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Authors: Anna Carey

Tags: #CF, Juvenil

Eve

BOOK: Eve
10.5Mb size Format: txt, pdf, ePub
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Dieciséis años después de que un virus mortal borrara de la faz de la tierra la mayoría de la población mundial, el mundo es un lugar peligroso.

Eve, de dieciocho años, no ha estado jamás más allá del perímetro protegido de su escuela, donde a ella y a otras doscientas niñas huérfanas se les ha prometido un futuro como profesoras de la Nueva América. Pero la noche antes de la graduación, Eve se entera de la alarmante verdad que esconde la escuela y del destino horrible que le aguarda. Tras escapar se embarca en un viaje largo y peligroso donde se encontrará con Caleb, un chico rebelde que vive en ese espacio salvaje y quien promete que la protegerá. Cuando los soldados empiezan a perseguirles para darles caza, Eve deberá escoger entre él y su propia vida.

Anna Carey

EVE

Eve 1

ePUB v1.0

Dirdam
16.05.12

EVE

Autora: Anna Carey, 2011

Traductora: Raquel Vázquez Ramil

Editorial: Roca, 2012

ISBN: 9788499181875

Foto de la modelo de la cubierta: Merisa Okic

Foto del puente de la cubierta: Adrian Marius Rusu

Fuente
Angelic War,
libre para uso no comercial, gentileza de SickCapital

Canciones:

“The Giving Tree” por Shel Silverstein. Copyright © 1964, renovado en 1992 Evil Eye

“Let It Be” por John Winston Lennon, Paul James McCartney (Sony/ATV Tunes, LLC)

“I Love Rock ’N’ Roll” por Jake Hooker Richards, Allan Preston Sachs (Finchley Music Corporation c/o US Music & Media)

Editor original: Dirdam (v1.0
)

ePub base v2.0

Para mis padres.

Quizá no quiero saber realmente lo que está ocurriendo.

Quizá sea mejor que no lo sepa.

Quizá no podría soportar saberlo.

La caída fue una caída de la inocencia al conocimiento.

Margaret Atwood,
El cuento de la criada

Prólogo

23 de mayo de 2015

Mi querida Eve:

Hoy, al regresar del mercado en el coche, mientras canturreabas en tu asiento, con el maletero lleno de arroz y leche en polvo, he visto las montañas de San Gabriel; las he visto realmente por primera vez. Había conducido anteriormente por esa misma carretera, pero esta vez fue distinto. Ahí, tras el parabrisas, estaban las inmóviles y silenciosas cumbres verde-azuladas, vigilando la ciudad, tan cerca que casi podía tocarlas. Y me detuve a contemplarlas.

Sé que voy a morir pronto. La epidemia está matando a todos los que se han puesto la vacuna. No hay aviones. No circulan los trenes. Han cortado las carreteras de acceso a la ciudad, y solo nos queda esperar. Los teléfonos e Internet no funcionan desde hace tiempo. Los grifos están secos, y las ciudades, una a una, se están quedando sin energía eléctrica. Dentro de poco el mundo se sumirá en la oscuridad.

Pero en este momento estamos vivas, tal vez más vivas que nunca. Tú duermes en la habitación de al lado y, desde mi sillón, oigo el sonido de tu caja de música, la de la bailarina pequeñita, tocando las últimas notas.

Te quiero, te quiero, te quiero.

Mamá

Uno

Cuando se puso el sol sobre el muro de quince metros de altura que rodeaba el colegio, el jardín estaba atestado de alumnas de segundo de bachillerato. Las más pequeñas, asomadas a las ventanas de los dormitorios, agitaban sus nuevas banderas americanas entre cantos y bailes. Cogí a Pip por el brazo y la hice girar cuando la orquesta tocó una pieza más rápida; su risa, breve y entrecortada, superó el sonido de la música.

Era la noche previa a nuestra graduación y la estábamos celebrando. Habíamos pasado gran parte de la vida muros adentro del recinto, sin haber conocido el bosque que había al otro lado, y aquella era la fiesta más grande que se nos había ofrecido. Frente al lago se instaló una orquesta, formada por un grupo de chicas de primero de bachillerato que se habían ofrecido voluntarias, y las guardianas encendieron antorchas para espantar a los halcones. Sobre una mesa esperaban mis platos favoritos: pierna de ciervo, jabalí asado, ciruelas confitadas y fuentes llenas de frutas silvestres.

La directora Burns, una mujer fofa con cara de perro de presa, encabezaba la mesa y animaba a todo el mundo a comer.

—¡Vamos, vamos, comed! Que no sobre nada. ¡Quiero que mis niñas se pongan como cerditos cebados! —Las carnes de sus brazos oscilaban mientras señalaba la comida.

La música cambió a un ritmo más lento, y apreté a Pip contra mí para bailar un vals.

—Creo que eres un tipo estupendo —dijo, mientras nos deslizábamos hacia el lago. Los pelirrojos cabellos le cubrían la sudorosa cara.

—Soy guapo, sí. —Me eché a reír y fruncí el entrecejo para simular hombría. Era una broma del colegio, porque llevábamos una década sin ver a un hombre o a un chico, excepto las fotos del rey que había expuestas en el vestíbulo principal. Pedíamos a nuestras profesoras que nos hablasen de la época anterior a la epidemia, cuando chicos y chicas iban juntos al colegio, pero se limitaban a decirnos que el nuevo sistema nos protegía. Los hombres eran manipuladores, perversos y peligrosos. La única excepción era el rey; solo a él se le podía obedecer y creer.

—Eve, ya es hora —dijo la profesora Florence, que estaba ante el lago sosteniendo una medalla de oro entre sus ajadas y envejecidas manos. El uniforme que vestía, propio de las maestras (camisa roja y pantalones azules), era demasiado holgado para su menudo cuerpo—. ¡Venid, chicas!

La orquesta dejó de tocar, y los ruidos del bosque inundaron el espacio. Palpé el silbato de metal que llevaba alrededor del cuello, agradecida de tenerlo por si algún bicho saltaba el muro del recinto. A pesar de los años vividos en el colegio, jamás me acostumbraría al ruido de las peleas de perros, el ¡ra-ta-ta-ta!, ¡ra-ta-ta-ta! de las ametralladoras y a los horribles aullidos de los ciervos cuando los devoraban vivos.

La directora Burns se aproximó renqueando a la profesora Florence y le cogió la medalla que le ofrecía.

—¡Vamos a empezar! —gritó, y las cuarenta chicas de segundo curso formaron una fila. Ruby, nuestra mejor amiga, se puso de puntillas para ver mejor—. Todas habéis trabajado mucho durante vuestra estancia en el colegio, pero tal vez nadie se haya esforzado tanto como Eve. —Se volvió hacia mí mientras hablaba. La piel del rostro, arrugada y fláccida, le pendía formando leves colgajos—. Ella ha demostrado ser una de las mejores y más brillantes alumnas que hemos tenido. Así que, por el poder que me otorga el rey de la Nueva América, te concedo la medalla al mérito.

Las compañeras aplaudieron cuando la directora depositó la fría condecoración en mis manos y, por si faltaba algo, Pip se llevó los dedos a los labios y soltó un estridente silbido.

—Gracias —dije en voz baja, mirando hacia el extenso lago que como un foso se extendía de un extremo a otro del muro, y mis ojos se posaron en el enorme edificio sin ventanas del fondo. Al día siguiente, después de pronunciar mi discurso de despedida ante todo el colegio, las guardianas tenderían un puente, y las graduadas me seguirían en fila india para atravesarlo. En aquella gigantesca construcción aprenderíamos una profesión. Había dedicado muchos años a estudiar, a perfeccionar el latín, la redacción y el dibujo; había pasado horas al piano, interpretando a Mozart y a Beethoven, siempre con aquel edificio presente en la distancia: el objetivo final.

Sophia, la primera de la clase de hacía tres años, había leído en el mismo podio un discurso sobre nuestra gran responsabilidad como futuras líderes de la Nueva América. Quería ser médico para evitar más epidemias. Seguro que en aquellos momentos estaba ya salvando vidas en la capital del rey, la Ciudad de Arena. Se decía que el monarca la había construido en un desierto, donde antes no había absolutamente nada. Me moría de ganas de estar allí. Yo quería ser artista, pintar retratos como Frida Kahlo o paisajes de ensueño como Magritte, cubrir de frescos las grandes murallas de la ciudad…

La profesora Florence me apoyó una mano en la espalda, y me dijo:

—Representas a la Nueva América, Eve: inteligencia, tesón y belleza. Estamos muy orgullosas de ti.

La orquesta inició entonces una canción muy alegre, y Ruby cantó la letra a voz en grito. Las otras chicas se rieron y se pusieron a bailar, dando vueltas y vueltas hasta marearse.

—Vamos, comed un poco más. —La directora Burns empujó hacia la mesa a Violet, una chica bajita de ojos negros y almendrados.

—¿Qué ocurre? —preguntó Pip, acercándose y cogiéndome la medalla para verla mejor.

—Ya conoces a la directora —respondí, dispuesta a recordarle que nuestra profesora de más edad tenía setenta y cinco años, padecía artrosis y había perdido a toda su familia en la epidemia, doce años atrás. Pero Pip negó con la cabeza.

—No me refiero a la directora, sino a ella.

Arden era la única alumna de segundo que no participaba en la fiesta. Estaba apoyada en la pared de la residencia, con los brazos cruzados. Seguía siendo hermosa a pesar del entrecejo fruncido y del poco favorecedor jersey gris, en cuya parte delantera lucía el emblema de la monarquía de la Nueva América. La mayoría de alumnas llevaban el pelo largo, pero ella había sacrificado su negra melena por un corte a lo paje que confería a su blanca piel un aspecto aún más claro. Sus ojos de color avellana tenían motitas doradas.

—Está tramando algo, lo sé —le dije a Pip sin apartar la vista de Arden—. Siempre lo hace.

Mi amiga acarició la lisa medalla y susurró:

—La han visto nadando en el lago.

—¿Nadando? Lo dudo. —En el colegio nadie sabía nadar; no nos habían enseñado.

—En su caso todo es posible —opinó Pip, encogiéndose de hombros.

Las alumnas de segundo, en su mayor parte, habían entrado en el colegio a los cinco años, después de la epidemia, pero Arden había llegado a los ocho, y por lo tanto siempre había sido distinta. Sus padres la enviaron aquí mientras hacían fortuna en la Ciudad de Arena, y a ella le encantaba recordar a las chicas que, a diferencia de las demás, no era huérfana. Cuando acabase de estudiar, se iría a vivir sin dar golpe a la nueva casa de sus padres. No tendría que trabajar nunca.

Según Pip, ese detalle explicaba su conducta: como tenía padres, le daba igual que la expulsasen. Su rebeldía solía manifestarse en travesuras inofensivas: higos podridos en la avena del desayuno, o un ratón muerto en el lavabo y, para completar la faena, un cúmulo de pasta de dientes encima. Pero a veces era mala, incluso cruel. En una ocasión le cortó a Ruby la larga coleta negra para burlarse del aprobado que le dieron en el examen de «Peligros a causa de chicos y hombres».

BOOK: Eve
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