Manteniendo la espalda pegada a la fría pared, oí ecos en el túnel y temí que aquellos ojos negros, parecidos a dos gotas brillantes, apareciesen y me buscasen cuando menos lo esperara.
Caleb y yo cabalgamos por el bosque, sorteando los árboles. Tras haber visto a los soldados la noche anterior, los chicos mayores habían estado de guardia todo el día, vigilando que no hubieran vuelto por la zona. Nadie me habló, nadie se atrevió tan siquiera a mirarme. Hasta que encontraron huellas recientes de neumáticos en la carretera que partía del lago, no finalizó mi confinamiento. Caleb se presentó en nuestra habitación cuando estaba atendiendo a Arden, y me invitó a salir de caza con él. No me importó tener que ponerme ropa de chico (unos pantalones cortos de algodón raídos y una camisa holgada), ni recogerme el pelo para disimular. Me alegraba salir al aire libre y alejarme de la húmeda cueva, de la guarida subterránea y de la bestia de Leif.
Cuando llegamos a un claro con hierba, Caleb escudriñó los árboles y el borde rocoso.
—Por ahí no hay nada. —Hizo girar al caballo—. Tenemos que encontrar un puesto de observación.
El cielo, de un intenso color naranja, estaba poblado de vaporosas nubes ribeteadas de rojo. Seguimos el rastro de un jabalí por un campo y una cantera, hasta que lo asustó el desprendimiento de una piedra. A continuación decidimos buscar un venado. Monté en la grupa del caballo, disfrutando de la libertad de estar en campo abierto. Pero el encuentro de la noche anterior seguía rondándome por la cabeza.
—Tu amigo Leif… —comenté, tratando de reconstruir la relación de Caleb con él: ¿cómo podía vivir y trabajar, día tras día, con semejante bruto? Había conocido a Caleb hacía dos días y aún no le había visto actuar de forma sospechosa: no me había abandonado en el río, nos había proporcionado desayuno y comida a Arden y a mí, aparte de toallas y agua de lluvia limpia para lavarnos, e incluso había arreglado nuestra habitación mientras dormíamos—. Tu amigo Leif es un verdadero encanto —concluí, incapaz de disimular la ironía.
El chico no apartó la vista del rocoso precipicio que teníamos delante; llevaba el carcaj con las flechas al hombro.
—Lamento que te asustase anoche. Se enfureció a causa de los soldados. —Deslizó la mano por el cuello del caballo, desenredando los nudos de las espesas crines negras—. Está convencido de que te inventaste la historia de la niña. No hay forma de hacerlo entrar en razón.
—¿Y por qué iba yo a mentir? Sí que la vi —dije manteniéndome detrás de él—. Estaba sola aquí fuera, y él casi me amenazó.
Caleb negó con la cabeza mientras cabalgábamos por la ladera de la montaña; los pasos irregulares del caballo nos hacían oscilar de un lado para otro. Él tampoco creía que yo hubiese visto a una niña, pero sí a «alguien».
—Leif no siempre ha sido así. Antes era… —Hizo una pausa, buscando la palabra correcta—. Era mejor.
Nos agachamos para pasar por debajo de una rama.
—Me cuesta imaginarlo. —Las hojas me acariciaron la espalda al inclinarme, pero procuré mantener la separación entre ambos.
Caleb se mostró cauto y al fin dijo:
—Leif era divertido, muy divertido. Pasábamos el día entero desmontando casas, ladrillo a ladrillo, cargando los materiales en camiones que los transportaban a la Ciudad de Arena, y él componía canciones mientras trabajábamos. —Volvió la cabeza para mirarme y, ruborizándose, esbozó una espontánea sonrisita.
—¿Qué tipo de canciones? ¿De qué te ríes?
Volvió a mirar hacia delante y replicó:
—No creo que te guste saberlo.
—Inténtalo.
—Vale, pero luego no te quejes. —Carraspeó, fingiendo seriedad, y canturreó con una voz totalmente desafinada—: «Mis pelotas están sudando, mis pelotas están sudando, no puedo evitar que me suden las pelotas, ¡noooo, noooo, noooo!».
Me incliné hacia un lado para mirarlo y reparé en las arrugas que se le formaban en la comisura de los ojos y en las tenues manchitas marrones que le moteaban las mejillas.
—¿Dónde está la gracia? ¿Qué es eso de las «pelotas»? ¿Acaso jugabais con pelotas?
Caleb tiró de las riendas del caballo y se echó hacia delante en pleno ataque de carcajadas.
—¿Qué? ¿Qué ocurre?
Tardó un poco en recuperar la compostura.
—Son… —dijo esforzándose mucho—. Son esas cosas que… —Se interrumpió, como si estuviese meditando y luego hizo un gesto negativo con la cabeza—. No, lo siento, no puedo. Pero tiene gracia, Eve. Créeme.
Me apetecía presionarlo para que respondiese a mi pregunta, pero mi instinto me dijo que era mejor dejar el chiste así, sin más explicaciones.
El caballo continuó subiendo por la montaña hasta un llano. El lago se extendía ante nosotros, reflejando el cielo anaranjado, y desde allá arriba veíamos el campo donde habíamos perseguido al jabalí, parcelas de bosque y la franja rocosa de una playa.
—Ahí están —exclamó Caleb, señalando la manada de ciervos que bebían en el lago. A pesar de estar a mucha altura, distinguí la dorada piel de los animales y los cuernos alcanzaban las copas de los árboles.
El chico guio el caballo hasta el camino.
—¿Y qué le pasó? —me atreví a preguntar por fin cuando estuvimos en medio del bosque—. Me refiero a Leif.
Caleb, de cuerpo ágil, se acoplaba a los movimientos del caballo, como si ambos fuesen uno. Me fijé entonces en una costura descosida de su camiseta gris que tenía ante mí, y sentí la necesidad imperiosa de estirar el brazo y tocarla, pero mantuve las manos sobre el lomo de
Lila.
—Leif tenía un hermano gemelo, Asher. Cuando hablabas con ellos, siempre se miraban de reojo antes de responder, como si Leif estuviese esperando a que reaccionase su hermano, o este estuviera determinando si debía reírse o no… —Atravesábamos el bosque, en dirección a la orilla rocosa—. Un día fuimos a trabajar y Asher se puso enfermo. Ahora que lo pienso, no debía de ser nada grave, seguro que no. Pero los guardias tuvieron miedo. Ocurrió poco después de la epidemia. —Se introdujo los dedos entre los castaños cabellos—. Cuando regresamos, su litera estaba vacía. Había desaparecido.
—¿Murió? —pregunté. El caballo se desplazó de lugar, y yo le acaricié la grupa, agradeciendo su presencia cálida y serena.
—No, no. Lo llevaron al bosque y lo dejaron allí.
—¿Quiénes?
—Los guardias. Le inmovilizaron las piernas con pedruscos. Aquella noche los oímos presumir de que nos habían salvado de una nueva epidemia.
Me cubrí la boca con la mano e imaginé a uno de los chicos del campamento solo en el bosque, enfermo, con las piernas aplastadas contra el suelo.
—Fue como si a Leif se le rompiese algo en su interior y nunca volvió a ser el mismo. A partir de entonces se convirtió en otra persona. —El chico se apeó, cogió el arco y las flechas, y se acercó muy despacio hacia donde se hallaban los ciervos de la orilla. Algunos de ellos alzaron la cabeza, pero al verlo tan tranquilo y callado, continuaron bebiendo.
Avanzó un poco más y apuntó a una hembra. La flecha salió zumbando e, instantes después, se hundió en el carnoso cuello del animal. Los otros ciervos se dispersaron mientras la hembra se tambaleaba. Caleb disparó otra flecha, que hirió al animal en el costado. La cierva, aterrada, se metió en el agua y trató de regresar a la orilla, dejando un rastro sangriento.
—¡Basta! —grité, bajando del caballo, con los ojos clavados en las heridas del animal—. Está sufriendo.
Caleb se acercó a la cierva sin apresurarse.
—No pasa nada —le dijo al animal. Le sujetó el cuello con una mano y sacó el cuchillo—. Todo saldrá bien. —Le susurró algo que mitigó el pánico del venado, le acercó el cuchillo al cuello y, con un movimiento veloz, le cortó la garganta; la sangre se derramó por la pedregosa orilla y tiñó las aguas de rojo.
Lágrimas, ardientes e incontenibles, me anegaron los ojos, y me estremecí viendo cómo se le escapaba la vida al animal.
Me había criado con la muerte: la había visto en las caras de los vecinos que arrastraban sacos de dormir por los jardines para enterrar a los suyos; la había visto por la ventanilla del coche, en las filas de gente, de piel enrojecida, que se amotinaba ante las farmacias; la había visto en mi propia madre, sangrando por la nariz en el porche.
Pero después había permanecido a salvo doce años en el colegio: los muros me protegían, las doctoras nos cuidaban, llevaba un silbato de seguridad colgado del cuello. Cuando Caleb cogió la cabeza de la cierva, lloré como nunca. Allí estaba, esperándome como siempre: la muerte, la muerte inevitable, en todas partes. En todo momento.
Al día siguiente, el recuerdo de la muerte del ciervo invadió mis pensamientos antes de que levantase la cabeza de la almohada. Los chicos, que esperaban la llegada del animal, lo llevaron al refugio y lo colgaron de una rama rota. Yo me apresuré a meterme en la caverna y a reunirme con la adormecida Arden. No soportaba ver cómo lo abrían en canal y lo despellejaban, dejándolo en carne viva.
Encendí la lámpara que estaba junto a la cama, y un suave resplandor blanco iluminó el lugar. Caleb nos había traído un montón de ropa recién lavada en el lago. Así que me levanté y me puse una camisa de cuello abotonado. No sabía dónde estaba el dueño de los libros infantiles ni por qué había abandonado su habitación. En una esquina de la mesa había un bloc de notas; lo abrí y leí solo tres palabras: «Me llamo Paul». La caligrafía era insegura y los espacios entre las letras desiguales. Recordé lo que había dicho Caleb de los chicos: en ciertos aspectos habían tenido peor suerte que las chicas. Cerré los ojos e imaginé a Ruby metida en aquella sala de camas estrechas; oí mentalmente las preguntas que haría a las doctoras con su típica inocencia: «¿Dónde están nuestros libros? ¿Cuándo iremos a la Ciudad de Arena? ¿Por qué nos atan con correas?». Nos habían quitado muchas cosas, pero al menos nos habían dado algo: sabíamos leer, escribir y firmar.
A todo esto me pareció oír pisadas de pies descalzos detrás de mí. Me volví y vi a una personita que se me aproximó corriendo y me arrancó el bloc de las manos. El chico, de cabello castaño claro enmarañado, llevaba un mono manchado de barro, sin camiseta debajo.
—¿De dónde has salido? —pregunté con amabilidad para no asustarlo—. ¿Quién eres tú?
—Esto es de mi hermano. —Alzó el bloc como si fuera un premio.
—No pretendía fisgonear —repliqué sin apartar la vista del cuerpecito del niño. Recordé a las niñas pequeñas del colegio: un año más jóvenes que nosotras, luego dos, tres. Las clases se iban reduciendo hasta desaparecer cuando el rey organizó a la gente en la ciudad y distribuyó a los huérfanos. A veces aparecían niños en el bosque, hijos de fugitivos de la epidemia, pero eran casos raros. Hacía mucho tiempo que no veía a una criatura tan pequeña. Y ni siquiera recordaba haber visto nunca a un niño—. Yo solo.
—Estaba aprendiendo a leer —explicó el niño, que rascó el suelo con el dedo gordo del pie y arrancó una piedrecilla. No aparentaba más de seis años y tenía la expresión de alguien que no sabía sonreír—. Iba a enseñarme, pero murió.
Miré hacia el rincón, donde Arden, perlada de sudor, yacía inmóvil sobre el colchón. A su lado había un plato lleno de verduras de la noche anterior.
—¿Qué le ocurrió? ¿Se puso enfermo? —Las palabras me quemaban la garganta mientras contemplaba a mi amiga.
—Había empezado a cazar. Caleb dijo que había sido una riada repentina. —Al hablar, hojeaba las páginas del cuaderno cubiertas de trémulos garabatos—. Paul me cuidó cuando nuestros padres desaparecieron, y me trajo aquí.
—Lo siento —dije.
—No sé por qué todo el mundo dice lo mismo. —Los ojos le destellaron cuando me miró—. No es culpa tuya.
—Supongo. —Pensé en las visiones que acudían a mi mente cuando me dormía: veía a Pip en una estrecha cama blanca con el vientre hinchado; a veces se retorcía para soltarse las correas y gritaba a las otras chicas que estaban junto a ella, buscando manos que no podía tocar. Otras veces se me representaba tal como la recordaba: haciendo problemas de matemáticas en su mesa mientras tamborileaba con el bolígrafo sobre el tablero. Pero, de pronto, se volvía con un gesto de furia, exponiendo su protuberante perfil de embarazada, y preguntaba, acercándoseme: «¿Por qué sucede esto? ¿Por qué?». Y yo repetía siempre las mismas palabras: «Lo siento mucho, lo siento mucho.», hasta que se abalanzaba sobre mí, y entonces me despertaba.
Carraspeé buscando los ojos del niño, y le expliqué:
—Es como decir «estoy triste», o «me duele tanto como a ti». Tal vez sea una tontería, pero es lo que se le ocurre decir a la gente.
El niño me observó, fijándose en el cabello que me caía sobre los hombros, con las puntas abiertas. Lo peinaba con los dedos para que no se me enredase.
—Me dijeron que eres una chica —comentó.
Hice un gesto afirmativo.
—¿Eres mi madre?
—No. No soy tu madre.
Nos quedamos en silencio. El niño se pellizcó la piel partida de los labios.
—Me llamo Benny —dijo al fin, yendo hacia la entrada—. ¿Quieres ver mi habitación? Te presentaré a mi compañero de cuarto, Silas.
Dudé un instante. Volví a mirar a Arden: estaba hecha un ovillo, con los ojos cerrados, en la misma postura que la noche anterior.
—De acuerdo —le respondí, contenta de tener a alguien con quien hablar—. ¡Vamos!
Lo seguí por los zigzagueantes pasillos hasta una habitación pequeña y estrecha. Había dos colchones en el suelo, y carritos y latas manchados de barro por todas partes. Otro chico de piel tostada revolvía la tierra con un palito; tenía los negros cabellos cortados de forma desigual, dejando ver algunas partes calvas, y vestía una camiseta larga remetida en una prenda conocida: un tutú de color morado.
Así que aquel era Silas. La niña a la que yo había perseguido por el bosque era en realidad un niño.
—Te conozco —exclamé yendo hacia él—. La otra noche me diste un buen susto. ¿Por qué no dejaste de correr cuando te llamé?
Silas me miró detenidamente a los ojos.
—Corría porque me perseguías —respondió, y abandonó el palito en tierra. Estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, y de ese modo parecía más pequeño todavía.
—¿Hay otros niños como vosotros? —pregunté. Silas cogió de nuevo el palito y dibujó círculos en la tierra. En vez de responder, se concentró en sus dibujos—. ¿Sois los más pequeños?