párpados redujeron su mirada a una estrecha rendija— el sacerdote enviado de Roma no ha logrado reunir suficientes pruebas contra él.
Monseñor Corvo alzó una mano, sugiriendo mayor precisión. Ahora se le veía molesto bajo su placidez pastoral. No se trataba exactamente de eso, apuntó su voz grave, perfecta para el pulpito. El padre Lorenzo Quart no había ido a Sevilla para actuar contra el párroco de Nuestra Señora de las Lágrimas, sino para proporcionar a
Roma
información especializada. Con exquisito énfasis, el prelado recordó a sus interlocutores que la sede hispalense, por pura formalidad eclesiástica, no podía actuar directamente. Hilvanó después los conceptos de penoso problema, párroco en edad avanzada, cuestión de disciplina y demás. Se daba con Roma una coincidencia de criterios, aunque había matices. En este punto Aquilino Corvo evitó los ojos de Gavira y miró a Octavio Machuca, consultándole silenciosamente sobre la oportunidad de proseguir. El anciano se mantuvo inescrutable, así que Su Ilustrísima apuntó que la gestión del padre Lorenzo no discurría con la, ejem, diligencia deseable. El propio arzobispo había alertado a sus superiores sobre ese punto, pero en semejante terreno tenía las manos atadas. Contemplaba los toros desde la barrera, si es que le permitían el símil laico. Esperaba haberse explicado bien.
—¿Quiere decir —Gavira fruncía el ceño, irritado— que no prevé un alejamiento próximo del padre Ferro?
Esta vez el arzobispo alzó ambas manos, como a punto de decirles
ite, missa est
.
—Más o menos —ahora miraba la corbata de Gavira, evasivo—. Se conseguirá, por supuesto. Pero no en dos o tres días. Un par de semanas quizás —carraspeó incómodo—. Un mes, a lo sumo. Ya digo que el asunto está fuera de mis manos. Aunque tiene usted, por supuesto, toda mi simpatía.
Gavira alzó los ojos al Valdés Leal, dándose tiempo para reprimir cualquier inconveniencia. Sentía deseos de morderse los labios, o dar un golpe en la nariz del arzobispo. Contó hasta diez mirando los ojos vacíos de la Muerte, y al cabo se obligó a esbozar una sonrisa. Machuca no le quitaba ojo:
—Demasiado tiempo, ¿no es cierto? — preguntó el banquero.
Parecía dirigirse al arzobispo, pero las rendijas de sus párpados rapaces seguían apuntando a Gavira. Fue Monseñor quien se creyó en la obligación de responder. En lo que a su autoridad se refería —precisó—, mientras no llegara una orden de Roma y el padre Ferro continuase diciendo misa cada jueves, nada podía hacer.
Gavira no pudo disimular su mal humor:
—Tal vez Su Ilustrísima no necesitaba traspasar el tema a Roma — aventuró, áspero— Pudo decidir bajo su responsabilidad, cuando estábamos a tiempo.
El reproche hizo palidecer al arzobispo.
—Puede ser —se había erguido, mirando a Octavio Machuca de soslayo— Pero también los prelados tenemos nuestra conciencia, señor Gavira. Con su permiso.
Hizo una seca inclinación de cabeza y pasó entre ellos, alejándose con cara de pocos amigos. Machuca movió la nariz de un lado a otro, dos veces, sin que Gavira pudiera precisar si se hallaba desolado o divertido con la escena. En cualquier caso, pensaba. había cometido un error. Porque un error era todo aquello que no producía beneficio a corto, medio o largo plazo.