—Entonces, ¿usted siempre supo… lo de las graduadas? —pregunté.
Ella escudriñó el exterior a través de las persianas. Cuando se cercioró de que la guardiana había pasado, me indicó que la siguiese hasta la puerta de atrás, por la que salimos. Unos perros salvajes aullaron a lo lejos, y se me desbocó el corazón. Recorrimos el muro, hasta que la profesora se dio la vuelta para asegurarse de que estábamos a suficiente distancia para que la guardiana no nos viese. Cuando contestó a mi pregunta, su tono era mucho más bajo que antes:
—Primero tuvo lugar la epidemia, y posteriormente la vacuna lo agravó todo. El mundo estaba consumido por la muerte, Eve: no había orden; la gente se hallaba confundida, aterrada. El rey asumió el poder, y había que elegir: o seguirlo, o vagar por la selva en soledad.
Hablaba sin mirarme, pero vi que las lágrimas le asomaban a los ojos. Recordé los discursos anuales cuando nos congregábamos en el comedor y escuchábamos el sencillo aparato de radio de que disponíamos, colocado en la mesa de la directora. El rey, nuestro gran líder, el único hombre merecedor de respeto, se dirigía a nosotras a través de aquellos viejos altavoces y nos hablaba de los progresos de la Ciudad de Arena, de los rascacielos que se estaban construyendo, del muro que nos protegía de los ejércitos, los virus y las amenazas externas. La Nueva América empezaba allí, aunque no era más que el principio de la reconstrucción, y nos aseguraba que estaríamos a salvo.
—Elegí seguir, Eve —continuó diciendo Florence—. Tenía ya cincuenta años, y mi familia había muerto. No me quedó otra opción; no podía sobrevivir sola. Pero tú tienes la oportunidad que no tuve yo.
Llegamos al manzano que extendía sus ramas junto al muro. Pip y yo nos habíamos sentado debajo de él muchas veces: comíamos manzanas y les dábamos las podridas a las ardillas.
—¿Y adónde voy? —pregunté con voz temblorosa.
—Si continúas recto tres kilómetros, llegarás a una carretera. —Al hablar, movía lentamente los finos labios, de piel agrietada y rasposa—. Será peligroso. Busca las señales que indican el número ochenta y vete hacia el oeste, en dirección a poniente. No te alejes de la carretera, pero tampoco circules por ella.
—¿Y después qué? —Buscó algo en el bolsillo de la bata y sacó una llave que acarició con sus ajadas manos como si fuese una joya.
—Si sigues caminando, llegarás al mar. Al otro lado del puente rojo hay un campamento. Según creo, se llama Califia. Si logras llegar hasta allí, te protegerán.
—¿Y qué ocurre en la Ciudad de Arena? —quise saber, mientras ella tanteaba el muro. Me di cuenta de que la conversación tocaba a su fin y las preguntas se agolpaban en mi mente—. ¿Qué les pasa a los recién nacidos? ¿Quién los cuida? ¿Conseguirán salir alguna vez las graduadas?
—Llevan a los niños a la ciudad, y en cuanto a las graduadas. —Bajó la cabeza, sin apartarse del muro—. Están al servicio del rey. Saldrán si él lo decide y en el momento en que lo disponga, cuando hayan nacido suficientes niños.
Detrás de unas ramas había un agujero tan pequeño que apenas se distinguía, ni siquiera a la luz del día. La profesora Florence introdujo la llave, la giró, y el muro de piedra se desplazó y dejó a la vista una estrecha puerta. Mirando hacia atrás, hacia el recinto, explicó:
—Se supone que es una salida de incendios.
El bosque, cuyos límites iluminaba la perfecta y resplandeciente luna, se extendía ante mí. Allí estaba: el lugar de donde venía y adonde iba; mi pasado y mi futuro. Deseaba hacer más preguntas a la profesora sobre aquel extraño campamento llamado Califia y sobre los peligros de la carretera, pero en ese preciso momento surgió la luz de la linterna de la guardiana al doblar la esquina de los dormitorios.
La profesora Florence me empujó.
—¡Vete ya! —urgió—. ¡Márchate!
La puerta se cerró tras de mí tan rápidamente como se había abierto, dejándome sola en medio de la fría noche sin estrellas.
Lo primero que vi al abrir los ojos fue el cielo: algo azul e infinito, mucho más grande de lo que había imaginado. Durante los doce años vividos en el colegio, solo había visto el trozo de firmamento que se extendía entre ambos lados del alto muro. Pero ahora me hallaba debajo de él, percibiendo las pinceladas de color morado y amarillo de aquel gigantesco paraguas, visibles a la luz del amanecer.
Demasiado aterrorizada para detenerme, la noche anterior me alejé tan rápido como me fue posible; me metí bajo puentes en ruinas y caminé por empinados barrancos hasta que vi la maravillosa señal que indicaba «80» iluminada por la luna. Descansé entonces en una zanja, pues mis piernas estaban tan agotadas que ya no me sostenían. Tenía, además, el culo de los pantalones cubierto de tierra y la garganta seca.
Trepé sobre un resalte del terreno, más alto y plano, y contemplé la mañana: la ladera estaba cubierta de espesos arbustos con flores, hierba crecida, de un verde deslumbrante, y árboles que se retorcían en posiciones increíbles, serpenteando hacia adentro y hacia afuera, unos alrededor de los otros. No pude reprimir la risa al recordar las imágenes que había visto del mundo antes de la epidemia: fotografías de pulcros campos, de hierba cuidadosamente recortada, e hileras de casas en calles pavimentadas, cuyos setos formaban cuadrados perfectos. Aquello no se parecía en nada a esas fotos.
En el horizonte divisé a un ciervo corriendo por una antigua gasolinera. Antes de la epidemia, casi todo funcionaba gracias al petróleo, pero las refinerías cerraron cuando no quedó nadie para trabajar en ellas; en la actualidad únicamente el gobierno utilizaba petróleo y repartía una asignación a cada escuela. El ciervo se detuvo para comer la hierba que crecía entre los herrumbrosos surtidores. Densas bandadas de pájaros cambiaban de dirección en el cielo, mientras la brillante luz matinal arrancaba iridiscencias a sus alas. A todo esto tropecé y, al caer, sentí que había chocado contra el duro saliente. Dos centímetros y medio de musgo cubrían la carretera.
—¡Hola! —gritó alguien—. ¿Hola?
Muerta de miedo al oír la voz de un hombre, me giré en redondo para ver quién hablaba, acordándome de las historias del bosque y de las bandas de renegados que vagaban por él y vivían en los árboles. Mis ojos tropezaron con una destartalada casucha, a escasos metros, cubierta de hiedra; la puerta estaba cerrada. Me arrastré hacia ella para esconderme.
—¡Cállate! —exclamó la voz.
Me quedé inmóvil. En el colegio no nos permitían hablar así. Se consideraba «de mala educación», y tales expresiones las conocíamos porque aparecían en los libros.
—¡Cállate! —gritó de nuevo la voz desde algún lugar situado encima de mí.
Miré hacia el cielo: había un gran loro rojo en el tejado de la casucha, observándome con la cabeza ladeada.
—¡Ring, ring! ¡Ring, ring! ¿Quién es? —Picoteó algo en el tejado.
Había visto un loro en un cuento infantil, acerca de un pirata que robaba tesoros. Pip y yo lo habíamos leído en el archivo, pasando los dedos sobre las descoloridas ilustraciones.
Pip. A kilómetros de distancia acabaría de descubrir mi cama vacía, con las sábanas arrugadas y frías. La graduación se cambiaría sobre la marcha. Seguramente, Ruby y Pip pensarían que me habían secuestrado y ni se les ocurriría que hubiera sido capaz de marcharme por voluntad propia. Tal vez Amelia —la ambiciosa segunda de la clase—, designada para pronunciar el discurso de apertura en la graduación, pronunciaría también el mío y guiaría a las demás por el puente. ¿Cuándo comprenderían la verdad? ¿Tal vez cuando pisasen la desnuda orilla del otro lado? ¿O cuando se abriesen las puertas de par en par y se encontrasen ante la sala de cemento?
Me acerqué al pájaro, pero retrocedió.
—¿Cómo te llamas? —pregunté, asustada al oír mi propia voz.
El pájaro me miró con sus negros ojos, parecidos a dos brillantes gotitas de agua.
—¡Peter! ¿Dónde estás, Peter? —dijo dando saltitos sobre el tejado.
—¿Peter era tu dueño? —inquirí. El loro se arregló las plumas con una garra—. ¿De dónde eres? —Supuse que Peter había muerto hacía mucho tiempo durante la epidemia, o había abandonado al pájaro en el caos posterior. Sin embargo, el loro había sobrevivido una década. Aquel detalle me llenó de esperanza.
Quería preguntarle más cosas, pero el ave alzó el vuelo y se convirtió en una manchita roja bajo el cielo azul; yo seguí con la vista su rumbo hasta que desapareció en la lejanía. Reparé entonces en las siluetas que bajaban por la ladera del bosque dirigiéndose hacia la carretera. Aunque estaban a algo más de sesenta metros, distinguí las escopetas que llevaban al hombro.
De momento no supe cómo reaccionar ante aquellos seres extraños y ajenos. Eran mucho más altos y gruesos que las mujeres, e incluso su modo de andar era distinto, más torpe, como si les costase trabajo caminar. Todos llevaban pantalones y botas, y algunos de ellos iban sin camisa, exhibiendo el moreno y curtido torso.
Avanzaban en grupo, hasta que uno de ellos levantó la escopeta y apuntó al ciervo que ramoneaba entre los surtidores de gasolina. El animal cayó al primer disparo, agitando las patas a causa del dolor. El pánico se apoderó de mí: me hallaba en medio del bosque, bajo la inmisericorde luz del día, y había una banda de asesinos a menos de treinta metros. Me peleé con la puerta de la cabaña, arrancando la hiedra, hasta que encontré la vieja cerradura oxidada.
La banda se acercaba. Continué manipulando la cerradura, tirando de ella y golpeándola con la mano para intentar romperla. «Ábrete —rogué—. Ábrete, por favor.» Eché otro vistazo por una esquina de la cabaña y vi a los hombres bajo el toldo de la gasolinera. Rodeaban al ciervo. Uno de los individuos le dio un tajo y le cortó el cuello como si pelase una pieza de fruta. El ciervo, estremecido, se retorció: aún estaba vivo.
Le pegué un tirón a la puerta, deseando repentinamente que apareciera la directora en la carretera y que las guardianas me metiesen a empellones en un todoterreno del gobierno. Regresaríamos por el camino que había recorrido y los hombres nos dispararían hasta quedar reducidos a puntitos negros en el horizonte, hasta que estuviese a salvo.
Pero mi fantasía se evaporó, como la neblina consumida por el sol de la mañana. La directora no me protegería, y el colegio ya no era un lugar seguro.
No había nada seguro.
La cerradura cedió al fin, y casi me caí de bruces en la oscura cabaña. Metí la mochila dentro, cerré la puerta y recorrí un estrecho pasillo que conducía a una habitación grande. Sobre las ventanas, cubiertas de suciedad, se entretejían las enredaderas de tal modo que no se veía nada. Avancé a tientas y empecé a darme cuenta de que no era una cabaña, sino una casa grande situada junto a la colina y medio enterrada en la hierba. Continué desplazándome a tientas por la habitación. Las paredes, rugosas y veteadas, parecían de piedra.
Las extrañas voces se aproximaban.
—Raff, mete la piel en la bolsa y vámonos ya de una vez.
—Que te den, imbécil de mierda —repuso otro hombre. Las voces, graves y broncas, carecían del esmerado tono que nos habían enseñado en el colegio.
Tras asistir a las clases de «Peligros a causa de chicos y hombres» durante un año entero, aprendí todos los puntos débiles de las mujeres ante el sexo opuesto. La primera lección se titulaba «Manipulación y sufrimiento». Para comprenderla, leímos en detalle
Romeo y Julieta
y analizamos el modo en que Romeo había seducido a la joven para acabar arrastrándola a la muerte. La profesora Mildred nos dio una charla sobre una relación que había mantenido antes de la epidemia, y cómo las alegrías enseguida se convirtieron en amargas depresiones, impregnadas de rabia. Lloró al contar que su «amor» la había abandonado después de tener a su primera hija, una niña que murió al poco tiempo a consecuencia de la epidemia. Él se había escudado en algo llamado «confusión». En la lección de «Esclavitud doméstica», vimos antiguos anuncios de mujeres que llevaban delantal. Pero la lección sobre «Mentalidad de pillaje» fue la más terrible de todas.
La profesora Agnes nos enseñó imágenes ocultas captadas por cámaras de seguridad instaladas en una pared. Eran borrosas, pero se distinguían tres figuras: tres hombres. Entre todos acorralaron a otro individuo, le robaron las provisiones que llevaba y lo mataron de un tiro. Durante semanas me desperté a medianoche, bañada en sudor, pues seguía viendo el blanco resplandor del disparo y el cuerpo inerte del hombre en el suelo, con las piernas encogidas.
—¡No necesitabas más, matón asqueroso! —gritó otra voz. Me adentré en la casa, pegándome a una pared rugosa e inestable. El ambiente era sofocante y denso: olía a moho y a algo más penetrante, a alguna sustancia química. Me cubrí la cara con la camisa para que los hombres no me oyesen respirar.
Estaban ya muy cerca. Oí cómo sus pisadas rompían ramas caídas y producían inquietantes chasquidos. Alguien se detuvo ante la casa, y me llegó el rasposo sonido de una respiración saturada de flemas.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó uno de ellos. La voz sonaba distante, más arriba, tal vez en la carretera.
El que estaba más próximo carraspeó, y el terror se apoderó de mí. Me aferré a la pared y cerré los ojos, tratando de tranquilizarme. «Vete, por favor, vete», pensé.
—¡La cerradura está rota! Vamos a echarle un vistazo.
Retrocedí cuanto pude, deseando que las frías piedras cediesen, o que lograra hundirme en ellas, o desaparecer detrás de su superficie llena de huecos. Nos habían dado muchas lecciones sobre lo que nos esperaba más allá del muro: la profesora Helene nos enseñó fotografías de la mujer a la que un perro rabioso había arrancado la mitad de la cara. Pero solo nos habían sugerido una cosa en caso de que estuviésemos fuera, en medio de la naturaleza. No nos enseñaron técnicas de supervivencia. Yo no sabía hacer un fuego, ni cazar, ni era capaz de enfrentarme a aquellos hombres. «Volved —nos había dicho la profesora—. Haced lo que sea para volver al colegio.»
La puerta se abrió de golpe. Supuse que el tipo entraría y me sacaría de allí a rastras, gritando. Pero cuando la luz iluminó la habitación, dejaron de importarme la banda de la carretera, las imágenes de las clases o las intenciones de los hombres que estaban a la vuelta de la esquina, apenas a seis metros de mí, puesto que se desvelaron paredes que no eran de ásperas piedras, sino formadas por cientos de cráneos, cuyas negras y huecas cuencas me miraban. Me tapé la boca para ahogar un grito.