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Authors: Arturo Pérez-Reverte

La piel del tambor (6 page)

BOOK: La piel del tambor
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—Hay una iglesia y un cura —arrancó Peregil.

—Mal empezamos —repuso don Ibrahim. Un enorme cigarro puro le humeaba en la mano izquierda, junto a un sello de oro, y se sacudía ceniza del pantalón. De su juventud golfa y antillana conservaba el gusto por los trajes blancos e inmaculados, los sombreros panamá y los puros Montecristo. Porque el ex falso abogado era un clásico. Parecía uno de aquellos indianos de las estampas costumbristas, que desembarcaban a principios de siglo en el puerto de Sevilla con un cartucho de monedas de oro, fiebres tercianas y un criado mulato. Pero don Ibrahim se había venido sólo con las fiebres.

Peregil lo miró confuso, preguntándose si el mal empezamos se refería a la ceniza del cigarro, o a que hubiese iglesias y curas de por medio.

—Un cura viejo —matizó para averiguarlo, quitándole importancia al asunto, y entonces se acordó del otro—… Bueno. En realidad son dos: un cura viejo y un cura joven.

—Ozú —terciaba la Niña Puñales con su deje gitano, cerrado, de las orillas del Guadalquivir—. Dos curas.

Las pulseras de plata le tintinearon sobre la piel fláccida de las muñecas cuando vació la copa de jerez de un único y largo trago. A su lado, el Potro del Mantelete movía la cabeza, distante, igual que si el arbitro acabase de sugerirle que no siguiera pegando al adversario en la misma ceja. Parecía absorto en la contemplación de la espesa huella de carmín en el borde de la copa de la Niña.

—Dos curas —repitió don Ibrahim como un eco. Reflexionaba con ojos preocupados mientras las volutas de humo se le enroscaban en el mostacho.

—En realidad son tres —puntualizó Peregil, honesto.

Se estremeció el indiano, volviendo a manchar los pantalones de ceniza.

—¿No eran dos?

—Tres. El viejo, el joven y otro que viene de camino.

Peregil los vio intercambiar miradas circunspectas.

—Tres curas —sumaba don Ibrahim estudiándose la uña del meñique izquierdo, larga como una espátula.

—En efecto.

—Uno joven, otro viejo, y otro que está al caer.

—Eso es. Viene de Roma.

—Ya. De Roma.

Las pulseras de la Niña Puñales tintinearon de nuevo.

—Demasiados curas —apuntó, lúgubre. Tocaba madera bajo el mármol de la mesa, intentando conjurar aquello.

—Con la Iglesia hemos topado —concluyó don Ibrahim en tono quijotesco y declamatorio, cual fruto de larga reflexión, y Celestino Peregil reprimió el impulso de levantarse para decir adiós muy buenas. No puede salir bien, se dijo observando la ceniza en el pantalón del gordo ex falso abogado, el lunar postizo y el bucle de caracolillo en la frente marchita de la Niña, la nariz aplastada del antiguo peso gallo. No con esta gente. De pronto recordó el 7 y el 16 sobre el tapete verde, y las fotos de la revista; y le pareció que en aquel bar hacía un calor espantoso. O quizá no eran el calor ni el bar. Tal vez era el sudor que mojaba su camisa, la áspera sequedad del miedo en la boca. Dispones de seis kilos para solventar la papeleta de la iglesia, había dicho Pencho Gavira. Busca un profesional. Adminístralos a tu aire.

—Es un trabajo fácil —se oyó decirles, y comprendió, maldita fuera su estampa, que no tenía dónde elegir—. Algo limpio. Sin complicaciones. A kilo por barba.

Había administrado el dinero a su aire, en efecto: seis horas de casino para dilapidar tres de los seis millones. A quinientas mil por hora. También se había gastado lo obtenido a cambio del soplo sobre la mujer, o ex mujer, de su jefe. Y además estaba aquel prestamista, Rubén Molina, a punto de echarle los perros por casi el doble.

—¿Por qué nosotros? —preguntó don Ibrahim.

Peregil lo miró a los ojos, y por una décima de segundo advirtió la ansiedad que también latía allá, al fondo, oculta tras las pupilas dilatadas y tristes de su interlocutor. Tragó saliva antes de pasarse el dedo entre la piel y el cuello de la camisa, y volvió a mirar el cigarro del gordo y proscrito abogado, la nariz rota del Potro, el lunar postizo de la Niña. Con lo que le quedaba en el bolsillo, aquello era a cuanto podía aspirar: tres matados en dique seco, mejores para un asilo que para la calle. Restos del naufragio. Desechos de tienta.

—Sois los mejores —respondió, ruborizándose.

Aquélla su primera mañana en Sevilla, Lorenzo Quart tardó casi una hora en encontrar la iglesia. Dos veces salió del barrio de Santa Cruz y otras tantas volvió a él, comprobando la inutilidad de su mapa turístico en aquel dédalo de callejuelas silenciosas, estrechas, pintadas de almagre, calamocha y cal, donde muy de vez en cuando el paso de un automóvil lo obligaba a buscar resguardo en portales frescos, oscuros, con cancelas que daban a patios de azulejos, geranios y rosales. Se halló por fin en una placita estrecha de paredes blancas y ocres, con rejas de hierro forjado de las que colgaban macetas. Había bancos con azulejos representando escenas del
Quijote
, y media docena de naranjos que daban un intenso olor a azahar. La iglesia era pequeña: una fachada de ladrillo, apenas veinte metros de ancha, formaba esquina apoyándose en el muro del edificio contiguo. No parecía en buen estado: la espadaña estaba apuntalada por travesaños de madera en la abertura del campanario, gruesas vigas de madera sostenían el muro exterior, y un andamio de tubos metálicos ocultaba parcialmente un azulejo con un Cristo escoltado por herrumbrosos faroles de hierro. También había una hormigonera junto a un montón de gravilla y sacos de cemento.

Así que era ella. Durante un par de minutos, parado en mitad de la plaza con una mano en un bolsillo y el mapa doblado en la otra, Quart observó el edificio. Nada pudo apreciar de misterioso entre los naranjos perfumados, bajo el cielo sevillano en aquella mañana luminosa, de un azul perfecto. El pórtico barroco estaba enmarcado por dos retorcidas columnas salomónicas, sobre las que una hornacina contenía una imagen de la Virgen. Nuestra Señora de las Lágrimas, murmuró casi en voz alta. Entonces dio unos pasos en dirección a la iglesia, y al acercarse comprobó que la Virgen estaba decapitada.

En algún lugar cercano sonaron unas campanas, y una bandada de palomas emprendió el vuelo desde los tejados que rodeaban la plaza. Las miró alejarse y de nuevo volvió la vista hacia la fachada. Algo había alterado su visión del lugar. Ahora, a pesar de la luz sevillana, de los naranjos y del aroma a azahar, la iglesia adquiría a sus ojos un aspecto distinto. De pronto, las viejas vigas que apuntalaban los muros, el ocre de la espadaña que parecía arrancado como láminas de piel, la inmóvil campana de bronce por cuyo travesaño carcomido trepaban malas hierbas, infundían al conjunto un carácter inquietante, sombrío y gris. Una iglesia que mata para defenderse, afirmaba el misterioso mensaje de
Vísperas
. Quart dirigió otro vistazo a la Virgen decapitada mientras dedicaba una mueca burlona a sus propias aprensiones. A simple vista, no había mucho que defender.

Para Lorenzo Quart la fe era un concepto relativo, y monseñor Spada no erraba mucho al motejarlo, bromeando sólo a medias, de buen soldado. Su credo consistía menos en la admisión de verdades reveladas que en actuar con arreglo al supuesto de tener fe, sin que ésta fuese imprescindible en el conjunto. Considerada desde ese punto de vista, la Iglesia Católica le había ofrecido desde el principio lo que a otros jóvenes la milicia: un lugar donde, a cambio de no cuestionar el concepto, uno encontraba la mayor parte de los problemas resueltos por el reglamento. En su caso, aquella disciplina oficiaba en lugar de la fe que no tenía. Y la paradoja —intuida por la perspicacia del veterano arzobispo Spada— era que justo esa falta de fe, con el orgullo y el rigor necesarios para sostenerla, convertía a Quart en un sacerdote extraordinariamente eficaz en su trabajo.

Todo tenía sus raíces, por supuesto. Huérfano de un pescador ahogado en un naufragio, protegido por un tosco cura de pueblo que facilitó su ingreso en el seminario, disciplinado y brillante hasta el punto de interesar a sus superiores en el progreso de su carrera, Quart contaba con esa lucidez meridional tan parecida a una enfermedad tranquila que a veces traen consigo el viento de levante y los rojos atardeceres mediterráneos. Una vez, siendo niño, permaneció horas azotado por el viento y la lluvia en el rompeolas de un puerto, mientras mar adentro los desvalidos pesqueros intentaban, poco a poco, ganar abrigo entre un temporal con olas de diez metros. Se los divisaba a lo lejos, minúsculos, enternecedoramente frágiles entre montañas de agua y rociones de espuma, avanzando a duras penas con el estertor de sus motores a poca máquina. Se había perdido uno; y cuando un pesquero se perdía no se iba un hombre, sino que desaparecían juntos hijos, maridos, hermanos y cuñados. Por eso las mujeres vestidas de negro con críos agarrados a las faldas y a las manos se agrupaban junto al faro viéndolos venir, y movían los labios al rezar en silencio pendientes del mar, intentando adivinar cuál faltaba. Y cuando los barquitos empezaron por fin a cruzar la bocana del puerto, los hombres que venían a bordo miraban hacia arriba, hacia el lugar sobre el espigón donde Lorenzo Quart seguía agarrado a la mano helada de su madre, y se quitaban las boinas y las gorras. Y siguieron golpeando las olas y el viento y la lluvia, y por fin ya no vino ningún barco más; y aquel día Quart descubrió un par de cosas. La primera, que es inútil rezarle al mar. La segunda fue una resolución: a él nadie lo aguardaría nunca en un rompeolas, bajo la lluvia.

La puerta de roble con gruesos clavos estaba abierta. Quart entró en la iglesia y un soplo de aire frío vino a su encuentro, igual que si acabara de apartar una lápida. Se quitó las gafas de sol antes de mojar los dedos índice y pulgar en la pila bendita, y al persignarse sintió la frescura del agua en la frente. Había media docena de bancos de madera alineados frente al retablo del altar, cuyos dorados relucían al fondo de la nave, y los demás se hallaban corridos hacia un rincón, unos sobre otros, para dejar espacio a varios andamies. Olía a cerrado y a cera, a humedad de siglos. Todo estaba en penumbra menos un ángulo iluminado por un foco, arriba, a la izquierda. Y al levantar los ojos hacia la luz, Quart vio a una mujer subida en lo alto de la estructura metálica, fotografiando los emplomados de las vidrieras.

—Buenos días —dijo.

Tenía el pelo gris, como él; pero en su caso no se trataba de canas prematuras. Cuarenta y tantos años largos, calculó viéndola inclinarse sobre la barandilla que coronaba el entramado de tubos de acero, cinco metros por encima de su cabeza. Después la mujer se agarró a la estructura y descendió con agilidad hasta el suelo de la nave. Llevaba el cabello recogido bajo la nuca en una pequeña trenza, vestía un polo de manga larga, téjanos manchados de yeso y zapatillas. Y de espaldas, viéndola bajar, habría pasado por una muchacha.

—Me llamo Quart —dijo él.

La mujer se limpió la mano derecha en la parte trasera de los téjanos y la extendió, en apretón vigoroso y breve.

—Yo soy Gris Marsala. Trabajo aquí.

Tenía acento extranjero, más norteamericano que inglés; las manos ásperas y los ojos claros y amistosos, rodeados de arrugas. También una sonrisa franca, abierta, que se mantuvo mientras observaba a Quart de arriba abajo, con curiosidad.

—Es usted un cura con buen aspecto —concluyó por fin, desenvuelta, deteniéndose en el alzacuello de la camisa negra—. Esperábamos otra cosa.

El miraba el andamio y las paredes de la iglesia, y se detuvo en mitad del gesto, sorprendido por el plural:

—¿Esperaban?

—Sí. Todos están pendientes del enviado de Roma. Pero imaginábamos a un funcionario bajito con sotana, un maletín negro lleno de misales, crucifijos y cosas así.

—¿Quiénes son todos?

—No sé. Todos —la mujer se puso a contar con los dedos manchados de yeso—. Don Príamo Ferro, el párroco. Y su vicario, el padre Osear —la sonrisa se retrajo un poco, como si fuese a sustituirla otra más profunda, paralela y oculta—. También el arzobispo, y el alcalde, y un montón de gente más.

Quart apretó los labios. Ignoraba que su misión fuera del dominio público. Hasta donde él sabía, sólo la Nunciatura en Madrid y el arzobispo de Sevilla habían sido informados por el IOE. Descartado el nuncio, imaginó a monseñor Corvo sembrando cizaña. Que el infierno confundiera a Su Ilustrísima.

—No esperaba tanta expectación —dijo con frialdad.

La mujer encogió los hombros, ignorando el tono.

—No se trata de usted, sino de la iglesia —alzó una mano para indicar los andamies contra los muros, el techo ennegrecido donde la pintura se desprendía entre manchas de humedad—… Este lugar ha levantado pasiones en los últimos tiempos. Y en Sevilla nadie es capaz de guardar un secreto —inclinó un poco la cabeza hacia él y bajó la voz, parodiando un aire confidencial—. Cuentan que hasta el Papa se interesa en el asunto.

Sangre de Dios. Quart mantuvo silencio un instante, observando primero la punta de sus zapatos y luego los ojos de la mujer. Después se dijo que era un cabo de ovillo tan bueno como cualquier otro para empezar a tirar. Así que se aproximó un poco hasta casi rozarla con el hombro, antes de mirar a su alrededor con aire exageradamente suspicaz.

—¿Quién dice eso? — susurró.

La risa de ella era tranquila como sus ojos y su voz; pero el sonido se velaba en las oquedades de la nave desierta.

—El arzobispo de Sevilla, creo. Que, por cierto, no parece quererlo a usted mucho.

Tengo que devolver a Su Ilustrísima tantas bondades a la primera ocasión, se prometió Quart in mente. La mujer lo observaba con malicia jovial. Dispuesto a aceptar sólo a medias la complicidad que ella ofrecía, alzó las cejas con la inocencia de un jesuita veterano. De hecho, el gesto lo había aprendido en el seminario. De un jesuita.

—La veo informada. Pero no haga caso de todo lo que dicen.

Gris Marsala soltó una carcajada.

—No hago caso —dijo—. Pero resulta divertido. Además, ya le he dicho que trabajo aquí. Soy la arquitecto responsable de la restauración de este lugar —echó otra ojeada en torno y suspiró con aire desolado—. Su aspecto no dice mucho en mi favor, ¿verdad?… Pero es una larga historia de presupuestos que no se aprueban y de dinero que no llega.

—Usted es norteamericana.

—Sí. Me ocupo de esto desde hace dos años, por encargo de la fundación Eurnekian, que aportó un tercio del proyecto inicial de restauración. Al principio éramos tres, dos españoles y yo; pero los otros se fueron… Ahora hace tiempo que las obras se encuentran casi paralizadas —lo miró atenta, esperando el efecto de lo que iba a decir—. Y además, están esas dos muertes.

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