Read La piel del tambor Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
No estas viendo
que al quererte como loca
desde el alma hasta la boca
se me vuelca el corazón…
Ni Concha Piquer ni Pastora Imperio ni nadie en el mundo, pensaba don Ibrahim oyendo rematar a la Niña con ese temple cuajado de hembra flamenca que toda aquella chusma de empresarios y críticos y vil gallofa había terminado empeñándose en no reconocer. Era un puntazo oírla en Semana Santa, en cualquier esquina donde la pillara, cuando se ponía a cantarle una saeta a la Esperanza o a su hijo, el Cachorro de Triana, que hacía callarse los tambores y le ponía al personal la carne de gallina. Porque la Niña Puñales era el cante y era la copla, y era España por los cuatro costados; no la de folklore barato y facilón para turistas y castizos de pastel, sino la otra, la de verdad. La leyenda oliendo a humo de taberna, los ojos verdes y el sudor del macho de toda la vida. La memoria dramática de un pueblo que echaba las penas cantando y los diablos empalmando navajas desesperadas, relucientes como los cachos de luna que alumbraban al Potro del Mantelete cuando saltaba de noche los cercados, desnudo para no romperse la única camisa, seguro de que iba a comerse el mundo y a alfombrarse la vida con billetes de mil, antes de que los toros le dejaran el chirlo en el cuello y la derrota en una esquina de los ojos. Aquella misma España que había borrado de los carteles a la Niña Puñales, la mejor voz flamenca de Andalucía y del siglo, sin tan siquiera una pensión de desempleo para ir tirando. La patria lejana que don Ibrahim soñaba en sus noches juveniles y caribeñas, a la que había pensado regresar un día como los indianos de antaño, con un Cadillac descapotable y un puro, y que sólo le dio incomprensión, escarnio y vilipendio con aquel desgraciado asunto del falso título de letrado habanero. Pero hasta los hijos de puta les deben algo a sus madres, razonaba don Ibrahim. Y las quieren. Y aquella España ingrata también tenía lugares como Sevilla, barrios como Triana, bares como Casa Cuesta, corazones fieles como el Potro, y voces de hermosa tragedia como la Niña. Una voz a la que, por poco que salieran bien las cosas, le iban a poner aquel local de poderío, ese Templo de la Copla que en las noches de fino, manzanilla, humo de tabaco y conversación, imaginaban entre los tres formal, solemne, con sillas de enea, camareros viejos y silenciosos —el impasible Potro iba a ser jefe de sala—, botellas en las mesas, un foco sobre el tablao, y una guitarra rasgueando compases de verdad para la Niña Puñales, con su voz bronca devuelta al público aún con más arte y sentimiento. Reservado el derecho de admisión, con entrada prohibida a los turistas en grupo y a los pelmazos con teléfono móvil. Y don Ibrahim no esperaba otro premio que sentarse en alguna mesa oscura, al fondo de la sala, y beberse algo despacio con un Montecristo humeándole en la mano y un nudo en la garganta oyendo cantar a la Niña Puñales. Eso, y que la caja fuera bien. Tampoco era que lo cortés quitara lo valiente.
Vertió un poco más de gasolina en la botella, con mucho cuidado para que no se derramase fuera. Había puesto hojas de periódico sobre la mesa para proteger el barniz, y secaba con un trapo las gotas de combustible que resbalaban sobre el cristal troquelado y la etiqueta de Anís del Mono. La gasolina era sin plomo y de la mejor, 98 octanos, porque —lo había apuntado la Niña con muy buen juicio— no iban a pegarle fuego con cualquier cosa a una iglesia consagrada. Así que mandaron al Potro con una lata vacía de aceite de oliva Carbonell para traerse un litro de la gasolinera más cercana. Con un litro va que arde, había dicho muy serio don Ibrahim con la gravedad del especialista, adquirida —afirmaba— una vez que Ernesto Che Guevara le explicó, mientras tomaban mojitos en Santa Clara, cómo hacer un cóctel molotov. Que era un invento ruso de Carlos Marx.
El líquido hizo una burbuja y cayó fuera del gollete. Don Ibrahim lo enjugó con el empapado pañuelo y puso éste en el cenicero que había sobre la mesa. La bomba incendiaria estaba destinada a funcionar con un mecanismo algo rudimentario pero eficaz, de cuya invención don Ibrahim estaba orgulloso: un trozo de vela fina, cerillas, un reloj despertador de cuerda, dos metros de hilo bramante, una botella que se cae. Y la ignición cuando los tres compadres estuviesen en un bar a la vista de todo el mundo, por aquello de cuidar al detalle la coartada. La madera de los bancos apilados contra el muro y las viejas vigas del techo harían el resto. No era necesario que la destrucción fuese total, había precisado Peregil al darles instrucciones para agilizar el tema. Bastaba con arruinar aquello un poco; aunque si todo el edificio se iba al carajo, mucho mejor. Pero sobre todo —los miraba inquieto, de uno en uno— que parezca un accidente.
Echó don Ibrahim un poco más, y el olor de la gasolina eclipsó un momento el de los huevos fritos. Con gusto habría encendido un habano; pero no era cosa de broma, con toda aquella gasolina y el trapo húmedo en el cenicero. La Niña Puñales se había opuesto en principio como gata panza arriba, por el carácter de recinto sagrado; y sólo pudieron convencerla recordándole la cantidad de misas que iba a poder encargar en otras iglesias para expiar el asunto con el dinero que sacarían de todo aquello. Además, según el viejo principio
ad anotares redit sceleris coacti tamarindos pulpa
, o poco más o menos, ellos tres sólo ejecutaban un delito ajeno; y quien era causa de la causa —o sea, Peregil en última instancia— lo era del mal causado. Aun así, y a pesar de tan riguroso planteamiento jurídico, la Niña continuaba negándose a intervenir en el acto ignífero, asumiendo en la operación simples labores de apoyo; como era el caso de los huevos con morcilla. Don Ibrahim respetaba aquello, pues era hombre partidario de la libre conciencia. En cuanto al Potro, el mecanismo de sus pensamientos era difícil de penetrar. Eso en el caso de que sus pensamientos tuviesen mecanismo motor, e incluso de que hubiese pensamientos. Lo que hacía era limitarse a asentir impasible al cabo de un rato, fatalista y fiel, siempre en espera de la campana o el clarín que lo hicieran levantarse del rincón o salir del burladero como un autómata. No había puesto objeciones cuando don Ibrahim planteó lo del incendio en la iglesia. Cosa extraña: el Potro no era hombre religioso pese a su pasado taurino —todos los toreros, que supiera don Ibrahim, creían en Dios—, pero cada Viernes Santo se ponía el viejo traje azul marino de su infausta boda, una camisa blanca sin corbata y abotonada hasta el cuello, se repeinaba con colonia, y acompañaba a la Niña entre luz de velas y redoble de tambores por las calles de Sevilla, detrás del trono de la Esperanza. Don Ibrahim, a quien su formación librepensadora impedía tomar parte en ritos oscurantistas» los miraba pasar tras el manto de la Virgen con las claras del alba, mantilla negra y rezando la Niña Puñales; silencioso y cabal, dándole el brazo, el Potro del Mantelete.
Frente al duro perfil recortado en la ventana, don Ibrahim sonrió para sus adentros, con paternal ternura. Estaba orgulloso de la lealtad del Potro. Muchos poderosos de la tierra sólo obtenían lealtades a base de comprarlas con dinero. Pero alguna vez, cuando ya estuviese a punto de que lo arrastraran las mulillas al desolladero, alguien le preguntaría quizás a don Ibrahim qué había hecho en la vida que mereciera la pena. Y él podría responder, con la cabeza muy alta, que el Potro del Mantelete había sido un amigo fiel, y que había oído cantar a la Niña Puñales
Capote de grana y oro
.
—A comer —dijo la Niña, desde la puerta de la cocina.
Se secaba las manos en el delantal. Mantenía impecable el caracolillo negro sobre la frente, el lunar postizo y el carmín rojo sangre en la boca, pero el maquillaje de los ojos estaba un poco corrido porque había estado cortando cebollas para la ensalada. Don Ibrahim comprobó que miraba la botella de Anís del Mono con aire crítico; seguía sin aprobar aquello.
—No se hacen tortillas —apuntó, conciliador— sin cascar algunos huevos.
—Pues los que acabo de freír se enfrían —repuso la Niña, algo atravesada.
Don Ibrahim dejó escapar un suspiro de resignación mientras vertía el último chorrito de gasolina. Secó el sobrante con el trapo y volvió a dejarlo, húmedo, en el cenicero. Después apoyó las manos en la mesa para empezar a levantarse, con esfuerzo.
—Ten confianza, mujer. Ten confianza.
—Las iglesias no se queman —insistía la Niña, fruncido el ceño bajo el caracolillo—. Eso es cosa de herejes y de comunistas.
El Potro del Mantelete, silencioso como siempre, se había retirado de la ventana y llevaba una mano a la boca, donde tenía la colilla del cigarrillo casi consumida. Tengo que decirle que no se acerque a la gasolina, pensó fugazmente don Ibrahim, todavía pendiente de la Niña.
—Los caminos de Dios son inescrutables —dijo, por decir algo.
—Pues este camino tiene muy mala sombra.
A don Ibrahim le dolía la incomprensión de la Niña Puñales.
Él no era un jefe que impusiera decisiones a la tropa, sino que procuraba razonarlas. A fin de cuentas eran su tribu, su clan. Su familia. Buscaba un argumento para dar por zanjada la cuestión hasta después de los huevos fritos, cuando por el rabillo del ojo vio que el Potro pasaba junto a la mesa, camino de la cocina, y que con gesto instintivo acercaba la mano con la colilla para apagarla en el cenicero. Justo donde estaba el trapo húmedo de gasolina.
Qué tontería, pensó. Cómo se le iba a ocurrir. De todas formas se volvió a medias, inquieto.
—Oye, Potro —dijo.
Pero el otro ya había echado la colilla en el cenicero. Entonces don Ibrahim trató de impedirlo, y volcó con el codo la botella de Anís del Mono.
—¿No hueles los jazmines?
—¿Cuáles, si no hay jazmines?
—Los que estaban aquí antiguamente.
(Antonio Burgos.
Sevilla
)
Si existe sangre azul, la de María Cruz Eugenia Bruner de Lebrija y Álvarez de Córdoba, duquesa del Nuevo Extremo y doce veces grande de España, era de color azul marino. La madre de Macarena Bruner había tenido antepasados en el cerco de Granada y en la conquista de América, y sólo dos casas de la rancia aristocracia española, Alba y Medina-Sidonia, la superaban en solera. Sin embargo, hacía mucho que sus títulos estaban desprovistos de contenido. El tiempo y la historia fueron engullendo las tierras y el patrimonio, y la extensa relación que cruzaba en todas direcciones su árbol genealógico y los cuarteles de sus escudos de armas, era una retahila de conchas vacías como las que blanquean arrojadas por el mar a las playas. A la anciana señora que tomaba sorbos de coca-cola frente a Lorenzo Quart en el patio de la Casa del Postigo le faltaban un mes y siete días para cumplir setenta años. Sus antepasados habían viajado de Sevilla a Cádiz sin salir de sus tierras, el rey Alfonso XIII y la reina Victoria Eugenia la sostuvieron sobre la pila de bautismo, y el propio general Franco, a pesar de su desdén hacia la antigua aristocracia española, no pudo sustraerse de besarle la mano en aquel mismo patio andaluz después de la guerra civil, inclinado muy a su pesar sobre el mosaico romano que ocupaba el suelo desde que fue traído directamente, cuatro siglos atrás, de las ruinas de Itálica. Pero el tiempo discurre implacable, rezaba la leyenda del reloj inglés de pared que daba las horas y los cuartos en la galería de columnas y arcos mudéjares, decorada con alfombras de las Alpujarras y bargueños del XVI que la amistad familiar del banquero Octavio Machuca había rescatado de un triste destino en las almonedas sevillanas. Del antiguo esplendor quedaban el patio lleno de aromas y macetas con geranios, aspidistras y helechos, la reja plateresca, el jardín, el comedor de verano con bustos romanos de mármol, algunos muebles y cuadros en las paredes. Y entre todo eso, con una doncella, un jardinero y una cocinera como única asistencia en una casa donde creció, cuando niña, entre una veintena de personas de servicio, con el aire ausente de una sombra tranquila inclinada sobre su memoria, vivía la vieja dama de cabello blanco y collar de perlas en torno al cuello. La misma que ofrecía más café a Quart, mientras se daba aire con un ajado abanico cuyo país fue pintado, con dedicatoria personal, por Julio Romero de Torres.
Quart se sirvió un poco más en la taza, levemente agrietada, de la Compañía de Indias. Estaba en camisa, pues la duquesa había insistido tanto en que se quitara la chaqueta a causa del calor que no tuvo más remedio que obedecer, colgándola del respaldo de la silla. Una camisa de manga corta, negra, con alzacuello impecable, que le dejaba al descubierto los antebrazos bronceados y fuertes. Su pelo gris al rape y el aspecto deportivo y limpio le daban apariencia de misionero, apuesto, saludable, en contraste con el pequeño y duro padre Ferro, que ocupaba la silla contigua enfundado en su raída sotana llena de manchas. Sobre la mesita baja puesta en el patio, junto a la fuente central, había café, chocolate, y una insólita botella de coca-cola familiar. La vieja duquesa, acababan de oírle decir, no soportaba las latas. El sabor era distinto, metálico. Hasta las burbujas picaban de forma diferente.
—¿Más chocolate, padre Ferro?
Asentía breve el párroco sin mirar a Quart, acercando su taza para que Macarena Bruner la llenara de nuevo ante la mirada aprobadora de su madre. La duquesa parecía complacida con dos sacerdotes en casa. Hacía años que el padre Ferro acudía puntual a las cinco de la tarde, salvo los miércoles, para rezar el rosario con la anciana señora y ser invitado después a merendar, en el patio con buen tiempo, o en el comedor de verano los días de lluvia.
—Qué suerte vivir en Roma —comentaba la duquesa entre un abrir y cerrar de abanico—. Tan cerca de Su Santidad.
Era extraordinariamente despierta y vivaz para su edad. Tenía el pelo blanco con suaves reflejos azulados, y manchas de vejez en las manos, los brazos y la frente. Delgada, menuda, de facciones angulosas, su piel estaba arrugada igual que uva seca. Una fina línea de carmín definía sus labios casi inexistentes, y de las orejas le colgaban pendientes con pequeñas perlas, idénticas a las del collar. Los ojos eran oscuros igual que los de su hija, pero el tiempo los había vuelto húmedos, rodeados de cercos rojizos. Continuaban siendo, sin embargo, resueltos e inteligentes, con un brillo que a menudo se volvía opaco; como si recuerdos, pensamientos, viejas sensaciones, pasaran ante ellos oscureciéndolos a la manera de una nube que sigue su camino. Había sido rubia en su infancia y juventud —Quart pudo comprobarlo en un cuadro de Zuloaga colgado en el saloncito junto al vestíbulo—, muy diferente en aspecto a su hija, salvo el parecido de los ojos. El pelo negro de Macarena procedía sin duda del marido, apuesto caballero en una foto enmarcada cerca del Zuloaga. Moreno, de blanca sonrisa, el duque consorte había lucido fino bigote, se peinaba hacia atrás con la raya muy alta, y llevaba un imperdible de oro sujetando bajo la corbata los picos del cuello de la camisa. Uno, se dijo Quart, colocaba en un ordenador todos esos datos seguidos por las palabras señorito andaluz, y salía aquella foto. A tales alturas conocía lo bastante la historia familiar de Macarena Bruner para saber que Rafael Guardiola Fernández-Garvey fue el hombre más atractivo de Sevilla; y también cosmopolita, elegante, capaz de dilapidar en quince años de matrimonio los restos del ya menguado patrimonio de su mujer. Si Cruz Bruner era una consecuencia de la Historia, el duque consorte había sido consecuencia de los peores vicios de la aristocracia sevillana. Todos los negocios emprendidos terminaban en sonoras quiebras, y sólo la amistad del banquero Octavio Machuca, que siempre acudía, leal, a sacar las castañas del fuego, evitó que el duque consorte del Nuevo Extremo diese con sus huesos en la cárcel. Acabó sin un duro, arrumado por un último negocio de cría de caballos juergas flamencas hasta la madrugada, y una salud destrozada por litros de manzanilla, cuarenta cigarrillos y tres habanos diarios. Pidiendo a gritos confesión, como en las películas antiguas y los folletines románticos. Lo enterraron, confeso y sacramentado, con el uniforme de caballero de la Real Maestranza de Sevilla, penacho y sable incluidos, y al entierro acudió, de luto y tiros largos, toda la buena sociedad local. La mitad —había puntualizado un malévolo cronista de sociedad— consistía en maridos cornudos, deseosos de asegurarse de que efectivamente descansaba en paz. La otra mitad eran acreedores.