Eve (12 page)

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Authors: Anna Carey

Tags: #CF, Juvenil

BOOK: Eve
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Benny se dejó caer en el suelo junto a Silas, giró la cara y por primera vez reparé en una larga cicatriz rosácea que le iba desde la nuca hasta la oreja, medio oculta por el pegoteado pelo.

—Sí. También está Huxley. Tiene once años. A veces juega con nosotros, pero los demás se dedican a trabajar o a entrenarse.

—¿Y para qué se entrenan?

Silas no levantó la vista del suelo. Dibujó algo que parecía un ciervo, poniendo equis a modo de cuernos.

—Los chicos mayores se convierten en cazadores a los quince años —explicó Benny.

—Entonces tu hermano tenía quince años —repliqué. Había supuesto que Paul era un niño por los libros de cuentos. Pero, seguramente, es que empezó a aprender con lo más sencillo que encontró—. ¿Y te iba a enseñar a leer?

Benny hizo un gesto afirmativo, y me preguntó:

—¿Y tú sabes leer?

—Claro que sí.

—¿Me enseñas?

—Sí, por supuesto.

Benny sonrió por primera vez; le faltaba uno de los dientes delanteros. Impulsada por una repentina inspiración, cogí el palito de Silas y me arrodillé en el suelo. Escribí la palabra rápidamente, sin pensármelo dos veces, en la tierra dura. Y luego la subrayé.

—¿Sabes qué es esto? —pregunté.

Silas miró las letras y después me miró a mí, como si le sorprendiera que mi mano hubiese sido capaz de crear aquellas letras. Negó con la cabeza.

—Es tu nombre —expliqué señalando las letras una a una—: S I L A S. —A continuación escribí otra palabra debajo—. Y así se escribe Benny.

El aludido sonrió; su único diente delantero le sobresalía por un lado.

Silas me contempló boquiabierto y, apretando los dedos contra el suelo, repitió:

—Silas.

Dejé el palito y me levanté, emocionada.

—Esperad un momento —les pedí pensando en todos los libros sin leer que estaban en la vieja mesa de Paul—. Vuelvo enseguida.

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Benny estaba delante de la pared de barro, en la que escribía las letras con un palito.

—Sí, muy bien —dije, mientras los chicos que llenaban la habitación observaban en silencio. Benny terminó la ye, retrocedió y deletreó la palabra, escrita en mayúsculas.

—BENNY —leyó y, esbozando una sonrisa desdentada, se le iluminó el rostro.

—¡Muy bien! —aplaudí cogiendo el montón de libros infantiles. La clase que había empezado con los dos pequeños, garabateando sus nombres en el suelo, aumentó cuando algunos chicos mayores asomaron la cabeza y decidieron apuntarse también.

—Vamos a leer un libro —anuncié, y escogí uno. Cuando había ido a buscar los cuentos, me alegró ver algunos que conocía del colegio—. «Érase una vez una higuera… —leí enseñando la página para que todos la viesen—. Y amaba a un niño. Y todos los días el niño iba.» —Me callé porque Silas había levantado la mano. Era lo primero que les había enseñando cuando, al empezar la clase, se pusieron a gritar todos al mismo tiempo.

—¿Qué quiere decir que lo amaba? ¿Eso qué es? —preguntó.

Kevin, el chico de las gafas rotas, lo miró con mala cara y explicó:

—Significa que él quiere besar a una chica. Antes de la epidemia era así. —Me dedicó una sonrisa tímida y ruborosa.

—¿Besar a una chica? —preguntó Silas, incrédulo.

Huxley se animó a participar:

—No, no es eso. Es un árbol, y los árboles no besan a los chicos.

—¿De qué estáis hablando? —quiso saber Silas, totalmente confundido.

—Puedes amar a cualquiera —intervine mirando al grupo—. El amor es… —Busqué las palabras exactas—. Amar significa preocuparse por alguien, sentir que una persona nos interesa y pensar que el mundo entero sería más triste sin ella. —Recordé la risa entrecortada de Pip, o los saltos que daba de cama en cama con Ruby los domingos por la mañana, mientras esperábamos nuestro turno de ducha.

Tras una larga pausa, Benny alzó la vista.

—Yo amaba a mi hermano —afirmó.

—Y yo amaba a mi madre —añadió un chico de quince años que se llamaba Michael.

—Yo también amaba a mi madre —confesé—. Y la sigo amando. Es así. Es algo que nunca desaparece aunque la persona ya no esté. —Esperé unos momentos y abrí el libro otra vez—. «Todos los días el chico cogía hojas del árbol para hacer una corona.»

—¡Kevin! ¡Michael! ¡Aaron! ¿Dónde estáis? —La voz de Leif tronó en el pasillo. Apareció de súbito; su musculoso cuerpo estaba cubierto de ceniza y barro. Aquellos fríos ojos de mármol negro me miraron sin reflejar ningún sentimiento—. ¿Dónde están los cubos?

Varios chicos mayores se levantaron y contestaron:

—Íbamos a ir a buscarlos en cuanto… acabásemos el libro.

—¿El libro? —se extrañó Leif, y se acercó. No me miró, sino que volvió la cabeza como si yo fuese la mesa, una silla o el suelo que pisaban sus pies—. Iréis ahora mismo porque teníais que haberlo hecho esta mañana. Quiero todos los cubos de agua de lluvia dentro, alrededor del fuego.

—¿No pueden esperar unos minutos? Casi hemos terminado —dije sin poder evitarlo.

Los chicos se giraron, sorprendidos al oír mi voz.

Leif se me acercó; el olor a almizcle que desprendía inundó el espacio que nos separaba.

—¿Esperar a qué? —Me arrebató el libro de la mano—. ¿A esto? A los chicos no les hace falta leer libros infantiles. Lo que necesitan es aprender a valerse por sí mismos.

—Y aprenderán. —Me puse de pie—. Pero también deben comprender una señal de tráfico elemental o saber escribir su nombre.

Leif miró la clase: casi una docena de chicos se amontonaban en el limitado espacio. Abrió la boca lentamente, pero la cerró, como un pez varado en la arena, luchando por respirar. Mirando a Kevin, el mayor de todos ellos, asintió y concedió:

—Llenad los cubos en cuanto acabe la clase. En cuanto a ti. —A pesar de su fría mirada, me pareció notar cierta alegría en su expresión, un indicio de ternura en sus labios, lo más parecido a una sonrisa—. Si te vas a quedar aquí y quieres enseñar a los chicos, has de saber qué les espera. Los mayores saldrán pronto del refugio para cazar y hacer guardias. —Señaló con el dedo a Kevin y a Aaron, apoyados en la pared de barro—. La ceremonia de iniciación será pasado mañana al ponerse el sol. —Salió por la puerta, agachando la cabeza para no tropezar con la inclinación del techo.

Miré a los chicos con el libro en la mano, y sentí el desplazamiento del poder de un modo tan real, como si la tierra se hubiese movido bajo mis pies. La energía hizo vibrar mi cuerpo, y continué leyendo, al tiempo que la caverna se me antojaba más grande:

—«Y todos los días el chico recogía las hojas.»

Quince

Esa noche, cuando las sofocadas toses de Arden dejaron paso a la rítmica respiración del sueño, cogí la linterna del suelo y me adentré en los túneles. En el campamento reinaba la tranquilidad y el tortuoso pasillo estaba vacío. Tras unos días de vivir allí, entendía la distribución subterránea básica: las cinco sendas que salían de la estancia circular principal creaban una formación semejante a una estrella bajo la montaña. Giré y recorrí el segundo túnel, contando puertas en la oscuridad.

No dejaba de pensar en el hermano de Benny, Paul, que había hecho caligrafía en su mesa del rincón del cuarto y había dormido en el mismo colchón que yo, contemplando las grietas del techo de barro. Tal vez había presentido el día de su muerte, como si se avecinase una tormenta, o tal vez se había echado el arco y las flechas al hombro, como todas las mañanas, y había salido a cazar. Seguramente, había pasado ante la habitación de Benny y no había querido despertarlo, sin saber que era la última vez que lo veía: el tumulto de la ola lo habría arrastrado, hundiéndolo en las blancas aguas, y el agua le habría anegado los pulmones.

Los ronquidos resonaban en el pasillo en penumbra, mientras lo recorría, palpando las piedras de la pared para guiarme. Todavía me rondaban muchas preguntas: ¿Qué ocurría en los campamentos, aparte del trabajo de transportar ladrillos y piedras? ¿Cómo habían ido a parar al campamento unos niños tan pequeños como Benny y Silas? No me bastaba con detalles sueltos. Me desvelaba el mismo deseo que tantas veces había sentido en el colegio y que la directora denominaba «sed de conocimientos».

Doblé una esquina a la altura de la sexta puerta, y di con él; ahí estaba con la camisa arrugada y los pantalones cortos rajados. Sus piernas descansaban sobre el brazo de un mullido sillón, y la cabeza sobre el otro brazo.

—¿Caleb, duermes? —pregunté.

Se despertó, sobresaltado, echando una rápida ojeada alrededor como si quisiese recordar dónde se encontraba. Se frotó el rostro, se retiró los mechones de la cara y sonrió.

—Bienvenida a mi humilde morada. —Señaló un colchón en el suelo, cubierto con un edredón cuyas plumas sobresalían por las costuras. Sobre una mesa había una radio metálica provista de auriculares, como los que había visto en el colegio. Me fijé en que los mapas clavados en la pared tenían los bordes doblados a causa de la humedad.

—¿Qué haces con todos esos libros? —quise saber, y me acerqué a un montón de volúmenes que había en el suelo. Deslicé los dedos sobre los lomos y reconocí varios títulos que me sonaban del colegio:
El corazón de las tinieblas, El gran Gatsby
y
Al faro.

Caleb se acercó a mí y su cálido hombro rozó el mío.

—A veces hago cosas raras —confesó esbozando una sonrisa burlona—. Abro un libro y miro las páginas. Eso se llama leer.

—¡Sé lo que es leer! —exclamé riéndome. Un rubor ascendió por mi cuello hasta la cara y me cubrió las mejillas. Me pasé la mano por el cabello. No había visto un espejo desde que me marché del colegio—. Pero, ¿cómo?, Benny dijo que aquí nadie sabía leer.

—¿Conoces a Benny? —Me escudriñó el rostro, deteniéndose en los labios, las cejas y las mejillas.

—Sí, lo he conocido hoy. Y a Silas y a otros chicos. Silas era la niñita que vi; llevaba puesto el dichoso tutú.

—Lo encontró en unas cajas que robamos en un almacén —aclaró riendo—. Leif y los chicos mayores sabían lo que era, pero ¿cómo se lo íbamos a explicar? Le encanta.

Sonreí; notaba los nervios a flor de piel. Cogí
El corazón de las tinieblas
, contenta de que su peso disimulase el temblor de mis manos.

—He empezado a enseñarles a leer. ¿Nunca has intentado que aprendan el alfabeto o a escribir sus nombres?

—Me enviaron a los campos de trabajo a los siete años, así que tuve tiempo de aprender algo antes de la epidemia. Mi madre me enseñó lo básico antes de morir: las palabras y los sonidos más breves. Y después de todo eso, leo aquí de noche para. —Miró el techo. Le había crecido un asomo de barba, formándole oscuros sombreados en el mentón y el cuello—. Bueno, para evadirme, supongo. Nunca hubo ocasión de enseñar a los niños, sobre todo estando Leif al mando. Además, todos los días y a lo largo de la jornada, los mayores tenemos que cazar, pescar, vigilar el terreno y que no haya soldados en la zona. Necesitan más la comida que los libros, por desgracia. —Suspiró y me miró a los ojos—. Pero me alegro de que tú les enseñes.

Sostuvo mi mirada hasta que desvié la vista.

—¿Has leído todo esto? —Me fijé en
Ana Karenina
y
En el camino
, que sobresalían entre una
Historia del Arte para tontos
y
El gran libro de la natación.

—Hasta la última palabra. No soy tan cavernícola, ¿verdad?

Llevaba desabrochada la larga y sucia camisa gris, lo que permitía verle alguna parte del pecho tostado por el sol.

—Yo no he dicho tal cosa, ¿o sí?

—No tenías por qué saberlo.

Me acerqué a otro montón de libros, y él me siguió, pisándome los talones, como si me hiciese sombra en una especie de baile.

—Me he equivocado —reconocí. Estaba tan cerca de él que distinguí las motitas castañas en los iris verde claro de sus ojos.

Caleb describió un círculo a mi alrededor, riéndose, como si yo fuese una criatura encantadora que había encontrado entre la hierba.

—¿En serio? —ironizó.

—Oh, este. —Cogí
Al faro
. Tenía las páginas dobladas en las puntas—. ¡Charles Tansley! ¡Qué pelmazo! ¿Quién se cree que es para decir que las mujeres no saben pintar ni escribir? Y el señor Ramsay, que olvida a su esposa en cuanto la pobre muere, ¡y al final se derrite por Lily!

—Suponía que tu educación era parcial, pero no imaginaba hasta qué punto.

—¿A qué te refieres?

Caleb se acercó aún más, y percibí el olor a humo que desprendía su piel.

—El señor Ramsay está muy triste, destrozado. Por eso lleva a James al faro; le obsesiona la discusión que había tenido con su mujer años antes. —Fruncí el entrecejo, intentando procesar lo que me explicaba—. El libro muestra lo que ocurre al faltar la señora Ramsay, lo importante que es una madre, lo rápido que se deshace todo sin ella. Todos la querían.

Me acordé de las clases del colegio, en las que la profesora Agnes nos hablaba del deseo que sentían los hombres por mujeres más jóvenes o de la incapacidad de ellos para satisfacer las necesidades emocionales de sus semejantes. Entonces todo parecía muy claro.

—Es tu opinión —dije negando con la cabeza.

Pero Caleb no cedió. El resplandor de una linterna le iluminaba parte del rostro, dulcificándole los rasgos.

—Es lo que ocurre en esa historia, Eve. —Dio unos golpecitos en la tapa dura.

Dejé el libro y me senté en el sillón, sin importarme por primera vez el olor a almizcle que parecía omnipresente en el campamento.

—Es que… —dije, abrumada de vergüenza. Recordé la noche en la consulta de la doctora, antes de abandonar el colegio. La profesora Florence me había explicado que el rey quería repoblar la tierra de forma eficaz, sin las complicaciones de las familias, los matrimonios y el amor. Según ella, las chicas lo habían hecho de buena gana al principio. Tenía cierta lógica tortuosa. Seguramente pensaron que, si temíamos a los hombres, nunca los desearíamos y jamás necesitaríamos amor ni tener familias propias. Y así haríamos de mejor grado cualquier cosa que nos pidiesen—. Resulta que me lo enseñaron así.

Desvié la mirada para que él no me viese los ojos, anegados por la emoción. Había estudiado muchísimo en el colegio, cogiendo apuntes detallados de cada lección, garabateando en los márgenes de los cuadernos hasta que se me entumecían los dedos. ¿Y para qué? ¿Para llenarme la cabeza de mentiras?

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