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Authors: Arturo Pérez-Reverte

La piel del tambor (3 page)

BOOK: La piel del tambor
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—Que podría haberla escrito un eclesiástico —respondió Quart, sin vacilar. Después hizo una pausa, antes de añadir—: Y que tal vez está loco de remate.

—Es posible —monseñor Spada abrió la carpeta, hojeando un dossier que contenía recortes de prensa—. Pero es un experto informático y los hechos que cita son auténticos. Esa iglesia tiene problemas. Y también los causa. Las muertes son reales: dos en los últimos tres meses. Todo huele a escándalo.

—Huele a algo peor —dijo el cardenal sin volverse, de nuevo silueta recortada en el contraluz gris.

—Su Eminencia —aclaró el director del IOE— es partidario de que el Santo Oficio tome cartas en el asunto —hizo una pausa significativa—. Al viejo estilo.

—Al viejo estilo —repitió Quart. Respecto a la Congregación para la Doctrina de la Fe, no le gustaban ni el viejo estilo ni el nuevo, y eso iba también a cuenta de los propios recuerdos. Por un instante entrevió, en un rincón de su memoria, el rostro de un sacerdote brasileño, Nelson Corona: un cura de favelas, uno de aquellos hombres de la Iglesia de la Liberación para cuyo ataúd él había suministrado la madera.

—Nuestro problema —proseguía monseñor Spada— es que el Santo Padre desea una encuesta en regla. Pero meter en esto al Santo Oficio le parece excesivo. Matar moscas a cañonazos —hizo una pausa calculada, mirando fijamente a Iwaszkiewicz—. O con lanzallamas.

—Ya no quemamos a nadie —oyeron decir al cardenal, como si le hablase a la lluvia. Parecía lamentar que así fuera.

—De cualquier modo —continuó el arzobispo— se ha decidido que,
de momento
—recalcó el de momento de forma significativa—, sea el Instituto para las Obras Exteriores el que realice la investigación. O sea, usted. Y sólo en caso de apreciarse indicios de gravedad, el problema sería transferido al brazo oficial de la Inquisición.

—Le recuerdo, hermano en Cristo —el cardenal seguía dándoles la espalda, vuelto hacia el Belvedere—, que la Inquisición dejó de existir hace treinta años.

—Es cierto, disculpe Vuestra Paternidad. Quise decir: transferir el problema al brazo oficial de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

—Ya no quemamos a nadie —repitió Iwaszkiewicz, obstinado. Ahora había en su voz un eco oscuro, un presagio de amenaza.

Monseñor Spada guardó silencio unos segundos, sin apartar los ojos de Quart. Ya no queman a nadie pero le sueltan los perros negros, decía la mirada. Lo acosan, y lo desprestigian, y lo matan en vida. Ya no queman a nadie pero cuidado con él. Ese polaco es peligroso para ti y para mí; y de los dos tú eres el más vulnerable.

—Usted, padre Quart —esta vez, al hablar de nuevo, el director del IOE adoptó un tono cuidadoso y formal—, irá a establecerse durante algunos días en Sevilla… Hará lo posible por identificar al autor de la carta. Mantendrá prudente contacto con la autoridad eclesiástica local. Y sobre todo conducirá el asunto por cauces discretos y razonables —colocó otro dossier sobre el anterior—. Aquí está toda la información de que disponemos. ¿Tiene alguna pregunta?

—Una sola, Monseñor.

—Pues hágala.

—El mundo está lleno de iglesias con problemas y escándalos potenciales. ¿Qué tiene ésta de especial?

El arzobispo dirigió una ojeada a la espalda del cardenal Iwaszkiewicz, pero el inquisidor se mantenía en silencio. Después se inclinó un poco sobre las carpetas de la mesa, como acechando en ellas una revelación de última hora.

—Supongo —dijo al fin— que el pirata informático se tomó mucho trabajo, y el Santo Padre ha sabido apreciarlo.

—Apreciarlo suena excesivo —apuntó Iwaszkiewicz, distante.

Monseñor Spada encogió los hombros:

—Digamos, entonces, que Su Santidad ha decidido distinguirlo con una atención personal.

—A pesar de su insolencia y su osadía —volvió a apostillar el polaco.

—A pesar de todo eso —concluyó el arzobispo—Por alguna razón, este mensaje en su ordenador privado le pica la curiosidad. Quiere mantenerse informado.

—Mantenerse informado —repitió Quart.

—Puntualmente.

—Una vez en Sevilla, ¿debo consultar también con la autoridad eclesiástica local?

El cardenal Iwaszkiewicz se volvió hacia él:

—Su única autoridad en este asunto es monseñor Spada.

En ese momento se restableció el fluido eléctrico, y la gran araña del techo iluminó la estancia, arrancando reflejos a la cruz de diamantes y al anillo en la mano que señalaba al director del IOE:

—Será a él a quien usted informe. Y sólo a él.

La luz eléctrica suavizaba un poco los ángulos de su rostro, matizando la línea fina y obstinada de unos labios angostos, duros. Una de esas bocas que no han besado en su vida mus que ornamentos, piedra y metal.

Quart hizo un gesto afirmativo:

—Sólo a él, Eminencia. Pero la diócesis de Sevilla tiene su ordinario, que es un arzobispo. ¿Cuáles son mis instrucciones a ese respecto?

Iwaszkiewicz enlazó las manos bajo la cruz de oro, mirándose las uñas de los pulgares:

—Todos somos hermanos en Cristo Nuestro Señor. Así que son deseables las relaciones fluidas, e incluso la cooperación. Pero allí gozará usted de dispensa en lo tocante a obediencia. La Nunciatura de Madrid y el arzobispado local han recibido instrucciones.

Quart se volvió hacia monseñor Spada antes de responder al cardenal:

—Quizá Su Paternidad ignora que no gozo de las simpatías del arzobispo de Sevilla…

Era cierto. Dos años atrás, una cuestión de competencias sobre la seguridad del viaje papal a la capital andaluza había causado un áspero enfrentamiento entre Quart y Su Ilustrísima don

Aquilino Corvo, titular de la sede hispalense. A pesar del tiempo transcurrido, aún batían olas de aquella marejada.

—Conocemos sus problemas con monseñor Corvo —dijo Iwaszkiewicz—. Pero el arzobispo es hombre de Iglesia, y sabrá poner el bien superior por encima de sus antipatías personales.

—Todos estamos en la nave de Pedro —se permitió decir monseñor Spada, y Quart comprendió que, a pesar del peligro que suponía compartir tapete con Iwaszkiewicz, el IOE tenía buenas cartas en aquella historia. Ayúdame a jugarlas, decían los ojos del superior.

—El arzobispo de Sevilla ha sido puesto al corriente, por cortesía —comentó el polaco—. Pero usted tiene plena independencia para obtener toda la información necesaria, utilizando no importa qué recursos.

—Legítimos, por supuesto —apuntó de nuevo monseñor Spada.

Se obligó Quart a contenerse para no delatar una sonrisa. Iwaszkiewicz los miraba alternativamente a ambos.

—Eso es —dijo tras un instante—. Legítimos, por supuesto.

Había alzado la mano del anillo para tocarse una ceja y el gesto, en apariencia inocente, parecía contener una advertencia. Tened cuidado con vuestros jueguecitos de club escolar, traslucía aquello. Ríe mejor quien ríe el último, y yo no tengo prisa. Un solo resbalón y seréis míos.

—Usted, padre Quart —prosiguió el cardenal—, tendrá presente que su misión es sólo informativa. Así que mantendrá una neutralidad exquisita. Más tarde, según el material que nos presente, dispondremos actuaciones concretas. De momento, encuentre lo que encuentre allí, evite toda publicidad o escándalo. Con la ayuda de Dios, naturalmente —hizo una pausa para observar el fresco del mar Tirreno y movió la cabeza igual que si leyera en él un mensaje oculto—… Recuerde que en los tiempos que corren no siempre la verdad nos hace libres. Me refiero a la verdad aireada en público.

Extendió la mano del anillo con gesto imperioso, brusco, prieta la línea de los labios y los ojos oscuros y amenazadores fijos en Quart. Pero éste era un buen soldado que escogía a sus amos, así que aguardó justo un segundo más de lo necesario, y sólo entonces se inclinó para poner una rodilla en tierra y besar el rubí rojo del anillo. El cardenal alzó dos dedos de la misma mano e hizo sobre la cabeza del sacerdote una lenta señal de la cruz, que lo mismo podía interpretarse bendición que amenaza. Después abandonó el despacho.

Quart exhaló el aire contenido en los pulmones y se puso en pie, sacudiéndose el pantalón sobre la rodilla puesta en el suelo. Tenía los ojos llenos de preguntas al volverse hacia monseñor Spada.

—¿Qué opina de él? — inquirió el director del IOE. Había cogido otra vez la plegadera y mostraba una sonrisa preocupada al señalar con ella la puerta por donde se había ido Iwaszkiewicz.

—¿
Ufficioso
o
ufficiale
, Monseñor?


Ufficioso
.

—No me hubiera gustado nada caer en sus manos hace doscientos o trescientos años —respondió Quart.

Su superior acentuó la sonrisa:

—¿Por qué?

—Bueno. Se diría un hombre muy duro.

—¿Duro? —el arzobispo miró de nuevo hacia la puerta y Quart vio que la sonrisa se le desvanecía despacio en la boca—. Si no fuese pecar contra la caridad respecto a un hermano en Cristo, yo diría que Su Eminencia es un perfecto hijo de puta.

Bajaron juntos por la escalera de piedra abierta a la Vía del Belvedere, donde aguardaba el coche oficial de monseñor Spada. El arzobispo tenía una cita cerca de la casa de Quart, en Cavalleggeri e Hijos. Cavalleggeri era, desde hacía un par de siglos, el sastre que vestía a toda la aristocracia de la Curia, incluido el Papa. Su taller estaba en la Vía Sistina, junto a la plaza de España, y el arzobispo ofreció a Quart dejarlo en las proximidades. Salieron por la puerta de Santa Ana, y a través de las ventanillas empañadas vieron cuadrarse a los guardias suizos al paso del automóvil. Quart sonrió divertido, pues monseñor Spada no era popular entre los suizos del Vaticano; una investigación del IOE sobre presuntos casos de homosexualidad en la Guardia había terminado con media docena de licenciamientos forzosos. Además, de vez en cuando y para matar el rato, el arzobispo ideaba perversos simulacros a fin de comprobar la seguridad interior; como la infiltración en el Palacio Apostólico de uno de sus agentes, de paisano y provisto de un frasco de supuesto ácido sulfúrico para el fresco de la Crucifixión de San Pedro, en la capilla Paulina. El intruso se hizo una foto con Polaroid subido a un banco delante de la pintura y con una sonrisa de oreja a oreja, y monseñor Spada la remitió, junto a una nota interior bastante zumbona, al coronel de la Guardia Suiza. De aquello habían transcurrido seis semanas y aún rodaban cabezas.

—Se llama
Vísperas
—dijo monseñor Spada.

El automóvil torcía a la derecha y después a la izquierda, tras pasar bajo los arcos de la puerta Angélica. Quart miró la espalda del chofer, separado por una mampara de metacrilato que insonorizaba los asientos traseros del automóvil.

—¿Es todo lo que saben de él?

—Sabemos que puede ser clérigo, y puede no serlo. Y que tiene acceso a un ordenador conectado a la red telefónica

—¿Edad?

—Imprecisa.

—Me cuenta poca cosa Su Reverencia.

—No fastidie, hombre. Le cuento lo que hay

El Fiat se abría camino entre el tráfico de la Via della Concihazione. Estaba dejando de llover y el cielo se despejaba un poco hacia el este, sobre las alturas del Pincio. Quart acomodó la raya de su pantalón y miró la esfera del reloj, aunque la hora lo tenía sin cuidado.

—¿Qué está ocurriendo en Sevilla?

Monseñor Spada observaba la calle con aire distraído. Tardó unos instantes en responder, y lo hizo sin cambiar de postura: —Hay una iglesia barroca… Vieja, pequeña, ruinosa. Se llama Nuestra Señora de las Lágrimas. Estaba siendo restaurada pero se acabó el dinero y la obra quedó a medias… Por lo visto, el solar esta situado en una zona importante, histórica: Santa Cruz

—Conozco Santa Cruz. Es la antigua judería, reconstruida a principios de siglo. Muy cerca de la catedral y el Arzobispado —Quart le dedicó una mueca al recuerdo de monseñor Corvo—. Un hermoso barrio.

—Debe de serlo, porque la amenaza de ruina en la iglesia y la paralización de las obras despierta pasiones de todo tipo— el ayuntamiento quiere expropiar, y una familia de la aristocracia andaluza, relacionada con un banco, desempolva también no sé que derechos seculares.

Acababan de pasar a la izquierda el castillo de Sant'Angelo y el Fiat avanzaba por el Lungotevere en dirección al puente Umberto I. Quart le echó un vistazo a la parda muralla circular que para él simbolizaba el lado temporal de la Iglesia a la que servía: Clemente VII corriendo, remangada la sotana, a refugiarse allí mientras los lansquenetes de Carlos V saqueaban Roma.
Memento mori
. Recuerda que eres mortal.

—¿Y el arzobispo de Sevilla?… Me extraña que no se ocupe él.

El director del IOE miraba la corriente gris del Tíber a través de la ventanilla salpicada de gotas de lluvia.

—Es parte interesada, y aquí no se fían. Nuestro buen monseñor Corvo también pretende especular. En su caso, naturalmente, se trata de los intereses terrenales de la Santa Madre Iglesia… A todo esto, Nuestra Señora de las Lágrimas se cae en pedazos y a nadie interesa arreglarla. Parece más valiosa destruida que en pie.

—¿Tiene párroco?

La pregunta arrancó un lento suspiro al arzobispo.

—Asombrosamente, sí. Un sacerdote de cierta edad se ocupa de ella. Creo que es individuo conflictivo, y las sospechas sobre la identidad de
Vísperas
apuntan a él o a su vicario: un joven pendiente de traslado a otra diócesis. Según hemos averiguado, todas sus apelaciones fueron desoídas por nuestro amigo Corvo —monseñor Spada hizo amago de sonreír un poco, con desgana—. No es descabellado pensar que uno de los dos, si no ambos, haya concebido este modo singular de apelación directa al Santo Padre.

—Tienen que ser ellos.

El director del IOE alzó a medias una mano dubitativa:

—Tal vez. Pero hay que probarlo.

—¿Y si obtengo esas pruebas?

—En ese caso —el arzobispo ensombreció el rostro y su tono se hizo más bajo y más grave— lamentarán amargamente su inoportuna afición a la informática.

—¿Y qué hay de las dos muertes?

—Ahí está justo el problema. Sin ellas, el conflicto no habría pasado de ser uno de tantos: un solar, unos especuladores y mucho dinero de por medio. En tiempos de crisis, si el pretexto es bueno, se derriba la iglesia y se destina el dinero de la venta a la mayor gloria de Dios. Pero las muertes lo complican todo —los ojos veteados de marrón de monseñor Spada se distrajeron al otro lado de la ventanilla; el Fiat se inmovilizaba en los embotellamientos próximos al Corso Vittorio Emmanuele—… En poco tiempo han muerto dos personas relacionadas con Nuestra Señora de las Lágrimas: un arquitecto municipal que estudiaba el edificio con intención de declararlo en ruina y ordenar su desalojo, y un clérigo, el secretario del arzobispo Corvo. Que andaba por allí, al parecer, presionando al párroco en nombre de Su Ilustrísima.

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