Read La piel del tambor Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Trazaba con una uña signos en el mantel, alrededor de la postal. Al cabo de un instante se detuvo, pensativa.
—Una hermosa historia de amor —añadió, alzando los ojos hasta Quart—. Y como todas las hermosas historias de amor, fue una historia desgraciada.
Quart guardaba silencio por miedo a interrumpirla. Fue el camarero quien lo hizo, al acercarse con el recibo de la tarjeta de crédito. Quart observó la firma: nerviosa, llena de ángulos aguzados como puñales. Ella miraba ahora la colilla apagada en el cenicero, ausente.
—Hay una canción bellísima— prosiguió al cabo de un momento— que canta Carlos Cano con letra de Antonio Burgos:
«Aún recuerdo el piano / de aquella niña / que había en Sevilla…»
, y cada vez que la oigo siento ganas de llorar… ¿Sabe que existe, incluso, una leyenda sobre Carlota y Manuel Xaloc? — sonrió por fin, insólitamente tímida e indecisa, y Quart supo que ella creía esa leyenda—. En las noches de luna, Carlota regresa a su ventana mientras, en el Guadalquivir, la goleta fantasma de su amante suelta amarras y zarpa río abajo —se había inclinado sobre la mesa, de nuevo con reflejos dorándole los ojos, y Quart volvió a experimentar la certeza inquietante de estar demasiado cerca—. De pequeña pasé noches enteras apostada en mi cuarto, espiándolos. Y una vez los vi. Ella era una silueta pálida en la ventana; y abajo, en el río, entre la niebla, las velas blancas de un barco antiguo se deslizaban despacio hasta perderse de vista.
Calló, de pronto. Se había echado hacia atrás en la silla. De nuevo la distancia entre ella y Quart.
—Después de sir Marhait —añadió— mi segundo amor fue el capitan Xaloc… —su mirada era una provocación—. ¿Le parece una historia absurda?
—En absoluto. Cada uno tiene sus fantasmas.
—¿Cuáles son los suyos?
Ahora le tocó a Quart el turno de sonreír desde muy lejos. Tan lejos que Macarena Bruner nunca habría podido llegar hasta allí para comprobar de qué se trataba, en el improbable caso de que él hubiese añadido palabras a aquella sonrisa. Viento y sol, y lluvia. Sabor a sal en la boca. Recuerdos tristes de una infancia humilde, rodillas manchadas de tierra húmeda y largas esperas frente al mar. Fantasmas de una juventud intelectual estrecha, dominada por la disciplina, con algunos recuerdos felices de compañerismo en comunidad y breves períodos de ambición satisfecha. La soledad en un aeropuerto, en un libro, en el cuarto de un hotel. Y el miedo o el odio en los ojos de otros hombres: el banquero Lupara, Nelson Corona, Príamo Ferro. Cadáveres reales o imaginarios, pasados o futuros, en su conciencia.
—No tienen nada de especial —dijo impasible—. También hay buques que zarpan y no regresan. Y un hombre. Un caballero templario con cota de malla que se apoya en su espada, en un desierto.
Ella lo miró de un modo extraño, como si lo viera por primera vez. Y no dijo nada.
—Pero los fantasmas —añadió Quart, tras el silencio— no dejan postales en las habitaciones de hotel.
Macarena Bruner tocó la tarjeta, que seguía sobre el mantel mostrando la cara escrita:
Aquí rezo por ti cada día
… Sus labios se movieron silenciosamente al leer las palabras que nunca llegaron al capitán Xaloc.
—No lo comprendo —dijo—. Estaba en mi casa, con el baúl y el resto de las cosas de Carlota. Alguien la cogió de allí.
—¿Quién?
—No tengo la menor idea.
—¿Cuántos conocen la existencia de esas cartas?
Se lo quedó mirando como si no hubiera oído bien y esperase que repitiera la pregunta, mas no lo hizo. Saltaba a la vista que reflexionaba a toda prisa.
—No —concluyó—. Es demasiado absurdo.
Quart movió una mano y vio que Macarena Bruner retrocedía casi imperceptiblemente en la silla, siguiendo el gesto igual que si temiera sus consecuencias. Cogió la postal y la volvió para mostrar la foto de la iglesia.
—No hay nada absurdo en esto —opuso él—. Se trata del lugar donde está enterrada Carlota Bruner, junto a las perlas del capitán Xaloc. El edificio que su marido quiere derribar y que usted defiende. Un lugar que es objeto de mi viaje a Sevilla y donde, accidentes o no, han muerto dos personas —alzó los ojos hacia la mujer—. Una iglesia que, según un misterioso pirata informático llamado Vísperas, mata para defenderse.
Ella inició otra sonrisa que no llegó a materializarse del todo. En su lugar quedó una mueca preocupada, absorta.
—No diga eso. Me da miedo.
Había más malhumor que aprensión en esas palabras. Quart miró el mechero de plástico al que ella daba vueltas entre los dedos, y supo que Macarena Bruner le acababa de mentir. Ella no era de esas mujeres que se asustan por cualquier cosa.
Desde que
Vísperas
había dado señales de vida una semana antes, el padre Ignacio Arregui y su equipo de jesuítas expertos en informática vigilaban en turnos de doce horas el sistema central del Vaticano. Aquella noche faltaban diez minutos para la una de la madrugada, y Arregui fue en busca de una taza de café a la máquina expendedora del pasillo. La máquina se había tragado las monedas de cien liras sin proporcionar a cambio más que un vaso vacío y un chorrito de azúcar, y el jesuíta se daba a todos los diablos mirando a través de la ventana la sombra oscura del palacio Belvedere, al otro lado de la calle iluminada por faroles bajo los que en ese momento pasaba la ronda nocturna de suizos. Arregui buscó en los bolsillos de la sotana, reuniendo monedas para intentarlo por segunda vez. Ahora el café salió sin azúcar, por lo que hubo de recurrir al vaso anterior —que por suerte había permanecido en posición erguida en la papelera— para endulzar el brebaje. Después regresó a la sala de ordenadores, quemándose los dedos pulgar e índice a través del plástico del vaso.
—Ahí lo tenemos, padre.
Cooey, el irlandés, se había quitado las gafas y frotaba los cristales con un kleenex, mirando excitado la pantalla de su ordenador. Otro joven jesuíta, un italiano llamado Garofí, tecleaba desesperadamente en el segundo ordenador a la caza del intruso.
—¿Es
Vísperas
? — preguntó Arregui. Miraba la pantalla por encima del hombro de Cooey, fascinado por el parpadeo de los iconos rojos y azules y la velocidad vertiginosa a que desfilaban los ficheros recorridos por el pirata informático. Ese ordenador reproducía los movimientos del
hacker
, mientras el de Garofi trabajaba en su identificación y localización.
—Creo que sí —respondió el irlandés, poniéndose las gafas con los cristales limpios—. Al menos conoce el camino y va muy rápido.
—¿Ha llegado a las TS?
—A algunas. Pero es listo: no cae en ellas.
El padre Arregui bebió un sorbo de café que le achicharró la lengua:
—Maldito sea.
Las TS —
Trampas Saduceas
, en la jerga del equipo— eran áreas informáticas dispuestas como redes en la desembocadura de un río, para que los piratas entrasen en ellas desorientándose o revelando datos que hicieran posible su identificación. Las dispuestas contra
Vísperas
eran sofisticados laberintos electrónicos, señuelos en cuyo recorrido el intruso quedaba expuesto a descubrir cartas de su juego que lo hacían vulnerable.
—Está buscando INMAVAT —anunció Cooey.
De nuevo había un rastro de admiración en su voz, y el padre Arregui miró, ceñudo, el cuello y la nuca de su joven experto, que seguía la progresión del
hacker
inclinado sobre la pantalla con el ratón bajo los dedos de la mano derecha. Era inevitable, se dijo mientras apuraba el resto del café. Él mismo no podía evitar cierta excitación profesional al ver actuar a un miembro de la cofradía informática, sobre todo si era clandestino y tan limpio como
Vísperas
. Aunque fuese un delincuente y un pirata que lo tenía una semana sin dormir.
—Ya está —dijo el irlandés.
Hasta Garofi había dejado de teclear y miraba. INMAVAT, el archivo restringido para altos cargos de la Curia, desfilaba a toda velocidad por la pantalla, tripas al aire.
—Sí. Es
Vísperas
—dijo Cooey, en el tono de quien reconoce la firma de un viejo amigo.
El vaso de plástico sonó como un estallido cuando el padre Arregui lo estrujó en la mano antes de arrojarlo a la papelera. En el ordenador de Garofi parpadeaba el cursor del escáner conectado con la policía y con la red telefónica vaticana.
—Hace lo mismo que la otra vez —dijo el italiano—. Camufla su punto de entrada saltando por distintas redes telefónicas.
El padre Arregui tenía los ojos clavados en el cursor parpadeante que se paseaba arriba y abajo por la lista de ochenta y cuatro usuarios de INMAVAT. Habían trabajado varios días para instalar una trampa saducea destinada a quien intentara infiltrarse en Vo i A, la terminal personal del Santo Padre. La trampa, inerte cuando se accedía al archivo con clave normal, sólo funcionaba si el intruso provenía del exterior: al franquear el umbral de INMAVAT arrastraba consigo un código oculto cuya existencia era desconocida para el pirata mismo. Algo parecido a una remora invisible. Al llegar a V01A, esa señal bloqueaba la entrada al destinatario real para desviar al pirata hacia otro ficticio, V01ATS, donde nada de cuanto hiciera podía causar daño, y dejaría, creyendo hacerlo en el ordenador personal del Papa, cualquier nuevo mensaje que trajera consigo.
El cursor se detuvo parpadeando en V01A. Fueron diez largos segundos en que los tres jesuítas contuvieron el aliento, pendientes de la pantalla del ordenador gemelo. Por fin el cursor hizo clic y apareció el reloj de espera.
—Está entrando —Cooey lo dijo en voz muy baja, como si Vísperas pudiera oírlos. Tenía el rostro enrojecido, y en las gafas de nuevo empañadas se reflejaba la pantalla.
El padre Arregui se mordía el labio inferior abrochando y desabrochando un botón de la sotana. Si la trampa no funcionaba o Vísperas sospechaba su existencia, el pirata podía enfadarse. Y un pirata furioso en un archivo tan delicado como INMAVAT era ímpredecible. De todas formas, el equipo de expertos vaticanos se había guardado una carta en la manga: bastaba pulsar una ttecla' para dejar INMAVAT fuera del sistema. El problema era que, en tal caso. Vísperas comprendería que estaban tras él, y podría desaparecer en el acto. O lo que era peor, volver en otra ocasión con una táctica diferente e inesperada. Por ejemplo, un programa asesino destinado a infectar y destruir cuanto encontrara a su paso.
Desapareció el reloj, cambiando el formato de la pantalla.
—Allá va —apuntó Garofi.
Vísperas estaba dentro de V01A, y durante un desconcertante momento los tres jesuítas estudiaron angustiados el monitor para ver en cuál de los dos archivos, real o ficticio, había terminado por colarse. A medida que aparecía la clave, Cooey empezó a leer con voz crispada:
—Uve-Cero-Uno-A-Te-Ese.
Después inició una sonrisa grande, orgullosa, satisfecha.
Vísperas
había infiltrado su fichero pirata en la trampa saducea, y el ordenador personal del Papa estaba fuera de su alcance.
—Alabado sea Dios —dijo el padre Arregui.
Había arrancado por fin el botón de la sotana. Con él en la mano se inclinó a leer el mensaje que aparecía en la pantalla del ordenador:
El enemigo ha arrasado tu santuario.
Rugían los agresores en medio de la asamblea
y levantaron sus propios estandartes.
En la entrada superior abatieron
a hachazos el entramado.
Después, con martillos y mazas
destrozaron todas las esculturas.
Prendieron fuego a tu lugar sagrado
y profanaron la morada de tu nombre.
¿Hasta cuándo nos va a afrentar el enemigo?
Después de aquello. Vísperas cortó el contacto y su señal desapareció de la pantalla.
—Imposible localizarlo —el padre Garofi punteaba inútilmente con el cursor del ratón en su ordenador—. En cada bucle deja detrás una especie de cargas de demolición que destruyen las huellas cuando se va. Ese
hacker
conoce bien lo que se trae entre manos.
—Y también conoce los Salmos —dijo el padre Cooey, poniendo en marcha la impresora para obtener una copia del texto—. Ése es el 63, ¿verdad?
El padre Arregui negaba con la cabeza.
—73. Salmo 73 —corrigió, y aún miraba preocupado la pantalla del ordenador de Garofi—:
Lamentación ante el Templo Devastado
.
—Algo más sí sabemos de él —dijo de pronto el padre Cooey— Es un pirata con sentido del humor.
Los otros dos sacerdotes miraron el recuadro iluminado. En su interior, pequeñas bolitas rebotaban ahora como pelotas de ping—pong, reproduciéndose cada vez; y al encontrarse dos de ellas se producía una pequeña deflagración nuclear, un pequeño hongo de cuyo centro salía la palabra
bum
.
Arregui estaba indignado.
—Ah, el canalla —decía—. El hereje.
De repente reparó en el botón de la sotana que tenía en la mano, y lo arrojó a la papelera. Atentos a la pantalla, los padres Cooey y Garofi se reían por lo bajo.
En el tiempo ya lejano en que, estudiando la sublime Ciencia, nos inclinábamos sobre el misterio repleto de pesados enigmas.
(Fulcanelli.
El misterio de las catedrales
)
Eran poco más de las ocho de la mañana cuando Quart cruzó la plaza en dirección a Nuestra Señora de las Lágrimas. El sol iluminaba la espadaña deslucida, sin desbordar todavía la línea de aleros de las casas pintadas de almagre y blanco. Aún gozaban de sombra fresca los naranjos, cuyo aroma lo acompañó hasta la puerta de la iglesia donde un mendigo pedía limosna sentado en el suelo, con las muletas apoyadas en la pared. Quart le dio una moneda y franqueó el umbral, deteniéndose un instante junto al Nazareno de los exvotos. La misa no había llegado al ofertorio.
Caminó hasta los últimos bancos y fue a sentarse en uno de ellos. Una veintena de fieles se hallaba delante, ocupando la mitad de la nave. El resto de bancos con sus reclinatorios seguían apilados contra el muro, entre los andamies que cubrían las paredes del recinto. La luz del retablo sobre el altar mayor estaba encendida, y bajo el abigarrado conjunto de tallas e imágenes, a los pies de la Virgen de las Lágrimas, don Príamo Ferro oficiaba la misa con el padre Óscar como acólito. La mayor parte de sus feligreses eran mujeres y gente mayor: vecinos de apariencia modesta, empleados a punto de acudir al trabajo, jubilados, amas de casa. Algunas mujeres tenían al lado las cestas o los carritos para la compra. Dos o tres ancianas iban vestidas de negro, y una, arrodillada cerca de Quart, se cubría con uno de aquellos velos de misa caídos en desuso veinte años atrás.