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Authors: Arturo Pérez-Reverte

La piel del tambor (7 page)

BOOK: La piel del tambor
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La expresión de Quart se mantuvo imperturbable:

—¿Se refiere a los accidentes?

—Es una forma de llamarlo, sí. Accidentes —seguía vigilando la reacción de su interlocutor, y pareció decepcionada al comprobar que él no añadía comentario alguno—. ¿Ha visto ya al párroco?

—Todavía no. Llegué anoche y ni siquiera he visitado al arzobispo. Quise echar un vistazo antes.

—Pues ya ve —hizo un gesto con la mano, mostrando la nave y el altar mayor apenas visible al fondo, en la penumbra—. Barroco sevillano del Setecientos, retablo de Duque Cornejo… Una pequeña joya que se cae a pedazos.

—¿Y esa Virgen decapitada en la puerta?

—Algunos ciudadanos celebraron a su manera la proclamación de la Segunda República, en 1931.

Lo dijo benevolente, como si en el fondo disculpara a los descabezadores. Quart se preguntó cuánto tiempo llevaba en aquella ciudad. Mucho, sin duda. Su castellano era impecable, y parecía hallarse a sus anchas.

—¿Cuánto hace que vive aquí?

—Casi cuatro años. Pero estuve muchas veces antes de establecerme. Vine con una beca y nunca me fui del todo.

—¿Por qué?

La vio encogerse de hombros, igual que si también ella se formulara la misma pregunta.

—No sé. Le pasa a muchos de mis compatriotas; sobre todo a los jóvenes. Un día llegan y ya no pueden irse. Se quedan tocando la guitarra, dibujando en las plazas. Ingeniándoselas para vivir —miró pensativa el rectángulo formado por el sol en el suelo, junto a la puerta—. Hay algo en la luz, en el color de las calles, que te contamina la voluntad. Igual que caer enfermo.

Quart dio unos pasos y se detuvo, oyendo apagarse el ultimo eco en el fondo de la nave. Había un pulpito con escalera de caracol a la izquierda, medio oculto por los andamies, y un confesionario a la derecha, en una pequeña capilla que servía como entrada a la sacristía. Pasó una mano sobre la madera de un banco, ennegrecida por el uso y los años.

—¿Qué le parece? — preguntó la mujer.

Levantó Quart la cabeza. La bóveda, de cañón con lunetas formaba planta rectangular con una sola nave y crucero de cortos brazos. Una cúpula elíptica, rematada en linterna ciega había estado adornada con pinturas al fresco ahora irreconocibles por los estragos del humo de las velas y los incendios. Podían distinguirse unos cuantos ángeles en torno a una gran mancha negra de hollín y varios profetas barbudos y maltrechos, descarnados por ronchas de humedad que les daban aspecto de leprosos incurables…

—No sé —respondió—. Pequeña, bonita. Vieja.

—Tres siglos —precisó ella, y el eco se reanudó cuando caminaron de nuevo entre los bancos, hacia el altar mayor—. En mi país, un edificio con trescientos años de antigüedad sería una Joya histórica inviolable. Y aquí. ya ve: lugares como éste cayéndose por todas partes, sin que nadie mueva un dedo.

—Tal vez haya demasiados.

—Tiene gracia oír eso a un sacerdote. Aunque no lo parece —de nuevo lo observó de arriba abajo, con irónico interés, deteniéndose esta vez en el corte impecable del traje ligero y oscuro— De no ser por el alzacuello y la camisa negra…

—Los llevo desde hace veinte años —la interrumpió fríamente, mirando sobre el hombro de la mujer—… Usted me hablaba de la iglesia y de los sitios como éste.

Se quedó un poco desconcertada, ladeando la cabeza, en visible esfuerzo por catalogarlo dentro de alguna de las especies conocidas del sexo masculino. Y a pesar de su desenvoltura, Quart supo que el alzacuello la intimidaba. Les ocurre a todas ellas, pensó: viejas y jóvenes, sin excepción. Hasta la más resuelta puede verse insegura cuando un gesto, una palabra, recuerdan de pronto al sacerdote.

—La iglesia —dijo Gris Marsala por fin, mirándolo como si tuviese el pensamiento en otra parte—. Pero no coincido en que haya exceso de lugares así. A fin de cuentas se trata de nuestra memoria, ¿no le parece?… —arrugó los labios y la nariz mientras golpeaba con un pie en las gastadas losas del suelo, casi poniéndolas por testigo—. Estoy convencida de que cada edificio, cada cuadro, cada libro antiguo que se destruye o se pierde, nos hace un poco más huérfanos. Nos empobrece.

Había hablado con inesperado ardor, y en algún momento su tono se crispó con un deje de amargura. Al comprobar que era Quart quien ahora se volvía sorprendido hacia ella, sonrió de nuevo.

—No tiene nada que ver que yo sea norteamericana —dijo, a modo de excusa—. O quizá precisamente sí. Esto es patrimonio de la humanidad entera. Nadie tiene derecho a dejar que se pierda.

—¿Por eso lleva tanto tiempo en Sevilla?

Reflexionó, misteriosa.

—Tal vez. En todo caso por eso estoy ahora aquí, en este sitio —miró hacia arriba, deteniéndose en una de las vidrieras que había en las lunetas a la izquierda de la nave, aquélla donde estaba trabajando cuando llegó Quart—. ¿Sabe que es la última iglesia construida en España bajo los Austrias?… Las obras del edificio concluyeron oficialmente el primero de noviembre de 1700, mientras Carlos II, último de su dinastía, agonizaba sin descendencia. El oficio religioso inaugural fue de difuntos, al día siguiente, por el alma del rey.

Estaban ante el altar mayor. La claridad diagonal de las vidrieras daba suaves reflejos a los dorados superiores del retablo, al que sus propios relieves mantenían en penumbra entre los andamios. Quart distinguió un cuerpo central con la Virgen bajo un ancho baldaquino, sobre el sagrario ante el que hizo una breve inclinación de cabeza. Las calles laterales, separadas del pórtico por columnas labradas, contenían hornacinas con imágenes, querubines y santos.

—Es magnífico —comentó, sincero.

—Es algo más que eso.

Gris Marsala se había aproximado al pie de la obra, tras el altar, e hizo girar un interruptor que iluminó el retablo. El pan de oro y la madera dorada cobraron vida, y una fuente de luz se derramó entre columnas, medallas y guirnaldas labradas con delicadeza de orfebre. Quart admiró la uniformidad del abigarrado conjunto, la fusión de elementos constructivos y ornamentales en un solo plano combinando imágenes, molduras, motivos arquitectónicos y vegetales.

—Magnífico —repitió, impresionado. Y llevándose la mano derecha a la frente hizo una mecánica señal de la cruz. Al concluirla observó que Gris Marsala lo miraba atenta, como si encontrase aquello incongruente—. ¿Nunca vio a un cura santiguarse? — Quart ocultaba su incomodidad tras una gélida sonrisa—. Muchos han debido de hacerlo ante este retablo.

—Supongo que sí. Pero era otro tipo de curas.

—Sólo hay un tipo de cura —respondió él, un poco a la ligera y por decir algo—… ¿Es católica?

—Algo. Mi bisabuelo era italiano —los ojos claros lo miraban con impertinente ironía—. Tengo un sentido bastante exacto del pecado, si es a eso a lo que se refiere. Pero a mi edad…

Dejó la frase en el aire tocándose el pelo cano recogido en la corta trenza. Quart consideró oportuno cambiar otra vez de conversación:

—Estábamos hablando del retablo —opuso—. Y yo le decía que es magnífico… —la miró a los ojos; serio, cortés y distante—. ¿Le parece que empecemos de nuevo?

Otra vez Gris Marsala ladeó un poco la cabeza. Mujer inteligente, pensaba Quart. Había algo que desconcertaba, sin embargo. El instinto bien adiestrado del agente del IOE detectaba una incongruencia, una nota falsa en ella. La estudió en busca de la clave adecuada, pero no había forma de aproximarse más sin admitir una complicidad que él no deseaba llevar demasiado lejos.

—Por favor —añadió Quart.

Todavía estuvo mirándolo de soslayo unos segundos. Después hizo un gesto afirmativo y pareció a punto de sonreír otra vez, pero no lo hizo.

—De acuerdo —dijo por fin. Se había vuelto hacia el retablo, y Quart siguió el movimiento—. Lo realizó en 1711 el escultor Pedro Duque Cornejo, que cobró por él dos mil escudos de a ocho reales de plata cada uno. Y es, en efecto, una maravilla. Toda la imaginación y el atrevimiento del barroco sevillano están ahí.

La Virgen era una hermosa talla de madera policromada y casi un metro de altura. Tenía un manto azul y las manos abiertas, con las palmas hacia afuera. Una luna en cuarto le servía de pedestal y su pie derecho aplastaba una serpiente.

—Es muy bella —dijo Quart.

—Realizada por Juan Martínez Montañés casi un siglo antes que el retablo… Era propiedad de los duques del Nuevo Extremo; y como uno de ellos ayudó a construir esta iglesia, su hijo donó la imagen. Las lágrimas dieron nombre al lugar.

Quart estudiaba los detalles. Desde abajo se veían relucir lágrimas en el rostro, la corona y el manto.

—Algo exageradas, me parece.

—En su origen eran cuentas de cristal más pequeñas; pero ahora son perlas. Veinte perlas perfectas, traídas de América a finales del siglo pasado: una historia que tiene su otra parte allí, en la cripta.

—¿Hay una cripta?

—Sí. La entrada se disimula en ese lado, a la derecha del altar mayor; es una especie de capilla privada. Varias generaciones de duques del Nuevo Extremo reposan dentro. Fue uno de ellos, Gaspar Bruner de Lebrija, quien cedió en 1687 un terreno de su propiedad para edificar la iglesia, a condición de que se dijera misa por su alma una vez a la semana —señaló la hornacina a la derecha de la Virgen, con la imagen de un caballero arrodillado en actitud orante—. Ahí lo tiene: tallado por Duque Cornejo, quien realizó también la figura de la izquierda, que representa a su esposa… La construcción del edificio se la encomendaron a su arquitecto de confianza, Pedro Romero, que también lo era del duque de Medina—Sidonia. De todo ello proviene el vínculo de la familia con esta iglesia. El hijo del donante, Guzmán Bruner, fue quien costeó la terminación del retablo con la efigie de sus padres y trajo la imagen en 1711… La relación familiar todavía existe, aunque venida a menos. Y tiene mucho que ver con el conflicto.

—¿Qué conflicto?

Gris Marsala seguía mirando el retablo como si no hubiera oído la pregunta. Se pasó una mano por el cuello, emitiendo un corto suspiro.

—Bueno. Llámelo como quiera —su tono se había hecho forzadamente ligero—. Situación de punto muerto, podríamos decir. Con Macarena Bruner, su madre la vieja duquesa y todos los demás.

—Aún no conozco a las señoras Bruner.

Cuando Gris Marsala se volvió hacia Quart, había un reflejo malvado en sus ojos claros.

—¿No? Pues ya las conocerá —hizo una pausa y ladeó la cabeza, divertida—. A las dos.

Quart la oyó reír por lo bajo mientras hacía girar el interruptor de la luz. La oscuridad cubrió de nuevo el retablo.

—¿Qué está ocurriendo aquí? — preguntó.

—¿En Sevilla?

—En esta iglesia.

Ella tardó unos segundos en contestar.

—Es usted quien tiene que decirlo —apuntó al fin—. Para eso lo han enviado.

—Pero trabaja en este lugar. Tendrá alguna idea.

—Tengo ideas, por supuesto. Pero me las guardo. Lo único que sé es que hay más gente interesada en que esto se venga abajo que en mantenerlo en pie.

—¿Por qué?

—Ah, lo ignoro —las ofertas de complicidad parecían haberse desvanecido. Ahora era ella quien se cerraba, distante, y el frío de la nave desierta parecía sentirse de nuevo entre ambos—. Tal vez porque en este barrio el metro cuadrado de suelo vale una fortuna… —movió la cabeza, sacudiendo pensamientos incómodos—. Ya encontrará quien se lo cuente.

—Ha dicho antes que tiene ideas sobre esto.

—¿Lo dije?… —sonreía en un extremo de la boca, pero se trataba de un gesto insincero, forzado—. Es posible. De cualquier modo, no es asunto mío. Lo que me incumbe es salvar cuanto pueda del edificio mientras haya con qué pagar las obras, que no es el caso.

—¿Por qué sigue aquí sola, entonces?

—Hago horas extras. Desde que me ocupo de esta iglesia no he conseguido ninguna otra cosa, así que dispongo de muchísimo tiempo libre.

—Mucho tiempo libre —repitió Quart.

—Eso es —su voz había recobrado un tono amargo—. Y no tengo otro sitio a donde ir.

Iba él a insistir, intrigado, cuando unos pasos a su espalda lo hicieron volverse. Enmarcada en la puerta había una silueta negra, pequeña e inmóvil, y el trazo oscuro de su sombra caía, compacto, sobre el rectángulo de luz en las losas del suelo.

Gris Marsala, que se había vuelto también, le dirigió a Quart una extraña sonrisa:

—Ya es hora de que conozca al párroco. ¿No le parece?… Me refiero a don Príamo Ferro.

Cuando Celestino Peregil salió del bar Casa Cuesta, don Ibrahim se puso a contar con disimulo, bajo el mármol de la mesa, los billetes que el asistente del banquero Pencho Gavira les había dejado para primeros gastos.

—Cien mil —dijo al término de la operación.

El Potro del Mantelete y la Niña Puñales asintieron en silencio. Don Ibrahim hizo tres fajos de treinta y tres mil, se introdujo uno en el bolsillo interior de la chaqueta y pasó los otros a sus compadres. El billete sobrante lo puso encima de la mesa.

—¿Cómo lo veis? — preguntó.

El Potro del Mantelete, fruncidas las cejas, alisó el billete y se quedó mirando la efigie de Hernán Cortés.

—Parece bueno —aventuró.

—Me refiero al trabajo. Al encargo.

El Potro siguió mirando el billete con aire taciturno y la Niña Puñales se encogió de hombros:

—Es dinero —dijo como si aquello lo resumiera todo—. Pero enredarse con curas tiene mala sombra.

Don Ibrahim hizo un gesto para quitarle gravedad al asunto. Lo hizo con la mano izquierda, donde el cigarro humeaba junto a la sortija de oro, y la ceniza volvió a caerle sobre el pantalón

blanco.

—Lo resolveremos con mucho tacto —apuntó, inclinado con esfuerzo sobre la tripa mientras sacudía el polvillo gris.

La Niña Puñales dijo
ozú
y el Potro del Mantelete asintió con la cabeza, todavía mirando el billete. El Potro debía de andar por los cuarenta y cinco años, y cada uno lo llevaba impreso en la cara. Una juventud de novillero sin suerte le había dejado en las pupilas y el gaznate el polvo del fracaso en plazas de tercera categoría, amén de una cicatriz de asta de toro bajo la oreja derecha. En cuanto a su breve y oscura trayectoria como aspirante al título de campeón de Andalucía de peso gallo entre dos reenganches en la Legión, lo único que había sacado en limpio era la nariz rota, dos cejas abultadas e intermitentes a causa de las cicatrices, y cierta lentitud de reflejos a la hora de enlazar acción, palabra y pensamiento. En los timos callejeros a turistas interpretaba bien el papel de tonto: había mucho de real en su desvalida forma de mirar al vacío esperando el clarín del tercer aviso, o el gong de alguna improbable cuenta atrás.

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