—¿Qué clase de comida? —preguntó ella.
—De todo: jabalíes, conejos, frutas del bosque. Hace poco maté un ciervo. —Señaló el horizonte gris, extendiendo la mano hacia un lugar invisible—. Está a menos de una hora a caballo.
Continué retrocediendo, paso a paso. Pero Arden, con la cabeza inclinada, intentaba deshacer un enredo de sus cortos cabellos negros. Cuando la agarré, se puso tensa.
—¿Cómo sabemos que eres de fiar? —inquirió Arden.
—No lo sabéis —respondió Caleb, encogiéndose de hombros—. Pero no tenéis caballo ni comida y se avecina una tormenta. Tal vez merezca la pena probar. —Mi compañera alzó los ojos al cielo gris y después dirigió de nuevo la mirada a su bolsa vacía.
Tras unos instantes se soltó de mí. Rodeó la grupa del caballo y montó detrás de Caleb.
—Acepto el ofrecimiento —dijo acomodándose.
Hice un gesto negativo con la cabeza, empeñada en no moverme.
—De eso nada. No iremos a tu «campamento». —Dibujé unas comillas en aire. Seguro que se trataba de una trampa.
—Allá tú. Pero si yo estuviera en tu lugar, no me gustaría quedarme aquí sola y mucho menos con este tiempo. —Caleb señaló las densas nubes de tormenta, que avanzaban rápido y crecían, amenazando con descargar agua sobre el bosque; luego hizo girar al caballo y se fue alejando. Arden me dijo adiós con la mano, sin molestarse en volver la cabeza.
Miré el campo por el que habíamos pasado: los girasoles se inclinaban, empujados por el viento. No sabía bien dónde quedaba la casa ni si estaba muy lejos; no sabía encender un fuego, ni cazar y ni siquiera tenía un cuchillo.
Me clavé las uñas en las palmas de las manos.
—¡Esperad! —grité, y salí corriendo detrás del caballo—. ¡Esperadme!
Jamás había visto una noche tan oscura, iluminada únicamente por los rayos que de vez en cuando cortaban el negro cielo. Llevábamos dos horas de trayecto. Rodeé con los brazos a Arden, agradecida del espacio que me separaba de Caleb. Mientras avanzábamos por una carretera fangosa, permanecí en silencio, repasando todas las formas en que el chico podía matarnos u obligarnos a hacer cosas que no estaban bien. Entre todas las mentiras que las profesoras nos habían contado, había algo de verdad. Después de ver cómo los bandidos despellejaban al animal vivo, comprendí que los hombres eran tan violentos y crueles como nos habían dicho. Me acordé de la inocente Ana Karenina, oprimida por su marido Alexei y luego seducida por su amante Vronsky. Exteriorizando su pena, la profesora Agnes nos había leído la escena del suicidio de la protagonista. «¡Ojalá Ana hubiese sabido lo que sabéis vosotras! —decía—. ¡Ojalá!».
No me dejaría engañar. En cuanto llegásemos al campamento de Caleb, comeríamos y esperaríamos a que amainase la tormenta. No tenía intención de dormir, sino que permanecería despierta y alerta, apoyando la espalda en la pared. Y por la mañana, cuando el cielo recuperase su perfecto color azul cerúleo, nos marcharíamos. Arden y yo. Solas.
—¿Cómo es que conoces nuestro colegio? —inquirió mi compañera, que apenas había hablado, salvo para preguntar a Caleb detalles sobre la ruta que había tomado.
Aparté la mejilla de la espalda de Arden, sintiendo un repentino interés por la conversación.
—Sé más cosas de lo que me gustaría sobre los colegios. —Caleb mantenía los ojos fijos en el camino—. Yo también era huérfano.
—Entonces también hay colegios para chicos —concluyó Arden—. Lo sabía. ¿Dónde?
—A ciento cincuenta kilómetros al norte. Pero no son colegios, sino más bien campos de trabajo. Sé las cosas que habéis visto en vuestro colegio: las atrocidades que se cometen y la utilización de las chicas como bestias de cría. Pero os aseguro. —Se calló un momento. Luego habló despacio y con gran aplomo, como si conociese aquellos secretos desde hacía mucho tiempo—. Os aseguro que los chicos también hemos sufrido, tal vez incluso más.
Me mofé de sus palabras. Siempre eran las mujeres las que sufrían a manos de los hombres: ellos iniciaban las guerras, ellos habían contaminado el medio ambiente y el mar con humo y petróleo, habían arruinado la economía y desbordado el antiguo sistema carcelario. Pero Arden me pellizcó el muslo con tanta saña que solté un chillido.
—Tienes que disculparla —explicó—. Era la marisabidilla del colegio.
Caleb hizo un gesto afirmativo, como si aquello aclarase una gran verdad sobre mí. Acto seguido, se inclinó hacia delante y arreó al caballo para que acelerase el paso. Subimos a galope una larga pendiente, cuya cima estaba a unos quinientos metros. Los árboles extendían las ramas sobre el herboso terreno, creando sombras amenazadoras, y llovía cada vez más; las gotas caían como piedrecitas, golpeándome la piel.
—¡Oh, no! —Caleb frenó el caballo en medio del barro. Le seguí la mirada: había un todoterreno del gobierno a menos de cien metros de nosotros. A pesar de la lluvia, distinguí los dos faros rojos de atrás.
El chico intentó que el caballo diese la vuelta, pero era demasiado tarde. Un rayo de luz barrió la oscuridad e iluminó nuestras caras.
—¡Deteneos! ¡Por orden del rey de la Nueva América! —gritó una voz a través de un megáfono.
—¡Vámonos! —apremió Arden—. ¡Ya!
Caleb hizo girar al caballo y enfilamos el camino por el que habíamos subido. Yo no podía dejar de mirar hacia atrás. El todoterreno también estaba girando y, al hacerlo, los neumáticos salpicaban barro. Se dirigía hacia nosotros, y los ojos impertérritos de los faros delanteros iluminaban nuestras espaldas.
—¡Deteneos en nombre del rey o utilizaremos la fuerza!
«No, no; esto no puede ser cierto», me dije aferrándome a la resbaladiza espalda de Arden.
Tal vez fuese por el chaparrón, el barro o el peso de una tercera persona, pero el caballo iba más lento que antes. El todoterreno se nos estaba acercando.
—No podemos seguir por este camino —indicó Caleb—. Nos alcanzarán. —Señaló un bosque de denso arbolado, y el caballo galopó hacia allí—. ¡Sujetaos!
Me agarré a Arden desesperadamente. El caballo se apartó del camino, y en cuestión de segundos estábamos en medio del tupido bosque. Las gruesas ramas de los árboles me azotaban los brazos y la espalda.
—¡Bajad la cabeza! —ordenó Caleb.
Las luces del todoterreno desaparecieron detrás de nosotros. El vehículo se había detenido en el camino.
—No falta mucho para llegar —comentó Caleb, mientras dábamos tumbos a causa de los desniveles del terreno. No sabía adónde íbamos, pero confiaba en que llegásemos pronto.
El caballo serpenteaba entre los árboles, hasta que por fin se detuvo ante un río de unos nueve metros de ancho. Caleb se apeó y nos ayudó a Arden y a mí a desmontar. Dio una palmada en la grupa al animal, y este salió corriendo. Durante unos momentos el bosque quedó en silencio.
Miré hacia atrás: los faros delanteros del vehículo iluminaban la brumosa noche; los hombres habían cerrado las puertas.
—¡Por aquí! —gritó uno de ellos.
—¿Por qué te persiguen? —pregunté a Caleb.
Él nos llevó hasta un peñasco a orillas del río, y nos agachamos.
—A mí no me persiguen —respondió, y yo lo miré, confundida—. Te persiguen a ti. —Sacó un trozo de papel del bolsillo del pantalón.
Arden se lo arrancó de la mano. Se trataba de una fotografía en blanco y negro de una chica de largos cabellos castaños y labios generosos en forma de corazón. El papel decía:
«EVE. 1,70 METROS. OJOS AZULES Y CABELLO CASTAÑO.
EN BUSCA Y CAPTURA PARA ENTREGAR, VIVA, AL REY.
SI LA VEN, AVISEN AL DESTACAMENTO DEL NOROESTE».
Arden lo sostuvo en las manos, hasta que una enorme gota de lluvia emborronó mi nombre.
Caleb asomó la cabeza tras el peñasco; el coche daba vueltas despacio.
—Lo he encontrado esta mañana en la carretera.
Arranqué el papel de las manos de Arden y contemplé mi propio rostro. Era mi fotografía de graduación, la única que me habían hecho en el colegio. El mes anterior se presentó una funcionaria del gobierno, escogió a treinta chicas y nos fotografió una a una. En la foto yo estaba delante del lago, y al fondo se veía el edificio sin ventanas.
—¿Y por qué me persiguen a mí? Arden también ha escapado.
Caleb bajó la vista; la maraña de cabellos castaños le ocultaba parte del rostro.
—¿Qué? —preguntó Arden—. ¿Qué ocurre?
El chico se secó la lluvia que le empapaba las mejillas, y explicó:
—Es una noticia de la Ciudad de Arena. Al principio creímos que se trataba de un rumor. —Sus ojos buscaron lentamente los míos—: El rey quiere un heredero.
Arden negó con la cabeza mientras miraba la fotografía.
—¡Oh, no…! —farfulló.
—¿Qué sucede? —pregunté, y el pánico se apoderó de mí.
Arden volvió la vista hacia el camino, desde donde varias linternas barrían los árboles.
—«Eve ha demostrado ser una de las mejores y más brillantes alumnas que hemos tenido en el colegio. Además, es hermosa, muy inteligente y muy cumplidora.» —Las palabras de la directora Burns sonaron distintas en labios de Arden. Casi siniestras—. Eso es lo que habrías conseguido por la medalla de aplicación, Eve. No ibas a acabar en aquel edificio. Perteneces al rey.
Las náuseas me revolvieron el estómago.
—¿A qué te refieres con… pertenecer?
—A que engendrarías a sus hijos, Eve —respondió ella, casi riéndose.
Había retratos del rey en los salones del colegio. Era viejo, de sienes canosas, labios finos y resecos, y las arrugas le surcaban la frente. Recordé que Maxine había hablado de una supuesta visita del monarca el día de la graduación. De pronto me pareció posible que realmente hubiese acudido… por mí.
—Claro que los tendrías. Eres el espécimen perfecto. Teniendo en cuenta tu educación y todos los elogios de las profesoras… —continuó Arden, y se apretó las sienes con los dedos.
Estrujé el anuncio. Me costaba respirar y me dolía el pecho. No quería dar a luz a los hijos de nadie, y menos que fueran los del rey. Pero al parecer ya habían decidido por mí.
Caleb se sentó junto al peñasco sin apartar la vista de nuestros perseguidores, que se abrían paso entre los árboles, atronándolo todo con el ruido que hacían al aplastar la hojarasca.
—Aquí no estamos seguros —anunció el chico mientras miraba el río a su espalda—. Vamos… ahora. —Corrió como una exhalación hacia la orilla y se metió en las agitadas aguas, al tiempo que la lluvia rebotaba en su desnuda espalda. Arden lo siguió de cerca, y yo tardé un momento en comprender: quería que cruzásemos el río a nado.
Me agaché en la orilla, inmóvil, mientras Arden se metía en el agua sin ninguna dificultad. Detrás de mí las linternas escudriñaban los gruesos troncos. Las voces de los soldados estaban cada vez más cerca.
—¡Vamos! —ordenó Caleb. Se detuvo, con el agua a la altura del pecho, para dejar paso a Arden, que continuó nadando y saliendo a la superficie para respirar.
Él volvió a buscarme a la orilla.
—Rápido —urgió cogiéndome por el brazo.
Los rápidos se arremolinaban, pero Arden avanzaba río abajo, arrastrada por la corriente.
—No sé nadar —confesé, y me aparté el mojado pelo de las mejillas. Se me descompuso el semblante cuando mi compañera llegó a la otra orilla; estaba bien, con la ropa y la mochila empapadas, pero a salvo—. No me atrevo —añadí con voz temblorosa. Los soldados del rey se acercaban cada vez más, enfocando sus linternas hacia el río—. Vete —acerté a decir, aunque no pude reprimir el llanto; estaba perdida. Empujé a Caleb—. Vete.
Pero él no se movió. Echó un vistazo a las sombras del bosque, y luego me miró a mí y me cogió la mano.
—No pasa nada, Eve —aseguró.
Dejé de llorar, sorprendida por el calor de su piel sobre la mía. Estaba tan próximo que sentía su leve respiración. Le brillaban los ojos, iluminados por el destello repentino de una linterna.
—No pienso dejarte.
Caleb me ayudó a salvar el desnivel, sin soltarme la mano. Corrimos sobre rocas y troncos partidos. Hasta mí llegaba el ruido que hacían los hombres abriéndose paso con dificultades por el espeso bosque.
—¡Van hacia la orilla! —gritó uno de ellos.
Caleb continuó avanzando como si conociese todas las grietas de las resbaladizas piedras, las zonas cubiertas de musgo o los troncos podridos. Yo no apartaba la vista de sus piernas, para seguir la huella de sus pisadas.
Doblamos un recodo y perdimos de vista las linternas. A través de la lluvia apenas divisé un armazón frente a nosotros, volcado junto a la orilla del río. Parecía una gigantesca cucaracha muerta. Caleb corrió hacia él. Yo solo había visto un helicóptero en mi vida, en las páginas de un libro de la biblioteca, pero reconocí las hélices dobladas y la cabina semejante a una vaina.
—Deprisa… entra —urgió, y rompió los desvencijados restos de una ventanilla.
Me encogí para entrar en el oxidado cascarón, y la oscuridad me engulló. El chico entró detrás de mí, pisoteando lo que hubiera en el suelo.
—Ahí vienen —susurró al tiempo que me arrastraba hasta los asientos delanteros. En la cabina se producía un ruido ensordecedor e incesante a consecuencia de la lluvia que azotaba el rajado parabrisas.
—Tenemos que escondernos —dije, y mientras palpaba las mohosas entrañas del aparato, toqué un objeto almohadillado, de la mitad de mi estatura: seguramente el asiento del pasajero se había roto en el accidente. Nos metimos debajo, y el ruido del chaparrón silenció nuestra respiración.
Me acurruqué junto a Caleb en la oscuridad, debajo del asiento que olía a humedad, y percibí el contacto de su cuerpo: mi hombro contra el suyo, mi pierna contra la suya. La proximidad era alarmante, pero no me atreví a moverme.
Las voces de los soldados ganaron intensidad cuando llegaron a la orilla. Una linterna iluminó la parte superior del helicóptero, y los cristales rotos centellearon. Caleb, a quien casi no distinguía bajo el resplandor, se llevó un dedo a los labios en señal de silencio.
—Han dado la vuelta por el bosque. Voy a la orilla y te espero en la carretera —dijo un hombre, muy cerca. Su linterna iluminó el interior del helicóptero, y la luz se posó en un montón de hojarasca. Después barrió el magullado cascarón y el esqueleto del piloto, atrapado en el asiento. Por último fue a dar con mi zapato derecho, la única parte de mí que no había escondido.