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Authors: Arturo Pérez-Reverte

La piel del tambor (4 page)

BOOK: La piel del tambor
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—No me lo puedo creer.

Los ojos de mastín se detuvieron en Quart.

—Pues vaya creyéndoselo. Desde hoy es usted quien se ocupa del asunto.

Seguían bloqueados en un inmenso atasco, entre ruidos de motor y bocinazos. El arzobispo se inclinó hacia la ventanilla para echarle un vistazo al cielo.

—Podemos seguir a pie. Tenemos tiempo, así que lo invito al aperitivo en ese café que a usted le gusta tanto.

—¿El Greco? Me parece bien. Monseñor. Pero su sastre aguarda. Y su sastre es Cavalleggeri, no un cualquiera. Ni el Santo Padre se atreve a hacerlo esperar.

Sonó la risa ronca del prelado, que ya salía del automóvil:

—Ése es uno de mis raros privilegios, padre Quart. Al fin y al cabo, ni siquiera el Santo Padre sabe sobre Cavalleggeri las cosas que yo sé.

Lorenzo Quart tenía el hábito de los viejos cafés metido en la sangre. Casi doce años atrás, recién llegado a Roma como alumno de la Universidad Gregoriana, los dos siglos y medio de antigüedad del Greco, sus impasibles camareros y la historia ligada a los grandes trotamundos del XVIII y XIX, de Byron a Stendhal, lo sedujeron desde que cruzó bajo el arco de piedra blanca por primera vez. Ahora vivía a dos pasos de allí, en un ático alquilado por el IOE en el 119 de la Vía del Babuino, con una pequeña terraza donde había macetas y una buena vista sobre media Trinitá dei Monti y las azaleas en flor de la escalinata, en la plaza de España. El Greco era su lugar favorito de lectura y solía instalarse en él en horas tranquilas, bajo el busto de Víctor Manuel II; la mesa, decían, de Giacomo Casanova y Luis de Baviera.

—¿Cómo reaccionó monseñor Corvo a la muerte del secretario?

Monseñor Spada estudió el color rojo de los cinzanos que tenían delante. Había escaso público en el local: un par de parroquianos habituales leyendo el periódico en las mesas del fondo, una dama elegante con bolsas de compras Armani y Valentino que hablaba por teléfono móvil, y unos turistas ingleses fotografiándose mutuamente junto al mostrador del vestíbulo. La mujer del teléfono parecía incomodar al arzobispo, pues éste le dirigió una crítica mirada antes de volverse por fin a Quart:

—Se lo tomó muy mal. Francamente mal, diría yo. Ha jurado no dejar piedra sobre piedra.

Quart movió la cabeza:

—Me parece desproporcionado. Un edificio no posee voluntad propia. Y menos para causar daño.

—Eso espero —los ojos del Mastín no bromeaban—. Eso espero realmente. Mejor para todos que así sea.

—¿No buscará monseñor Corvo un pretexto para demoler la iglesia y zanjar el asunto?

—Sin duda es un pretexto. Pero hay algo más. El arzobispo tiene una cuestión personal con esa iglesia, o con su párroco. Quizá con ambos.

Se quedó en silencio, mirando un cuadro de la pared: un paisaje romántico de cuando Roma todavía era ciudad del papa—rey, con el arco de Vespasiano en primer término y la cúpula de San Pedro al fondo, entre tejados y lienzos de viejas murallas.

—¿Fueron muertes naturales? — preguntó Quart.

El otro encogía los hombros:

—Depende de lo que consideremos natural. El arquitecto se cayó del tejado y al clérigo se le vino encima una piedra de la bóveda.

—Espectacular —concedió Quart, llevándose el vaso a los labios.

—Y sangriento, creo. El secretario quedó hecho una lástima —monseñor Spada levantó el índice hacia el techo—. Imagínese una sandía a la que le caen encima diez kilos de cornisa. Plaf.

La onomatopeya ayudó a Quart a imaginarlo sin problemas. Fue eso, y no el sabor del vermut, lo que le hizo torcer la boca.

—¿Qué dice la policía española?

—Accidentes. De ahí lo siniestro de esa línea:
una iglesia que mata para defenderse
… —monseñor Spada frunció el ceño—. Inquietud que ahora comparte el Santo Padre, gracias a la impertinencia de un pirata informático. Y que el IOE debe despejar.

—¿Por qué nosotros?

El arzobispo soltó una breve risa entre dientes, sin responder en seguida. Iba vestido de cura pero ni siquiera lo parecía. Quart observó su perfil de gladiador, que le recordaba una antigua estampa sobre el centurión que crucificó a Cristo. El cuello ancho, las manos fuertes, desproporcionadas, que reposaban a cada lado de la mesa. Tras su tosca apariencia de campesino lombardo, el Mastín poseía las claves de todos los secretos de un Estado que incluía tres mil funcionarios vaticanos, tres mil obispos en el exterior, y el liderazgo espiritual de mil millones de almas. Se contaba que en el último cónclave había logrado hacerse con el historial médico de todos los candidatos al trono de Pedro, a fin de estudiar sus niveles de colesterol y predecir, en lo posible, si el remado del nuevo pontífice iba a ser demasiado corto o demasiado largo. En cuanto a Wojtila, el director del IOE había predicho el golpe a la derecha cuando las papeletas con su nombre aún daban fumata negra.

—¿Por qué nosotros?… —dijo por fin, repitiendo la pregunta de Quart—. Porque en teoría somos los hombres de confianza del Papa. De cualquier papa. Pero el poder en el Vaticano es un hueso que se disputa más de un perro de presa, y últimamente el Santo Oficio crece a nuestra costa. Antes cooperábamos en fraternal concordia. Policías de Dios, hermanos en Cristo —hizo un gesto con la mano izquierda para descartar aquellos lugares comunes—… Usted lo sabe mejor que nadie.

Quart, en efecto, lo sabía. Hasta el escándalo que desmanteló todo el aparato de finanzas vaticano, y el viraje del equipo polaco hacia la ortodoxia, las relaciones entre el IOE y el Santo Oficio fueron cordiales. Pero el acoso y derribo del sector liberal había terminado por desencadenar un despiadado ajuste de cuentas en el seno de la Curia.

—Corren malos tiempos —suspiró el arzobispo.

Abismaba la mirada en el cuadro de la pared. Después bebió un poco y se echó hacia atrás en el sillón, chasqueando la lengua.

—Fíjese —añadió, señalando con el mentón la cúpula de Miguel Ángel pintada al fondo—. Ahí sólo los papas tienen derecho a morir. Cuarenta hectáreas que contienen el Estado más poderoso de la tierra, pero cuya estructura sigue fiel al molde monárquico absolutista medieval. Un trono que hoy se sostiene merced a la religión convertida en espectáculo, los viajes papales televisados y toda esa parafernalia del
Totus tuus
. Y por debajo, el integrismo más reaccionario y más oscuro: Iwaszkiewicz y compañía. Sus lobos negros.

Suspiró de nuevo y, casi con desdén, apartó los ojos del cuadro.

—Ahora la lucha es a muerte —continuó, sombrío—. Sin autoridad la Iglesia no funciona: el truco es mantenerla indiscutida y compacta. En esa tarea, la Congregación para la Doctrina de la Fe es un arma tan valiosa que su importancia crece desde los años ochenta, cuando Wojtila adoptó la costumbre de subir cada día al Sinaí a charlar un rato con Dios —la mirada de mastín vagó alrededor, en una pausa cargada de ironía—. El Santo Padre es infalible incluso en sus errores, y resucitar la Inquisición es buen sistema para cerrar la boca a los disidentes. ¿Quién habla ya de Kung, Castillo, Schillebeeck, o Boff?… La nave de Pedro resuelve siempre sus forcejeos históricos silenciando a los díscolos o arrojándolos por la borda. Nuestras armas son las de siempre: la descalificación intelectual, la excomunión y la hoguera… ¿En qué piensa, padre Quart? Lo veo muy callado.

—Siempre estoy callado. Monseñor.

—Es cierto. Lealtad y prudencia, ¿verdad?… ¿O debo emplear la palabra profesionalidad? — había un jocoso malhumor en la voz del prelado—. Siempre esa maldita disciplina que lleva puesta como una cota de malla… Bernardo de Claraval y sus mafiosos templarios habrían hecho buenas migas con usted. Estoy seguro de que, apresado por Saladino, se dejaría rebanar el gaznate antes que renegar de su fe. No por piedad, claro. Por orgullo.

Quart se echó a reír.

—Pensaba en Su Eminencia el cardenal Iwaszkiewicz —concedió—. Ya no hay hogueras —apuró el resto de su vaso—. Ni excomuniones.

Monseñor Spada emitió un gruñido feroz:

—Hay otras formas de arrojar a las tinieblas exteriores. Las hemos practicado incluso nosotros. Usted mismo.

El arzobispo calló, atento a los ojos de su interlocutor cual si lamentase ir demasiado lejos. De todos modos, era muy cierto. En una primera etapa, cuando no estaban en bandos opuestos, el propio Quart había proporcionado a los lobos negros de Iwaszkiewicz los clavos para varias crucifixiones. Volvió a ver ante sí las gafas empañadas, los ojos miopes y asustados de Nelson Corona, las gotas de sudor corriendo por la cara del hombre que una semana más tarde iba a dejar de ser sacerdote y otra semana después iba a estar muerto. De eso mediaban cuatro años, pero el recuerdo seguía nítido en la memoria.

—Sí —repitió—. Yo mismo.

Monseñor Spada advirtió el tono de su agente, pues los ojos veteados lo estudiaron, inquisitivos.

—¿Corona, todavía? — preguntó con suavidad.

Quart moduló una sonrisa.

—¿Con franqueza. Monseñor?

—Con franqueza.

—No sólo él. También Ortega, el español. Y aquel otro, Souza.

Habían sido tres sacerdotes vinculados a la llamada Teología de la Liberación, rebeldes a la corriente reaccionaria impulsada desde Roma; y en los tres casos el IOE ofició como perro negro por cuenta de Iwaszkiewicz y su Congregación. Corona, Ortega y Souza eran destacados curas progresistas que ejercían su apostolado en diócesis marginales, barrios muy pobres de Río de Janeiro y São Paulo. Gente partidaria de salvar al hombre en la tierra antes que en el reino de los cielos. Al señalársele como objetivos, el IOE puso manos a la obra, tanteando sus puntos débiles para presionar después. Ortega y Souza claudicaron pronto. En cuanto a Corona, una especie de héroe popular de las favelas de Río, azote de los políticos y la policía local, fue necesario enfrentarlo a ciertos equívocos pormenores de su labor apostólica entre jóvenes drogadictos, asunto que durante varias semanas fue cuidadosamente investigado por Lorenzo Quart sin pasar por alto ningún dicen que, vaya usted a saber, o etcétera. Aun así, el sacerdote brasileño se había negado a rectificar. Odiado por la ultraderecha, a los siete días de verse suspendido
a divinis
y expulsado de su diócesis con foto en primera plana de los diarios, Nelson Corona fue asesinado por los escuadrones de la muerte. Su cuerpo apareció maniatado y con un tiro en la nuca, en un vertedero próximo a su antigua parroquia.
Comunista e veado
: comunista y maricón, rezaba el cartel que le habían colgado al cuello.

—Escuche, padre Quart. Aquel hombre se apartó del voto de obediencia y de las prioridades de su ministerio, y fue llamado a reconsiderar sus errores. Eso es todo. Después el asunto se fue de las manos; no a nosotros, sino a Iwaszkiewicz y su Santa Congregación. Usted no hizo sino cumplir órdenes. Sólo facilitó las cosas, y no es responsable.

—Con todo el respeto que debo a Su Ilustrísima, sí soy responsable. Corona está muerto.

—Usted y yo conocemos a otros hombres que también han muerto. El financiero Lupara, sin ir más lejos.

—Corona era uno de los nuestros. Monseñor.

—Los nuestros, los nuestros… Nosotros no somos de nadie. Estamos solos. Respondemos ante Dios y ante el Papa —el arzobispo hizo una pausa cargada de intención: los papas morían, y Dios no—. Por ese orden.

Quart miró hacia la puerta como si deseara desentenderse del asunto. Después bajó la cabeza.

—Tiene razón Su Ilustrísima —dijo en tono opaco.

El arzobispo cerró lentamente un puño, igual que si se dispusiera a golpear la mesa; pero lo mantuvo así, enorme, cerrado e inmóvil. Parecía exasperado:

—Oiga. A veces detesto su maldita disciplina.

—¿Qué debo responder a eso. Monseñor?

—Dígame lo que piensa.

—En situaciones así procuro no pensar.

—No sea idiota. Es una orden.

Quart permaneció callado un instante y después encogió los hombros:

—Sigo creyendo que Corona era uno de los nuestros. Y además un hombre justo.

El arzobispo abrió el puño y alzó un poco la mano.

—Con debilidades.

—Quizás. Lo suyo fue exactamente eso: una debilidad, un error. Y todos cometemos errores.

Paolo Spada se echó a reír, irónico.

—No en su caso, padre Quart. Me refiero a usted. Hace diez años que estoy al acecho de su primer error, y ese día me daré el gusto de recomendarle un buen cilicio, cincuenta azotes y cien avemarías como disciplina —de pronto su tono se volvió ácido—. ¿Cómo logra mantenerse tan disciplinado y tan virtuoso? — hizo una pausa para pasarse la mano por las cerdas del pelo y movió la cabeza sin esperar respuesta—… Pero volviendo al desgraciado asunto de Río, ya sabe que el Todopoderoso escribe a veces con renglones torcidos. Ése fue un caso de mala suerte.

—Ignoro lo que fue. En realidad no me inquieta demasiado, Monseñor; pero es un hecho. Algo objetivo: yo lo hice. Y algún día quizá deba dar cuenta de ello.

—Ese día Dios lo juzgará como a todos nosotros. Hasta entonces, y sólo para cuestiones de trabajo, ya sabe que tiene mi absolución general,
sub conditione
.

Levantó una de sus grandes manos en gesto de breve bendición. Quart sonreía abiertamente:

—Necesitaría algo más que eso. Además, ¿puede Su Ilustrísima asegurarme que hoy habríamos actuado del mismo modo?

—¿Se refiere a la Iglesia?

—Me refiero al Instituto para las Obras Exteriores. ¿Le pondríamos ahora en bandeja con tanta facilidad aquellas tres cabezas al cardenal Iwaszkiewicz?

—No lo sé. Francamente, no lo sé. Una estrategia se compone de acciones tácticas —el prelado observó a su interlocutor con brusca atención, interrumpiéndose, el aire inquieto—… Espero que nada de esto tenga relación con su trabajo en Sevilla.

—No la tiene. Al menos eso creo. Pero me pidió que fuese franco.

—Escuche. Usted y yo somos sacerdotes profesionales y no acabamos de caernos de un guindo. Iwaszkiewicz tiene a todo el mundo comprado o atemorizado en el Vaticano —miró alrededor como si el polaco fuese a aparecer por allí de un momento a otro—. Únicamente le falta poner su zarpa sobre el IOE. Ya sólo nos defiende cerca del Santo Padre el secretario de Estado, Azopardi, que fue compañero mío de estudios.

—Usted, Ilustrísima, tiene muchos amigos. Ha hecho favores a mucha gente.

Paolo Spada dejó oír su risa incrédula:

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