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Authors: Arturo Pérez-Reverte

La piel del tambor (33 page)

BOOK: La piel del tambor
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—Orión —dijo, y Quart, desconcertado, tardó unos segundos en comprender que se refería al croquis dibujado en el cuaderno—. En esta época del año sólo puede verse la estrella superior del hombro izquierdo del Cazador. Se llama Betelgeuse y aparece por allí —señaló un punto del cielo todavía azul, en el horizonte—. Hacia el Oeste—Noroeste.

Seguía con el pitillo en la boca, y las brasas del pésimo tabaco le caían sobre la pechera de la sotana. Quart pasó páginas llenas de anotaciones, dibujos y cifras. Sólo reconoció la constelación del León, su propio signo zodiacal, en cuyo cuerpo de metal, según la leyenda, rebotaban las jabalinas de Hércules.

—¿Usted es de los que creen —preguntó— que todo está escrito en las estrellas?

El párroco hizo una mueca agria, en las antípodas de cualquier sonrisa.

—Hace tres o cuatro siglos —dijo— esa clase de preguntas le costaban a un cura la cabeza.

—Le repito que vengo en son de paz.

A otro perro con ese hueso, decían los ojos de Príamo Ferro. Ahora se reía en voz baja, sarcástico. Una especie de chirrido.

—Habla de astrología —apuntó, al cabo—. Lo mío es astronomía. Espero que conste el matiz en su informe a Roma.

Después se calló, pero seguía mirando a Quart con curiosidad, como si lo calibrase de nuevo tras una desafortunada primera impresión.

—Ignoro dónde están escritas las cosas —añadió tras una larga pausa—. Aunque basta echarle a usted un vistazo para comprender que no leemos el mismo alfabeto.

—Acláreme eso.

—No hay mucho que aclarar. Crea o no en ella, usted sirve a una multinacional cuyos estatutos se basan en toda esa demagogia que el humanismo cristiano y la Ilustración nos metieron en la cabeza: el hombre evoluciona a través del sufrimiento hacia estadios superiores, el género humano está llamado a reformarse, la buena voluntad concita la buena voluntad… —se volvió hacia el ventanal, con más brasas cayéndole en la pechera—. O que la Verdad con mayúscula existe, y se basta a sí misma.

Quart movía la cabeza.

—No me conoce —protestó—. No sabe nada de mí.

—Conozco a quienes lo emplean, y eso me basta.

Fue de nuevo junto al telescopio, al acecho de más motas de polvo. Otra vez metió las manos en los bolsillos de la sotana como para sacar el pañuelo, pero las mantuvo allí.

—¿Qué sabe usted —añadió— y qué saben sus jefes en Roma, con su mentalidad de funcionarios?… ¿Qué saben del amor o del odio, salvo definiciones teológicas y susurros de confesionario?… —se balanceaba un poco sobre los pies, las manos todavía en los bolsillos— Basta mirarlo: su modo de hablar, o de moverse, delata a quien dará cuenta de pecados de omisión, no de pecados cometidos. Pertenece a esos telepredicadores, pastores de una iglesia sin alma, que hablan de los fieles con el lenguaje que las televisiones emplean para referirse a la audiencia.

—Se equivoca conmigo, padre. Mi trabajo…

Entre dientes, el párroco dejó oír de nuevo el chirrido semejante a una risa.

—¡Su trabajo! — se había vuelto de pronto a Quart— Ahora quiere decirme que se mancha las manos, ¿verdad?… A pesar de ir siempre tan pulcro y pulido por la vida. Pero estoy seguro de que no le faltan justificaciones ni coartadas. Es joven, fuerte, con jefes que le dan cama y comida, piensan por usted y le arrojan huesos para que roa. Es un perfecto policía de una corporación poderosa que dice servir a Dios. Seguramente no amó nunca a una mujer, no odió a un hombre, no compadeció a un desgraciado. No hay pobres que lo bendigan por su pan, ni enfermos por su consuelo, ni pecadores por su esperanza de salvación… Usted hace lo que le mandan, y nada más.

—Yo cumplo las reglas —dijo Quart, y en el acto se arrepintió de haber dicho aquello.

—¿Las cumple? — el párroco lo miraba con intensa ironía—. Enhorabuena. Eso quiere decir que salvará su alma. Los que cumplen las reglas siempre van al cielo —torció la boca llevando los dedos hasta la colilla, que apuró con una última chupada—. A gozar de la presencia de Dios.

Tiró la colilla por el ventanal y se quedó viéndola caer.

—Me pregunto —Quart lo miraba con dureza— si aún tiene usted fe.

En su boca, aquello resultaba una paradoja; y el propio Quart era muy consciente de eso. Además, su cometido no incluía tales preguntas, más propias de los perros negros del Santo Oficio. Como habría dicho monseñor Spada, en el IOE no trabajamos con las ideas de otros, sino con sus hechos. Limitémonos a ser buenos centuriones, dejando para Su Eminencia Jerzy Iwaszkiewicz la peligrosa tarea de hurgar en el corazón humano.

Pese a todo ello, Quart aguardó una respuesta durante el largo silencio que vino después. El párroco se movía despacio junto al telescopio, y el reflejo de la silueta negra se deslizó a lo largo del tubo de latón bruñido.

—Aún es adverbio de tiempo.

Lo dijo por fin, hosco, ceñudo, cerrado en sí mismo, y después estuvo un rato callado, reflexionando sobre el tiempo, o los adverbios. Parecía seguir el hilo de un secreto razonamiento.

—Pero yo perdono los pecados —añadió más tarde, a modo de conclusión—. Y ayudo a morir en paz.

Se diría que aquello lo explicaba todo, aunque Quart estaba lejos de imaginar qué. Sintió la tentación de ser malévolo.

—No es usted quien perdona —puntualizó, mordaz— Sólo Dios puede hacerlo.

El párroco lo miró, sorprendido de verlo todavía allí.

—Cuando yo era un joven sacerdote —dijo de pronto— leí toda la filosofía de la Antigüedad: de Sócrates a San Agustín. Y toda la olvidé, salvo un gusto agridulce de melancolía y desilusión. Ahora, con sesenta y cuatro años, lo único que sé de los hombres es que recuerdan, que tienen miedo y que mueren.

Debía de mostrar Quart una expresión singular, de sorpresa y embarazo; pues el padre Ferro asintió con los ojos negros y duros fijos en él, cual si con ese gesto lo invitase a dar crédito a sus palabras. Después se volvió hacia el cielo. La nube solitaria —quizá ya no fuese la misma— había ido al encuentro del sol poniente, y ahora extendía un resplandor rojizo sobre las siluetas de los edificios lejanos.

—Durante mucho tiempo —prosiguió el párroco— lo busqué allá arriba. Me habría gustado tener unas palabras con Él; una especie de ajuste de cuentas, mano a mano. Vi sufrir y morir a mucha gente… Olvidado por mi obispo y quienes lo rodeaban, viví en una soledad atroz, de la que salía para decir misa cada domingo en una iglesia pequeña y casi vacía, o para caminar bajo la nieve y la lluvia, chapoteando en el barro, llevando la extremaunción a ancianos que sólo esperaban mi llegada para morirse. Y durante un cuarto de siglo, sentado a la cabecera de agonizantes que se agarraban a mis manos porque yo era su único consuelo, sólo hablé en una dirección. Jamás obtuve una respuesta.

Se interrumpió, y parecía que aún estuviese dándole una oportunidad a aquella respuesta; pero sólo se escuchaban los sonidos amortiguados por la distancia y el hucheo de las palomas en los aleros de la torre. Fue Quart quien habló ahora:

—O nacemos y morimos de acuerdo a un plan, o nacemos y morimos por accidente.

La vieja cita teológica no era una afirmación ni una respuesta. Sólo una invitación a proseguir el razonamiento interrumpido. Por primera vez Quart comprendía al hombre que estaba ante él; y vio que el otro se daba cuenta. Un brillo de reconocimiento suavizaba la mirada del viejo sacerdote:

—¿Cómo preservar, entonces —prosiguió el párroco—, el mensaje de la vida en un mundo que lleva el sello de la muerte?… El hombre se extingue, sabe que se extingue, y que a diferencia de reyes, papas y generales, no quedará ninguna memoria de él. Tiene que haber algo más, se dice. De lo contrario, el Universo es una broma de mal gusto; un caos desprovisto de sentido. Y la fe se convierte en una forma de esperanza. Un consuelo. Quizá por eso ya ni el Santo Padre cree en Dios.

A Quart se le escapó una carcajada que sobresaltó a las palomas.

—Por eso defiende usted su iglesia con uñas y dientes.

—Pues claro —el padre Ferro frunció el ceño con malhumor—. ¿Qué más da que yo tenga fe o no la tenga?… Los que acuden a mí sí la tienen. Y eso justifica de sobra la existencia de Nuestra Señora de las Lágrimas. Fíjese en que no es casualidad que se trate de una iglesia barroca: el arte de la Contrarreforma, del no penséis, dejadlo para los teólogos, contemplad las tallas y los dorados, esos altares suntuosos, esas pasiones que, desde Aristóteles, son el resorte esencial para fascinar a las masas… Aturdios con la gloria de Dios. Un excesivo análisis os roba la esperanza; destruye el concepto. Sólo nosotros somos la tierra firme que os pone a salvo del torrente tumultuoso. La verdad mata antes de tiempo.

Alzó Quart una mano:

—Hay una objeción moral, padre. Eso se llama alienación. Planteada así, su iglesia es la televisión del siglo XVII.

—¿Y qué? — el párroco encogía los hombros, despectivo—. ¿Qué fue el arte religioso barroco sino un intento por arrebatarles audiencia a Lutero, a Calvino?… Además, dígame dónde estaría el papado moderno sin la televisión. La fe desnuda no se sostiene. La gente necesita símbolos con los que abrigarse, porque fuera hace mucho frío. Somos responsables de nuestros últimos fíeles inocentes, aquellos que nos siguieron creyendo, como en la Anahasis, que los conducíamos al mar, y a casa. Al menos mis viejas piedras, mi retablo y mi latín son más dignos que todas esas canciones con megafonía, las pantallas gigantes y la santa misa convertida en espectáculo para masas aturdidas por la electrónica. Creen que así van a conservar la clientela, pero nos envilecen y se equivocan. La batalla está perdida, y llega el tiempo de los falsos profetas.

Cerró la boca e inclinó la cabeza, hosco, al dar por concluida la conversación. Después fue a apoyarse en la ventana, mirando hacia el río. Al cabo de un instante, Quart, que no supo qué hacer o qué decir, fue a apoyarse a su lado en el alféizar. Nunca habían estado tan cerca uno del otro; la cabeza del párroco le llegaba a la altura del hombro. Permanecieron así un rato, sin decir palabra, hasta mucho después que los relojes dieran seis campanadas en las torres de Sevilla. La nube solitaria se había deshecho y el sol descendía en el cielo que continuaba dorándose despacio, al oeste. Entonces don Príamo Ferro habló de nuevo:

—Sólo sé una cosa: cuando termine la seducción habremos terminado también nosotros, porque la lógica y la razón significan el final. Pero mientras una pobre mujer necesite arrodillarse en busca de esperanza o consuelo, mi pequeña iglesia debe mantenerse en pie —sacó del bolsillo el pañuelo sucio y se sonó ruidosamente. La luz poniente resaltaba los pelos blancos de su barbilla mal afeitada—. Con toda nuestra miserable condición a cuestas, los curas como yo seguimos siendo necesarios… Somos la vieja y parcheada piel del tambor sobre la que aún redobla la gloria de Dios. Y sólo un loco envidiaría semejante secreto. Nosotros conocemos —ahora el párroco torció el gesto bajo las cicatrices, en una mueca absorta y oscura— al ángel que tiene la llave del abismo.

IX. El mundo es un pañuelo

Digna de ser morena y sevillana.

(Campoamor.
El tren expreso
)

Los focos que iluminaban la catedral creaban un espacio irreal entre noche y luz. Desorientadas por el contraste, las palomas volaban en todas direcciones, apareciendo de pronto y desapareciendo después en la oscuridad, entre la inmensa y armónica montaña de cúpulas, pináculos y arbotantes donde campeaba la torre de la Giralda. Era casi fantástico, pensaba Lorenzo Quart. Un paisaje de fondo tan extraordinario como el de las antiguas superproducciones de Hollywood a base de tela pintada y mucho cartón piedra. La diferencia consistía en que la plaza Virgen de los Reyes era auténtica, construida a fuerza de ladrillos y de siglos —la parte más antigua databa del XII—, y no había estudio cinematográfico capaz de reproducir su aspecto impresionante, por mucho dinero o mucho talento que se le echara al asunto. Aquél era un decorado único, irrepetible. Un escenario perfecto. Sobre todo cuando Macarena Bruner anduvo por él unos pasos para detenerse bajo la enorme farola central de la plaza, y se quedó allí, inmóvil contra la claridad dorada de la piedra y los proyectores de luz. Alta y esbelta, el collar de marfil en la piel morena del cuello, el pelo recogido en cola de caballo. Los ojos negros, tranquilos, quietos en Quart.

—Apenas hay sitios así —dijo.

Era cierto, y el hombre de Roma se daba cuenta de hasta qué punto la presencia de aquella mujer acentuaba la fascinación del lugar. La hija de la duquesa del Nuevo Extremo vestía igual que por la tarde en el patio de la Casa del Postigo. Ahora llevaba una chaqueta ligera sobre los hombros, y en la mano un bolso de cuero parecido a una mochila de caza. Habían ido hasta allí caminando casi en silencio, después que Quart dejase al padre Ferro en el observatorio y se despidiera de la duquesa. Vuelva a visitarnos, había dicho la anciana señora, complacida, y le ofreció como recuerdo un pequeño azulejo procedente de la antigua decoración de la casa: un pájaro que los alarifes mudéjares habían incluido en el alicatado del patio, y que, caído de la pared con los bombardeos de 1843, llevaba siglo y medio entre varias docenas de piezas rotas o defectuosas, en un sótano junto a las antiguas caballerizas. Después, cuando Quart salió a la calle con su azulejo en el bolsillo. Macarena lo retuvo junto a la verja de la entrada. La sugerencia de un paseo antes de tapear algo como cena en las tascas de Santa Cruz había venido de ella. Si no tiene otro compromiso, añadió observándolo desde el fondo de sus ojos oscuros y serenos. Un obispo o algo así. Quart se había echado a reír, abotonándose la americana, y de nuevo ella le miró las manos, y después la boca y otra vez las manos, hasta que también se puso a reír con aquella risa suya, tan franca y sonora como la de un muchacho. Y allí estaban los dos, en la plaza Virgen de los Reyes, con la catedral iluminada al fondo y las palomas revoloteando encima, entre la luz y la noche. Y Macarena seguía mirando a Quart y éste la miraba a ella. Y nada de todo eso, pensaba él con la calma lúcida que solía reservarse en aquel tipo de situaciones, contribuía a la saludable tranquilidad de espíritu que las sagradas ordenanzas recomendaban para la salvación eterna de un sacerdote.

—Quiero darle las gracias —dijo ella.

—¿Por qué?

—Por don Príamo.

Pasaron más palomas rumbo a la noche. Ellos caminaban ahora hacia los Reales Alcázares y el arco abierto bajo la muralla. Macarena se volvía a observar a Quart, con una ligera sonrisa que le iba y venía a la boca de vez en cuando.

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